Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Ana Isabel Botella Soler
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dime que no es un sueño, n.º 169 - septiembre 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.
I.S.B.N.: 978-84-9170-026-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Nota de la autora
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Aunque en esta novela haya elementos sobrenaturales, los hechos que ocurrieron en Palma de Mallorca el 6 de marzo de 1687 son ciertos, así como el ambiente de crispación que se percibe hacia los judíos conversos a lo largo de esta historia.
Somos del mismo material del que se tejen los sueños,
nuestra vida está rodeada de sueños.
La Tempestad, WILLIAM SHAKESPEARE.
Mallorca, 21 de marzo 1670
Tiempo después de que Biel viera por primera vez a Isabel, juró amarla y respetarla para el resto de su vida; sin embargo, tuvieron que pasar demasiados años para poder cumplir su promesa.
Los últimos rayos de la tarde ya habían caído hacía bastantes horas en un horizonte preñado de nubes anaranjadas cuando Carmen, la criada de aquella mujer que había quedado tendida en mitad del camino, llegara más muerta que viva hasta la portezuela de un huerto. Se llevó una mano a la entrepierna y ahogó un grito. Un líquido pegajoso le corría por las piernas y respiraba con dificultad. Notó un sabor amargo en la boca; segundos después percibió un fluido caliente subiendo por su garganta. Arqueó la espalda y vomitó a un lado de la puerta. Cerró los ojos y no quiso pensar en lo que acababa de pasar. Nadie sabría de su desdicha, nadie sabría qué había perdido a manos de tres hombres, nadie sabría cómo había sido vejada.
Tras la tapia, se advertían voces que salían de la casa. Insistió en tocar la puerta varias veces y rezó para que no le fallaran las fuerzas, no por ella, se decía, sino por su señora. Dio gracias al sentir pasos apresurados.
—¿Qué deseas? —preguntó alguien con un marcado acento extranjero desde el otro lado de la puerta.
—Os ruego que atiendan mi súplica. Mi señora está muy malherida —dijo Carmen—. Nos han asaltado y han matado a todos nuestros hombres.
Una criada negra muy mayor abrió la puerta, y detrás de ella apareció el ama de la casa, una mujer algo más joven que la primera. La criada le ofreció una jarra con agua fresca para que bebiera.
—Os lo suplico, tenéis que ayudar a mi señora. Está perdiendo mucha sangre y alberga en su vientre un niño. Ha roto aguas.
La criada tragó saliva por lo que significaban aquellas palabras de Carmen, se encogió de hombros y miró a la mujer mayor, quien negó con la cabeza. Enseguida llegó un niño que aún no había alcanzado los catorce años. En la cabeza llevaba un bonete.
—Madre, tienes que ayudarla, no podemos dejar que se muera.
La madre bajó la cabeza al suelo. Se debatía en un mar de dudas.
—No podemos, Biel, y lo sabes bien —comentó finalmente—. Acaba de empezar la oración.
—Señora, esta noche no es propicia —dijo la criada mirando al cielo—. La luna es negra en el nuevo ciclo de la vida. El cielo está cubierto de nubes de sangre. Es el único día donde no pueden nacer los niños. Será un niño maldito, un niño de sangre.
—Os lo suplico, ella os necesita, no podéis dejar que se muera. —Carmen juntó las dos manos a la altura del pecho—. Al menos salvad a su hijo. Mi señor os lo recompensará muy bien.
Cuando la madre negó con la cabeza, el niño, tan rubio como ella, la miró con desconcierto.
—Es la ley de Adonay —murmuró agarrando al chico por un brazo y llevándolo detrás de la puerta para que no la escuchara Carmen—. Violaríamos el sabbat. Además, ¿qué hacen ellos por nosotros? Menospreciar al único, a Adonay.
—Os lo vuelvo a suplicar… —soltó, cayendo de rodillas al suelo, se arrastró para traspasar la puerta y besó las manos del ama de la casa—. Salvadla. He oído decir que sois la mejor partera de toda la isla. Os juro que si me ayudáis no diré nada de lo que sucede tras esta puerta. Podéis tener mi palabra. —Se sacó un crucifijo de madera y lo besó.
—Madre, no podemos dejar que se muera. Tenemos que hacer algo. Deja que sea yo quien lo haga. No te pido que la asistas tú, solo que me guíes, os he acompañado en varios partos.
—Lo lamento, Biel. No quiero violar la ley. —Se giró y le hizo un gesto a la criada para que cerrara la puerta—. Y tú tampoco contravengas la ley. Entremos dentro. Hoy es un día de fiesta para nosotros.
Sin embargo, el chico, tras meditarlo unos segundos, supo lo que tenía que hacer. Corrió hasta la casa y sacó los instrumentos que le regaló su abuelo de una caja de madera, hizo un hatillo y se lavó las manos antes de salir. Regresó a la puerta, donde aún permanecía la criada de la casa. Quiso impedirle el paso, pero Biel la agarró de un brazo para pasar.
—No puedes ayudarla, os lo ha ordenado vuestra madre. —La criada le señaló el cielo—. Esta noche no puede nacer ninguna vida. Es la ley de La Madre, la sangre no puede derramarse en la tierra. Así ha sido desde siempre. La Madre no lo va a consentir.
Biel negó con la cabeza.
—Soy un hombre de ciencia, como mi abuelo. ¿Qué puede pasarme? —Le quitó el candil que llevaba en una mano.
—¿Qué haces? La Madre no lo va a permitir. Ella os maldecirá y os castigará a vos y a ese niño. Si nace un niño, él os perseguirá hasta mataros. Si nace una niña, ella os embrujará y vos caeréis en sus redes. Nunca podréis descansar.
El chico hizo oídos sordos a las palabras de la criada, abrió la puerta y se colocó al lado de Carmen.
—Dime dónde está. —Se arrodilló junto a la criada y le echó un vistazo a su labio partido y su ojo amoratado—. Tú también necesitas ayuda.
Ella abrió los ojos de par en par y ahogó un sollozo.
—Si no eres más que un niño —musitó Carmen, acariciándole la cara.
—Lamento no tener más de trece años. Soy la única ayuda que vas a encontrar en esta casa. —Después dio media vuelta, plantándole cara a la criada—. La voy a socorrer.
—No, no puedes hacerlo. Ni La Madre ni vuestro Dios lo permitirán —señaló la criada—. La Madre tomará lo que es suyo. Si no lo hacéis por La Madre, hacedlo por Adonay, vuestro dios. Él también os castigará. ¿Queréis maldecir la casa de vuestros padres, la casa de vuestros tíos, a vuestra prima, con la que os casaréis? ¿Es eso lo que deseáis?
—¿Maldecir? Yo no creo en vuestros dioses. No creo en esa madre que no tiene misericordia por una vida que está por nacer.
—No lo permitáis, mujer. —La criada se interpuso entre Biel y Carmen—. Llegará un día que la tierra reclame lo que es suyo. Si se derrama sangre esta noche La Madre los maldecirá a él y a ese niño. Biel, esperad solo unas horas, hasta que el sol salga.
—Déjame pasar —le ordenó Biel.
—La Madre se pondrá muy furiosa. Ese niño que va a nacer no será nunca feliz. Allá donde vaya será desgraciado.
Él negó con la cabeza, pero ¿qué podía hacer si no? Si deseaba ser un buen médico, no podía dejar de atender a alguien que lo necesitara.
—Dime dónde está tu señora —dijo cuando Carmen se levantó del suelo—. No hay tiempo que perder.
—Te lo agradezco. Sígueme.
Biel fue tras los pasos de Carmen. A lo lejos aún se podían oír los gritos de la criada negra.
—Si ayudáis a la mujer, ese niño os perseguirá a lo largo de la vida. Él os atrapará en sueños, os buscará hasta encontraros, nunca parará y no os podréis librar de él. No os manchéis con la sangre de una mujer que no conocéis de nada. —Los gritos de la criada se iban apagando a medida que iban dejando atrás la casa—. ¿Eso es lo que deseáis? No encontrarán alivio ni vuestros hijos, ni los hijos de vuestros hijos, Biel. La Madre os castigará. Os suplico que no lo hagáis. Maldecirá vuestro matrimonio…
—Mi señor Jesucristo te lo recompensará. —Carmen volvió a besar la cruz que llevaba colgada al cuello—. Ten por seguro que un día tendrás tu recompensa, si no es en esta vida, será en otra. Encontrarás alivio a tus penas. Mi señor es misericordioso.
Caminaron durante muchos minutos hasta que Carmen le señaló un carruaje que estaba volcado en mitad del camino. Biel llegó a la carrera y la escena que encontró le resultó dantesca. Los tres hombres que acompañaban a Catalina Despuig estaban muertos. Observó también un círculo de piedras donde Carmen había depositado a su señora. Se arrodilló ante Catalina, que apenas respiraba. Después de posar la oreja en el pecho, supo que no correría mejor suerte que los tres hombres que habían muerto. Le entregó el candil a Carmen.
—Sostenlo.
Sacó del hatillo una trompetilla y la colocó sobre el vientre de Catalina para escuchar los latidos del bebé. Ella abrió los ojos y soltó un gemido.
—El niño sigue con vida. ¿De cuánto tiempo está? —quiso saber, girándose hacia Carmen.
—De casi ocho meses.
Biel tomó aire y lo soltó con calma. Se dio ánimos, porque aunque no podía hacer nada por Catalina, deseaba salvar al bebé que estaba en camino. Metió una mano para explorarla, como había visto muchas veces hacer a su madre, hasta tocar la cabeza del pequeño. Ya venía de camino.
—La pérdida de sangre la ha debilitado. No va a aguantar el parto. No tiene fuerzas ni para empujar.
—Salva al niño. Ella así lo habría querido.
Biel asintió con la cabeza. Del hatillo sacó el bisturí de su abuelo y se preparó para sacar al bebé. Antes de practicar la incisión, miró ese cielo tan negro como el ébano. No había vuelta atrás.
La madre, sacando fuerzas de flaqueza, se incorporó y lo agarró del cuello de la camisa.
—Hazlo, te lo ruego por nuestro señor Jesucristo. Este hijo tiene que nacer. Haz lo que tengas que hacer.
—Señora, me temo que no sobreviviréis.
—Mi hijo tiene que vivir. —Su voz se iba apagando—. Lo que pase después no es importante. Hazlo ya antes de que me fallen las fuerzas.
Biel observó el bisturí y no se lo pensó dos veces. Tras hacer un corte entre la comisura posterior de la vulva hasta el ano, metió la mano y sacó a una niña que tenía el pulso tan débil como la madre. Biel introdujo un dedo en la boca de la niña y enseguida la pequeña soltó un quejido lastimero. Carmen le entregó una toca para que la cubriera. Catalina abrió de nuevo los párpados y buscó con la mirada al chico que había salvado a su hija. Biel observó el color de sus ojos, que eran de un verde intenso que la iluminó por un segundo. Él le colocó sobre su pecho a la pequeña cuando cortó el cordón umbilical.
—Es vuestra hija.
Catalina asintió.
—Cuida de ella. —Tuvo fuerzas para entregársela de nuevo a Biel—. Júralo.
—Os juro por mi vida que cuidaré de ella, aunque sea lo último que haga. Se la entregaré a vuestro esposo. —Miró a la pequeña y sintió un escalofrío que lo sacudió de pies a cabeza. No supo explicar qué le pasaba, pero había algo que lo unía a ella.
La mujer soltó un gemido. No quería abandonarse aún al peso de sus párpados, porque sabía que después de cerrarlos la oscuridad sería eterna para ella.
—Has jurado que cuidarás de ella —dijo con el último rastro de aliento que le quedaba en el cuerpo.
Una lágrima rodó por la mejilla de la mujer al tiempo que un gemido desgarrador se abría paso a través de sus labios resecos antes de partir al otro lado. Biel le cerró los párpados.
La niña abrió los ojos, parpadeó y por último soltó un llanto que estremeció el silencio de esa noche sin luna.
—Descansad en paz, señora, nunca he faltado a mi palabra. Esta niña vivirá.
En la actualidad
La idea de una cita rápida, hasta aquella noche, no había salido como yo deseaba. Aunque me parecía una buena opción, ya que había probado dos veces a salir con hombres gracias a Badoo, ambas veladas acabaron tras una cena de lo más desastrosa y aburrida. A decir verdad, eran muy guapos, casi me atrevería a decir que eran dioses griegos, aunque más simples que el mecanismo de un botijo. Durante el tiempo que estuvimos cenando mis dos acompañantes solo se ocuparon de hablar de sí mismos, de las horas que dedicaban al gimnasio, del tipo de dieta que seguían para mantenerse en forma y de las calorías que ingerían, pero sobre todo me quedó muy claro que ambos eran muy rigurosos con las salidas nocturnas. Casi dejaron caer que me estaban haciendo un favor y que yo me tenía que sentir afortunada por haber sido la elegida. Estuve tentada de comentarles que yo no buscaba a ningún príncipe azul, pero preferí quedar como una mujer apática y con pocas ganas de juerga. Así que tras utilizar la misma excusa con los dos: un intenso dolor de cabeza, me deshice de aquellos dos tipos aburridos después de tomar el postre y me marché como Cenicienta. Por fortuna, yo no perdí un zapato, ni mucho menos la cabeza por dos hombres imbéciles. No tenía ganas de seguir con la otra parte del cuento.
Sin embargo, aquel último sábado de agosto en Madrid fue distinto. Algo cambió en mi interior y decidí seguir adelante con un encuentro que rompió todos mis esquemas. Si me había decidido por esta alternativa de una cita rápida fue porque no quería ninguna clase de compromiso. Lo que deseaba era una salida lejos de mi ciudad, donde nadie me conociera y después, si te he visto no me acuerdo. Ni siquiera se lo había comentado a Carmen, mi mejor amiga y confidente, ni mucho menos a mi abuela, para la que nunca tenía secretos.
Esto mismo era lo que iba a ocurrir en la habitación de hotel que Gabriel había insistido en pagar.
Ya no se trataba de cenar con alguien que acababa de conocer, estaba dando un paso que solo me había atrevido a dar con un hombre. Necesitaba olvidar quién era yo por una noche, ser la mujer que no era, sentirme querida por alguien, aunque estuviésemos fingiendo que todo era verdad. No tenía nada claro que él se llamara Gabriel. Incluso yo misma estaba utilizando mi segundo nombre, Catalina, pero eso nos daba igual, porque después de que él y yo tuviésemos lo que habíamos estado buscando tras esa cita, cada uno se iría por su lado y no nos volveríamos a ver nunca más. Éramos adultos y yo no le pediría ni su número de teléfono ni tampoco volveríamos a salir juntos otra vez.
Jamás había perdido el control, pero mientras estábamos cenando, su cálida mirada desarmó mis defensas con la fiereza de unos dientes afilados. Me provocó sensaciones olvidadas y me dejé llevar. Por unas horas me gustó el hecho de no pensar en qué pasaría cuando nos despidiéramos, como también me agradaban las miles de mariposas que volvían a despertarse otra vez en mi estómago. Después fueron los pequeños detalles que me parecieron tiernos, como que su voz fuera sugerente o que me hablara con una intimidad que logró estremecerme como hacía tiempo que no me pasaba. Me trataba como si solo estuviésemos él y yo cenando en el restaurante. Había algo en sus palabras que me tenía hechizada. Me había cautivado desde que nos presentamos, me tendió la mano y me dio dos besos en la mejilla. Yo no hice más que dejarme mecer como si fuera una balsa en mitad de un océano en calma.
Así que cuando me propuso tomar una copa después de cenar, acepté sin dudarlo. No recuerdo exactamente las palabras que me susurró en el oído cuando estábamos apoyados en la barra del bar, pero sí que me acuerdo del deseo sordo y punzante que empezó a despertar entre mis piernas. Hacía tantos años que no lo sentía que me conmovió sentir el aliento de alguien en la oreja.
Lo acompañé hasta un hotel cerca de la plaza de Santa Ana. Antes de salir del ascensor volví a aspirar su aroma, olía a cítricos y a mar, sobre todo a ese mar que tanto me gustaba: el Mediterráneo. Era un olor que me transmitía paz, un perfume que me había dado todo lo que más había querido. Cerré los ojos ante lo que estaba a punto de pasar. Me repetía que no quería pensar en nada, solo dejarme llevar por una vez desde que él se marchó. Lo necesitaba tanto como respirar.
Salimos al pasillo y me agarró de la mano. Me costaba ocultar el temblor de las rodillas, que se me extendía hasta el estómago. Quise decirle que hacía más de tres años que no estaba con alguien en la cama, pero Gabriel pareció adivinar mis pensamientos y acalló mi miedo posando las manos en mi cara y acariciándome las mejillas con los pulgares. Me miró desde arriba. Sus dedos se enredaron en mi cabello y me pegó a su pecho. Quizá temiera que yo saliera corriendo.
Cerré los ojos y entreabrí los labios al sentir los suyos tan cerca de los míos. Deslizó una mano por mi espalda. Esperé a que nuestras bocas se juntaran, pero durante unos segundos nos contuvimos y pude sentir su aliento cálido y su respiración agitada. Con suavidad, nuestros labios se encontraron una y otra vez hasta que perdimos la cuenta de los besos. Me gustó su sabor dulce a la vez que fuerte. Cuando nos separamos, abrí los párpados y busqué sus ojos. ¡Cómo temía que de un momento a otro supiera qué secreto me atormentaba, qué había de bueno o malo en mí! Sin embargo, me quedé prendada del mar de su mirada.
Volvió a acallar mis temores con un beso avasallador. Yo me estremecí en sus brazos. Ardí de deseo al tiempo que él exploraba lentamente mi boca con la lengua. Su sabor me estaba volviendo loca, por no decir también que me resultaba tentador. Me estaba quedando sin aire, pero él venía una y otra vez a mi rescate. No recordaba que una pequeña sesión de besos fuera tan excitante. En aquellos minutos en los que nos estuvimos besando todos mis miedos desaparecieron.
—¿Estás bien? —me preguntó cuando volvimos a separarnos.
Estábamos a punto de abrir la puerta y entrar en la habitación. Era el momento de decidir qué quería hacer, si deseaba que metiera la llave o por el contrario quería volver al ascensor y marcharme de aquel hotel.
No supe qué responderle. Si bien me encontraba a gusto a su lado, el miedo volvió a aparecer por unos instantes. Los latidos de mi corazón me estaban traicionando; era como un animal desbocado que había tomado el control de todo mi ser. Solo quería soñar, porque hubo una vez en que conseguía hacerlo.
Me sonrió. El pelo desgreñado y rubio le caía sobre un ojo. Tuve el impulso de retirárselo, pero él se adelantó a mi deseo. Y por segunda vez en esa noche me dejé llevar por las impresiones que me transmitía Gabriel. Asentí con la cabeza.
Noté el aliento sobre mis hombros desnudos, que me abrasó y me sacudió como un latigazo. Deslizó el pulgar por mi mejilla para que levantara el mentón; tan cerca nos encontrábamos que nuestros labios casi se rozaban. Me sentí atraída por su mirada hipnótica, por el azul cielo de sus ojos, esos que se negaban a liberarme de mi deseo. Era pura fascinación lo que percibía. Me besó por enésima vez. Me abandoné a la calidez de su boca, al sabor a mar. Entonces encontré lo que estaba buscando, me olvidé de mí, del otro lado de la cama que llevaba muchos años vacío y que llevaba mucho tiempo frío. Todo mi miedo desapareció y dejó de importarme quién era yo en aquellos momentos, porque todo lo que me interesaba era el tacto de su lengua, sus labios sobre los míos o las caricias que siguieron a esos primeros besos. La sensación de seguridad que me proporcionaba me había desconcertado. Me trataba como si me conociera desde hacía muchos años.
Después, las primeras caricias que siguieron cuando entramos a la habitación me habían alterado tanto que me habían hecho sentir vulnerable, casi más expuesta que si hubiera estado desnuda.
A pesar de que ambos estábamos fingiendo ser quienes no éramos, aunque hubo algún momento en que lo dudé, todo lo que ocurrió en aquella habitación me pareció real. Sus manos crearon magia y por unas horas volví a sentirme viva. No pedía nada más.
Desde la cama, Gabriel observaba cómo me terminaba de vestir. No quería que el amanecer me encontrara a su lado.
—Ha sido mágico. ¿Crees que podríamos volver…? —Me giré e interrumpí su pregunta con un beso en los labios.
Prefería quedarme con el recuerdo dulce de aquel encuentro que me sacó por unas horas del infierno y de mis noches en vela. Negué con la cabeza, pero ante la decepción que percibí en su mirada, le dije:
—No creo. ¿Para qué estropear una noche perfecta?
—Podemos hacer que esto sea el inicio de algo más.
—Créeme, mejor dejarlo aquí.
—No, mejor dejar que sea el destino el que decida por nosotros.
No le respondí. Me limité a encogerme de hombros y después me marché de la habitación sin mirar atrás. Había puertas que eran más fáciles de cerrar que otras.
Enero 1686
Un hecho sabido en Ciutat y en toda la isla era que las dos hijas de Catalina Despuig y Pere Vallespir tenían una belleza que no parecía de este mundo. Quienes habían tenido el placer de conocerlas, así lo aseguraban. De Margalida e Isabel decían que eran dos muchachas de aspecto angelical, sobre todo la pequeña, quien poseía una sonrisa capaz de derribar las seis puertas de las murallas de Ciutat. No habían sido pocos los muchachos que las pretendieron, no solo por ser bellas, sino porque también poseían la mayor fortuna de Mallorca gracias al matrimonio de su padre con la heredera de una de las familias con más solera en la isla.
Pere Vallespir, como había hecho su padre y el padre de su padre, siguiendo con una tradición ancestral, jamás permitiría que ninguna de sus hijas se casara con alguien que no fuera descendiente de alguna de las pocas familias que poblaron la isla después de que Jaume I la reconquistara definitivamente para la corona de Aragón. Era inconcebible y deshonroso emparentar fuera de tan selecto círculo.
El patrimonio que poseía Pere era inmenso, pues a sus campos de almendros se les unieron los campos de olivos que heredó Catalina como hija única, que iban desde Porto Cristo hasta Sant Joan, pasando por Manacor y Petra. Tomeu Despuig casó a su hija con Pere Vallespir, un hombre que podría manejar con mano firme la fortuna que había heredado Catalina, una mujer de una belleza arrebatadora, dulce, de facciones delicadas y salud muy frágil. La mala fortuna quiso que Catalina no pudiera tener hijos hasta cumplir la treintena y que muriera en el parto de su segunda hija, Isabel, a la edad de treintaitrés años. Las niñas se criaron con la senyora avia, la madre de Catalina, y un padre ausente por sus continuas obligaciones en la casa de possessió[1] que tenían en Petra y a sus continuos viajes a tierras lejanas.
Margalida tan solo tenía quince años cuando su padre la había casado con el heredero de los marqueses de Sant Martí, y tres años después, Pere, pensaba hacer lo mismo con Isabel. El afortunado sería el heredero de los marqueses de Vivet, un joven de treinta años que amaba el mar tanto como Isabel amaba la tierra en la que se había criado. La boda tendría lugar en un mes y la oficiaría Miquel Riera, el reverendo canónigo de La Seu[2], como ya había hecho con su hermana.
Isabel contemplaba cómo el sol anaranjado se ocultaba tras el horizonte antes de partir a Ciutat para sus esponsales, mientras una suave brisa mecía una palmera, traída por su senyor avi del lejano Egipto, en un baile sensual. Iba a echar de menos la casa, los olivos, el olor a tierra y a su senyora avia, que no podría viajar con ella porque estaba aquejada de una enfermedad que la tenía postrada en el lecho.
Margalida, su hermana mayor, no dejaba de hablar, las pocas veces que se veían, de lo mucho que le gustaba vivir en Ciutat y de las fiestas a las que era invitada. Comentaba, además, que todo el mundo alababa las dotes culinarias de su cocinera, porque hacía las mejores ensaimadas, un dulce que se había puesto muy de moda entre las familias más adineradas cuando había algo que celebrar. Sin embargo, Isabel sabía que nadie podría superar la cocina de Xisca.
Hasta ese momento, a Isabel no le habían interesado ni el boato, ni las fiestas, ni los vestidos lujosos. Encontraba comodidad en sus enaguas de algodón en verano y de lana en invierno y en la falda superpuesta a la camisa. En un par de ocasiones se había puesto el tontillo y había llegado a la conclusión de que era incómodo para caminar, pero sobre todo para sentarse. Solo se ponía el sayo y el corpiño cuando no estaba ayudando a Xisca en la cocina. Esta era una de las razones por las que le gustaba estar junto a la cocinera de la familia.
Antes de pasar a la casa, Isabel observó a los mozos que cargaban en el carruaje los baúles que la acompañarían en su viaje. También había decidido que su fiel perro Cupido, regalo de Margalida antes de que se marchara de casa para casarse, viajaría con ella. No quería separarse de su amigo, el confidente de todos sus secretos y de todos sus anhelos. Era el único que sabía el temor que le producía su futuro marido, un hombre al que solo había visto en una ocasión, pero no recordaba nada de aquel encuentro porque ella tenía seis años y Bernat quince.
Entró por la cocina, donde Xisca preparaba varias cocas con saín y con embutidos de la última matanza. Cupido seguía sus pasos, al tiempo que agitaba la cola con energía. Sobre la mesa de madera que había en el centro de la estancia, siempre había un jarrón con alfábega. Isabel se acercó a olerla porque encontraba que siempre la tranquilizaba cuando había algo que rondaba por su cabeza.
—Vuestra senyora avia lleva un rato preguntando por vossa mercè. Ya se ha despertado. Esta noche pasada no ha pegado ojo.
—¿De qué ánimo está esta noche?
—No lleva muy bien que os marchéis tan pronto a Ciutat.
Isabel también la echaría de menos, pero no podían retrasar una boda que estaba concertada desde que ella tenía seis años. Llevaban preparando este enlace más de ocho meses.
—Será mejor que no la haga esperar mucho más. Cuando esté la cena tráela a su alcoba. Espero que esto le alegre un poco.
Ya salía por la puerta cuando se giró hacia donde estaba la cocinera, que extendía la masa con un rodillo. Había algo que la reconcomía por dentro, así que le preguntó con voz suave y con un estudiado gesto:
—El otro día oí decir a Margalida que Aina, su cocinera, hacía la mejor leche de almendras de todo el mundo.
—¿Y vossa mercè qué le contestó?
—Que eso no era posible porque la mejor leche de almendras la hacías tú.
—Muy bien dicho. Ya hablaré con vuestra hermana cuando se digne a visitarnos.
—Quizá si le llevara un poco a Ciutat volvería a cambiar de idea.
—¡Ni hablar! Nadie me dice que mi leche de almendras no es tan buena como la de otra mujer. ¿Qué modales son esos para una mujer de su posición?
—¿Entonces mañana no podré llevarme un poco de leche de almendras para el viaje? —Isabel parpadeó—. Es que te voy a echar mucho de menos.
La cocinera soltó una carcajada sonora.
—Pero ¿habrase visto las preguntas que me hace vossa mercè? Me ofendéis con esas dudas. No solo hemos hecho para su senyora avia, también le hemos hecho una buena cantidad para el camino a Ciutat.
Xisca sacó una lechera que tenía en la alacena, agarró un vaso y se lo ofreció.
—No hay nadie que la haga como tú —comentó Isabel pegando un trago—. ¿Estás segura de que no quieres venirte a vivir conmigo a Ciutat? Allí estarías muy bien. Serías la envidia de todas las cocineras.
—Pero a mi edad, ¿qué se me ha perdido a mí en Ciutat? ¿Quién cuidaría de la senyora avia? Ni loca voy por esos caminos. —Se calló, la miró y recordó lo que le había pasado a su madre—. Yo que me mareo en cuanto me subo a un carro o a una mula. Además, Ciutat está llena de forasteros, y me han dicho también que las cosas andan revueltas con esos judíos conversos. Ni hablar. De aquí no me mueve nadie, no hasta que salga con los pies por delante por esa puerta. —Se santiguó.
—No seas agorera. Yo solo quería que vinieras conmigo. —Posó el vaso sobre la mesa después de no dejar ni gota—. Aún te quedan muchos años para que nos dejes.
—Ande, subid a verla y no me entretengáis más, que aún tengo que meter las cocas en el horno y sacar el pan que se llevará vossa mercè a Ciutat. A saber cómo cocinará esa nueva cocinera.
—Exacto, tú misma lo has dicho. ¡A saber quién nos hará ahora el pan! —Isabel insistió una vez más.
—A mí no me engaña con esa carita de niña buena que tiene. Yo no me muevo de esta casa.
—Está bien, ya me ha quedado claro.
Isabel se encogió de hombros y salió con prisas de la cocina.
—No corra vossa mercè, que no es un muchacho y mucho menos un caballo —la recriminó Xisca desde la cocina—. Prométame que cuando sea una mujer casada no se subirá a las higueras. Guarde las formas y compórtese como una señorita de su posición, que en menos de un mes pasará por el sagrado sacramento del matrimonio.
—No hace falta que me lo recuerdes —dijo para sí misma.
Sin embargo, pese a la orden de Xisca, subió de dos en dos los escalones y llegó a la habitación de su senyora avia con la respiración entrecortada. Cupido llegó casi a la misma vez que ella y se pegó a sus pies. Antes de llamar, acarició la cabeza de su perro y después esperó una respuesta para pasar.
—¿Isabel, hija mía, eres tú? —preguntó una voz grave.
—Sí, soy yo, senyora avia, ¿me permitís pasar?
—Pasa, pasa, te estaba esperando.
Isabel entró en una habitación iluminada por varias velas. Un fuerte olor a alfábega la recibió, un olor que le recordaba a la mujer mayor. Desde la cama, la abuela le hizo un gesto para que se acercara a besarle la mano.
—Senyora avia, ¿cómo se encuentra vossa mercè esta noche? —Se sentó en el borde de la cama.
—Ay, hija, ya no estoy para emociones fuertes —unas manchas oscuras cercaban sus ojos—; mañana te vas y yo me quedo sin la luz de mis días, sin mi tesoro.
—¿Qué voy a hacer en Ciutat sin vossa mercè? Voy a estar sola.
—¿Qué dices sola? Has crecido muy pronto y en dos meses cumplirás los dieciséis años —dijo con un hilo de voz—. En menos de cuatro semanas estarás casada.
Isabel soltó un bufido de resignación.
—¿Todas las mujeres tienen miedo cuando se casan?
La senyora avia hizo un gesto con la cabeza antes de responder.
—Sí, todas hemos pasado por ahí. —Le dio unos golpecitos cariñosos en el brazo para consolarla—. Tu esposo pertenece a una gran familia. Sabrá respetarte esa noche.
—Pero eso no hace que tenga menos miedo.
María, una de las criadas, las interrumpió un momento para preparar una mesa que estaba junto a la ventana porque la cena estaba casi lista. Pocos minutos después subió otra criada con una bandeja, donde había varios platos. Además de la coca, Xisca había preparado una sopa y unas uvas de postre.
—Le debes respeto a tu marido, pero nunca, ¿me oyes?, nunca dejes que él opine por ti. Ni él, ni nadie. No permitas que ningún hombre se interponga en tu camino —siguió hablando la senyora avia cuando volvieron a quedarse a solas—. Así ha sido siempre entre las mujeres de nuestra familia.
—¿Y si no sé cómo hacerlo?
—Encontrarás la manera. Eres una Vallespir Despuig, y eso es mucho decir en Ciutat. A tu marido nunca se le ocurriría faltar a la palabra que le dio a tu senyor avi.
Isabel asintió con la cabeza.
—Y pobre de él como no respete la palabra que le dio a Tomeu Despuig. No va a tener agua suficiente de aquí a Valencia donde pueda esconderse.
—Juro por lo más sagrado que me haré respetar.
—Sí, ya no eres una niña. —Le acarició la mejilla—. Busca siempre la justicia en cada cosa que hagas tal y como yo te enseñado. Eso es lo que nos caracteriza.
Estas palabras no le venían de nuevo. Las había escuchado tantas veces que era el momento de tenerlas en cuenta y de llevarlas a la práctica sin miedo. De ella había aprendido a ser fuerte, a no temer a lo desconocido, a enfrentarse a la vida con valor. No podía defraudarla, y ahora más que nunca se sentía orgullosa de haber heredado no solo su nombre, sino también su carácter combativo.
Nieta y abuela pasaron horas y horas hablando sobre lo que se esperaba de ella como mujer casada.
—Descansa, luz de mis días —comentó la mujer mayor—. Mañana te queda un día muy largo.
El primer gallo anunció que la despedida se acercaba. Isabel, aún con la camisa y la falda puestas, se había dormido abrazada junto a la mujer que la había criado. Aunque no había amanecido aún, se adivinaban los primeros rayos de sol en el cielo. Ella notó un sabor extraño en la boca del estómago porque otra vez había tenido un sueño perturbador con alguien a quien no conocía. También notó la miel de sus besos en los labios. De él solo sabía que en sus ojos había un mar.
—Ya es la hora —dijo la senyora avia con voz ronca. Isabel intuyó que no había dormido, que había sido la última vez que había velado sus sueños, como cuando era pequeña—. Se te hace tarde y te espera un largo camino.
Isabel se hizo el ánimo de levantarse con gran pesar. Cupido alzó las orejas y se colocó al lado de su ama. El galló volvió a cantar. En la cocina se escucharon los primeros ruidos del entrechocar de la loza. Isabel imaginó que Xisca tampoco había podido dormir.
Después de muchos días, la senyora avia sorprendió a su nieta levantándose de la cama.
—¿Pero vossa mercè qué hace? No estáis para levantaros de la cama.
—No serás tú quien me diga cuando me tengo que levantar o cuando me tengo que acostar. Aún me quedan fuerzas para despedirte como toca. No olvides que perteneces a la familia Despuig y hoy es un día importante para mí. Sé cuál es mi obligación.
—Dejad que os ayude.
—Tranquila, estoy delicada, pero aún me quedan años para que nuestro señor Jesucristo me llame a su lado. —Le hizo un gesto con el brazo—. Acércame la toca y el rosario y llama a María para que venga a vestirme. Vamos a rezar Laudes antes de desayunar.
La senyora avia la acompañó a la puerta y la despidió con un beso en la mejilla.
Cuando Isabel llegó a su alcoba, su nodriza, Carmen, la estaba esperando con una jofaina de agua hirviendo en la mano, que estaba mezclando con la que había en una palangana.
—Vossa mercè ya tiene el agua preparada. Su senyora avia me dejó dicho ayer noche que no os demoréis y que desea rezar y desayunar en el salón principal.
Carmen tenía una receta infalible para calmar los ánimos cuando salían de viaje. Dejaba hervir el agua con flores de azahar y unas flores de lavanda secas. Era una receta que se utilizaba en el pueblo de sus padres, Alzira.
Isabel se desnudó de cintura para arriba y se aseó. Después hizo lo propio de cintura para abajo, aunque de espaldas a su nodriza. Cuando estuvo lista, Carmen la ayudó a ponerse la camisa, dos enaguas de algodón, un sayo, un corpiño y una falda de seda. Elaboró unas trenzas y por último sacó una caja donde Isabel guardaba un anillo de su madre y un collar de perlas, regalo de compromiso de Bernat.
Isabel bajó las escaleras seguida por Cupido. La senyora avia la esperaba junto al párroco del pueblo en la pequeña capilla familiar que tenía la casa. Se sentó junto a ella y dejó vagar la mente unos momentos. Después de que el cura le diera su bendición, fueron hasta el salón familiar.
La mesa robusta de madera de nogal, vestida con un mantel de hilo, ya estaba preparada en el salón principal. Por toda la estancia había jarrones de alfábega y de rosas, las dos plantas que más le gustaban a Isabel. Xisca había cortado unas rebanadas de pan, que sirvió con queso y aceite. Puso en un plato embutido y sobrasada y también había hecho unos almendrados, un dulce que a Isabel le gustaba mucho. Como le había pedido la tarde anterior, Xisca le había dejado una jarra de leche de almendras junto a su plato. La senyora avia se sentó en una silla con la espalda erguida e Isabel se acomodó a su lado. Al otro lado de la mujer mayor se sentó el párroco.
—Bendiga la mesa, vossa mercè —le pidió la señora mayor al cura.
Tras una breve oración, dieron cuenta de la comida que había en la mesa.
—Come, que te vendrá bien para el viaje, hija mía —le ordenó la senyora avia cuando advirtió que Isabel le pegaba unos pellizcos al pan—. Sírvase, padre —le indicó al párroco.
Isabel asintió y comió una rebanada de pan para no contrariar a la mujer que la había criado, aunque tenía el estómago cerrado. A pesar de lo mucho que gustaban los almendrados, solo pudo llevarse uno a la boca. Después, tomó un vaso de leche de almendras que le había servido María.
—Hace un rato que ha amanecido —soltó la senyora avia—. Tienes que salir ya a Ciutat si quieres llegar antes de que anochezca. Carmen ya ha empacado toda la comida que Xisca ha preparado.
—¿Dónde está Xisca? —quiso saber Isabel antes de marcharse.
—Ahora viene, pero tienes que darte prisa, hija mía.
Los mozos estaban preparados cuando salieron a la puerta. Isabel le dio dos besos en las mejillas a su abuela y después dejó que uno de los mozos la ayudara a subir al carruaje. Xisca llegó a la carrera con una cesta de esparto para darle un beso en las dos manos.
—¡Vossa mercè, os ibais sin despediros de mí! —exclamó con lágrimas en los ojos.
—¡Pero cómo me iba a ir sin despedirme de ti! —respondió Isabel con los ojos húmedos por la emoción.
—Os he preparado unos dulces para el camino. No os los comáis todos de golpe, que la conozco y luego os dolerá la barriga.
Fue una despedida corta, pero era lo que Isabel deseaba. Cuando el carruaje emprendió la marcha, ella sacó medio cuerpo por la ventanilla y agitó el brazo hasta que perdió la casa de vista. No hizo caso de la recomendación de Xisca para que volviera a sentarse. La cocinera estaba escandalizada porque esos no eran modales para una mujer de su posición.
«Ya tendré tiempo de comportarme como una mujer de mi posición».
Las horas se hicieron eternas al lado de Carmen, porque su nodriza se había pasado casi todo el viaje bebiendo un licor anisado que Xisca preparaba cada año. Ambas mujeres decían que prevenía contra los mareos, aunque Isabel tenía otra teoría al respecto. El licor anisado les gustaba por esa sensación de bienestar que les proporcionaba durante los primeros tragos.
Estaban llegando a la Porta Sant Antoni, cuando uno de los soportes de una rueda trasera se partió.
—Vossa mercè —dijo uno de los mozos que abrió la puerta y le tendió la mano para que bajara—, tenemos que parar para reponer la rueda. Os lo ruego, debéis esperar fuera.
Unos comerciantes que iban también a Ciutat se detuvieron al lado del carruaje de Isabel. Tres de los cuatros hombres que viajaban llevaban largas barbas, salvo el más joven. Desde dentro del carruaje salió una mujer con un sayo y una falda de seda. Tenía las manos cubiertas de anillos de oro.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó la mujer—. Venimos desde Manacor detrás de vossa mercè —observó el blasón familiar que había en la puerta y agachó la cabeza en señal de respeto a Isabel—. Mis hermanos os ayudarán.
Carmen se giró con miedo hacia Isabel. Hacía muchos años que evitaba cruzarse con judíos por temor a que las palabras de aquella mujer que no quiso auxiliarla se cumplieran.
—¡Jesús, si son macabeos, vossa mercè! —dijo con la lengua pastosa por los efectos del licor anisado—. Miradla. No ha acatado la prohibición.
—¿Qué nos importa a nosotras cómo vaya vestida o cuántos anillos de oro lleve? —Isabel le murmuró a la nodriza para que solo la oyera ella y después se giró hacia uno de los tres hombres—. Si fueran tan amables de ayudar a mis mozos, estaríamos muy agradecidos.
—Enseguida cambiamos la rueda y podréis seguir con la marcha —respondió el mayor de los hombres.
—Vossa mercè…
Sin embargo, Isabel no oyó lo que dijo su nodriza, porque el menor de ellos, un hombre que debía rondar casi los treinta años, se le había quedado mirando. Sus ojos eran de un azul tan claro como el cielo en un día de verano. Isabel encontró que en la mirada de él había una calma que ya deseaba para sí misma. Quiso zambullirse en ellos y nadar como hacía en la balsa que tenía en Petra. Su mirada era idéntica a la del hombre que acudía a sus sueños desde hacía unos días. Se preguntó si sus labios serían tan dulces como los del joven de su sueño.
—Biel, ofrécele a la señora un poco de agua mientras ayudamos a cambiar la rueda. Saca unos dulces, por si desean reponer algo las fuerzas.
La nodriza recordó entonces cómo había llegado Isabel al mundo y sufrió un escalofrío cuando escuchó el nombre del hombre más joven. Como vaticinó en su día aquella criada negra, los caminos de Isabel y Biel se habían encontrado.
—Deja que la sirva yo, no te molestes —respondió Carmen—. Mi señora ya repondrá fuerzas cuando lleguemos a Ciutat. No necesitamos ningún dulce.
Isabel se giró hacia su nodriza y la reprendió con la mirada por ser tan poco amable con los viajeros.
—Perdona a mi nodriza.
El hombre más joven se acercó con un odre y un vaso de barro para que Isabel bebiera. Ella alargó el brazo para tomar el vaso que él le ofrecía. Sus dedos se rozaron por un instante, pero fue el tiempo suficiente para que ambos siguieran mirándose. Había algo hipnótico en la mirada de él que la atraía. Biel regresó con los otros tres hombres y con los mozos de Isabel.
—Vossa mercè —dijo Carmen—, tomad una capa. Está empezando a refrescar.
Carmen la ayudó a colocársela y la apartó del carruaje.
De vez en cuando, Isabel pillaba a Biel observándola con un interés inusitado. Ella no deseaba ser tan descarada, pero no podía dejar de mirar todos sus movimientos. Notó cómo los latidos de su corazón se desbocaban de una manera tan desmesurada que se asustó, porque no podía controlar nada de lo que le pasaba.
Estaba a punto de anochecer cuando terminaron de cambiar la rueda. Carmen e Isabel permanecían sentadas sobre una piedra que había debajo de un almendro.
—Vossa mercè, quedaos un momento aquí, que voy a sacar una toca para mí. No os acerquéis a esos hombres.
—Tranquila, de aquí no pienso moverme.
Biel aprovechó que Carmen había dejado un momento sola a Isabel para acercarse a ella.
—¿Nos conocemos? —inquirió la muchacha con la garganta seca.
—Vuestros ojos me recuerdan a aquella mujer… son muy hermosos —dijo, aunque lo que en realidad quiso saber era cómo se llamaba, con qué nombre la habían bautizado.
Isabel bajó el mentón al suelo. No quiso comentarle a él qué le parecían los suyos por temor a que Carmen la riñera, pero pocas veces había visto un color como los de Biel. No sabía muy bien qué le pasaba, pero era algo diferente a cuanto estaba acostumbrada. Tenía las mejillas encendidas y el corazón le batía con tanta fuerza que temió que todos los presentes lo escucharan.
—Vossa mercè, ya podemos continuar el viaje —dijo Carmen pegando un pequeño sorbo del licor anisado que llevaba en un frasco.
—Te va a sentar mal.
—¡Jesús! Ya sabéis que tolero muy poco estos trotes en carruaje. Este licor hace maravillas.
Isabel asintió, aunque se giró un momento antes de regresar de nuevo al carruaje.
—Me llamo Isabel —murmuró cuando supo con certeza que nadie la miraba.
—Me gusta —respondió Biel alargando la curvatura de sus labios carnosos.
—¿El qué, mis ojos o mi nombre? —se atrevió a preguntar ofreciéndole una sonrisa.
—Ambos —respondió Biel chasqueando los labios.
Ella se limitó a asentir con la cabeza. Dejó que él la ayudara a subir al carruaje y permitió que sus manos estuvieran unidas un segundo más de lo que aconsejaba el decoro. Biel cerró la puerta y se quedó a un lado del camino contemplando cómo el carruaje se alejaba.
Isabel quiso mirar por la ventanilla y decirle adiós con la mano, pero se quedó con el recuerdo de una mirada que le había cautivado, de una sonrisa que había prendido una llama en su corazón.
[1] Casa rural grande.
[2] La catedral.