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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1984 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mujer de Sullivan, n.º 21 - junio 2017

Título original: Sullivan’s Woman

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-163-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

Cassidy esperó. La señora Sommerson lanzó el tercer vestido que rechazaba a sus brazos.

—Simplemente, no me gusta —musitó la señora Sommerson mirando con el ceño fruncido un vestido de lino azul oscuro.

Tras un momento de consideración, aquel vestido se sumó a la pila que cargaba Cassidy en brazos. Aun así, la dependienta intentó no perder la paciencia.

Tres meses después de comenzar a trabajar en The Best Boutique, tenía la sensación de que había aprendido a ser paciente, pero no había sido fácil. Obedientemente, siguió a la corpulenta señora Sommerson a otro de los expositores de vestidos. Al cabo de veinte minutos de permanecer a su lado como si fuera un perchero, pensó que aquella paciencia que tan duramente había adquirido estaba seriamente dañada.

—Me probaré este —anunció por fin la señora Sommerson, y se dirigió hacia los probadores.

Musitando pasar sí, Cassidy comenzó a colgar los vestidos descartados.

Se apretó una de las horquillas que llevaba en el pelo con un gesto de irritación. Julia Wilson, la propietaria de la tienda, era muy estricta en todo lo referente a la limpieza y el orden. No permitía que cayera un solo pelo por los hombros de sus empleadas. Era una mujer ordenada, disciplinada y falta de imaginación, concluyó Cassidy, y arrugó la nariz mirando el vestido de lino azul. Desgraciadamente, Cassidy era una persona desorganizada, imaginativa y no demasiado ordenada. Su pelo era el epítome de su personalidad. Tenía matices rubios y castaños que se fundían en un tono similar al del dorado de un cuadro antiguo. Era una melena larga y tupida que protestaba al verse constreñida a los confines impuestos por las horquillas que continuamente se le resbalaban. Al igual que la propia Cassidy, su melena era ingobernable y tozuda, pero también suave y fascinante.

De hecho, había sido el atractivo poco convencional de Cassidy el que había favorecido su contratación. La experiencia no figuraba entre sus cualificaciones para el trabajo. Julia Wilson había reconocido en ella una publicidad en potencia para su mercancía. Sabía que, en un cuerpo alto y esbelto como el de Cassidy, resaltarían los colores intensos y el estilo de su línea más atrevida. Indudablemente, su rostro también era un extra. Julia no estaba segura de que pudiera describírsela como bella, pero sabía que tenía una cara llamativa. Era una mujer de facciones marcadas y angulosas, innegablemente aristocráticas. Las cejas se arqueaban sobre unos ojos rasgados, unos ojos que parecían enormes en un rostro estrecho y eran de un color sorprendentemente violeta.

Julia había visto en el rostro, el tipo y la bien modulada voz de Cassidy todas las referencias que necesitaba para el trabajo, pero había insistido en que se recogiera el pelo. Cuando lo llevaba suelto, imprimía una sensualidad excesiva a sus facciones aristocráticas. Apreciaba la juventud de Cassidy, su inteligencia y su energía. Sin embargo, poco después de contratarla, había descubierto que no era tan moldeable como su edad sugería. Tenía, pensaba Julia, una desafortunada tendencia a olvidar cuál era su lugar y a mostrarse excesivamente amistosa con las clientas. En más de una ocasión, la había visto hacer alguna pregunta impertinente o dar un consejo innecesario. De vez en cuando, sonreía como si estuviera disfrutando de una broma secreta. Y a menudo, demasiado a menudo, de hecho, soñaba despierta. Julia había comenzado a tener serias dudas sobre la idoneidad de Cassidy para el puesto.

Después de devolver a su lugar los vestidos que la señora Sommerson había descartado, Cassidy se dirigió a los probadores. Desde allí podía oír el débil susurro de las telas. Al estar ociosa, su mente hizo lo que hacía invariablemente cuando tenía oportunidad: voló hacia el manuscrito que estaba esperándola sobre el escritorio de su apartamento.

Hasta donde le alcanzaba la memoria, escribir siempre había sido su sueño. Durante los cuatro años de universidad, había estudiado seriamente el oficio. A los diecinueve años, se había quedado sin familia y con muy poco dinero, de modo que, mientras aprendía la disciplina y el arte de la profesión elegida, había tenido que aceptar todo tipo de trabajos. Entre los estudios y el trabajo, Cassidy apenas había disfrutado de tiempo libre. Y había renunciado incluso a esos escasos ratos para trabajar en su novela.

Para Cassidy, escribir no era un trabajo, sino una vocación. Había orientado toda su vida hacia ese objetivo, dejando apenas espacio para otro tipo de ataduras. La gente le fascinaba, pero había pocas personas con las que tuviera una relación estrecha. Le gustaba escribir sobre relaciones complicadas, pero apenas tenía conocimientos de primera mano sobre el tema. Lo que daba calidad y profundidad a su trabajo era su aguzado talento para la observación y la extraordinaria profundidad de sus sentimientos. Durante gran parte de su vida, había podido volcar esos sentimientos en su obra.

En aquel momento, un año después de su graduación, continuaba aceptando todo tipo de trabajos para pagar el alquiler. Su primer manuscrito continuaba yendo de editorial en editorial, mientras que el segundo iba cobrando vida lentamente.

Cuando la señora Sommerson abrió la puerta del probador, la mente de Cassidy estaba completamente absorta en la reelaboración de una escena dramática. Al ver a Cassidy frente a ella con actitud sumisa, asintió con gesto de aprobación. Incluso pareció pavonearse.

—Este me queda muy bien, ¿no te parece?

La elección de la señora Sommerson era un vestido de color rojo fuego. El color, advirtió Cassidy, resaltaba su cutis rubicundo, pero hacía un bonito contraste con su melena negra. En realidad, el vestido le habría quedado mucho mejor si la señora Sommerson hubiera sido un poco más delgada, pero, aun así, Cassidy le veía posibilidades.

—Atraerá muchas miradas, señora Sommerson —le dijo tras un momento de consideración.

Con algunos accesorios, decidió, la señora Sommerson podría tener un aspecto magnífico. Sin embargo, la seda se tensaba sobre sus anchas caderas. Necesitaría una faja bien firme, diagnosticó, o una talla mayor.

—Creo que tenemos una talla mayor —musitó, pensando en voz alta.

—¿Perdón?

Cassidy estaba tan concentrada en sus pensamientos que no se fijó en el peligroso arqueamiento de cejas de la clienta.

—Una talla más —repitió amablemente—. Este le queda un poco ajustado en las caderas. Una talla más le quedará perfectamente.

—Esta es mi talla, jovencita —el enorme pecho de la señora Sommerson se elevó y cayó de nuevo al ritmo de su respiración.

Concentrada en resolver el problema de los accesorios, Cassidy sonrió y asintió.

—Yo diría que quedaría bien una gargantilla de oro —se dio unos golpecitos con el dedo en el labio inferior—. Ahora, déjeme ir a buscar un vestido de su talla.

—Esta —insistió la señora Sommerson en un tono que atrajo toda la atención de Cassidy— es mi talla.

Cada una de las sílabas que pronunciaba parecía hervir de indignación. Al reconocer su error, Cassidy sintió que se le hundía el estómago. ¡Uf!, dijo para sí, e intentó poner en juego todo su ingenio. Pero, antes de que pudiera comenzar a tranquilizar a la señora Sommerson, Julia apareció tras ella.

—Una excelente elección, señora Sommerson —dijo con su modulada voz de contralto.

Con una educada sonrisa, desvió la mirada de su clienta a Cassidy y miró de nuevo a la señora Sommerson.

—¿Hay algún problema?

—Esta jovencita —la señora Sommerson volvió a suspirar con fuerza— insiste en que me he confundido de talla.

—¡Oh, no, señora! —protestó Cassidy, pero se calló en cuanto Julia arqueó una ceja perfectamente depilada en su dirección.

—Estoy segura de que lo que la señorita St. John quería decirle es que, en este estilo en particular, el corte es un poco diferente. Las tallas no responden a las habituales.

Debería habérsele ocurrido algo así, admitió Cassidy para sí.

—Bueno —la señora Sommerson aspiró sonoramente y miró a Cassidy con desaprobación—, podría haberlo dicho así, en vez de sugerir que era yo la que necesitaba otra talla. Realmente, Julia —se volvió de nuevo hacia el probador—, deberías preparar mejor a tus empleadas.

Los ojos de Cassidy parecieron despertar y agrandarse ante aquel tono. Miró las costuras de la seda roja protestando sobre el voluminoso trasero de la señora Sommerson. Pero la rápida mirada con la que la fulminó Julia acalló su respuesta.

—Iré a buscarle el vestido, señora Sommerson —intentó tranquilizarla Julia, volviendo a adoptar su amable sonrisa—. Estoy segura de que le quedará perfecto. Espérame en mi despacho, Cassidy —añadió en voz más baja antes de alejarse.

Cassidy observó a Julia marcharse con el corazón hundido. Reconocía demasiado bien aquel tono. Tres meses, pensó, y suspiró. Bueno, dirigió una última mirada a la señora Sommerson y cruzó el pasillo para dirigirse al pequeño y elegantemente decorado despacho de Julia.

Recorrió con la mirada aquella habitación cuadrada y sin ventanas y se decidió por una silla de respaldo recto y tapizada en color bronce. Había sido allí, recordó, donde la habían contratado. Y era allí donde iban a despedirla. Volvió a colocarse una horquilla que estaba fuera de lugar y frunció el ceño. En cuestión de minutos, entraría Julia, arquearía la ceja izquierda y se sentaría tras su bonito escritorio de madera de palo de rosa. La miraría un momento, se aclararía delicadamente la garganta y empezaría a decir:

—Cassidy, eres una joven encantadora, pero no pones el corazón en el trabajo.

—Señora Wilson —se imaginó diciendo a sí misma—. La señora Sommerson no puede llevar una talla catorce. Era…

—Por supuesto que no —imaginó a Julia interrumpiéndola con una paciente sonrisa—. Jamás se me ocurriría vendérsela, pero… —seguramente, levantaría entonces uno de sus largos dedos para dar más énfasis a sus palabras—, no podemos poner freno a sus ilusiones y a su vanidad. El tacto y la diplomacia son esenciales en una vendedora, Cassidy. Y me temo que todavía tienes que aprender a desarrollar esas cualidades. En una tienda como esta —Julia posaría la mano en la superficie del escritorio—, debo poder confiar sin reservas en mis empleadas. Por supuesto, si este fuera el primer incidente, podría pasarlo por alto, pero…

Llegados a ese punto, Julia se detendría antes de suspirar suavemente y continuar:

—La semana pasada le dijiste a la señorita Teasdale que con el vestido de crepé negro parecía que estaba de luto. Esa no es la mejor manera de vender nuestra mercancía.

—No, señora Wilson —Cassidy decidió que se mostraría de acuerdo y adoptaría una expresión de disculpa—. Pero con el pelo de la señorita Teasdale y su cutis…

—Tacto y diplomacia —reiteraría Julia con el dedo levantado—. Podrías haber sugerido que el color azul marino quedaría mejor con sus ojos, o que el rosa resaltaría su cutis. Debemos mimar a nuestra clientela mientras vendemos nuestra mercancía. Toda mujer que salga por esa puerta debe sentir que acaba de comprar algo especial.

—Lo comprendo, señora Wilson. Odio ver a alguien llevándose una prenda que no le queda bien. Por eso…

—Tienes un buen corazón, Cassidy —Julia le dirigiría una sonrisa maternal y después prescindiría de sus servicios—. Simplemente, no tienes talento para vender, o, al menos, el nivel de talento que yo exijo. Por supuesto, te pagaré toda la semana y te daré buenas referencias. Eres una persona rápida y en la que se puede confiar. Quizá podrías intentar trabajar en unos grandes almacenes.

Cassidy arrugó la nariz al imaginar aquella escena, pero suavizó sus facciones en cuanto la puerta se abrió. Julia la cerró con cuidado, arqueó la ceja izquierda y se sentó tras su escritorio de madera de palo de rosa. Estudió a Cassidy un momento antes de aclararse la garganta con delicadeza.

—Cassidy, eres una joven encantadora, pero…

Cassidy alzó los hombros y los dejó caer con un suspiro.

Una hora después y sin empleo, vagaba por el muelle, disfrutando del alegre bullicio y del ambiente de feria. Adoraba aquel batiburrillo de olores, sonidos y colores. En aquel lugar siempre había gente. Allí estaba la vida, con sus sabores siempre cambiantes. San Francisco respondía al concepto que Cassidy tenía de una ciudad perfecta, pero el muelle, el Fisherman’s Wharf, era para ella como el final del arcoíris. El lugar en el que la fantasía y la realidad iban de la mano.

Paseó entre los puestos, contemplando con aire ausente las baratijas que ofrecían, acariciando pañuelos de seda recientemente importados y absorbiendo olores. Pero era la bahía lo que realmente la atraía. Avanzó caminando lentamente hacia allí mientras la tarde daba paso a la noche. El olor a pescado dominaba el aire. Y bajo él se percibía el olor a cebolla, a especias y a humanidad.

Oyó a los vendedores gritar sus ofertas y observó mientras seleccionaban un centollo y lo metían en un caldero de agua hirviendo. El muelle estaba bordeado de restaurantes y abarrotado de tiendas. Su ambiente era vagamente destartalado e incluso un tanto chabacano, pero sin complejos. Cassidy lo adoraba. Era un mundo antiguo, amable y satisfecho consigo mismo.

Mordisqueando un pretzel caliente, fue pasando por los puestos de orejas de mar y centollos vivos. Comenzaban a correr los jirones de niebla a sus pies y el sol se hundía en el horizonte. Cuando empezó a levantarse la brisa marina, agradeció la chaqueta de color ciruela que llevaba.

Aunque no hubiera conseguido nada más, por lo menos había podido comprarse ropa bonita con un buen descuento. Cassidy frunció el ceño y le dio un generoso mordisco a su pretzel. Si no hubiera sido por las caderas de la señora Sommerson, todavía tendría trabajo. Al fin y al cabo, había puesto todo su interés. Enfadada, se quitó las horquillas y las tiró en la primera papelera que encontró. La melena cayó por sus hombros en una larga cascada de rizos. Suspiró aliviada.

Masticó con agresividad y se dirigió a la zona que estaba frente al mar. Necesitaba aquel trabajo. Realmente, necesitaba aquel estúpido trabajo. La depresión amenazaba con hacerse presente mientras caminaba entre los botes amarrados en el muelle. Empezó a repasar mentalmente sus finanzas. Tenía que pagar el piso la semana siguiente y necesitaba otra resma de papel para la máquina de escribir. Según sus precarios cálculos, podría cubrir ambos gastos si no ponía excesivo énfasis en la comida durante los siguientes días.

No sería la primera escritora que tenía que apretarse el cinturón en San Francisco. Y, en cualquier caso, los cuatro grupos de alimentos básicos estaban sobrevalorados. Se encogió de hombros y terminó el pretzel. Aquella sería su última comida completa durante algún tiempo. Sonriendo, hundió las manos en los bolsillos y caminó hasta la barandilla del borde del muelle.

La niebla iba envolviendo la bahía como un fantasma gris. Se acercaba a la tierra y parecía ir engullendo el agua en su camino. Era una niebla fina aquella noche, llena de huecos, no la niebla espesa que a menudo envolvía la bahía y cegaba la ciudad. Hacia el este, el sol se hundía en el mar y lanzaba llamaradas sobre el borde del agua. Cassidy esperó hasta que desapareció el último resplandor dorado. La luna comenzaba a elevarse en el cielo. Se sentía llena de optimismo, de suerte y de fe. Creía en el destino. Y su destino, sentía, era escribir. La venta de artículos y de algún que otro cuento a revistas le permitía mantener vivo su sueño. Durante los cuatro años de universidad, su vida había girado alrededor de la obra perfecta. Los trabajos le proporcionaban un techo para vivir, pero no significaban nada más. Las citas solo se las permitía cuando le dejaba su horario y habían sido siempre informales. Hasta entonces, no había conocido ningún hombre que le hubiera interesado lo suficiente como para hacerla desviarse del camino elegido. En su proyecto no había curvas ni rodeos.

La pérdida de trabajo supondría una distracción temporal. A pesar de que comenzaba a oscurecer y las luces del muelle empezaban a titilar, su humor iba mejorando por momentos. Era joven y fuerte.

Ya aparecería algo, decidió mientras se inclinaba sobre la barandilla. Las olas golpeaban suavemente el casco de un bote de pesca que tenía a su lado. En realidad, no necesitaba mucho dinero. Se conformaría con cualquier trabajo. No estaría mal trabajar como dependienta en unos grandes almacenes. O, a lo mejor, en una tienda de electrodomésticos. Debía de ser difícil hacer mella en la vanidad de alguien vendiéndole una tostadora. Complacida con aquel pensamiento, Cassidy dejó de lado sus preocupaciones y observó cómo iba acercando la niebla sus largos tentáculos hacia ella.

Cuando se levantó la brisa, se enfrió el ambiente. Dejó que la envolviera, que agitara su pelo y despertara su piel. Los sonidos de los puestos se alejaban, amortiguados por la niebla. Ya era casi de noche. Oyó un pájaro cantar mientras se elevaba en el cielo y levantó la cara para observarlo. El primer rayo de la luna bañó su rostro. Sonrió, permitiéndose soñar un poco. Y contuvo bruscamente la respiración al sentir una mano en el hombro. Antes de que hubiera podido emitir ningún sonido, se descubrió mirando el rostro de un desconocido.

Era un hombre alto, con el rostro enjuto y rodeado de rizos. Su mente trabajaba a toda velocidad intentando categorizar aquel rostro y rechazó el adjetivo «atractivo» a favor de «peligroso». A lo mejor fueron la sorpresa, la niebla y el cielo cada vez más oscuro los que hicieron que fuera aquel el adjetivo que acudió a su mente. Pero, pensó, mientras alzaba el rostro hacia él, sus facciones eran más propias de Barbary Coast que de la zona del muelle. Tenía unos ojos de color azul intenso bajo unas cejas oscuras y se adivinaba una frente ancha entre sus rizos. Tenía la nariz larga y recta, la boca llena y un hoyuelo en la barbilla. Los vaqueros de color negro y el jersey, del mismo color, acentuaban su complexión delgada. Cuando pasó la sorpresa inicial, Cassidy se aferró con fuerza al bolso y cuadró los hombros.

—Solo tengo diez dólares —le advirtió, haciendo un esfuerzo por mantener la barbilla en alto—. Y los necesito tanto como tú.

—No digas nada —la ordenó cortante, y entrecerró los ojos.

Había una extraña intensidad en su rostro, en su mirada escrutadora, que la hizo estremecerse. Cuando la agarró por la barbilla, Cassidy perdió todo el valor. Sin decir nada, movió la cabeza de un lado al otro mientras él continuaba mirándola con absoluta concentración. Tenía una mirada hipnótica. Le observó sin decir nada mientras él fruncía el ceño. Había un punto de especulación en su mirada. Cassidy intentó apartarse.

—No te muevas, ¿de acuerdo? —le pidió.

Su voz tenía un tono de enfado y la sujetaba con firmeza.

Cassidy tragó saliva.

—Ahora, escúchame —le dijo ella con aparente calma—. Soy cinturón negro de kárate y, si intentas molestarme, te romperé los brazos.

Mientras hablaba, miraba por encima de los hombros de su agresor y descubrió consternada que las luces del restaurante habían quedado ocultas bajo la niebla. Estaban solos.