

Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1988 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Danza de corazones, n.º 28 - agosto 2017
Título original: Dance to the Piper
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-173-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
A mi hermano Bill.
Gracias por introducirme
entre bastidores
N.R.
Durante el descanso entre la comida y los cócteles, el club se había quedado vacío. Los suelos estaban algo deteriorados pero suficientemente limpios, y la pintura de las paredes acusaba el ataque constante del humo de los cigarrillos. Se reconocía el aroma clásico de aquel tipo de lugares: a licor añejo, a café y a espacio cerrado. Para cierto tipo de personas, aquel ambiente era un verdadero hogar. Y para los O’Hurley, allí donde se concentraba una audiencia, allí había un hogar.
En aquel momento, la luz del sol se derramaba a través de las dos ventanas descubriendo implacablemente tanto el polvo como las marcas y defectos de los muebles. El espejo situado detrás de la barra de las bebidas recogía una parte de aquella luz, pero sobre todo reflejaba la del pequeño escenario situado en el centro de la sala.
–Vamos, Abby, esa sonrisa.
Como era habitual, Frank O’Hurley entrenaba a sus trillizas de cinco años en el pequeño número de baile que deseaba incorporar al espectáculo de aquella noche. Residían en un hotelito familiar de un bonito, y razonablemente barato, complejo turístico de Poconos. Confiaba en que a la audiencia le encantaría especialmente la actuación de sus hijas.
–Ojalá planificaras mejor tus ideas, Frank –su esposa, Molly, sentada en la esquina de una mesa, estaba cosiendo a toda prisa los vestidos blancos que lucirían las niñas al cabo de unas pocas horas–. Yo no soy una maldita costurera, ¿sabes?
–Eres una artista, queridísima Molly, y lo mejor que le ha sucedido nunca a Frank O’Hurley.
–Ahí sí que tienes razón –musitó, sonriendo.
–De acuerdo, encantos, probemos otra vez –sonrió a los tres angelitos con que Dios había tenido a bien bendecirlo. Si se había dignado a regalarle tres hijas por el precio de una, indudablemente el Señor gozaba de un gran sentido del humor.
Chantel era una belleza, con su redondeada carita de querubín y sus ojos de color azul oscuro. Frank le hizo un guiño, consciente de que estaba más pendiente de los lazos de su vestido que del ensayo. Abby era toda amabilidad. Bailaría sólo porque su papá se lo pedía, y porque sería divertido subirse al escenario en compañía de sus hermanas. Frank la urgió a que sonriera de nuevo. Maddy, con su cara de elfo y su cabello castaño rojizo, imitaba a la perfección los movimientos explicativos de su padre, sin dejar ni un solo instante de mirarlo.
El corazón le rebosaba de amor por las tres. Apoyando una mano en su hombro, Frank le pidió a su hijo, que estaba sentado al piano:
–Tócanos una entrada animada, Trace.
Trace deslizó obedientemente los dedos sobre las teclas. Frank lamentaba terriblemente no poder pagarle unas buenas clases al chico. Lo que Trace sabía lo había aprendido observando y escuchando.
–¿Qué tal así, papá?
–Eres un fenómeno –le acarició la cabeza–. Vamos, chicas, adelante.
Siguió trabajando con ellas durante otros quince minutos, pacientemente, bromeando de cuando en cuando. Aquel pequeño número de tan sólo cinco minutos de duración distaría de ser perfecto, pero era sencillamente encantador. Y tendría un gran éxito. A esas alturas ya estaban fuera de temporada en el complejo turístico, pero si triunfaban lograrían repetir contrato. La vida, para Frank, parecía consistir únicamente en espectáculos y contratos, y no veía ninguna razón por la que su familia no pudiera compartir esa misma visión.
Aun así, nada más ver que Chantel comenzaba a perder interés por el ensayo, lo interrumpió. Era consciente de que sus hermanas no aguantarían mucho más.
–Maravilloso –se inclinó para darles un sonoro beso a cada una, tan generoso en afecto como le habría gustado serlo con el dinero–. Vamos a dejarlos maravillados con este número.
–¿Saldrá nuestro nombre en cartel? –preguntó Chantel, y Frank rió deleitado.
–¿Ya quieres encabezar tú el reparto, mi querida palomita? ¿Has oído eso, Molly?
–No me sorprende nada –dejó de coser para descansar un momento los dedos.
–Mira, Chantel. Encabezarás el reparto cuando puedas hacer esto –y comenzó a ejecutar unos pasos de claqué, mientras extendía una mano hacia su esposa. Sonriendo, Molly se levantó para reunirse con él. Desde el primer paso, comenzaron a moverse al unísono: un efecto de los doce años que llevaban bailando juntos.
Abby se sentó al piano con Trace, para observarlo. Y él improvisó una divertida melodía que la hizo sonreír.
–¿Te imaginas? Algún día aparecerán todos nuestros nombres en cartel.
–No lo dudes –repuso Trace, divertido, escuchando el claqueo de sus padres en el entarimado del escenario.
Contenta, se apoyó en su hombro. Sus padres reían, disfrutando del ejercicio, del ritmo. Abby tenía la sensación de que sus padres siempre estaban riendo. Incluso cuando su madre se enfadaba, papá siempre se las arreglaba para hacerla reír. Chantel los observaba, procurando en vano imitar sus movimientos. Sabía que dentro de muy poco se enfadaría. Y siempre que se enfadaba, terminaba por conseguir lo que quería.
–Yo quiero hacer eso –pronunció Maddy desde una esquina del escenario.
Frank se echó a reír, sin dejar de bailar.
–Y puedo hacerlo –añadió con tono firme y, con expresión decidida, empezó a claquear, tacón, punta, tacón, punta… hasta que se fue acercando al centro del escenario.
Frank dejó entonces de bailar, sorprendido.
–Hey, mira eso, Molly.
Apartándose el cabello de los ojos, Molly descubrió que su hijita había captado instintivamente lo básico de la técnica del claqué. Lo estaba consiguiendo. Y sintió una mezcla de orgullo y tristeza que sólo una madre acertaría a comprender.
–Me parece que vamos a tener que comprar otro par de zapatos de baile, Frank.
–Tienes toda la razón –Frank solamente sentía orgullo, y nada de arrepentimiento. Soltó a su mujer para concentrarse en su hija–. Oye, prueba ahora a hacer esto…
Ejecutó lentamente los movimientos, marcando bien los pasos: salto, deslizamiento, patada. Deslizamiento, paso, patada y luego hacia un lado. Tomó a Maddy de la mano y, cuidando de adaptar sus pasos a lo suyos, repitió la secuencia. La niña no se equivocó ni una sola vez.
–Y ahora esto –cada vez más entusiasmado, se dirigió a su hijo–: Toca un compás más acentuado. Atenta a la cuenta, Maddy. Uno y dos y tres y cuatro, patada. No centres el peso del cuerpo ahí. Punta, y luego atrás. Así –otra vez repitió la secuencia, y otra vez la pequeña la imitó con éxito–. Ahora lo haremos juntos, así, y terminaremos abriendo mucho los brazos, de esta manera, ¿ves? –le hizo un guiño–. Fantástico.
–Fantástico –repitió Maddy, concentrada.
–Adelante, Trace –Frank volvió a tomarla de la mano, encantado de sentirla moviéndose al mismo tiempo que él, sin fallar un solo paso–. ¡Molly, acaba de nacer una auténtica bailarina! –exclamó, jubiloso.
De repente, la alzó en brazos, girando en redondo, y la lanzó al aire. Maddy soltó un grito, pero no porque temiera que su padre no fuera a recogerla, sino porque sabía que lo haría.
Aquella sensación de flotar en el aire resultaba tan excitante como lo había sido el propio baile. Más. Quería más.