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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1994 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Humo en la noche, n.º 52 - octubre 2017

Título original: Night Smoke

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2001

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-407-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

 

A los opuestos que se atraen.

 

N.R.

Prólogo

 

Fuego. Purificaba. Destruía. Con su calor, se podían salvar vidas. O se podían perder. Era uno de los grandes descubrimientos del hombre, y uno de sus principales miedos.

Una de sus fascinaciones.

Las madres advertían a sus hijos de no jugar con cerillas, de no tocar el resplandor rojo de la cocina. Porque, independientemente de lo bonita que fuera la llama, lo seductor que fuera su calor, el fuego quemaba la piel.

En la chimenea, era romántico, acogedor, alegre y danzarín, proyectando un humo aromático y una suave luz dorada. Los ancianos soñaban junto a él. Los amantes se cortejaban a su lado.

En el campamento, lanzaba sus chispas hacia un cielo estrellado, tentando a los niños a asar sus malvaviscos mientras temblaban oyendo historias de fantasmas.

Había rincones oscuros y perdidos de la ciudad donde los sin hogar juntaban sus manos heladas sobre fuegos encendidos en bidones, con las mentes demasiado embotadas para tener sueños.

En la ciudad de Urbana había demasiados fuegos.

Un cigarrillo caído al descuido ardía en un colchón. Unos cables defectuosos que habían sido pasados por alto o ignorados por un inspector corrupto. Un calentador de queroseno demasiado cerca de las cortinas. El resplandor del relámpago. Una vela olvidada.

Todo eso podía provocar la destrucción de la propiedad, la pérdida de vidas. La ignorancia, un accidente, un acto de Dios.

Pero había otras formas, mucho más retorcidas.

 

 

Una vez dentro del edificio, respiró hondo varias veces. En realidad, era muy simple. Y muy estimulante. En ese momento el poder estaba en sus manos. Sabía exactamente qué tenía que hacer. Estaba solo. En la oscuridad.

No estaría oscuro mucho tiempo. El pensamiento hizo que soltara una risita mientras subía a la segunda planta. No tardaría en hacer la luz.

Bastarían dos latas de gasolina. Con la primera salpicó el viejo suelo de madera, empapándolo, dejando un rastro mientras avanzaba de pared a pared, de habitación en habitación. De vez en cuando se detenía para sacar material de los anaqueles, para diseminar cerillas sobre objetos inflamables, añadiendo combustible que avivaría y extendería las llamas.

El olor del catalizador era dulce, un perfume exótico que potenciaba sus sentidos. No tenía miedo ni prisa mientras subía por la curvada escalera de metal a la siguiente planta. Iba en silencio, desde luego, ya que no era estúpido. Pero sabía que el vigilante nocturno se hallaba concentrado en sus revistas en otra parte del edificio.

Mientras trabajaba, alzó la vista hacia los aspersores situados como arañas en el techo. Ya los había visto. No habría ningún siseo de agua procedente de las tuberías mientras las llamas se elevaban, ninguna advertencia de las alarmas de humo

Ese fuego ardería, ardería y ardería hasta que el cristal de la ventana estallara por los puños furiosos del calor. La pintura se descascararía. El metal se derretiría, las vigas caerían, calcinadas.

Deseó… durante un momento deseó poder quedarse en el centro de todo y presenciar el despertar del fuego dormido. Quería estar allí, admirarlo y absorberlo a medida que se agitaba y desperezaba, verlo extenderse en toda su intensidad. Quería oír el rugido triunfal del dragón ardiente mientras con hambre devoraba todo a su paso.

Pero para entonces él estaría muy lejos. Demasiado lejos para ver, oír, oler. Tendría que imaginarlo.

Con un suspiro, encendió la primera cerilla, alzó la llama a la altura de los ojos y admiró la chispa pequeña, hipnotizado por ella. Al arrojar la cerilla a un charco oscuro de gasolina, sonrió, tan orgulloso como un padre. Observó un momento, solo un momento, mientras el animal cobraba vida, serpenteando por el sendero que le había trazado.

Él se marchó en silencio, con prisa, y entró en la noche fría. Al rato sus pies habían cobrado el ritmo de su corazón desbocado.