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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

Secretos en la oscuridad, Nº 62 - noviembre 2017

Título original: Scarlet Vows

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-701-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Prólogo

 

Una quietud fantasmal se cernía aquella mañana sobre Moriah’s Landing. La pequeña población costera soportaba estoicamente el calor abrumador, expectante.

Una vez atendidos todos los clientes por el momento, Brianna Dudley se enjugó el sudor de la frente. A pesar del aire acondicionado, seguía haciendo demasiado calor en la cafetería. No sabía por qué, pero tenía la extraña e inequívoca sensación de que algo estaba a punto de suceder.

Salió a la calle para dirigirse al muelle recientemente adosado a la parte trasera de la cafetería Beachway. Las olas lamían la playa que se extendía a sus pies. Barrió con la mirada las solitarias mesas antes de fijarla en el borroso horizonte. Definitivamente hacía demasiado calor para una hora tan temprana de la mañana.

Una perezosa gaviota sobrevolaba la ensenada a la busca de comida. Rápidamente pasó por delante del faro antes de dirigirse hacia los acantilados, con el viejo castillo de piedra retrepado en lo alto. Espectral y sombría, la imagen de aquella fortaleza semejaba un excelente decorado de novela gótica. Edificada en el mismo borde del precipicio, The Bluffs contaba incluso con un excéntrico habitante, un científico especialista en genética. Según diversos rumores, el doctor David Bryson era en realidad un sanguinario asesino, horriblemente desfigurado de resultas de la explosión que acabó con la vida de su prometida.

Brie casi no conocía a David, pero su prometida, Tasha Pierce, había sido una de sus mejores amigas y estaba sinceramente convencida de que él la había amado mucho. Rara vez se dejaba ver por el pueblo y prácticamente vivía como un recluso, entregado en cuerpo y alma a su trabajo. Brie comprendía su actitud. El problema era que la gente de aquel pueblo, principalmente los pescadores, era muy supersticiosa.

Para esa gente, David Bryson se había convertido en un fácil objetivo de habladurías. Sobre todo cuando Moriah’s Landing se había especializado en sacar un jugoso rédito económico de su tormentoso pasado y de su secular relación con las brujas. Salem gozaba de la reputación histórica, pero los fundadores de Moriah’s Landing habían simbolizado a la perfección el fanatismo de lejanos tiempos, acusando y condenando a hombres y mujeres indefensos de prácticas de brujería.

Fueran cuales fueran los secretos de aquel castillo encaramado en los acantilados, continuaba guardándolos a cal y canto con un siniestro y obstinado silencio. Como si de aquellas paredes de piedra emanara una suerte de fuerza ignota y oscura.

Brie dejó de contemplarlo. Muy pronto estaría demasiado ocupada para pensar en castillos, brujas o cualquier otra cosa. Al día siguiente tendría lugar el campeonato anual de tiro, que coronaría la semana de festividades del Cuatro de Julio. Dado que ese mismo año el pueblo conmemoraba el tricentenario de su fundación, todo el mundo estaría en la calle, celebrándolo. Moriah’s Landing y sus alrededores rebosaban de turistas veraniegos que habían acudido a las costas de Massachusetts huyendo de la ola de calor que asolaba todo el país. «Vana esperanza», pensó Brie, sonriendo. Aquel calor húmedo resultaba todavía más difícil de soportar, sobre todo cuando no soplaba ni la más ligera brisa.

Antes de entrar a trabajar al día siguiente, Brie tenía intención de pasarse por el campeonato de tiro. Con un poco de suerte podría encontrar allí al médico de su madre, Sheffield Thornton, sin que ella se enterara. Quería arrancarle una rotunda respuesta a la pregunta que no hacía más que roerle el alma.

En el interior del local, el aire acondicionado seguía librando su desesperada lucha contra el calor sofocante. Yvette Castor alzó una mano para llamarla desde su solitario asiento cerca de la ventana, agitando sus numerosas pulseras.

—¿Más café, Yvette?

—No, gracias. Tengo que volver al puesto. Cassandra tiene el día libre y hoy me toca a mí atender a los clientes.

Llevaba una larga y colorida falda de gitana, ceñida a la cintura por múltiples cadenas de oro y plata que, como los collares, pulseras y brazaletes que adornaban su cuello y brazos, tintineaban ruidosamente cada vez que se movía. Yvette se había convertido en una especie de emblema del pueblo, en un personaje carismático y popular. No era una mujer bella, pero sí muy atractiva, con su larga melena oscura que le caía sobre la espalda en una cascada de rizos, casi hasta la cintura.

Su negocio era el tenderete de adivinación que tenía instalado en aquella misma calle, frente a la cafetería, y que la dotaba de una aureola mística. Brie no se la podía imaginar ganándose la vida de otra forma.

—¿Qué tal se encuentra tu madre hoy, Brianna?

Brie esbozó una mueca al recordar la palidez de su madre aquella mañana.

—El calor la está afectando bastante.

Era algo más que el calor, y las dos lo sabían. El tumor canceroso se había reproducido. Después de un último intento por extirparlo, el doctor Thornton la había advertido de que si el tumor volvía a crecer, ya solo sería cuestión de tiempo.

Con un nudo en la garganta, a Brie le tembló la mano cuando le entregó a Yvette su factura. Se rozaron los dedos. Ante su contacto sintió un cálido estremecimiento, mientras una ola de invisible energía le recorría el brazo: por un instante, todo pareció detenerse. Yvette le estaba escrutando el alma.

Brie se apresuró a retirar la mano. Yvette tomó la nota, sin dejar de mirarla a los ojos.

—No te preocupes —pronunció con tono suave—. El fin está cerca.

Brie se quedó sin aliento, aterrada.

—¡No! Perdona, Brianna, me he expresado mal. No me refería a tu madre —esbozó una sonrisa de disculpa—. La frase adecuada habría sido: «tu príncipe azul está al llegar».

Brie no sabía si echarse a reír de puro alivio o recriminarle a Yvette el susto que acababa de darle. Ganó el alivio. Aun así, algo en aquella hipnótica mirada le impedía dudar seriamente de aquellas palabras, pronunciadas en un susurro.

—¿Para qué habría yo de querer a un príncipe azul? —exclamó con tono ligero—. Ya tengo suficientes clientes aquí —hizo un gesto con una mano, abarcando el local que ya empezaba a llenarse de gente—. Bueno, será mejor que vuelva al trabajo antes de que me despidan.

Nada deseosa de seguir hablando de príncipes azules o de la enfermedad de su madre, intentó dar media vuelta y marcharse. No pudo.

—Brianna, las cosas siempre suceden porque tienen que suceder, ¿sabes? Para todo hay un motivo —añadió Yvette—. Tienes que volver a confiar en tu corazón.

Por un instante, Brie evocó sus rasgos como si lo tuviera delante de sí. Casi podía ver los reflejos dorados que el sol arrancaba a su cabello. Casi podía oler el aroma de su loción para después del afeitado. Y, sin ni siquiera cerrar los ojos, podía sentir su fuerza mientras la abrazaba…

—No. Olvídalo, Yvette. Ya cometí ese error una vez antes. Y no funcionó.

—¿Fue realmente un error?

Brie la miró irritada. Todo el mundo sabía que Nicole, su hija, era la alegría de su vida. A pesar de lo accidental de su concepción, su nacimiento había sido para ella como un regalo del cielo. La pequeña Nicole se estaba convirtiendo en una versión en miniatura tanto de Brie como de su madre. Parecían tres clones, con el cabello rojo brillante, la tez pálida y el rostro salpicado de pecas…

Solo en un rasgo se diferenciaba de ellas: sus ojos. Mientras los de su madre eran verdes claros, los de Nicole eran de un azul brillante, luminoso. Y muy expresivos, a manera de incómodo recuerdo del hombre maravillosamente atractivo que la había engendrado.

—El error fue otro. El de enamorarme. Algo que nunca volveré a hacer.

—Insisto en que quizá no fue un error. Tal vez no fuera el momento adecuado, simplemente.

Brie reprimió una amarga carcajada.

—Oh, claro —exclamó, irónica—. Escucha, Yvette: durante el verano en que concebí a Nicole, aprendí una lección muy importante: los príncipes azules tienen la desagradable costumbre de terminar convirtiéndose en ranas.

En aquel preciso instante un tipo corpulento, vestido de motorista, le hizo una seña para que lo atendiera.

—Ahora mismo estoy contigo, Rider —le gritó aliviada, y añadió dirigiéndose a Yvette—: Muchas gracias, pero no quiero saber nada de príncipes. Ya no tengo tiempo para cuentos de hadas.

Ni para la familia Pierce… Ni para Andrew Pierce, en particular.

 

 

Su grito le resonaba todavía en los oídos. Contempló la expresión de horror que dibujaban sus delicados rasgos.

—Ursula.

Pronunció su nombre con tono enérgico, intentando alcanzarla, pero ella se escabulló con sorprendente velocidad. Lástima. Iba a tener que hacerlo de la peor manera. Con los guantes ensangrentados no podía agarrarla bien. El terror parecía duplicar sus fuerzas.

Se quitó los guantes, que cayeron pesadamente al suelo.

—Quieta, Ursula.

—¡Dios mío, no…!

Se había llevado las manos a la boca y lo miraba con los ojos muy abiertos, aterrada. Parecía hipnotizada por aquella visión: la de la figura tumbada inmóvil sobre la mesa, bañada por una cenital luz de quirófano. Tenía medio cráneo extirpado, con el cerebro al descubierto.

—¡Tú la mataste!

—Tranquilízate.

—¡Tú la mataste! —insistió, temblando convulsivamente.

Retrocedió hasta un sombrío rincón de la sala, junto a una mesa de laboratorio, derribando varios tubos de ensayo. Vio que avanzaba un paso hacia ella. Barrió la mesa con una mano buscando un arma para defenderse.

Pensó que era verdaderamente hermosa. Hermosa, sensual… e inmoral.

—Es una pena. No deberías haber entrado aquí —pronunció, entristecido.

Un tubo de ensayo voló hacia su rostro: giró la cabeza a tiempo, evitándolo. Vio que se volvía de pronto, dispuesta a echar a correr. Sonrió. Grotescas sombras bailaban en el laboratorio, proyectadas por la cruda luz que enfocaba implacable el cuerpo desnudo tendido sobre la mesa, inmóvil como una estatua de mármol.

—No hagas tonterías, querida. Sabes perfectamente que no puedes huir.

Su respiración jadeante, acelerada por el horror, se mezclaba con el ruido procedente de las jaulas. Había tenido la intención de ir a verla una vez terminado su trabajo. ¿Por qué había tenido que entrar allí en aquel preciso momento? Aunque tampoco importaba demasiado. El resultado final habría sido, de cualquier forma, el mismo.

Resonaron sus pasos en la sala mientras se acercaba a ella, atajando toda vía de escape. Estaba perdida. Cuando intentó escabullirse entre un alto armario y la pila de grandes cajones de madera, se dio cuenta de que estaba atrapada. No podía escapar.

—¡Aléjate de mí! ¡No te acerques!

—Pobre Ursula.

—¡Deja que me vaya! —le suplicó.

—Sabes que no puedo hacer eso. Ya no. Es una lástima, la verdad. Esperaba sinceramente que todo esto hubiera terminado de otra forma.

Soltó un chillido. Incluso en aquella penumbra, podía distinguir sus ojos con las pupilas dilatadas por el terror.

—Pobre y traidora Ursula. No debiste haber entrado aquí —pronunció con tono entristecido, agarrándola con fuerza—. No me has dejado otra elección.

Uno

 

Andrew «Drew» Pierce contempló frustrado la gran multitud que se apelotonaba a la puerta de donde se celebraría el campeonato de tiro.

—¿Dónde está Carey?

—Tenía que hablar con alguien —respondió Zach.

Pero, al mismo tiempo, Nancy Bell lo informó:

—Ha ido al servicio de caballeros.

Drew lanzó a la atractiva morena una mirada de disculpa antes de fulminar a su hermano pequeño con expresión reprobadora. Zach se encogió de hombros. Su sonrisa no expresaba el menor arrepentimiento.

—Por lo menos, eso es lo que me dijo a mí —se defendió Zach—. Esta vez… ¿cuánto os jugáis los dos? Siempre están compitiendo entre sí —le dijo a Nancy con tono confidencial— y hoy toca competición de tiro. Que me lleve el diablo si hoy no…

—No nos jugamos nada —lo interrumpió Drew bruscamente—. Y vigila tu lengua, Zach.

—No te enfades, Andrew —terció Nancy, poniéndole una mano en el brazo—. Yo podría ayudar a Zach a corregir su lenguaje…

—Dudo que tuvieras éxito.

—¿Ah, sí? —exclamó Zach, sonriendo de oreja a oreja.

—Te sorprenderías de los casos que suelo encontrarme en mi trabajo —replicó Nancy.

—Quizá, pero tú no tienes que enfrentarte a diario con un caso como el de Zach —la advirtió Drew.

Zach alzó las manos a modo de rendición.

—Lo siento, hermano mayor… por un momento me olvidé de que tienes una imagen que mantener. Y de que estás en campaña electoral.

Drew frunció el ceño ante el inequívoco sesgo irónico de aquella frase.

El campeonato de tiro había congregado a la numerosa multitud de siempre, y había un aire festivo en el ambiente a pesar del calor. La gente se reunía en animados corrillos, charlaba y se reía mientras esperaba su turno para competir. El aroma de los perritos calientes y de las palomitas de maíz se mezclaba con el del algodón de azúcar.

Pero algo llamó su atención hacia la densa masa de árboles que ascendía por la ladera, a un lado del recinto del torneo. Observó detenidamente la fila de oscuros troncos, extrañado. Algo había cambiado en aquella hilera de árboles, pero no sabía qué podía ser. ¿Un ciervo? No. El bosque estaba lleno de animales, pero ningún ciervo se acercaría a menos de treinta kilómetros de aquel estruendo de tiros.

Nancy y Zach se echaron a reír, pero Drew les ordenó que se callaran, con la mirada fija en las sombras de la parte alta de la ladera. Sin saber por qué, se concentró en una mancha oscura que había cerca de un gran arce.

Nada se movía entre aquellos árboles, pero aun así Drew percibía una presencia. Sí, alguien lo estaba observando. Sudaba copiosamente.

Llevaba el maletín de su arma en la mano. Sintió el impulso de sacar su pistola y disparar contra aquel punto, colina arriba. Pero, como si le hubiera leído el pensamiento, la mancha se movió.

Fue un movimiento mínimo, casi imperceptible, pero Drew esperó. De repente apareció un rostro. Un rostro aislado, como el de una cabeza sin cuerpo flotando en el aire. Maldijo para sus adentros. Sí, reconocía aquella cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Zach.

—¿Andrew? — inquirió Nancy, igualmente preocupada.

—Bryson —masculló.

El rostro se fundió entonces con las sombras, como si nunca hubiera surgido de ellas.

—¿David Bryson? —exclamó Zach—. ¿Dónde?

—¿Quién es David Bryson? —quiso saber Nancy.

—En los árboles, arriba de la colina —informó Drew a su hermano.

—Yo no veo nada.

Nancy le tiró de la manga, reclamando su atención.

—Andrew, ¿quién es David Bryson?

Durante aquel breve instante de contacto visual con Bryson, Drew había sentido una oscura rabia que a duras penas seguía intentando contener. Apretando la mandíbula, miró a Nancy sin verla realmente.

—David Bryson es el canalla que mató a nuestra hermana.

—¿Qué?

—Pues yo no veo a nadie —pronunció Zach, escrutando los árboles tal y como había hecho Drew segundos antes.

—Ya se ha ido. Ha vuelto al reino de las sombras, al que pertenece.

—Yo creía que vuestra hermana falleció en un accidente… —murmuró Nancy.

—Oficialmente así es como consta —admitió Zach, sombrío.

Drew lo dudaba. Siempre lo había dudado. Su hermana Tasha ahora estaría viva de no haber sido por David Bryson. Algún día conseguiría demostrar su culpabilidad. Mientras tanto, se concentraría en ganar las elecciones para alcalde. Solo entonces podría hacer que David Bryson se arrepintiera de no haber muerto él también en la explosión de aquel barco, junto a Tasha.

—Oh, diablos —exclamó Zach—. Justo lo que necesitamos. Más problemas. Mira quién viene por ahí…

Frederick Thane se abría paso entre la multitud, hacia ellos. El actual alcalde del pueblo se detuvo bruscamente, esbozando una mueca al distinguir a Drew. Por un instante un brillo de odio fulguró en sus ojos, hasta que forzó una diplomática y profesional sonrisa. Se dirigió hacia él, con la mano tendida y la prominente barriga desbordándose por el cinturón.

—Vaya, vaya, vaya… Pero si es mi estimado rival…

Con sus cincuenta y tantos años, Thane seguía conservando su cabello negro, probablemente debido a que se teñía las canas. Y también era más alto de lo que recordaba Drew, gracias a las alzas que probablemente llevaría en los tacones. Aun así no tuvo más remedio que levantar la cabeza para mirarlo, algo que evidentemente lo disgustaba.

—Alcalde —lo saludó.

—He visto tu nombre en el otro cartel —comentó, mirando el maletín de pistola de Drew. Él llevaba un rifle—. No competimos en la misma categoría.

—Esta vez no.

—Hace calor, ¿eh? —se enjugó el sudor del rostro con un arrugado pañuelo azul.

—Supongo que más adelante hará todavía más.

—No lo dudes —entrecerró los ojos.

No estaba hablando del tiempo, desde luego. No era ningún secreto que a Frederick Thane lo había enfurecido la decisión de Drew de competir contra él. Hasta ese momento, Thane se las había arreglado para ahuyentar a los demás oponentes que habían osado disputarle el cargo. Pero, para desgracia suya, no tenía ninguna influencia que usar contra la familia Pierce. De repente desvió la mirada hacia Nancy Bell.

—Ah, esta debe de ser la elegante chica periodista que tu abuelo contrató para ti, ¿verdad? —inquirió irónico.

—¿«Elegante chica periodista»? —le susurró Nancy a Zach. Parecía más divertida que disgustada.

—Nancy Bell, Frederick Thane —lo presentó Drew—. A mi hermano Zach ya lo conoce, claro.

—Por supuesto, por supuesto. El «jovencito» Zach.

Zach esbozó una mueca. No se molestó en estrecharle la mano. Nancy sí lo hizo.

—Alcalde Thane.

—Encantado.

Drew no pudo menos que admirar la discreción de Nancy: no hizo el menor gesto de asco al contacto de su mano húmeda y pegajosa.

—Oye, Drew, nos toca tirar ya —anunció Zach.

—No quiero entreteneros —les aseguró Thane, con un tono de falsa jovialidad—. He oído que dentro de unos días pronunciarás el discurso familiar en el picnic del Cuatro de Julio. Ardo en deseos de escucharlo.

—¿De veras? Entonces supongo que nos veremos allí.

—Desde luego. Bueno, adiós. Señorita Bell, «jovencito» Zach… —y se marchó.

—Si vuelve a llamarme «jovencito» una vez más, te juro que le disparo a él en vez de al blanco…

—No merece ni el gasto de una bala —señaló Drew.

—Así que ese es Frederick Thane… —musitó Nancy.

—En carne y hueso.

—Carne tiene mucha, desde luego —añadió Zach.

—Interesante —Nancy observó al alcalde mientras charlaba con un grupo—. La verdad, si ese es tu competidor… —se dirigió a Drew—… no sé para qué me necesitas.

Zach soltó una carcajada.

—No te dejes engañar por esa apariencia de patán que tiene. A su manera, es un tipo muy listo. Lleva un montón de años al frente de este pueblo.

—Y hará cualquier cosa con tal de ganar la campaña electoral y mantener su posición —apostilló Zach.

—He estudiado su dossier —afirmó Nancy—. Tal vez tengáis razón. Pero, definitivamente, ese hombre tiene un problema con su imagen pública.

—¿Qué imagen pública? —exclamó Zach—. Ese hombre es una sanguijuela y todo el mundo lo sabe. Lleva años chupándole la sangre al pueblo.

—Pero lo siguen eligiendo —apuntó ella.

—Es difícil perder cuando se es el único candidato —repuso Zach—. Todos los demás tienen la mala costumbre de renunciar antes de cada elección.

—Generalmente por falta de fondos —convino Nancy—. Pero ese no será el caso esta vez, ¿verdad, Andrew?

Drew asintió. No. La falta de fondos no iba a suponer problema alguno. Y no estaba dispuesto a renunciar, sucediera lo que sucediera. Después de ayudar a Nancy a elegir un arma, miró a su alrededor con gesto irritado.

—¿Dónde diablos se habrá metido Carey?

Carey Eldrich había insistido hasta la saciedad, y hasta suplicado y rogado para que participaran en aquel torneo. Una vez que le explicó a Nancy que prácticamente todo el pueblo solía acudir al evento, ella misma se mostró de acuerdo en que la asistencia de Drew era indispensable.

—Parece un buen lugar para una campaña informal —le había comentado—. Antes de que terminen las festividades del Cuatro de Julio, quiero que todo el pueblo te vea participar en los acontecimientos locales. Yo me encargo de conseguirte cobertura mediática. Ese es mi trabajo.

—Y yo apuesto a que debes de ser muy buena en tu trabajo —había repuesto Carey, flirteando descaradamente—. Pero no esperes que aparezca publicada la foto de Drew como ganador del torneo. Yo siempre he sido mucho mejor tirador que él. Desde que éramos niños.

—¿De veras?

—Lo que siempre ha sido es un condenado fanfarrón —había replicado Drew.

De modo que allí estaban todos, cada uno con su arma y dispuesto a participar en el torneo. Todos excepto Carey.

—Ya conoces a Carey —le dijo Zach—. Probablemente esté hablando con alguien.

—Con alguna mujer, querrás decir —rezongó Drew, disgustado.

—Por supuesto. ¿Quieres que vaya a buscarlo?

—No es necesario, Zach —terció Nancy, señalándolo con un dedo—: Mirad, ahí viene.

Carey Eldrich se dirigía corriendo hacia ellos, acalorado. Sudaba tanto, que la camisa se le había pegado al cuerpo. Una sombría expresión oscurecía sus rasgos.

—¿Practicando jogging a estas horas? —le preguntó Drew, irónico.

—Lo siento —se disculpó tímidamente—. Me temo que no me ha sentado bien algo que comí esta mañana…

El disgusto dio paso a la preocupación. Drew contempló al hombre que había sido su mejor amigo y líder rival desde los tiempos del instituto. Como propietaria del periódico del pueblo, la familia de Carey era casi tan importante como la de Pierce. Drew lo conocía mejor que nadie. Carey siempre había sido un impenitente mujeriego, por lo que resultaba aún más sospechosa su desaparición cuando una belleza como Nancy se hallaba en escena. Y sobre todo teniendo en cuenta que Carey había estado compitiendo con Drew por conseguir su atención desde el mismo instante en que se conocieron.

—¿Quieres irte a casa? —inquirió Drew.

—No, no, ya estoy bien. Además, le había prometido a esta encantadora damita que la enseñaría a disparar —se dirigió a Nancy—. Superar a Drew en el tiro es realmente tan fácil como te aseguré ayer. Ahora lo verás.

Pero seguía teniendo mal aspecto. Drew frunció el ceño. Ya se disponía a hablar en privado con él para averiguar lo que le sucedía realmente, cuando su atención se vio atraída por una mujer joven y esbelta, con una llamativa melena de un rojo dorado. Se encontraba de espaldas a él, hablando con un hombre que no reconocía.

Deseaba que se diera la vuelta. Sintió un nudo en el estómago cuando alcanzó a vislumbrar su rostro. No llegó a volverse del todo, sino que apoyó una mano sobre el brazo desnudo del hombre, que le sonrió íntimamente. De manera inconsciente, Drew dio un paso hacia ella.

El hombre llevaba una gorra de béisbol, debajo de la cual asomaban algunos cabellos grises. Debía de tener más de cincuenta años. ¿Qué estaría haciendo Brianna Dudley con un hombre lo suficientemente mayor como para ser su padre? ¿Acaso no había aprendido de lo que le sucedió a Tasha? Carey aprovechó aquel instante para darle un codazo en las costillas.

—¿A ti qué te parece, Drew?

—¿Qué? —inquirió distraído.

—Una buena oportunidad —respondió Zach a algún comentario que Drew no había oído.

—Vaya —Carey lo miró desafiante—. ¿También tú quieres medirte conmigo, Zach?

—Ni hablar. Yo solo me limito a observar el espectáculo.

Irritado por aquella interrupción, Drew se encaminó hacia la mujer, convencido de que se trataba de Brie. Pero la pareja ya se estaba alejando, absorta en su conversación. El hombre le rodeaba los hombros con un brazo. Drew apretó la mandíbula.

—Vamos, ya nos toca a nosotros —anunció Zach.

Mientras la pareja se perdía en la multitud, Drew se reunió con los demás, reacio. Disparar en un campeonato de tiro era lo último que deseaba hacer, especialmente en aquel momento. Su reacción cuando vio a Brie había sido asombrosa… para él mismo. Había sido muy consciente de que esa posibilidad existía cuando regresó al pueblo para presentarse como alcalde; pero nada lo había preparado para el torrente de emociones que lo asaltaron al verla del brazo de un desconocido. Aunque quizá se había confundido y no había sido ella…

¿A quién estaba intentando engañar? Brianna era la única mujer del mundo que tenía el poder de trastornarle el cerebro. ¿Cómo había podido olvidarse de aquella capacidad suya? Siguió a los demás al campo de tiro con actitud ausente, absorto en recuerdos que se había esforzado por enterrar. Volvió de pronto a la realidad al descubrir que les habían asignado los cuatro últimos puestos, en el extremo más cercano al bosque.

El campo de tiro estaba instalado en una especie de depresión rodeada de árboles por tres de sus lados. La extraña inquietud que llevaba padeciendo durante toda la mañana se intensificó. Aunque no era mal tirador, había sido incapaz de entusiasmarse por aquel torneo. Tenía unas inmensas ganas de marcharse.

—¿Te pasa algo, Drew? —le preguntó Nancy mientras Carey ocupaba su puesto, a su lado.

—No.

Carey lo miró extrañado. Zach frunció el ceño.

—Vamos, Nancy —exclamó—. Estás entre Carey y yo. Yo te ayudaré a colocarte en tu puesto.

—Oh, no, la ayudaré yo —se ofreció Carey—. Después de todo, le prometí que la enseñaría a disparar.

Drew dejó de escucharlos y miró hacia el blanco. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que vio a Brie, y todavía se le aceleraba el corazón al pensar que estaba tan cerca de ella. Era una locura.

Había ido allí para competir, ¿no? Distraerse en una competición de tiro era algo tan peligroso como estúpido.

Resonó la voz de fuego y los tiradores comenzaron a disparar siguiendo el orden de sus posiciones. Azules nubes de humo se elevaban ya en el aire denso de calor. Los disparos le atronaban en los oídos, a pesar de los protectores acústicos. Estaba sudando. Revisó y cargó su arma.

Drew apuntó a su objetivo y disparó, ansiando encontrarse en cualquier otro lugar… preferiblemente que tuviera aire acondicionado. Pero Nancy le había programado una lista completa de sitios en los que necesitaba estar presente durante los próximos días, pese a que la campaña oficial no empezaría hasta después de las festividades del Cuatro de Julio. Con el visto bueno del padre de Drew, Nancy se había reunido con el comité de fiestas para hablar de su intervención en las mismas. Le había aconsejado que pronunciara un corto discurso antes del picnic central, una tarea hasta entonces solamente desempeñada por su abuelo y su padre.