Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Laura Lee Guhrke
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Título español: Un pacto audaz, no. 205 - marzo 2016
Título original: How to Lose a Duke in Ten Days
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Traductor: Ana Peralta de Andrés
Imagen de cubierta: Jim Griffin
I.S.B.N: 978-84-687-7835-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
En memoria de mi querido Michel Loosli
15 de marzo de 1949-10 de marzo de 2013
Descansa en paz, amigo mío.
África Oriental
El canto le despertó. Era una melodía repetitiva y primitiva que le arrastró lentamente a la conciencia. Cuando se despertó, la primera sensación fue de dolor, e intentó volver a dormir, regresar al olvido, pero ya era demasiado tarde para ello.
El canto era la razón. Seguía y seguía y, cuanto más intentaba ignorarlo, más intensamente parecía taladrarle el cerebro. Quiso taparse los oídos para alcanzar el bendito silencio que le permitiera dormir, pero no pudo levantar las manos. Qué extraño.
Tenía la cabeza a punto de reventarle. La piel le escocía como si le hubieran clavado miles de agujas al rojo vivo, pero en su interior sentía un frío penetrante y agresivo, como si su esqueleto estuviera hecho de témpanos. Y la pierna... Tenía algún problema en la pierna. El dolor parecía concentrarse en el muslo derecho e irradiaba hacia todas las partes de su cuerpo.
Quiso abrir los ojos y mirar, ver lo que le pasaba a la pierna, pero, una vez más, fue incapaz de conseguir que sus músculos le obedecieran. Sentía la cabeza aturdida, la mente borrosa. ¿Qué le pasaba?
Intentó pensar, pero eso exigía demasiado esfuerzo y, cuando el canto se apaciguó hasta convertirse en un quedo murmullo, comenzó a hundirse de nuevo en el sueño.
Danzaban por su mente imágenes y sonidos a tal velocidad que no sabía si eran sueños o una explicación de lo que le había ocurrido. Una mancha borrosa y oscura, un dolor abrasador y el sonido penetrante de los disparos de rifle rebotando en las montañas Ngong.
Cambió la imagen en su mente y vio a una mujer con un vestido de seda azul, una joven delgada de rostro pecoso, ojos verdes y pelo cobrizo. Le estaba mirando, pero no había flirteo alguno en su mirada ni sombra de coqueteo en sus labios rosados. Permanecía tan quieta que bien podría haber sido una estatua y, aun así, era la criatura más intensa y vivaz que Stuart había visto en su vida. Contuvo la respiración. No podía estar allí, en medio del salvaje oriente de África. Estaba en Inglaterra. Su imagen se desvaneció en la niebla y, aunque intentó recuperarla, no lo consiguió. Tenía el cerebro espeso como el alquitrán.
Algo frío y húmedo le tocó el rostro, una compresa que le rozó la frente y se posó después sobre la boca y la nariz. Sacudió la cabeza de lado a lado en una violenta protesta. Odiaba tener nada encima de la cara; le hacía sentirse como si estuviera asfixiándose. Jones lo sabía. ¿Qué estaba haciendo aquel tipo?
El trapo húmedo volvió a cubrirle la cara, pero consiguió apartarlo. Estaba temblando. Su cuerpo se estremecía en violentas sacudidas. Y tenía mucho frío.
Aquello le desconcertó. Estaba en África. Allí nunca había pasado frío. En Inglaterra, sí. Inglaterra era un país frío, con su constante humedad, su llovizna, su fría reserva, su esnobista conciencia de clase y sus perpetuas tradiciones.
Pero mientras aquellos pensamientos despectivos cruzaban su mente, uno nuevo se elevó tras ellos.
«Es hora de volver a casa».
Intentó descartar aquella idea. En África todavía le quedaba trabajo por hacer. Porque estaba en África, ¿verdad? Una punzada de inseguridad le hizo abrir los ojos y alzar la cabeza. En cuanto lo hizo, todo comenzó a girar violentamente y pensó que iba a vomitar. Apretó los ojos hasta que cedió la náusea y, cuando volvió a abrirlos otra vez, vio cosas que le resultaron tranquilizadoramente familiares: el techo y las paredes de lona, su baqueteado escritorio de ébano, las pieles apiladas, los mapas enrollados y metidos en una cesta, el baúl de cuero negro... Los objetos que habían constituido su hogar durante una década. Respiró hondo e inhaló el olor del sudor y la sabana, y sintió una oleada de alivio al advertir que la cordura no le había abandonado por completo.
Dos hombres con la piel del color del café permanecían a la entrada de la tienda. Había otros dos arrodillados a ambos lados de su catre, repitiendo incesantes aquel canto infernal, pero no había señales de Jones por ninguna parte. ¿Dónde demonios estaba Jones?
Uno de los hombres que estaba arrodillado a su lado alargó la mano para presionarle el pecho y urgirle a tumbarse. Demasiado débil como para resistirse, se tumbó de nuevo y cerró los ojos, pero, en cuanto lo hizo, volvió a ver a aquella mujer. Sus ojos verdes brillaban como esmeraldas cuando le miraba y su pelo resplandecía como un fuego incandescente bajo las luces del salón de baile.
¿Salón de baile? Debía de estar soñando, porque habían pasado años desde la última vez que había estado en un salón de baile. Y, aun así, conocía a aquella mujer. Su rostro volvió a desvanecerse y ocupó su lugar un damero de campos verdes y prados dorados, todos ellos delimitado por setos de color verde oscuro. Eran las tierras de Margrave y se extendían ante él hasta donde alcanzaba su mirada. Intentó darles la espalda, pero, cuando lo hizo, vio el estuario de Wash y, tras él, el mar. El olor de la sabana desapareció para ser sustituido por el de la hierba verde y la reina de las praderas, el del fuego de turba y el del ganso asado.
«Es hora de volver a casa».
Volvió a asaltarle aquel pensamiento, presentándose con una certeza inexorable que acallaba el repetitivo canto.
Los campos, los setos verde oscuro, el mar, los ojos de aquella mujer, todas las imágenes se fundieron en una alfombra de tonalidades verdes que después desapareció, no fundiéndose en la niebla, sino abriéndose bajo él como una grieta en la tierra y después vio... nada. A su alrededor, todo era negritud y vacío. Sintió el pálpito del miedo, experimentó la misma sensación que le ponía el vello de la nuca de punta cuando estaba en la selva africana. El peligro estaba muy cerca, lo sabía.
De pronto, cesó el canto. Las voces fluyeron sobre él en rápidos estallidos, voces ansiosas y llenas de inquietud hablando kikuyu. Pero, aunque hablaba fluidamente la mayoría de los dialectos del bantú, incluido aquel, no comprendió lo que estaban diciendo.
Las voces se elevaron hasta alcanzar un tono casi frenético y, de pronto, sintió que estaban levantando su cuerpo del camastro. El movimiento provocó una nueva oleada de dolor en sus ya doloridos huesos. Gritó, pero no salió ningún sonido de su garganta desgarrada.
Le estaban moviendo, se lo llevaban a alguna parte. El dolor era atroz, sobre todo en el muslo, y sentía que los huesos iban a quebrarse como palos al menor movimiento. Le pareció una eternidad el tiempo que pasó hasta que se detuvieron.
Sintió bajo la espalda el crujido de la hierba seca cuando le dejaron en el suelo y oyó después el sonido del metal cortando la hierba y cavando la tierra.
Se obligó a abrir de nuevo los ojos y descubrió sobre él una plateada luna creciente, pero las líneas de la luna se recortaban borrosas contra el cielo nocturno. Parpadeó, sacudió la cabeza y volvió a parpadear. De pronto, la silueta de la luna se aclaró.
Era la luna creciente de África, rodeada de diamantes resplandecientes y del terciopelo oscuro de la noche, una imagen familiar para él. Todas las noches, cuando todo el mundo dormía y el fuego perdía fuerza, se recostaba en su silla de lona, estiraba las piernas y los músculos doloridos tras un día de safari y fijaba la mirada en aquellas constelaciones mientras bebía café. En el África Oriental, las noches como aquella eran habituales.
Era más raro disfrutar de una noche tan clara y bella en Inglaterra. Allí, ya fuera de noche o de día, el cielo estaba normalmente cubierto, el aire era húmedo y helador. Pero en verano, en un día claro, también Inglaterra tenía sus buenos momentos. El fútbol, el croquet, las comidas campestres en las praderas de Highclyffe. El champán. Las fresas.
Se le hizo la boca agua al pensar en las fresas. No podía recordar cuándo las había comido por última vez. Tenía la sensación de que había pasado una eternidad.
«Es hora de volver a casa».
Volvió a aparecer el rostro de la mujer. Un rostro delgado y decidido, con la mandíbula cuadrada y la barbilla afilada, un rostro pálido, de piel luminosa y traslúcida bajo una lluvia de pecas. Con aquellas cejas castañas y angulosas y los pómulos altos y marcados, no eran un rostro delicado ni de una belleza convencional. Y aun así, era arrebatador, fascinante, la clase de rostro que uno ve en un salón de baile y jamás olvida.
Pero no era el rostro de una mujer cualquiera, comprendió con repentina lucidez. Era el rostro de su esposa.
Edie, pensó, y algo duro y tenso presionó su pecho, algo doloroso, como si le estuvieran apretando el corazón con la mano. Qué extraño, pensó, ponerse tan sentimental con una mujer a la que apenas conocía y pensando en un lugar que no pisaba desde hacía años. Y más extraño todavía que parecieran estar reclamándole a miles de kilómetros de distancia, arrastrándole con unas fuerzas demasiado poderosas como para negarlas. Sabía que no podía continuar en África durante mucho tiempo. Era hora de regresar a su hogar.
Sonaron nuevamente las voces, pero continuaban siendo demasiado quedas como para comprender las palabras y olvidó los recuerdos del hogar. Volvió la cabeza y, entre las briznas de la hierba de la sabana, distinguió a los cuatro hombres que había visto en la tienda, pero continuaba sin ver a Jones por ninguna parte. Los hombres estaban cerca y, aunque su piel oscura les hacía apenas visibles en la oscuridad, consiguió reconocerlos. Eran sus hombres. Les conocía. Les conocía tan bien, de hecho que, incluso en la oscuridad, su manera de moverse le revelaba su identidad.
Estaban cavando con palas inglesas, algo extraño, puesto que los kikuyu apenas utilizaban las herramientas inglesas. Y mientras les observaba, fue cobrando conciencia lentamente, como si estuviera presenciando un amanecer. Todo lo que le había parecido ininteligible hasta entonces cobró de pronto un perfecto y terrible sentido. Aquellos eran sus hombres, los mejores, los más leales, y le estaban concediendo un honor que, habitualmente, solo merecían los jefes de la tribu, el honor más alto que podía otorgar un kikuyu.
Estaban cavando su tumba.
Tal y como el escritor William Congreve tan perspicazmente señaló, el té y los escándalos siempre habían tenido una afinidad natural y en todas las temporadas, las damas de la alta sociedad británica desarrollaban sus muy decididas preferencias sobre qué tipo de escándalo sería servido junto a la taza de Early Grey.
El príncipe de Gales era un perenne favorito, por evidentes razones. Un príncipe, consideraban las damas, debía ser motivo de escándalo, particularmente uno con unos padres tan mortalmente aburridos. Con Bertie siempre se podía contar como buen proveedor de deliciosos chismorreos.
El marques de Trubridge también había sido una fuente de cotilleos, hasta que había sentado cabeza y se había instalado en una doméstica vida de casado, convirtiéndose en un hombre decepcionantemente aburrido en lo que a escándalos se refería. Su esposa, sin embargo, continuaba despertando cierto interés entre las damas de la alta sociedad, porque, aunque se había sofocado ya el impacto inicial de su matrimonio con Trubridge, eran muchas las que encontraban fascinante que la otrora lady Featherstone volviera a casarse con otro calavera. ¿Acaso no había aprendido nada de su primer matrimonio? Los comentarios que aseguraban que continuaba siendo muy feliz junto a Trubridge un año después de su matrimonio eran recibidos con resoplidos de incredulidad y alguna que otra advertencia sobre los cazafortunas en general y los motivos por los que cualquier joven sensata debería mantenerse a buena distancia de ellos.
Y en aquel momento en particular, las conversaciones giraban, invariablemente, hacia la duquesa de Margrave.
Todo el mundo sabía que el duque se había casado con ella por su dinero.
Al fin y al cabo, ¿por qué otra razón podía haberlo hecho?
Desde luego, no había sido por su belleza, como se apresuraban a señalar las damas más atractivas. ¿Con aquella figura alta y delgada y aquellos rizos rojizos e ingobernables? ¡Y, Dios mío, con esas pecas!
Y, por supuesto, tampoco había sido su posición social la que había llamado la atención del duque. Antes de llegar a Inglaterra, Edie Ann Jewell era una pequeña don nadie de ningún lugar relevante. Su padre había hecho dinero como comerciante, vendiendo harina, judías y beicon a los hambrientos mineros de las minas de oro de la costa de Berbería en California y, aunque su padre había cuadriplicado su fortuna invirtiendo con astucia en Wall Street, aquel hecho había causado poca impresión en la alta sociedad de Nueva York y, cuando un escándalo había comprometido la reputación de la joven, esta había perdido cualquier posibilidad de ser aceptada en sociedad. Pero habían bastado un viaje a Londres y una temporada bajo la tutela de lady Featherstone para que aquella don nadie cazara al soltero más codiciado y más endeudado de la ciudad con todos sus millones yanquis.
La prensa a ambos lados del charco lo había publicitado como un matrimonio por amor, y desde luego, parecía haberlo sido, pero, menos de un mes después de la boda, se había demostrado públicamente que el amor, si en algún momento había existido, había desaparecido rápidamente. Una vez saldadas las numerosas deudas de la familia con la dote de su esposa, el duque de Margrave había partido hacia el África salvaje y allí continuaba desde entonces, sin que tuviera ninguna intención aparente de regresar a casa.
Sola y abandonada, la duquesa había centrado toda su atención en dirigir, nada más y nada menos que ella misma, todas las propiedades de Margrave. Por supuesto, contaba con administradores competentes y con mucho dinero, pero aun así... muchas damas sacudían la cabeza y suspiraban pensando en lo pesado de aquella carga para una mujer.
¿Y era verdaderamente comme il faut que una duquesa dirigiera ella sola sus propiedades? Las damas de la alta sociedad debatían incansablemente sobre aquella cuestión frente a fuentes con sándwiches de pepino y bizcochos de semillas. Las más jóvenes tendían a defender a la duquesa y a culpar a Margrave, señalando que había sido él el que se había marchado. Si el duque estuviera en casa, y no explorando los confines de África, su esposa no se vería obligada a actuar en su lugar. Las damas pertenecientes a generaciones de más edad solían aportar en aquel momento el argumento demoledor de la existencia del hermano pequeño del duque, Cecil. Era él el que debería hacerse cargo de los asuntos del ducado en ausencia del duque y, de hecho, no le estaban dando la oportunidad que merecía, lo cual demostraba la ignorancia de la duquesa respecto a cómo deberían hacerse las cosas. Pero, al fin y al cabo, qué se podía esperar de una americana.
Al final, eran los orígenes los que mandaban, solía argüir alguna de las damas en aquel punto. Viajar sin parar de una propiedad a otra, hacer cavar jardines, tirar ornamentos de jardinería, trasladar fuentes que llevaban más de un siglo en un lugar... aquella no era la manera de proceder de una duquesa. ¿Y qué decir de los cambios que estaba haciendo permanentemente en el interior de las propiedades? Luz de gas, cuartos de baño y solo el cielo sabía cuántas cosas más. Aquellos inventos modernos solo podían servir para deslucir la belleza de una casa, para perturbar su armonía y hacer estragos en la rutina doméstica. «Pensad en los pobres sirvientes», se decían unas a otras. ¿Qué iba a hacer la sirvienta encargada de las habitaciones durante todo el día si no tenía orinales que limpiar?
¿Y qué estaba haciendo la familia al respecto? La duquesa viuda poner buena cara, por supuesto, aunque era imposible que lo aprobara. Y, por otra parte, lady Nadine le decía a todo el mundo que le gustaban los cambios que estaban haciendo en el palacio ducal, pero, por supuesto, ella no podía decir otra cosa. La hermana del duque era una de aquellas afables cabecitas huecas a las que nada de lo que los demás hacían parecía ofender. Sin embargo, seguramente, Cecil estaba molesto con la situación. No era extraño que pasara tanto tiempo en Escocia.
Algunas decían que la duquesa disfrutaba asumiendo poderes que eran especial privilegio del sexo fuerte. Otras no comprendían que pudiera ser así porque, ¿qué mujer podía disfrutar con las duras y pesadas responsabilidades de los hombres?
En lo único en lo que las damas estaban de acuerdo era en que la duquesa debía ser compadecida, no juzgada. ¡Pobrecilla!, decían, intentando ocultar su inconfundible deleite tras una preocupación fingida. Llenando el vacío de sus días con responsabilidades masculinas, con un marido en África Oriental y sin contar siquiera con el consuelo de un hijo. Sí, pobrecilla.
La reacción de la duquesa ante aquellas conversaciones, si alguna vez tenía la oportunidad de oírlas, era la risa. ¡Si ellas supieran la verdad!
El suyo no era la clase de matrimonio que los británicos aprobaban porque ella no poseía ningún título. Y tampoco era la clase de matrimonio que gustaba a los estadounidenses porque no estaba basado en el amor. Y, desde luego, no era la clase de matrimonio que había imaginado ella cuando era una joven romántica. Pero lo ocurrido en Saratoga había conseguido arrancarle de golpe cualquier veleidad romántica que hubiera tenido nunca.
A Edie le bastaba pensar en aquel lugar y en lo que allí había ocurrido para sentir náuseas. Volvió el rostro para que Joanna no pudiera ver su expresión mientras se esforzaba en olvidar aquel aciago día que había cambiado su vida para siempre.
Se concentró en el calor de sol que se derramaba sobre ella en el landó al descubierto y respiró hondo el aire limpio de Inglaterra, intentando olvidar el olor a moho de aquella casa de veraneo y de la respiración caliente y jadeante de Frederick Van Hausen sobre su rostro. Escuchó con atención el traqueteo de las ruedas para no oír así el sonido de sus propios sollozos ni las risitas furtivas de la alta sociedad de Nueva York al hablar de la libertina de Edie Jewell.
Como el ave fénix resurgiendo de sus cenizas, Edie había sabido crearse una nueva vida a partir de los restos del naufragio de la anterior, una vida que se adaptaba perfectamente a sus necesidades. Era una duquesa sin duque, una señora sin amo y, por mucha perplejidad que causara entre la alta sociedad, le gustaba que así fuera. Su vida era cómoda, segura y tan predecible como una máquina perfectamente calibrada. Tenía todos los aspectos de su vida bajo control.
Bueno, quizá no todos, se corrigió con pesar al mirar a la joven de quince años que tenía sentada frente a ella. Al igual que Edie, su hermana Joanna no era una chica fácil de controlar.
—No entiendo por qué tengo que ir al colegio —se quejó Joanna por quinta vez desde que el carruaje había salido de Hyghclyffe y, quizá, centésima quinta vez desde que la decisión había sido tomada—. No entiendo por qué no puedo continuar viviendo contigo y tener como institutriz a la señora Simmons, como he hecho siempre.
No había nada que Edie deseara más que aquello fuera posible. De hecho, Joanna ni siquiera se había montado todavía en el tren y ya la estaba echando de menos. Aun así, sabía que no sería bueno para ninguna de ellas que mostrara sus sentimientos. De modo que Edie fingió una firme indiferencia frente a los argumentos de Joanna.
—No puedo obligar a nuestra querida señora Simmons a quedarse otro año contigo —contestó con una alegría que estaba muy lejos de sentir.
—Esa no es la razón —los ojos castaños de Joanna la miraron con expresión acusadora—. Es por ese ridículo asunto de los cigarrillos. Si hubiera sabido que me ibas a enviar fuera, jamás lo habría hecho.
—¡Ah! Así que no es tu conciencia la que te aguijonea, sino lo que consideras un castigo.
Inmediatamente, Joanna adoptó una expresión afligida.
—Eso no es cierto —lloriqueó—. Lo siento muchísimo, Edie, de verdad.
—Y tienes motivos para sentirlo, Joanna —terció la señora Simmons, que estaba sentada al lado de la adolescente—. Los cigarrillos son repugnantes, además de un hábito impropio en una dama.
Joanna no prestó atención a aquel comentario porque sabía por experiencia propia que discutir con la implacable señora Simmons era inútil. De modo que continuó con la mirada fija en Edie. Bajo el canotier, sus enormes ojos de gacela se llenaron de lágrimas.
—No me puedo creer que me estés echando de casa.
A Edie se le encogió el corazón al oírla, a pesar de que sabía perfectamente que estaba intentando manipularla. En cualquier otro aspecto de su vida, confiaba en sus decisiones, estaba perfectamente segura del terreno que pisaba y no se dejaba manejar. Pero Joanna era su punto débil.
La señora Simmons, gracias a Dios, tenía la determinación de la que ella carecía en lo que a Joanna se refería. Pero durante el año anterior, Joanna se había vuelto demasiado ingobernable incluso para que aquella buena mujer pudiera controlarla. La señora Simmons había aconsejado en numerosas ocasiones que la llevara a una escuela de élite y, después del incidente de los cigarrillos, Edie había capitulado por fin, para gran consternación de su hermana. Durante las cuatro semanas que habían pasado desde entonces, Joanna había estado acosándola constantemente, intentando minar su resolución. Afortunadamente, en la Escuela de Élite para Señoritas Willowbank se habían mostrados dispuestos a aceptar a la hermana de la duquesa Margrave durante el siguiente trimestre. Si la campaña de Joanna hubiera durado mucho más, Edie sabía que, probablemente, habría terminado cediendo.
Joanna necesitaba el colegio. Se encontraba en una edad en la que necesitaba la disciplina y los estímulos que en él podría recibir. Necesitaba pulirse y tener oportunidad de hacer amigas. Edie lo sabía, pero sabía también que la echaría terriblemente de menos. De hecho, podía sentir ya cómo iba acercándose la soledad.
—¿Edie? —la voz de su hermana, vacilante y arrepentida, irrumpió en sus pensamientos.
—¿Sí? —Edie volvió la cabeza, aliviada por la distracción, y miró a la adolescente que iba sentada frente a ella en el landó—. ¿Sí, querida?
—Si prometo no volver a hacer nunca nada malo, ¿puedo quedarme?
—Joanna, esto tiene que acabar de una vez —la regañó la señora Simmons antes de que Edie pudiera contestar—. Tu hermana ya ha tomado una decisión. Yo estoy comprometida en otro lugar y tú has sido aceptada en Willowbank. Algo que, por cierto, deberías aceptar como un gran cumplido, puesto que Willowbank es una escuela muy distinguida. La señora Calloway acepta a muy pocas alumnas entre todas aquellas que presentan su solicitud.
Edie se obligó a hablar con una ligereza que no sentía en absoluto.
—Y en Willowbank podrás pintar y estudiar arte, que es lo que más te gusta. Harás amigas y aprenderás todo tipo de cosas nuevas. Ese cerebro tan inteligente estará ocupado de la mañana a la noche.
—Probablemente, ni siquiera me enteraré de cuándo es de día o de noche —gruñó Joanna—. Las ventanas son tan estrechas que apenas se puede ver lo que hay fuera. Es un lugar oscuro y deprimente y seguro que, cuando llegue el invierno, será aterradoramente frío. ¡Uf!
—Bueno, al fin y a cabo es un castillo —señaló Edie—. ¿Pero no te parece divertido vivir en un castillo?
Joanna no se dejó impresionar. Esbozó una mueca y se recostó en el asiento con un pesado suspiro.
—¡Será como vivir en la Torre de Londres! Es una cárcel.
—¡Joanna! —la reprendió la señora Simmons con voz aguda, pero Joanna, incorregible, desvió sus enormes ojos de Edie hacia la mujer indomable que iba sentada a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó con fingida y ofendida inocencia—. La Torre es una prisión, ¿no?
—Lo era —la señora Simmons aspiró con fuerza—. Y, si no dejas de molestar a tu hermana, te enviará allí en vez de a Willowbank.
—Si me enviara, ¿podría entrar por la puerta de la Reina Ana en barco? —se le iluminó el semblante ante aquella idea—. Sería divertido.
—Hasta que te cortaran la cabeza —intervino Edie—. Pórtate en Willowbank como has estado portándote en casa y me atrevo a decir que la señora Calloway tendrá la tentación de hacerlo.
La expresión de Joanna se tornó sombría, pero la jovencita no fue capaz de pensar una respuesta inteligente, así que permaneció en silencio, elaborando, Edie no tenía la menor duda, otro argumento que explicara por qué ir a un internado no era una buena idea.
Su aprensión era comprensible. Su madre había muerto cuando Joanna tenía solo ocho años. Su padre, ocupado con los negocios en Nueva York, había llegado a la conclusión de que dejar a Joanna al cuidado de Edie tras su matrimonio era lo más conveniente para todo el mundo y las hermanas rara vez habían estado separadas. Pero Edie sabía que no podía retener a Joanna atada a su lado eternamente, por mucho que lo deseara.
Estudió el rostro de su adorada hermana, analizando su juvenil belleza con una mezcla de sentimientos. Por una parte, agradecía que los defectos físicos que la habían perseguido durante su propia juventud no fueran a atormentar nunca a su hermana. La nariz de Joanna era aguileña más que chata y no tenía una sola peca. Tenía el pelo castaño sin ningún matiz que recordara a las zanahorias. Y su silueta, aunque esbelta, era ya mucho más redondeada de lo que sería nunca la de ella. Afortunadamente, tampoco era tan alta como su hermana mayor.
Pero, aunque a Edie le hacía feliz ver florecer a su hermana y transformarse en la belleza que ella nunca había sido, también la hacía estar más decidida que nunca a protegerla y cuidarla, a asegurarse de que lo que le había ocurrido a ella en Saratoga no pudiera ocurrirle nunca a su hermana.
Sabía que en Willowbank Joanna estaría a salvo, protegida y continuamente vigilada, pero, aun así, deseaba desesperadamente que el carruaje diera media vuelta. Y, cuando el vehículo aminoró su marcha, fue casi como si el destino estuviera concediéndole aquel deseo.
—¡Soo! —gritó el conductor desde su asiento, tirando con fuerza de las riendas y poniendo el carruaje a paso de tortuga.
—¿Qué ocurre, Roberts? —preguntó Edie, irguiéndose en su asiento—. ¿Por qué vas tan despacio?
—Hay un rebaño de ovejas delante, Su Excelencia. Son muchas.
—¿Ovejas?
Aferrándose con las manos enguantadas a la puerta del carruaje, Edie se levantó y contempló el rebaño de ovejas que iba por delante de ellos en la carretera con alivio y desolación al mismo tiempo.
Guiado por un par de hombres a caballo y por varios perros, iban en la misma dirección que el carruaje, moviéndose a un paso desesperadamente lento.
—¿Nos va a provocar mucho retraso? —preguntó, hundiéndose de nuevo en el asiento.
El joven volvió la cabeza para mirarla por encima del hombro.
—Eso me temo, Su Excelencia. Por lo menos veinte minutos, diría yo. O quizá más.
—¡Bien! —Joanna salto feliz en su asiento—. ¡Perderemos el tren!
Edie miró el reloj que llevaba prendido en la solapa de su traje azul apagado y confirmó que, definitivamente, existía aquella posibilidad. Miró hacia ambos lados, estirando el cuello para ver a los caballos, y alzó de nuevo la mirada hacia al conductor.
—¿No podrías intentar avanzar? —le preguntó desesperada—. Seguramente, las ovejas preferirán apartarse del camino a ser arrolladas por los caballos.
Roberts le dirigió una mirada irónica.
—Eso sería suponiendo que las ovejas tuvieran espacio para moverse, Su Excelencia. El rebaño ya va muy apretado y con la loma que tiene a la derecha y la pendiente de la izquierda, no tiene más remedio que avanzar en línea recta.
—Entonces, ¿hasta que hasta que lleguemos al desvío de Clyffetton tendremos que movernos a este ritmo?
Roberts asintió con un gesto de disculpa.
—Eso me temo. Lo siento.
—¡Ja! —exclamó Joanna triunfal—. Y no hay otro tren hasta mañana.
¿Otro día más soportando a su hermana? Edie se reclinó en su asiento con un gemido. Estaba perdida.
El carruaje continuó avanzando muy lentamente, mientras la señora Simmons permanecía sentada en el implacable silencio propio de una dama, Joanna sonreía sin reprimir apenas una expresión de triunfo y Edie intentaba prepararse para soportar durante otras veinticuatro horas a su hermana intentando socavar su resolución.
Pasó media hora antes de que pudieran abandonar aquella carretera y dejar las ovejas detrás.Y, aunque Roberts consiguió recuperar parte del tiempo perdido acelerando el ritmo del carruaje, cuando llegaron a la estación, el tren procedente de Norwich estaba ya despidiendo nubes de vapor mientras se preparaba para abandonar la diminuta estación de Clyffeton.
Apenas había detenido Roberts el carruaje cuando Edie estaba ya fuera del vehículo y corriendo hacia la estación.
—¡Trae el equipaje, Roberts, por favor! —gritó por encima del hombro mientras subía corriendo los escalones de la entrada y abría la puerta.
Sin esperar respuesta, entró, cruzó el edificio de la estación, un edificio pequeño y vacío, y salió al otro lado, justo al andén. También el andén estaba vacío, salvo por la presencia de un hombre que se apoyaba con pose despreocupada en la columna que tenía tras él. Llevaba un sombrero que ocultaba su rostro. Rodeado de equipaje, no parecía tener intención alguna de subir al tren y Edie dedujo que acababa de apearse y en aquel momento estaba esperando al carruaje que llegaría a buscarlo.
Un extranjero, pensó inmediatamente, pero, cuando un hombre al que reconoció como el jefe de estación bajó del tren, Edie pasó al lado de aquel desconocido sin dedicarle una segunda mirada ni pensar ni un segundo más en él.
—¿Señor Wetherby?
—Su Excelencia —se enderezó inmediatamente, ofreciéndole su respetuosa atención—. ¿En qué puedo servirle?
—Mi hermana y su institutriz tienen que tomar ese tren, pero hemos llegado terriblemente tarde. ¿Podría intentar persuadir al maquinista de que retrase la salida durante un minuto o dos para darles así tiempo para montar?
—Lo intentaré, Su Excelencia, pero puede ser peligroso retrasar la salida de un tren. Veré lo que puedo hacer.
El jefe de estación se inclinó, llevándose la mano a la gorra, y corrió inmediatamente hacia el tren para ir a buscar al maquinista. Edie miró por encima del hombro, pero ni su hermana ni la señora Simmons la habían seguido al andén y, como no quería pensar en los problemas de la partida de su hermana, decidió ocupar su mente analizando más concienzudamente al desconocido que tenía a su lado.
Definitivamente, era de fuera, decidió, aunque no estaba segura de por qué le daba aquella impresión. Iba vestido con un atuendo propio del país, un traje de tweed muy bien cortado, y, sin embargo, había algo en él que no era propio de los ingleses. Quizá fuera aquella postura negligente, o la manera de llevar el sombrero, ocultando su frente y cayendo sobre sus ojos. O, a lo mejor, el bastón de caoba y marfil que llevaba en la mano, o la vieja maleta de piel de cocodrilo que reposaba a sus pies, o los baúles negros tachonados con latón apilados cerca de él. O quizá fuera solamente el vapor del tren que se arremolinaba a su alrededor como la niebla. Pero el caso era que había algo en aquel hombre que hablaba de lugares exóticos y muy alejados de aquel pequeño y tranquilo rincón de Inglaterra.
Clyffeton era un pintoresco pueblo de la costa de Norfolk, situado al final del estuario de Wash. Había sido un lugar estratégico cuando los vikingos habían saqueado la costa inglesa, sin embargo, en aquel momento, solo era una tranquila localidad junto al mar. Aunque presumía de ser una residencia ducal, nada podía evitar que fuera una población aislada, pintoresca e irremediablemente provinciana. En un lugar como aquel, un extranjero destacaba como unos calzones rojos en el tendedero de un clérigo. En menos de una hora, el pueblo bulliría de comentarios sobre la llegada de un forastero. En dos, habrían decidido si era un hombre digno de confianza, habrían desenterrado su pasado y conocerían sus intenciones. Para entonces, hasta la propia doncella de Edie sería capaz de contarle todo sobre él.
—Has impedido que se vaya.
La voz de Joanna, en tono acusatorio y consternado, interrumpió sus especulaciones. Edie se volvió, olvidándose de nuevo del desconocido.
—Por supuesto —contestó, y le sonrió a su hermana—. Ser duquesa es algo maravilloso. Detienen los trenes por mí.
—Por supuesto —musitó Joanna disgustada—. Debería habérmelo imaginado.
La señora Simmons llegó precipitadamente, haciendo gestos a los dos hombres que iban tras ella cargando el equipaje.
—He conseguido un mozo para ayudar a Roberts con los baúles —alzó un par de billetes con su mano enguantada en negro—. Será mejor que nos vayamos y no hagamos esperar más al tren.
—De acuerdo entonces —Joanna alzó la barbilla, intentando aparentar un aire de indiferencia ante aquella situación—. Supongo que, si las dos estáis tan decididas, tendré que marcharme.
Había miedo bajo aquella aparente despreocupación, Edie lo sentía, pero, aunque le desgarraba el corazón, no cedió a él. Desesperada, se volvió hacia la institutriz.
—Cuídela. Asegúrese de que tenga todo lo que necesite y se instale antes de... —se interrumpió y respiró hondo—, antes de dejarla.
La institutriz asintió.
—Por supuesto que lo haré, Su Excelencia. Vamos, Joanna.
El rostro de Joanna se retorció, se quebró. La máscara desafiante se vino abajo.
—¡Edie, no dejes que me vaya!
La señora Simmons intervino entonces con voz enérgica.
—¡Ya está bien, Joanna! Eres la hermana de la duquesa y una dama de al alta sociedad. Debes comportarte de acuerdo con tu condición.
Pero Joanna no parecía inclinada a comportarse como una dama. Abrazó a Edie y se aferró a ella como una lapa.
—¡No me alejes de ti!
—Tranquila, vamos —Edie le acarició la espalda, luchando para mantener sus propios sentimientos bajo control mientras Joanna sollozaba en su hombro—. En Willowbank cuidarán de ti.
—No tan bien como tú.
Edie comenzó a apartarla con delicadeza y, aunque aquella fue una de las cosas más difíciles que había hecho a lo largo de su vida, consiguió desasirse del abrazo de su hermana.
—Vamos, Joanna, sé valiente, cariño. Nos veremos en Navidad.
—¡Pero falta mucho para Navidad! —Joanna se secó las lágrimas y se volvió enfadada para seguir a la institutriz al tren.
Se montó sin mirar atrás, pero no había pasado ni medio segundo cuando se escabulló hasta la primera ventanilla que encontró y asomó la cabeza.
—¿No puedes venir a verme antes de Navidad? —preguntó, cruzando los brazos por encima de la ventana mientras la señora Simmons continuaba avanzando hacia sus asientos, situados en la parte más alejada del vagón.
—Ya veremos. Prefiero que te instales allí y no tengas ningún tipo de distracción, pero ya veremos. Hasta entonces, escríbeme y cuéntamelo todo. Háblame de las personas que conoces, cuéntame cómo son tus profesoras, las cosas que aprendes...
—Te mereces que no te envíe una sola carta —Joanna frunció el ceño, con el rostro todavía empapado en lágrimas—. No pienso escribir una sola palabra. Te tendré en tensión durante todo el año, preguntándote qué tal estoy. ¡No, espera! —se corrigió—. Haré algo todavía peor. Me portaré mal. Volveré a fumar cigarrillos, y causaré tantos estragos que me echarán y me mandarán de nuevo a casa.
—¡Y yo que pensaba que querías ser presentada en sociedad en Londres cuando cumplieras dieciocho años! —respondió Edie con la voz temblorosa por el esfuerzo que estaba haciendo para contener las lágrimas—. Si te echan de Willowbank, tendrás que disfrutar de tu primera temporada en un lugar más alejado incluso que Kent. Te enviaré a un convento a Irlanda.
—Una amenaza absurda —murmuró Joanna, secándose las lágrimas—. No somos católicas. Además, conociéndote, no creo que vaya a poder disfrutar siquiera de una temporada. Tus nervios no lo soportarían.
—Claro que la disfrutarás —le aseguró, aunque la verdad era que la idea de salvaguardar a su hermana en un convento le resultaba mucho más atractiva—, siempre y cuando seas capaz de comportarte como es debido.
Joanna sorbió por la nariz.
—Sabía que serías capaz de chantajearme.
Sonó el silbido que señalaba la inminente salida del tren. Joanna estiró la mano y Edie se la apretó rápidamente.
—Sé buena, cariño y, por favor, por una vez en tu vida, haz lo que te digan. Nos veremos en Navidad. O, quizá, antes.
Sabía que debería quedarse hasta que el tren se alejara, pero, un segundo más, y terminaría derrumbándose. De modo que sonrió por última vez, movió la mano con energía para despedirse de su hermana y se volvió para poder así comenzar a llorar como un bebé.
Sin embargo, su escapada tuvo muy poco recorrido. Estaba comenzando a abandonar el andén cuando la voz del desconocido dirigiéndose a ella por su nombre la detuvo en seco.
—Hola, Edie.
En el instante en el que Edie se volvió, se olvidó hasta de su hermana. Los extraños no se dirigían de aquella manera a una duquesa y Edie llevaba suficiente tiempo detentando el título como para que le sorprendiera el hecho de que aquel desconocido se hubiera dirigido a ella. Y, cuando el desconocido se quitó el sombrero para mostrar sus ojos, unos ojos preciosos, grises y brillantes que parecían capaces de ver directamente dentro de ella, su asombro se convirtió en un verdadero impacto. Aquel hombre no era un extranjero desconocido.
Aquel hombre era su esposo.
—¿Stuart?
Pronunció su nombre como un grito sorprendido y desgarrado, nacido desde lo más profundo de su garganta, pero Stuart no pareció advertir que en él no transmitía la alegría que debería evocar el reencuentro de un esposo con su esposa. Se quitó el sombrero e inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera haciendo una reverencia, pero no se molestó en apartarse de la columna y aquel gesto casi impúdico solo sirvió para confirmar la terrible verdad: su marido estaba allí, a solo unos metros de ella, y no a miles de kilómetros, donde se suponía que debería estar.
Las buenas maneras la obligaban a un recibimiento que fuera más allá de un grito de sorpresa, pero, aunque abrió la boca, Edie no fue capaz de emitir palabra alguna. Incapaz de hablar, se limitó a mirar fijamente a aquel hombre con el que se había casado cinco años atrás y al que no había vuelto a ver desde entonces.
África, apreció al instante, era una tierra dura. Era algo que se hacía evidente en todos los rasgos del duque. Se manifestaba en su piel bronceada, en las pequeñas arrugas que rodeaban sus ojos y su boca, en los destellos dorados y ambarinos de su pelo castaño oscuro. Estaba en las facciones delgadas de su rostro y dibujado en las líneas fuertes de su cuerpo. En aquel exótico bastón y en su mirada perspicaz y vigilante.
Durante los años de ausencia, Edie se había preguntado en alguna ocasión cómo sería África. En aquel momento lo supo, porque en el hombre que tenía ante ella reconoció muchos aspectos de aquel continente: la dureza del clima, su naturaleza nómada, su espíritu salvaje y aventurero y el duro peaje que hacía pagar a aquellos que eran simplemente humanos.
Había desaparecido el hombre indolente y atractivo que se había casado despreocupadamente con una mujer a la que ni siquiera conocía, la había dejado a cargo de sus propiedades y se había ido a un lugar desconocido con feliz inconsciencia. Había vuelto a su hogar convertido en un hombre completamente diferente, tan diferente, de hecho, que había pasado a su lado sin reconocerle siquiera. Jamás habría pensado que cinco años podían cambiar tanto a un hombre.
¿Pero qué estaba haciendo allí? Miro tras él, fijándose en los baúles, las cajas y las maletas, y lo que implicaba aquel equipaje la sacudió con todas sus fuerzas. Cuando volvió a mirarle y le vio tensar la boca, aquel minúsculo movimiento confirmó la terrible sospecha que comenzaba a cobrar cuerpo en su mente con más efectividad que cualquier palabra.
«El cazador ha regresado», pensó desesperada, y la desolación dio paso al miedo cuando se dio cuenta de que su vida perfecta podía llegar a desmoronarse.
Solo el más estúpido iluso podría haber pensado que se alegraría de verle, y Stuart nunca había sido un estúpido. Sin embargo, tampoco estaba preparado para la mirada horrorizada de Edie.
Debería haber escrito antes, insinuándole al menos lo que se avecinaba. Lo había intentado, pero, de alguna manera, informar de la situación en una carta había demostrado ser una tarea imposible. Cada intento le había parecido más forzado y torpe que el anterior y, al final, había renunciado y había reservado un pasaje con el argumento racional de que algo tan importante, una transformación de tal calado en su vida, debería ser comunicado en persona. Sin embargo, en aquel momento, al ver la expresión de Edie, deseó haber encontrado la manera de plasmarlo por escrito, porque la situación estaba demostrando ser mucho más violenta de lo que podría haberlo sido cualquier carta.
No ayudaba el hecho de que, entre todas las versiones de aquel encuentro que había imaginado durante el largo viaje desde Mombasa, no hubiera figurado nunca la de encontrarla allí, en el andén de la estación de Clyffeton, solo unos minutos después de haber bajado del tren.
La pierna le dolía de una forma infernal después del viaje en tren, recordándole, como si necesitara que lo hicieran, que ya no era el joven galante de cinco años atrás. Estando allí, frente a ella, se sentía inestable, imperfecto, y terriblemente vulnerable.
Edie no le había reconocido, lo sabía y, si no hubiera dicho nada, se habría marchado. ¿Tanto había cambiado?, se preguntó, ¿o aquella falta de reconocimiento solo demostraba lo poco que se conocían?
Ella también había cambiado, pero la habría reconocido en cualquier parte. Su rostro conservaba aquella seductora cualidad que había cautivado su atención en el salón de baile cinco años atrás; la misma que había invadido insistentemente sus enfebrecidos sueños aquella noche funesta en la que había estado a punto de morir en África Oriental. Era un rostro más suave que el que él recordaba, no tan afilado ni tan fiero, era el rostro de una mujer fuerte más que el de una joven desesperada.
Se obligó a hablar.
—Ha pasado mucho tiempo.
Edie no contestó. Se limitó a mirarle fijamente sin decir nada y con los ojos abiertos como platos por la impresión.
—Yo he... —comenzó a decir Stuart. Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—. He vuelto a casa.
Edie movió la cabeza con un casi imperceptible movimiento de negación. Después, sin previa advertencia, huyó como una gacela asustada, bajando la cabeza y pasando corriendo por delante de él sin decir una sola palabra.
Stuart se volvió y la vio desaparecer por la puerta del edificio de la estación. No intentó seguirla. Aunque hubiera querido hacerlo, le habría resultado imposible alcanzarla si ella hubiera decidido seguir corriendo. Se llevó la mano a la pierna e, incluso a través de las capas de tela de la ropa, pudo trazar la cicatriz que corría a lo largo del muslo, allí donde los músculos habían sido desgarrados por una leona furiosa. Seguía sin entender cómo había conseguido sobrevivir, pero sus días de corredor se habían terminado. Hasta caminar le costaba a pesar de que habían pasado ya seis meses desde el ataque.
—Así que tú eres Margrave.
Stuart dio media vuelta y descubrió a la hermana de Edie en el andén, a menos de dos metros de distancia, envuelta en una nube de vapor mientras el tren se alejaba de la estación con seguramente una muy airada institutriz a bordo.
Stuart arqueó una ceja.
—¿No se suponía que deberías ir en ese tren?
Joanna miró el tren y después volvió a mirarle a él con una pequeña sonrisa de triunfo en los labios.
—Sí.
Stuart no le devolvió la sonrisa. Admiraba el atrevimiento y la audacia, pero no consideró oportuno alentar aquellos rasgos en la hermana pequeña de Edie. Sobre todo porque tenía la sensación de que ella misma ya los cultivaba sin necesidad de que la animaran.
—¿Y la pobre señora Simmons?
La pequeña sonrisa de Joanna se convirtió en una sonrisa rebelde.
—Al parecer, llegará a Kent sin mí.
—¿Y tu equipaje se ha ido con ella?
Joanna esbozó una mueca.
—Solo era un baúl lleno de uniformes horribles. No voy a lamentar la pérdida. Además —añadió alegremente—, si me quedo aquí, podré ayudarte.
—¿Ayudarme?
Frunció el ceño, perplejo ante aquel ofrecimiento, porque no acertaba a imaginar de qué manera podía ayudarle una colegiala de quince años.
—¿Ayudarme a qué?
—A conquistar a Edie —se echó a reír al ver su cara de sorpresa—. Bueno, al fin y al cabo, para eso has vuelto, ¿no?
No podía ser él. Sencillamente, no podía.
Con el corazón latiéndole como el émbolo de una máquina de vapor, Edie cruzó la estación y salió de allí, pensando únicamente en alejarse todo lo posible de Stuart. Se detuvo en las escaleras para localizar su carruaje y, cuando vio el vehículo, musitó un juramento de frustración al verlo vacío. Por supuesto, Roberts las había seguido al andén con el equipaje, de modo que tendría que esperarle, a no ser que quisiera conducir el vehículo ella misma.