Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1997 Emma Goldrick
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esposa temporal, n.º 1225 - enero 2016
Título original: The Ninety-Day Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8031-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL GRUPO de viejos y desvencijados edificios grises parecía colgado en la ladera de los Apalaches, sobre la ciudad de Grandell. Las casuchas se escondían en los acantilados de los que un siglo de minería había arrancado el carbón y el alma y la montaña parecía reírse de la pequeña ciudad a través de docenas de cavidades abiertas.
Grandell fue en su momento una ciudad floreciente y, aunque había perdido mucho y la mitad de los habitantes estaba sin empleo, sus ciudadanos se sentían orgullosos. El viejo hospital, por ejemplo, tenía las agallas de llamarse Hospital Universitario de Grandell.
Harry Mason, el doctor Harry Mason, suspiró mientras ponía el pie en los peldaños de madera, preguntándose si sus cinco años de experiencia como cirujano militar le servirían de algo allí.
–¿Está pensando comprar la escalera? –dijo una mujer con ironía. Harry volvió la cabeza. Era una mujer bajita y delgada con una gabardina demasiado larga. El desagradable viento de otoño movía los rizos pelirrojos que asomaban por debajo de su gorro de lana.
–Es una escalera muy ancha –replicó él–. Puede adelantarme, si tanta prisa tiene.
Normalmente Harry tenía voz de barítono, pero el catarro la había transformado en una especie de gruñido.
–No es usted de aquí, ¿verdad?
–Soy Harry Mason, el nuevo director del hospital –contestó Harry.
La joven dio un paso atrás, sorprendida.
–¿Y sabe quién soy yo?
–No –contestó él.
–Menos mal –murmuró la chica entonces, corriendo escaleras arriba.
Harry Mason se pasó los dedos por el pelo entrecano, sonriendo. Era mona, pensaba. ¿Mona? Guapísima.
Laurie Michelson corrió por el pasillo del hospital como si la persiguiera el mismo diablo. Cuando llegó a la sala de personal, entró como una exhalación y se apoyó en la puerta, intentando recuperar el aliento. La conversación se interrumpió y dos enfermeras miraron a la recién llegada.
–Laurie –dijo la enfermera James–. ¿Te persigue alguien?
–El destino –contestó ella–. El doctor Crinden me pidió que fuera invisible hasta que pudiera explicar mi presencia aquí al nuevo director del hospital.
–¿Y?
–¡Y acabo de encontrármelo en la escalera!
–No te preocupes –dijo la otra enfermera–. Por lo visto nació aquí, en Grandell. Y me han dicho que es muy simpático.
–Ya –dijo Laurie, irónica–. Tan simpático como un ogro.
–A lo mejor te has levantado con el pie izquierdo –murmuró la enfermera James, escondiendo una sonrisa.
Laurie Michelson se quitó la gabardina con expresión preocupada.
–No puedo perder este trabajo.
–¿Aún no has terminado tus estudios?
–Me queda un año de universidad. Y necesito el dinero.
El timbre sonó en ese momento.
–El turno de tarde. Nos vamos –anunció la enfermera James. Las dos enfermeras sonrieron en el pasillo. Laurie Michelson era lo más divertido de aquel ruinoso hospital.
Laurie paseó por la habitación buscando un cigarrillo en el bolso, pero no lo encontró. Afortunadamente. Había dejado de fumar cuatro veces y se había jurado a sí misma no caer de nuevo en la tentación, pero aquel hombre la había puesto muy nerviosa. Respirando profundamente para calmarse, Laurie abrió su taquilla.
Su uniforme necesitaba pasar por la lavadora, pensó. Para su sorpresa, el departamento de diagnósticos del hospital había reclamado sus servicios con considerable frecuencia durante los últimos meses. Un departamento que, al principio, había escuchado su idea como si fuera un disparate. Laurie sonrió mientras se ponía el uniforme, un pijama rosa con zapatillas a juego. Encima, se puso la anodina bata verde del hospital.
Su horario de trabajo estaba colgado en la pared. Tenía tres sesiones, dos con médicos en prácticas y una con enfermeras. Laurie hizo una mueca. Las enfermeras eran más difíciles de engañar.
En ese momento, volvió a sonar el timbre y Laurie, echando un último vistazo al guión que le había dejado el doctor Crinden, se dirigió a las aulas.
El doctor Mason se movía tan rápidamente que a la enfermera le costaba seguirlo. El buen doctor no parecía contento con el resultado de su inspección. La enfermera Hart solo tenía que mirar su ceño fruncido para darse cuenta. Aunque tampoco la perturbaba. A los sesenta y tres años, Alison Hart lo sabía todo sobre el hospital.
–¿Y qué hay aquí? –preguntó el doctor Mason con cara de pocos amigos.
–Es una de las aulas. Práctica de diagnósticos.
–¿Práctica de diagnósticos? ¿Y cómo demonios se hacen prácticas de diagnóstico? –preguntó, señalando la puerta con la mano. Los médicos no abrían puertas cuando había una enfermera para hacerlo. Ni siquiera en los hospitales ruinosos.
La enfermera Hart abrió, encogiéndose de hombros, y el doctor Mason entró sin hacer ruido.
La pelirroja con la que se había encontrado en la escalera estaba apoyada en la mesa del profesor... en pijama.
De modo que no era una empleada, era una paciente. El doctor Mason se apoyó en la pared para escuchar, sin percatarse de la sonrisa de la enfermera Hart. Era un aula con escalones y en los asientos de abajo había cuatro médicos en prácticas y una enfermera instructora.
–¿Cómo se encuentra? –estaba preguntando uno de los estudiantes.
–¿Cómo me encuentro? Pues... cansada. Muy cansada –contestó la joven del pijama–. Tengo diecinueve años y siempre estoy cansada. Mi madre dice que soy perezosa, pero no es verdad, es que estoy rendida.
–Muy cansada –repitió el estudiante, escribiendo algo en su cuaderno.
–Mucho –insistió Laurie.
–¿Algún otro síntoma?
–Siempre estoy sedienta. Bebo como una loca. Agua, claro. Siempre tengo la boca seca. Y como bebo tanto, me paso el día corriendo al cuarto de baño.
–¿Alguna otra pregunta? –preguntó la enfermera instructora.
–Me gustaría comprobar el ritmo cardíaco –dijo otro de los estudiantes–. Dese la vuelta y levántese el pijama, por favor.
–¿Cómo?
–Que se levante el pijama. Quiero escuchar su corazón –insistió el joven. Laurie obedeció con desgana, mirando por encima del hombro al estudiante que le colocaba el estetoscopio en la espalda–. Respire profundamente.
–Está muy frío –se quejó ella. Eso no estaba en el guión, pero de vez en cuando le gustaba cambiar las frases.
–Respire profundamente y contenga la respiración durante unos segundos –dijo el joven. Laurie tuvo que aguantar la risa–. Expire.
–Oiga, que me hielo.
–Dese la vuelta, por favor.
–¡Un momento! –protestó Laurie–. No pienso dejar que me ponga esa cosa en...
–Es necesario, señorita.
Laurie se dio la vuelta, suspirando. El doctor Mason dio un respingo cuando el estudiante colocó el estetoscopio sobre los firmes pechos de la joven. Pero los médicos tenían que examinar a sus pacientes. ¿Por qué le había molestado que aquel estudiante quisiera comprobar su ritmo cardíaco?, se preguntaba mientras observaba a Laurie bajarse el pijama.
–¿Alguna prueba más? –preguntó la instructora. Nadie respondió–. En ese caso, deberán hacer una lista de las pruebas que quieran realizar y redactar un diagnóstico preliminar.
–Me gustaría ver esos diagnósticos –murmuró el doctor Mason.
–Se los llevaré en cuanto la instructora los haya comprobado. ¿Nos vamos? –preguntó la enfermera Hart en voz baja.
Harry Mason salió tras ella sin hacer ruido.
Al fondo de la clase, los estudiantes redactaban sus diagnósticos en silencio y Laurie miró su reloj. Tenía dos sesiones más antes de su clase de interpretación en la universidad y había llegado tarde tres veces aquel mes.
Después de recoger los diagnósticos preliminares, la instructora le hizo un gesto y, sin decir una palabra, Laurie salió del aula. Pero el nuevo director del hospital estaba en el pasillo charlando con la enfermera Hart.
Aquel hombre alto y serio la ponía nerviosa. Y encima, estaba en pijama...
Laurie tragó saliva y empezó a caminar por el pasillo con la cabeza agachada.
–Señorita –la llamó el doctor Mason, ofreciéndole su mejor sonrisa. Laurie entró en la sala de personal, haciéndose la sorda. No tenía tiempo de cambiarse, de modo que se puso la gabardina sobre el pijama, hizo un bulto con su ropa y salió corriendo como si quisiera ganar la prueba de los cien metros lisos–. Jovencita, no se corre por los pasillos de un hospital... –volvió a escuchar la voz del director. Pero Laurie no se volvió–. ¡Un momento! –insistió el doctor Mason, bajando las escaleras tras ella–. ¡He dicho que espere un momento!
–Ni lo sueñe –murmuró ella sin dejar de correr hacia el aparcamiento.
Cuando llegó a la universidad, entró como una exhalación en la cabina telefónica que había en el vestíbulo. Dos estudiantes que estaban esperando empezaron a golpear el cristal, pero ella los ignoró con el frío desdén de una alumna del último curso que se las sabe todas. Laurie marcó el teléfono de su casa.
–Hola, mamá. Me han dicho que has llamado al hospital –empezó a decir, sujetando el auricular con la barbilla. Los estudiantes seguían golpeando el cristal y Laurie abrió la puerta unos centímetros–. Perdeos. Este teléfono es para alumnos del último curso –les espetó, antes de darles con la puerta en las narices–. No, no era a ti, mamá. ¿Qué querías?
–Se me había olvidado decirte que esta noche hay una cena de bienvenida en el club de campo –dijo su madre.
–¿A quién vamos a dar la bienvenida?
–Pues... no sé, no me acuerdo –contestó su madre. Laurie sonrió. Maybelle Michelson estaba cada día peor–. Alguien nuevo en la ciudad... bueno, da igual. Seguro que es alguien importante.
–Muy bien, mamá. Estaré en casa a las siete, nos pondremos nuestras mejores galas y recibiremos a quien sea con la mejor de las sonrisas.
–Sí, pero no iremos en tu coche. Cada vez que me llevas a algún sitio en tu coche, me muero de miedo.
–No es el coche lo que te da miedo, mamá. Es mi forma de conducir.
–Ah, bueno, en ese caso... –suspiró su madre antes de colgar. Laurie salió de la cabina, sonriendo. Sin que se diera cuenta, se le estaba cayendo parte de la ropa que llevaba bajo el brazo.
–Que no vuelva a pasar –regañó a los estudiantes antes de dirigirse al ascensor.
–Señorita –la llamó el más alto–. Se le ha caído el...
Laurie se volvió.
–El sujetador. No se puede terminar la universidad si uno no sabe los nombres de las cosas –le dijo, irónica–. Y, por cierto, no creáis todo lo que os dicen los alumnos del último curso –añadió, subiendo las escaleras de dos en dos.
Laurie tuvo que soportar tres horas de clase, aburrida de muerte. Poco después de empezar la carrera de arte dramático se había dado cuenta de que, en general, los profesores no tenían nada que enseñar. Pero las palabras mágicas en el mundo actual eran: «Necesitas un título universitario», aunque sea en arte dramático. Durante las aburridas clases, Laurie soñó con el doctor Mason, el alto y serio doctor Mason.
Era difícil encontrar hombres serios e interesantes en Grandell. Y eso que había dejado de buscar hombres interesantes, optando por buscar simplemente uno que tuviera trabajo. ¿Y qué mejor trabajo que ser médico? Además, Harry Mason no era feo precisamente.
Estaba tan perdida en sus pensamientos que ni siquiera oyó el timbre que daba por terminada la última clase. Cuando por fin consiguió despertarse de su ensueño, salió de la universidad y se dirigió a su viejo cacharro.
–Ah, ya estás aquí. Qué bien –la saludó su madre–. Date prisa, tienes que cambiarte.
–La cena empieza a las ocho, mamá. Tengo mucho tiempo –sonrió ella.
Su padre solía referirse a Maybelle con el cariñoso apelativo de «doña desastre» y tanto su madre como ella lo echaban de menos, aunque habían pasado cuatro años desde que murió.
Vivían en una casa muy grande, pero seguían debiendo la mitad de la hipoteca. Su padre había ganado lo suficiente como para que vivieran de forma acomodada, pero Maybelle había gastado siempre como si fuera la duquesa de Lancaster. A nadie se le había ocurrido ahorrar dinero para enviar a Laurie a la universidad, ni siquiera para comprarle un guardarropa decente, de modo que era ella quien se encargaba de todas las facturas. Excepto de la hipoteca, que Maybelle pagaba con el dinero del seguro de su padre.