Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Susan W. Macias. Todos los derechos reservados.
SECUESTRADA POR UN JEQUE, N.º 1883 - febrero 2011
Título original: The Sheik’s Kidnapped Bride
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,
total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de
Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido
con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9795-2
Editor responsable: Luis Pugni
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Era una novia.
El príncipe Khalil Khan la miró y pensó que debía de ser un espejismo. Estaba acostumbrado al fenómeno porque lo había sufrido en carne propia cuando había cometido la estupidez de perderse en el vasto desierto de El Bahar. El resplandor provocado por el calor, las imágenes difusas y el dolor de cabeza eran signos que reconocía perfectamente.
Sin embargo, ninguno de esos signos estaba presente en aquel momento. Era enero, no mediados de julio, y en las cunetas de la pista se acumulaban montones de nieve sucia. Por supuesto, no hacía calor; tampoco le dolía la cabeza y, en cuanto a la imagen, ni era vaga ni desaparecía al mirarla.
Pero había un detalle que resultaba aún más relevante. El príncipe Khalil Khan no estaba en el desierto de El Bahar, sino en un aeródromo de Kansas, en Estados Unidos.
Si aquello no era un espejismo, la mujer de cabello oscuro y traje de novia que caminaba hacia él, tenía que ser real.
—Habré cometido algún pecado mortal en una vida anterior —murmuró el príncipe—. O tal vez en ésta.
La mujer se detuvo ante él. Sus ojos, de un tono de marrón indescriptible, estaban enrojecidos por las lágrimas.
Khalil tuvo que refrenarse para no suspirar y maldecir en voz alta. No soportaba la debilidad en las mujeres.
—Discúlpeme —dijo ella con voz quebrada—. Le parecerá extraño, pero me han abandonado en este lugar y necesito que me lleve.
El príncipe le dedicó una mirada que su abuela, Fátima, siempre definía como imperiosa. Sin embargo, Khalil no estaba de acuerdo; a él le parecía una mirada como todas las demás.
—Ni siquiera sabe a donde voy.
La mujer tragó saliva.
—Es cierto, pero cualquier sitio me vale. Tengo que llegar a alguna ciudad. Me han abandonado a mi suerte; no tengo ni equipaje ni ropa —afirmó, entrelazando las manos.
Khalil estuvo a punto de preguntar cómo había terminado en el aeródromo de Salina en pleno invierno y vestida de novia. No tenía abrigo; y si lo tenía, no lo llevaba puesto. Pensó que tal vez era una loca.
En ese instante, una de las puertas de la terminal se abrió y apareció una rubia escultural con una taza de café en la mano. Su falda corta enseñaba unas piernas largas y perfectas; su top, muy ajustado, apretaba unos senos enormes que oscilaban cada vez que daba un paso.
Cuando la rubia vio a Khalil, lo saludó con la mano y sonrió.
—Traigo café —dijo, como si el príncipe no se hubiera dado cuenta.
Khalil se preguntó nuevamente qué capricho del destino lo había llevado a aquel lugar. Lo que en principio iba a ser un viaje de negocios de tres semanas de duración, se había convertido en un infierno.
En primer lugar, su secretario, un joven agradable y eficaz, había tenido que volver a El Bahar porque su madre había enfermado; en segundo, los hoteles donde se iba a alojar habían perdido sus reservas y lo habían condenado a dormir en una habitación normal y corriente; en tercero, su reactor se había averiado y, en cuarto y último lugar, había alquilado un avión que no tenía combustible suficiente para volar desde Los Ángeles a Nueva York y no le quedó más remedio que hacer escala en el aeródromo de Salina.
Para empeorarlo todo, la inteligencia de su secretaria temporal era inversamente proporcional al tamaño de sus pechos; y ahora, se encontraba con una novia perdida que necesitaba que la sacara de allí.
La primera semana de su viaje de negocios había resultado un despropósito. Cualquiera sabía lo que le podría ocurrir en las dos restantes.
—Nos dirigimos a Nueva York y tenemos asientos libres —le dijo a la novia—. Puede venir con nosotros si lo desea, pero a condición de que se mantenga en silencio. Si oigo un solo gimoteo, por pequeño que sea, la tiraré del avión en pleno vuelo.
El príncipe dio media vuelta y se alejó hacia el reactor.
Dora Nelson miró al desconocido. No se podía afirmar que fuera precisamente educado, pero ni ella estaba en posición de protestar ni tenía derecho a criticar el comportamiento de los demás en aquella tarde brillante y soleada; a fin de cuentas, se acababa de convertir en la reina de las estúpidas.
Sólo había cometido dos estupideces verdaderamente graves en cuatro o cinco años; pero por desgracia, las había cometido con unas pocas semanas de diferencia. Su primer error fue creer que Gerald la quería de verdad; su segundo error, haberse negado a que la llevara a casa en su avión.
Sin embargo, Dora nunca habría imaginado que sería capaz de despegar y dejarla en tierra sin equipaje, sin bolso, sin dinero y sin nada con lo que abrigarse. Y teniendo en cuenta que Gerald era su jefe además de su ex prometido, suponía que también se habría quedado sin empleo.
Se recordó que al menos había conseguido que la llevaran y se levantó las faldas del vestido de novia para caminar hacia el reactor. Cuando llegara a Nueva York, llamaría por teléfono a su banco y les pediría que le enviaran dinero, con lo que resolvería uno de sus problemas; pero no tenía documentos, así que no le darían billete para ningún vuelo comercial. Después, sólo quedaría el pequeño detalle de cancelar la boda, prevista para cuatro semanas más tarde.
Mientras subía al avión, se le bajó una de las mangas. Por si su situación no fuera suficientemente humillante, estaba condenada a llevar un vestido que le quedaba demasiado pequeño. La modista se lo había enviado aquella misma mañana con la promesa de que le quedaría perfecto, y Dora se emocionó tanto que no se pudo resistir a la tentación de ponérselo. Pero la modista se había equivocado al tomarle las medidas.
Entró en el aparato y se fijó en que los sillones, de cuero, estaban dispuestos frente a frente, a diferencia de los aviones de línea. La rubia increíblemente bella en quien se había fijado unos minutos antes, alzó la mirada y frunció el ceño.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
Dora intentó encontrar una respuesta adecuada. Como no se le ocurrió ninguna, contestó simplemente:
—Nadie.
Siguió andando y se acomodó al final del pasillo. El hombre alto, moreno y maravillosamente atractivo que había acudido en su rescate, se sentó frente a ella. Dora se inclinó hacia delante y le dio una palmadita en el hombro.
—Perdone... sé que me ha pedido que guarde silencio y que me arriesgo a que me eche del avión, pero ¿podría tomar un café?
El hombre la miró.
—¿Sabría llegar a la cocina? —preguntó.
Dora estuvo a punto de bromear sobre la dificultad de encontrar la cocina en un avión tan pequeño, pero los ojos del desconocido, de un marrón tan oscuro que parecía negro, no tenían el menor rastro de humor.
—Sí —dijo al final.
—Entonces, le agradecería que me traiga otro a mí. ¿Sabe preparar café? Me gusta bien cargado —afirmó.
—Puedo prepararlo como prefiera.
—Se lo pediría a mi ayudante, pero sospecho que los detalles de un proceso tan complejo como hacer café están más allá de sus habilidades.
Dora lo miró y se preguntó si estaba ironizando. Preparar café era tan sencillo que hasta un niño podía hacerlo; pero al mirar a la rubia de ojos azules y maquillaje perfecto, pensó que seguramente era la excepción a la regla.
Se levantó y se dirigió a la pequeña cocina del avión. Tres minutos después, el café ya se estaba haciendo.
Se sentó de nuevo, se puso el cinturón de seguridad y cerró los ojos, pensando que su vida se había convertido en un desastre y que debía encontrar la forma de recobrar el control.
Respiró hondo y suspiró lentamente. El piloto anunció en ese momento que estaban a punto de despegar, pero Dora ni siquiera se molestó en mirar por la ventanilla. Los aviones privados no le impresionaban en absoluto; por su trabajo, estaba acostumbrada a viajar en ellos.
Cuando llegaron a diez mil pies de altura, se levantó y sirvió dos tazas de café. El hombre aceptó la suya y le dio las gracias de forma distraída, como si Dora fuera tan irrelevante como un mueble. En otras circunstancias, a ella le habría parecido una desconsideración. Pero aquel día no le importaba nada; sólo quería desaparecer, olvidar lo sucedido.
Una vez más, se maldijo por haber enviado las invitaciones a la boda y por haberse encaprichado de un cretino como Gerald. Al fin y al cabo, siempre había sospechado que era un canalla, que la estaba utilizando para protegerse.
Se giró hacia la ventanilla y contempló el cielo, aunque sin prestarle ninguna atención; estaba pensando, planeando, deseando que todo aquello quedara definitivamente atrás.
Cuarenta minutos después, una discusión acalorada interrumpió sus pensamientos.
—Te he dicho que ordenaras esos datos —decía el hombre con evidente frustración—. Y no lo estás haciendo bien.
—No te enfades conmigo, Khalil —se defendió la rubia—. Lo estoy intentando...
—Intentarlo no es suficiente. Necesito el informe antes de que aterricemos —declaró él—. Pero no importa, olvídalo. En cuanto lleguemos a Nueva York, quiero que bajes de este avión y que desaparezcas de mi vista.
Khalil le quitó el ordenador portátil a la rubia. Dora sonrió y pensó que debía estar agradecida; al menos no le había ordenado que saltara del avión.
Entonces, él se giró de nuevo y comprendió que Dora había escuchado la conversación.
—Supongo que pensará que he sido innecesariamente cruel —dijo.
Dora se encogió de hombros.
—Si la ha contratado como secretaria y es incapaz de hacer su trabajo, no me parece cruel —puntualizó ella.
—Me prometieron que me enviarían a una secretaria competente, pero eso es lo que he recibido a cambio —ironizó, señalando a la mujer.
La rubia se dio cuenta de que Dora la miraba. La saludó con la mano y dijo:
—Me llamo Bambi. ¿Sabes que él es un príncipe?
Él puso cara de desesperación. Dora pensó que Bambi era tan guapa como tonta y decidió echar una mano a Khalil.
—¿Qué programa está usando? —le preguntó.
Khalil la miró con desconfianza, pero respondió de todas formas. Dora se levantó, se sentó a su lado e hizo ademán de alcanzar el ordenador, pero Khalil no se lo dio.
—Confíe en mí. Si no le gusta mi trabajo, puede echarme de su avión.
Él sonrió y le dio el ordenador portátil. Dora lo miró y pensó que era increíblemente atractivo. De piel morena, ojos oscuros, nariz recta, mandíbula fuerte y pómulos altos, resultaba tan imponente como una estatua clásica. Hasta la pequeña cicatriz que tenía en la mejilla izquierda le quedaba bien. Y por si fuera poco, llevaba un traje de aspecto muy caro que realzaba sus hombros anchos y sus caderas estrechas.
Era un hombre magnífico, pero Dora no se hizo ninguna ilusión al respecto. Los hombres como Khalil no se interesaban por mujeres como ella; además de no ser especialmente guapa, ya había cumplido los treinta y tenía unos cuantos kilos de más y un cuerpo con forma de pera. De hecho, Gerald era el único hombre que se había fijado en ella hasta ese momento. Y la había abandonado esa misma mañana.
—¿Dónde están los documentos que necesita ordenar?
Khalil le enseñó la carpeta en cuestión y abrió varias hojas de cálculo.
—Necesito comparar todos los datos —explicó—. Se nos ha presentado la posibilidad de adquirir dos empresas distintas y tenemos que elegir una. Quiero tener sus análisis de gastos e ingresos por separado.
Dora miró la pantalla del ordenador y asintió. Era un trabajo tan fácil que lo podría haber hecho con los ojos cerrados.
—¿Quiere que incluya las ventas dentro de los beneficios? ¿O prefiere que se las ponga en un documento aparte?
Khalil arqueó una ceja, sorprendido, y contestó a su pregunta.
Dos horas después, Dora imprimió el resultado y se lo dio.
—Como ve, he sacado dos copias. Y por supuesto, también tiene los datos en el disco duro.
Bambi estaba leyendo una revista de modas; acababa de perder su empleo, pero no parecía importarle. Dora la miró y sintió envidia; habría dado cualquier cosa por tomarse la vida con esa indiferencia.
El piloto les informó entonces de que la torre de control les había dado permiso para aterrizar. Dora volvió a su asiento, se puso el cinturón y estuvo a punto de suspirar al ver la hora; allí eran las siete de la tarde, lo cual significaba que en Los Ángeles eran las cuatro y que ya no podía hablar con su banco.
Se mordió el labio inferior y se maldijo para sus adentros por haber sido tan irresponsable. Si lo hubiera pensado antes, podría haber llamado desde el avión. Pero no estaba pensando con claridad y ahora no tenía más remedio que pasar toda la noche en un banco del aeropuerto. Un final perfecto para un día espantoso.
Cuando aterrizaron, tardó un buen rato en levantarse del asiento. La perspectiva de salir del aparato con un vestido de novia, no le hacía ninguna gracia.
Al final, sacó fuerzas de flaqueza y salió.
Khalil y Bambi estaban en la pista, junto a la escalerilla.
—He dicho que estás despedida —afirmó él.
Bambi sonrió.
—Lo sé, pero quiero darte las gracias de todas formas. Trabajar contigo ha sido muy difícil. No sólo porque tus negocios sean complicados, sino porque me costaba contenerme...
—¿Contenerte?
Bambi apretó su cuerpo contra el príncipe.
—Sí. Te deseo.
Dora no se pudo resistir a la tentación de contemplar la escena. Por lo visto, no era la única persona cuya vida parecía sacada de un culebrón.
—Lo lamento, porque yo no tengo ningún interés en ti, ni personal ni de ningún otro tipo —dijo Khalil—. Estás despedida. Desaparece de mi vista.
Bambi apretó los labios.
—No lo dices en serio. Eres rico y yo soy una preciosidad. Estamos hechos el uno para el otro —afirmó.
Khalil se puso tenso, como si se sintiera insultado por el comentario.
—Permíteme que te recuerde que estás hablando con el príncipe Khalil Khan de El Bahar. Cuando doy una orden, me obedecen.
Dora se quedó boquiabierta. Hasta ese momento, había pensado que lo de príncipe no iba en serio, que sólo era una forma de hablar. Pero Khalil era un príncipe de los de verdad.
Rápidamente, intentó recordar lo que sabía de su país. El Bahar era un reino situado en la Península Arábiga; estaba gobernado por un rey que tenía tres hijos y se mantenía neutral en cuestiones de política internacional.
—Pero si yo he sido miss... —protestó la rubia.
Dora miró el cuerpo de Bambi y pensó que hablaba en serio al afirmar que estaban hechos el uno para el otro. Bambi era sencillamente impresionante y haría una pareja perfecta con Khalil, un hombre poderoso y de evidente buen gusto.
Justo entonces, Khalil miró a Dora y dijo:
—Aún no sé cómo se llama.
—Porque no me lo ha preguntado. Me llamo Dora Nelson.
Ella le ofreció la mano y él se la estrechó. Dora sintió una descarga de placer y de calor tan inesperada que tuvo que refrenarse para no retroceder. En cambio, Khalil permaneció impertérrito.
—Encantado de conocerla.
—Igualmente. Y gracias por traerme. Nunca habría imaginado que sería un príncipe de verdad... pero en fin, será mejor que me marche.
—No, no, espere un momento, por favor. Quiero hablar con usted. Voy a quedarme dos semanas más en su país y necesito una secretaria temporal. Me preguntaba si querría trabajar conmigo hasta que me marche.
—¡Qué ridiculez! —intervino Bambi—. Yo soy preciosa y ella es vulgar. De hecho, no es más que una...
Dora esperó el insulto de la rubia, pero no llegó. Khalil le había hecho una seña a dos hombres que se encontraban junto a la puerta de la terminal. Los dos hombres se acercaron, agarraron a Bambi por los brazos y se la llevaron de allí.
—¡Suéltenme! —protestó Bambi mientras se la llevaban—. ¡No me puedes hacer esto, Khalil! ¡Sé que me deseas! ¡Khalil! Eres tan rico y yo soy tan...
—Qué espanto de mujer —dijo el príncipe, girándose nuevamente hacia Dora—. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, le estaba pidiendo que trabaje para mí. El sueldo sería bastante generoso; cinco mil dólares por semana.
Dora parpadeó.
—¿Cinco mil dólares?
—Sí, eso he dicho.
Dora no se lo podía creer. Era más de lo que habría ganado en un mes de trabajo en Los Ángeles. Miró a su alrededor, perpleja, y pensó que aquello era un milagro, un regalo caído del cielo. Pero asintió.
—Está bien, acepto. Pero con la condición de que me dé un adelanto para que pueda comprarme ropa.
Khalil sacó la cartera y le dio varios billetes de cien.
—Tome, esto es para usted; considérelo una bonificación extraordinaria —dijo él, sonriendo—. En cuanto a la ropa, llamaremos desde el coche y se la enviarán al hotel.
Dora se ruborizó; pero su rubor no se debía a la suerte de haber encontrado un empleo que solucionaba temporalmente sus problemas, sino al impacto de la sonrisa de Khalil. De repente, había dejado de ser un hombre terriblemente atractivo y se había convertido en uno absolutamente irresistible.
Una limusina negra se detuvo unos segundos después junto al avión. Los dos hombres que se habían llevado a la rubia, volvieron sobre sus pasos. Al parecer, eran los guardaespaldas de Khalil.
Durante su carrera como secretaria de dirección, Dora había viajado varias veces en limusina; pero nunca en compañía de un príncipe. Entró en el vehículo y se sentó; el príncipe se acomodó a su lado y uno de sus guardaespaldas se situó enfrente, mientras el segundo se sentaba junto al chófer.
Cuando arrancaron, Dora tuvo que hacer un esfuerzo por contener la risa. Aquella mañana se había despertado en su piso de Los Ángeles, convencida de que se iba a casar con Gerald a finales de mes; luego había perdido el equipaje, a su prometido e incluso su dignidad, y ahora estaba en Nueva York, en una limusina y en compañía de un príncipe de El Bahar. La vida podía dar muchas vueltas.
Khalil levantó el brazo central del asiento y sacó un teléfono móvil y una tarjeta de crédito, que le dio a continuación.
—Llame al hotel y pídales que le recomienden una boutique que le pueda llevar su ropa esta misma noche. Después, llame a la boutique, encargue lo que le parezca oportuno y diga que envíen la factura a mi suite del hotel.
Khalil le dio una segunda tarjeta, un carné que lo identificaba como Khalil Khan, príncipe de El Bahar y ministro de Desarrollo.
Dora miró al guardaespaldas que estaba frente a ellos; era evidente que había escuchado la conversación, pero miraba por la ventanilla como si el asunto no fuera con él y no hubiera oído nada en absoluto. En cuanto al propio Khalil, se comportaba como si el guardaespaldas no estuviera presente.
Dora tragó saliva y se dispuso a llamar. Estaba a punto de encargar ropa y lencería femenina extraordinariamente cara delante de cuatro hombres desconocidos.
Sin duda alguna, su suerte había cambiado.
El vestíbulo del hotel era tan alto que ocupaba el equivalente a tres plantas. Dora intentó no quedarse embobada al ver los muebles, las alfombras y las lámparas de araña que decoraban el lugar, sumamente elegante.
Nunca había estado en un sitio como ése, y la sensación la desconcertaba tanto como las miradas de curiosidad que recibía, porque todavía llevaba el vestido de novia.
Antes de que llegaran al mostrador de recepción, se les acercó un hombre alto y bien vestido que hizo una reverencia ante Khalil, se presentó como el gerente del hotel y los llevó a un ascensor.
Dora sonrió para sus adentros. Obviamente, los ricos no tenían que pasar por recepción. Incluso era posible que les permitieran llevarse los albornoces de los cuartos de baño.
El ascensor se abrió poco después y Dora se llevó otra sorpresa. No habían salido a un típico pasillo de hotel, lleno de habitaciones, sino a un vestíbulo que sólo tenía tres puertas; si correspondían a otras tantas suites, debían de ser enormes.
El gerente abrió la puerta de la izquierda. Khalil se detuvo, miró a Dora y la invitó a entrar en primer lugar. Dora entró, intentando sobreponerse a la inseguridad que le producía el vestido, cuya manga se había vuelto a caer y enseñaba la cinta del sujetador y un buen pedazo de piel desnuda.
De hecho, estaba tan nerviosa con su propia apariencia que tardó un momento en darse cuenta de las dimensiones del salón principal. Era enorme, tan grande como una cancha de baloncesto, con ventanales que ofrecían una vista maravillosa de Central Park y de los rascacielos de Nueva York.
Dora se fijó especialmente en los cuadros que decoraban las paredes, en la escultura de bronce de un caballo, que casi parecía vivo, y en el piano de cola que estaba junto a una esquina. A izquierda y derecha, se abrían sendos pasillos; el gerente señaló el de la izquierda.
—El comedor es la sala siguiente y la cocina está detrás. Si necesitan de los servicios de nuestro chef, les ruego que nos lo indique. Los despachos se encuentran al fondo; hemos instalado los equipos que nos pidió, además de la conexión telefónica.
El gerente se giró hacia la derecha y prosiguió con la explicación.
—Hay cuatro habitaciones, incluida la suite principal. Les hemos preparado una cena ligera y hemos dejado las prendas de la boutique en uno de los dormitorios.
Khalil asintió.
—Gracias, Jacques. Puede marcharse cuando quiera. El gerente le dedicó otra reverencia.
—Nos alegramos de tenerlo como cliente, príncipe Khalil. Todos los empleados del hotel estamos a su servicio.
—Muy bien. Buenas noches.
Dora seguía sin poder creer que estuviera en aquel lugar y escuchando aquella conversación. Tuvo que apretar los labios con fuerza para no quedarse boquiabierta. Jamás habría imaginado que existían suites tan elegantes como la de aquel hotel, ni mucho menos que llegaría a pasar una noche en una de ellas.
Aún cabía la posibilidad de que el príncipe quisiera que se alojara en una habitación normal, pero a Dora no le inquietaba; la más normal de las habitaciones del hotel debía de ser absolutamente fabulosa.
El gerente ya había salido de la suite cuando Khalil hizo una seña a sus guardaespaldas para que se marcharan.
—Detesto llevar guardaespaldas a todas partes —le explicó—, pero mi padre insiste en que mis hermanos y yo viajemos con protección cuando vamos al extranjero.
—Parece una precaución razonable —observó ella.
—Supongo que sí. Se quedarán en la suite y me acompañarán cuando salga, pero no se preocupe; son discretos y no se interpondrán en su camino.
—Es de agradecer —dijo ella, aunque los guardaespaldas no le preocupaban nada.
—Como ya ha oído, han dejado la ropa de la boutique en su dormitorio, donde supongo que también le habrán servido la cena... Empezaremos a trabajar a las ocho de la mañana. Ya sabe que los despachos están al fondo.
—Allí estaré. Y si me pierdo por el camino, llamaré por teléfono a una de las criadas para que me acompañe —ironizó.
—Estoy seguro de que sabrá encontrarlo sola. Khalil le dedicó una sonrisa tan clara que ella tuvo que carraspear para poder decir algo inteligible.
—Haré lo que pueda, pero... ¿con qué tratamiento debo dirigirme a usted? ¿Su Alteza? ¿Príncipe Khalil? —preguntó.
—Llámeme simplemente Khalil. Y si no le importa, prefiero que nos tuteemos.
Dora miró al príncipe y, durante unos segundos, deseó haber nacido tan bella y tan arrebatadora como Bambi para que Khalil la encontrara atractiva. Pero en lugar de ser generosa con su cuerpo, la naturaleza lo había sido con su cerebro. Y en cualquier caso, prefería la inteligencia a la belleza.
—Gracias, Khalil —dijo, algo incómoda al tutearlo—. Has sido muy generoso conmigo. Te estoy enormemente agradecida.
Khalil movió una mano como restándole importancia.
—No es para tanto. Mi acto de generosidad ha terminado por darme suerte a mí. No habría sobrevivido ni un día más a la presencia de esa mujer... Buenas noches, Dora.
Dora se alejó por el pasillo que llevaba a los dormitorios.
No tardó en encontrar el suyo. Las dos primeras habitaciones estaban cerradas y la tercera daba a la suite principal, que tenía una cama gigantesca, un pequeño salón con chimenea y un cuarto de baño de fantasía. Obviamente, la suya era la cuarta.
El dormitorio estaba decorado en tonos azules. Encima de la cama se acumulaban media docena de bolsas de la boutique y sobre la mesa del fondo le esperaba la cena.