Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Rodman Philbrick. Todos los derechos reservados.
EL SECUESTRO, Nº 6 - enero 2011
Título original: Taken
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Traducido por Gavroche.
Publicada en español en 2009
Editor responsable: Luis Pugni
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,
total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de
Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido
con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9751-8
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Para Lynn Harnett, eternamente y para siempre
AGRADECIMIENTOS
La autora desea dar las gracias a Diane Shaw y a la buena gente del Piscataqua Savings Bank por compartir con ella los pormenores de las tramas financieras.
Fairfax, Connecticut | 1
Un día perfecto del mes de junio, en un precioso campo de béisbol, mi vida empieza a desmoronarse. A las cuatro y cinco de la tarde, para ser exactos.
A las cuatro y diez las cosas todavía marchan estupendamente. Observo entusiasmada a un hermoso niño que, bate de aluminio en mano, sale de la caja de bateo y se reajusta los guantes imitando a A-Rod, su héroe de la liga profesional. Me inclino hacia delante en la cueva, pero resisto el impulso de lanzar gritos de ánimo. A mi hijo, alto y desgarbado para sus once años, no le importa que su madre sea ayudante del mánager de la liga infantil, pero me ha pedido que no grite desde las bandas como hacen muchos otros padres. Padres que están espantosamente fuera de onda, según él. Tomas Bickford, «Tommy». Mi niño, perfecto, precioso y extraordinariamente dotado. Mi maravilloso y exasperante hijo. Maravilloso porque cambia cada día que pasa, a veces minuto a minuto. Exasperante por la misma razón, porque nunca sé si va a ser mi niño bueno, tontorrón y cariñoso, o si me menospreciará con su desapego de adolescente en ciernes. Tommy es capaz de alternar entre una identidad y otra en un abrir y cerrar de ojos y cuando esto ocurre se me hace un nudo en el estómago.
Es un chico increíble a sus once años. Y nunca imaginé que pudiera ser tan «tiarrón». ¿Qué esperaba, que fuera para siempre mi pequeño, agarrado al delantal de su madre? Porque yo uso delantales. Forman parte del logotipo de mi empresa de catering. También hago galletas. Unas mil al día, para las tiendas y restaurantes de Connecticut. Me veo a mí misma como una versión más entrañable de Martha Stewart. Más cálida y mucho menos adinerada. Pero no me va del todo mal. Katherine Bickford Catering atiende más de doscientos eventos al año. No es mucho si lo comparamos con las grandes compañías de catering comercial, pero es más que suficiente para mantener ocupados a mis doce empleados. En un evento típico servimos ochenta y cinco platos, que cobramos a sesenta y dos dólares por cabeza. Hagan las cuentas y descubrirán que suman más de un millón de dólares brutos. ¡Un millón de dólares! Obviamente, los beneficios ascienden a mucho menos de un millón, pero aun así. Y empecé el negocio en mi propia cocina, con un niño pequeño y temeroso de cuatro años ayudándome a tamizar la harina.
A veces me asombra pensar en lo lejos que hemos llegado a lo largo de los últimos siete años. Sobre todo cuando reconozco ante mí misma que cuando empezamos yo tenía mucho más miedo que el chiquillo de cuatro años. Miedo de tener que criar, de repente, a un niño yo sola. Miedo de no llegar a superar nunca el dolor de haber perdido a Ted, el amor de mi vida, mi encantador marido. Miedo de desaparecer en el agujero negro de la desesperación si dejaba de moverme o de ser una buena madre durante un minuto.
Incluso ahora, después de siete años, pensar en su nombre me produce punzadas de melancolía. Como la nota baja y lastimosa de un chelo, que resonara quedamente en lo más profundo de mi ser. Pero el miedo aprensivo ha desaparecido. Con el tiempo, el dolor se ha ido convirtiendo en pena. Pena por todas las cosas que el pobre Ted se ha perdido: Tommy en su primera bicicleta: «¡No me toques, mamá, puedo hacerlo solo!», Tommy de camino a su primer curso de primaria, insistiendo con determinación en que no lo acompañara al colegio, el niño más valiente del mundo aquel día.
Un muchacho increíble. Durante el primer mes tras el fallecimiento de Tom, venía a nuestra cama, que se había convertido de pronto en un lecho solitario, y dormía junto a mí en posición fetal estirando una mano hacia mí en sueños, como si pensara que yo también iba a desaparecer de su vida. Y de pronto, un día durante el desayuno anunció tranquilamente que era «demasiado mayor» para dormir en la cama de su madre. Tuve sentimientos encontrados. Por un lado, me sentí orgullosísima de que a sus cuatro años tuviera una identidad tan desarrollada. Por otro, me dio pena que ya no pareciera necesitarme tanto como yo a él. Por lo menos, mientras dormía.
Aquel año que siguió a la muerte de Ted, me pasaba las horas muertas de pie bajo el umbral de su puerta viéndole dormir. El simple hecho de mirarlo me ayudaba. Como me ayuda hoy día a recordar quién soy yo. Mi identidad primera y más importante: soy la madre de Tommy Bickford. Orgullosa de ello, por más que él no quiera que grite su nombre desde la cueva.
Qué diantres, que se aguante.
–¡Vamos, Tommy! ¡Un golpe limpio! ¡Bien bateado!
Mientras vuelve a la caja de bateo me fulmina con la mirada. Pero me sonríe al mismo tiempo, pues sabe que su madre no puede contenerse. El lanzador, un muchacho fornido que parece haber tomado esteroides (seguramente no lo ha hecho, pero tiene pinta de cachas) espera a la señal, echa el brazo hacia atrás y lanza la pelota. No es una bola rápida (seguro que a ojos de su padre va a unos ciento diez kilómetros por hora) pero va recta, centrada y directamente al guante del receptor. Tommy se coloca con el bate nivelado y ligeramente balanceado hacia arriba y ¡zas!, hace contacto. La bola pasa por encima del guante extendido del campocorto y continúa su trayectoria hasta el jardinero izquierdo, que la atrapa, la deja escapar, la vuelve a recoger y se la lanza sin mucha firmeza al cortador. Éste la deja caer sin querer, pero no se le va muy lejos. Para entonces Tommy está deslizándose hacia la segunda base, un riesgo innecesario, pero al chaval le encanta mancharse el uniforme.
Pandemonio. Nuestros jugadores arrojan los guantes en el aire y lanzan gritos de guerra y agudos chillidos. El mánager Fred Corso, un hombre de cuello ancho y corto que es también el comisario del condado de Fairfax, da un puñetazo al aire y sale a grandes zancadas del banquillo de hormigón gris.
–¡Muy bien, Tomas, ahí estamos! ¡Buen golpe, hijo!
Siempre se me olvida. Ahora Tommy quiere que le llamemos Tomas. A mí me lo ha tenido que decir más de un millón de veces en las últimas dos semanas, pero el bueno de Fred se ha acordado. Sintiéndome ligeramente escarmentada y resistiendo el impulso de salir corriendo al campo y abrazar a mi hijo, les recuerdo a sus excitados compañeros de equipo que es hora de alinearse y de estrechar las manos del equipo contrario, los Fairfax Red Sox, para felicitarlos por un partido bien jugado.
Intentamos inculcar el espíritu deportivo y lo estamos consiguiendo, aunque esté mal que yo lo diga. Los perdedores, con el rostro avergonzado, chocan palmas sin mucho entusiasmo, pero todos se portan con educación y cumplen con su deber.
Agarro a Tommy por detrás y le quito la gorra. Le revuelvo el pelo negro con la mano y le sonrío de oreja a oreja.
–¡Muy bien, Tommy! ¡Cómo le has dado!
–Gracias, mamá.
Pero ya ha empezado a retroceder, temeroso de que yo estropee ese momento de viril triunfo con un beso. Luego se detiene, avanza furtivamente hacia mí y me mira con una profunda seriedad.
–¿Sabes qué, mamá?
–¿Qué?
–Creo que me merezco un helado.
Saco unas monedas y él sale corriendo hacia la furgoneta-bar, que está aparcada junto al campo durante los partidos. La gerentan Karen Gavner y su marido Jake, cuyas hijas gemelas juegan en el equipo. No son unas atletas especialmente dotadas, pero son buenas niñas. Las típicas rubias de Connecticut, preparándose para convertirse en rompecorazones. He visto la manera en que miran a Tommy, pero si éste ha descubierto ya el mundo femenino no me ha contado nada. Claro que, ahora que lo pienso, puede que nunca lo haga.
–¡Espérame en la furgoneta! –le grito a sus espaldas.
Él asiente con la cabeza y desaparece entre una multitud de padres y jugadores, chocando palmas por el camino.
Es la última vez que lo veo.
En mi sillón | 2
El odiado monovolumen. Mi pobre Dodge Caravan se ha convertido recientemente en el objeto de las burlas de Tommy. ¿No me da vergüenza que me vean en ese patético «monouve», como él lo llama? ¿Qué mensaje estoy lanzando al mundo conduciendo un coche tan increíblemente aburrido? Ahora que lo pienso, la expresión es «espantosamente aburrido». «Increíblemente» era su adverbio favorito el año pasado. Ahora, todo es espantoso. El otro día enumeró todas las razones por las que debería cambiar mi espantoso monouve por un minicé, que es de lo más guay. Un «minicé», por lo visto, es un Mini Cooper en la jerga de Tommy.
–¿Te refieres a ese cochecillo tan curioso? –le pregunté–. ¿Ése del que salen los payasos en el circo?
–Lo fabrica BMW, mamá –me informó–. Y no es curioso, es guay. Seguro que nos queda fenomenal, te lo digo en serio.
«Seguro que nos queda fenomenal». ¿De dónde habría sacado la idea de que un coche es un accesorio de moda? Sé perfectamente de dónde: de la televisión, Internet, las revistas y el vecindario, más o menos en ese orden. Los Beemers, Audis y Mercedes son los vehículos más populares en la zona en que vivimos, pero conozco el Mini Cooper que a Tommy le gusta tanto porque hay dos de ellos en nuestra misma calle, expuestos ostensiblemente en el caminito que conduce a la casa de los Parker-Foyles. Uno para ella y otro para él, con colores a juego.
–Ni de broma –le dije–. Sácatelo de la cabeza, soy una chica monovolumen.
Puso los ojos en blanco con tanta energía que temí que se le quedaran pegados a la parte trasera del cráneo. Me río al acordarme. Yo también me había avergonzado del coche que conducía mi madre. Aquella aburrida y anticuada ranchera Ford Fairlane, ¡qué bochorno! Y avergonzada debería de estar por haber pensado aquello en su momento.
Así pues, me apoyo en el monovolumen en una perfecta tarde de verano, mientras espero a mi hijo. Recorro con la mirada el campo y el aparcamiento, buscándolo. Pero no lo veo. Sigo esperando.
Durante los primeros minutos no me preocupo especialmente. Seguramente hay cola en la furgoneta-bar, amigos con los que hablar, palmas que chocar, felicitaciones que recibir. Pero en cierto momento el enjambre de gente se despeja lo suficiente para dejar a la vista la furgoneta, y ahí está Jake Gavner cerrando la ventana y el negocio, sin duda se ha quedado sin existencias, pero mi radar de madre tiene la pantalla vacía. No logro encontrar a Tommy. ¿Habrá vuelto a la escuela para utilizar el baño? Poco probable. Estamos a diez minutos de nuestra casa y sé que Tommy prefiere utilizar su propio cuarto de baño siempre que es posible.
Intento no actuar como una madre histérica mientras me acerco a la furgoneta-bar, ya cerrada, y golpeo la puerta trasera con el puño.
–¿Sí?
–¡Jake, soy Kate Bickford!
La puerta se abre y aparece Jake, que me sonríe inquisitivo. Es un hombre bien parecido, de mejillas ligeramente arreboladas y una panza almohadillada que nunca trata de ocultar. Se lleva muy bien con los niños; de alguna manera consigue recordar los nombres y los padres de todos ellos.
–¡Hola, Kate! Nos hemos quedado sin perritos.
–¿Perdona?
–Perritos calientes. Nos hemos quedado sin ellos. Así que hoy no podrás deleitarte con placeres culinarios de baja estofa.
Me guiña un ojo. No consigo entender por qué Jake Gavener me está guiñando un ojo, pero de pronto la recuerdo. La conversación sobre los perritos calientes. Hace un par de semanas estaba muerta de hambre y pedí un perrito con ración extra de col. Mientras lo devoraba, charlamos sobre las comidas sencillas y bromeamos sobre el hecho de que si mis clientes me vieran comiendo perritos calientes, mi empresa sufriría un revés. Esperarían encontrar salchichas enlatadas baratas como aperitivos en los banquetes de gala. La verdad es que no había sido exactamente una conversación chispeante, pero por alguna razón se había quedado grabada en la memoria de Jake.
–No, no, no quiero perritos –replico–. ¿No habrás visto a Tommy por casualidad?
–¿A Tommy? No, ¿lo has perdido?
Mira en derredor con atención, fijándose en el campo vacío y el aparcamiento, casi desierto.
–Vino a comprar un helado –le explico–. De chocolate, con salsa de chocolate, sin nueces. Pensé que te habrías fijado si se hubiera despistado con otros niños.
–¿Tommy? No, no le he vendido ningún helado que yo recuerde.
–¿No ha venido por aquí?
–Me acordaría, Kate. El chico ha ganado el partido. Le hubiera regalado el helado. Siempre lo hago con los ganadores cuando tratan de pagarme.
–¿De veras? Qué simpático. Esto…, ¿es posible que le atendiera Karen?
Él menea la cabeza.
–Yo he estado encargado del mostrador y los helados y Karen de la parrilla.
–¿Está por aquí?
–Ha ido a casa a llevar las neveras portátiles. Hay que meterlas de nuevo en el congelador, ¿sabes?
Jake me observa, percibe mi ansiedad.
–Llámala. A lo mejor lo ha visto. Aunque lo más seguro es que se haya vuelto a casa con alguien.
–Claro –digo–. Gracias.
Y me giro pensando que no se atrevería a hacer una cosa así. Mi hijo no. ¿Largarse sin decirme nada? Tommy nunca lo haría. Al mismo tiempo, el comentario de los helados gratis para los ganadores me incomoda. ¿Lo sabía Tommy? Y en caso de que así fuera, ¿por qué me había sableado tres dólares? ¿Tenía otros planes? ¿Planes que incluían un poco de dinero en el bolsillo?
Ahora estoy más que inquieta. Más bien ansiosa. Ansiosa pero no tanto como para llamar al 911. Ni al comisario Corso, nuestro entrenador, que sería más directo. Porque me parece oír a Fred diciéndome que no me preocupe. El chico estaba emocionado, ¿sabes? Ese golpe genial se le subió a la cabeza, tanto que se le olvidó decirle a su madre que volvía a casa con otra persona. Con un grupo de ruidosos compañeros de equipo que querían vitorearle. Llamo a casa desde mi teléfono móvil y oigo el tono de llamada. Mi propia voz sugiere que deje un mensaje. «Tommy, ¿estás ahí, cariño? Responde, por favor». Pero sé de sobra que Tommy odia que salte el contestador. Es de los que corren como locos para contestar al teléfono, aunque no haya posibilidades de que la llamada sea para él. Así lo demuestran los cardenales que tiene en las espinillas.
¿Dónde está mi hijo? ¿Y por qué me está asustando de esta manera?
Me dirijo a la entrada del gimnasio, convencida de que está en el baño de los chicos, o probablemente haciendo el gamberro con sus amigos. La puerta está cerrada con llave, pero puedo ver el interior. Está vacío y apagado. Y silencioso. No se oyen risas de niños, ni el ruido de las taquillas al cerrarse. No hay nadie. Reina el silencio.
Voy corriendo hacia el coche. Miraré primero en casa antes de llamar a Fred Corso. Hago un esfuerzo para no darle caña al acelerador al salir del aparcamiento vacío. ¿Cómo me has podido hacer algo así, Tommy? ¿Preocuparme de esta manera? ¿Así van a ser las cosas durante los próximos cinco años? ¿Sacarle dinero a tu madre, no volver a casa hasta el amanecer?
«Tranquilízate», me digo. Una de las otras madres le ofreció llevarle a casa en coche y él pensó que sería de mala educación negarse. Se fueron antes de poder decirme nada. O algo parecido. Aun así, no es excusa. Él sabe que me preocupo.
Ya he recorrido seis manzanas. He debido de pasar dos semáforos, pero no soy consciente de ello. Tengo el piloto automático puesto, mientras mi agotada mente sigue imaginándose situaciones. Todas ellas concluyen conmigo dándole un gran abrazo a Tommy y diciéndole que no vuelva a hacerlo, que nunca deje que su madre piense que ha ocurrido lo peor.
Me demoro en el último semáforo de la calle Porter. Una pareja de ancianos no se decide a arrancar cuando el semáforo se pone en verde. Bastoncillos de algodón. Así los llama Tommy, refiriéndose a los conductores mayores cuyo pelo blanco y suave, como bolas de algodón, sobresale del respaldo del asiento. No suelo tocar la bocina, pero esta vez la oprimo con tanta fuerza que el conductor se remueve sobresaltado en el asiento como si le hubieran disparado y hace trastabillar su Lincoln hacia la intersección. Más bocinazos, algunos de ellos dirigidos a mí. Zigzagueando entre la confusión que yo misma he creado, atravieso la intersección, me sitúo en un carril y recuerdo utilizar el intermitente antes de doblar a la izquierda hacia nuestra calle, Linden Terrace. Es una calle sin salida con un espacio para dar la vuelta al final, que reduce el tráfico de paso y probablemente aumenta la tasación de las casas en diez de los grandes. Todos estamos de acuerdo en que merece la pena. No es que me preocupen los impuestos sobre la propiedad en este preciso momento. No cuando lo único que tengo en la cabeza es a Tommy.
Estoy a punto de llegar a casa. Es la tercera empezando desde el final. Una construcción grande y hermosa de estilo colonial revestida de tablillas situada detrás de dos arces gigantescos, que ocupan casi todo el césped delantero. En la parte trasera, casi media hectárea de bosque comunal. Tiene un garaje independiente con capacidad para tres vehículos, que me resultó muy útil cuando empecé con la empresa de catering. Fue el enorme garaje lo que decidió a Ted a comprar la casa. «Nunca se sabe cuándo podríamos necesitarlo», dijo. Él estaba pensando en un barco, pero durante un tiempo sirvió para almacenar mesas, sillas plegables y cajas llenas de platos. Algo que iba contra las normas urbanísticas del lugar, que no permitían la actividad comercial, ni siquiera el almacenamiento, pero a mis vecinos les dio pena la joven viuda e hicieron la vista gorda hasta que me pude permitir alquilar un almacén en condiciones. Agradecí mucho aquel acto silencioso de bondad. A veces, mirar hacia otro lado es la mejor forma de ayudar. Más que dejar comidas preparadas en el escalón de casa u ofrecerse a cuidar del niño. «Démosle tiempo», debieron de decirse unos a otros, y ahora el garaje volvía a ser un simple garaje y Tommy tenía once años y le estaba dando guerra a su madre.
Dejo el vehículo en el camino que lleva hacia la casa, subo los escalones, abro la puerta enmallada de golpe y me dirijo a la puerta interior llave en mano. Porque nosotros siempre cerramos la puerta con llave y activamos la alarma. Vivimos en una buena zona, pero nunca se sabe. Bridgeport está a no más de cinco kilómetros de distancia y en Bridgeport hay pandillas, drogas y delincuencia que a veces afectan al área suburbana de Fairfax. Por eso cerramos con llave.
Pero la puerta está abierta y la alarma no suena. Y eso sólo puede significar una cosa. Suelto un suspiro de alivio al entrar en la cocina.
–¿Tommy? –le llamo–. ¡Tommy, me tenías preocupadísima! ¿En qué estabas pensando?
No hay respuesta. Pretende que no me ha oído, que no ha hecho nada malo. Tratará de convencerme de que me había avisado de que volvía a casa con alguien y de que debe habérseme olvidado. Alzheimer prematuro, mamá, se te está empezando a ir la olla.
–¿Tommy?
La televisión del cuarto de estar está encendida. El sonido está bajo pero audible. Un juego de la PlayStation de Sony. Seguramente es Tenchu: la ira del cielo, su favorito en estos momentos, o quizá el nuevo de Tomb Raider. Pero el muy pillo me va a oír. Está empezando a enfadarme. Debería estar aquí en la cocina, con una excusa en los labios, aunque sea poco convincente.
–¡Tommy! ¡Apaga la televisión!
Me dirijo al cuarto de estar, esperando ver a mi hijo sentado frente al gran televisor, manipulando los controles de su preciada PlayStation.
Pero Tommy no está.
–Hola, señora Bickford. Siéntese, por favor.
Hay un hombre sentado en mi sillón de piel marrón. Tiene sobre la rodilla los mandos del videojuego y maneja el joystick con su mano izquierda. Su rostro está cubierto por una máscara de esquiar negra.
En su mano derecha sostiene una pistola y me está apuntando a mí.
Jugando al escondite | 3
La casa no tiene más que cinco habitaciones, sin contar con el sótano, y Lyla las registra todas. Todas las habitaciones y también el sótano, buscando a Jesse. El chico debe de estar jugando al escondite. Un juego que le encantaba cuando tenía cinco años, aunque un poco menos ahora que ha alcanzado la avanzada edad de once años, en la que los chicos ya no quieren jugar con sus madres.
Su Jesse es una excepción. Es un chico atlético, en buena forma, delgado y alto para su edad, pero en muchos sentidos sigue siendo el niñito de su mami. En cualquier momento saltará desde un armario, o de debajo de la escalera, con un alegre grito y ella hará como que le han dado un buen susto.
–¡Me has asustado, cariño!
Él se reirá a carcajadas, se llevará las manos al estómago y se doblará en dos de la risa.
–¡Qué miedica eres, mamá!
Eso es cierto: desde el primer día que sostuvo en sus manos su pequeño cuerpo no ha hecho más que preocuparse. Preocuparse por la mañana, por la tarde y por la noche, hasta que la ansiedad llega incluso a marearla. Se preocupa por si se cae a la piscina y se ahoga, aunque no tienen piscina, gracias a Dios. Se preocupa por si rueda escaleras abajo cuando juega a escalar montañas. Se preocupa por si se cae de la bicicleta, o aún peor, por si lo rapta un secuestrador de niños que, en sus peores pesadillas, tiene el aspecto de Freddy Krueger. Se recuerda a sí misma que no hay Freddy Kruegers en el mundo real, y ciertamente no en el aburrido New London, Connecticut. Y que Jesse se ha caído por las escaleras más de una vez y que no se ha hecho nada peor que un par de cardenales. Y que incluso hizo el salvaje con la bici y lució las costras de las rodillas como si fueran medallas al honor, sin una lágrima ni una queja. Su Jesse es un chico fuerte que sana rápidamente. Sano como una manzana, no como su amante madre, que sufre de una variedad de padecimientos, entre ellos el murmullo de fondo de un miedo que nunca la abandona, ni siquiera cuando duerme.
Miedo del mundo, como lo llama Stephen, su marido, pero es más bien miedo a todas las cosas malas que pueden arruinar las vidas de la gente decente. Miedos con fundamento, si lees los periódicos o escuchas las noticias. Inodoros que caen desde los aviones, destrozando a gente inocente. Disparos desde vehículos en marcha. Enfermedades misteriosas. Aviones llenos de dementes estrellándose contra rascacielos. El miedo es una reacción razonable, ¿no?
–¿Jesse? Se acabó el juego, cariño. ¡Me rindo! Silencio en las cinco habitaciones de su casa. Silencio también en el sótano.
¿Dónde está el chico? Debe de estar en su habitación, escondido bajo la cama, en contacto con todo ese polvo y ese moho, tan peligrosos y nocivos para su sistema respiratorio, o eso dicen, y Lyla lo cree, como cree en todas las advertencias frente a posibles desastres. Si tu niño aspira demasiado polvo, contraerá asma. Si come demasiada mantequilla de cacahuetes, se volverá alérgico. Ella intenta advertirle sobre todas estas cosas, pero él no es más que un niño y cree que vivirá para siempre jamás.
–¿Jesse? Sal de donde estés, querido. La cena está casi lista. Es tu comida favorita: estofado de hamburguesa.
La cama de su hijo está perfectamente hecha. ¿Ha sido cosa de ella? Debe de ser, pues él nunca habría ajustado las sábanas de esa manera, ni alisado la colcha y la almohada. Lyla se arrodilla y levanta la faldilla de la cama. Ahí está, en la esquina de detrás. Ah no, no es más que una sombra. Una sombra con forma de niño.
¡El armario! Claro, ¿por qué no lo pensaría antes? Debe de estar en el armario, observándola a través de las rendijas de la puerta, el muy travieso.
Lyla abre la puerta del armario y aparta las perchas a un lado. Tiene la clara impresión de que Jesse ha estado en el armario hace muy poco. Puede oler el aroma de su piel, de su pelo. Seguramente ha salido sigilosamente mientras ella lo buscaba bajo la cama.
Lo que a Lyla le apetece es tumbarse en el armario y dormir con el olor de su hijo en las manos, en el pelo. Soñar que su hijo está cerca, aunque no a la vista, y que pronto todo volverá a la normalidad y Jesse volverá a estar seguro. Pero no puede dormir, no hasta que lo encuentre.
Lyla vuelve a registrar las cinco habitaciones, y a continuación se aventura en el sótano. Baja los escalones macizos, agarrándose al pasamanos. Tira de la cadenita de una bombilla desnuda. Hay una cesta de ropa para lavar encima de la lavadora. Su ropa, incluyendo su uniforme con manchas de hierba. Los Piratas Místicos. No es la primera vez que Lyla saca el sucio uniforme cuidadosamente de la cesta y lo sostiene frente a ella, como si buscara pistas del paradero de su hijo. Manchas de hierba, claro, y la suciedad típica a la altura de las rodillas, pero ese manchurrón debajo de las letras, ¿podría ser sangre?
Una ansiedad electrizante recorre su cuerpo. Con el corazón acelerado, corre escaleras arriba con el jersey del uniforme de Jesse en las manos. Quiere enseñarle a su marido esta nueva prueba de que algo va mal, terriblemente mal. Algo le ha ocurrido a Jesse, algo que le hizo sangrar cuando llevaba puesto el uniforme de la liga infantil.
En lo alto de la escalera Lyla se tropieza y cae de rodillas, deslizándose por la superficie resbaladiza del linóleo.
–¡Steve! –grita–. ¡Steve, mira esto! ¡Es sangre!
Pero la casa está vacía. En el silencio opresivo, Lyla se pone en pie tambaleante. Agarrando el uniforme manchado, se dirige hacia el cuarto de estar.
–Dios mío –murmura–, tráemelo a casa, que no le haya ocurrido nada.
En la repisa de la chimenea descansa una fotografía que le aporta un poco de paz durante unos instantes antes de comenzar de nuevo su búsqueda. En la foto, el uniforme de la liga infantil de Jesse está limpio. Sin manchas de hierba ni de sangre. Él acaba de tomarle el pelo por plancharle el uniforme: «Mamá, se supone que tienen que estar arrugados, ¿no lo entiendes?», pero en el fondo le gusta que le presten tanta atención. Mira la sonrisa en su rostro mientras posa en posición de bateo con los ojos brillantes y la mirada intrépida. Su niño, perfecto, sin defectos.
Lyla se derrumba en el sofá, agarrando firmemente la fotografía enmarcada y el uniforme sucio. Se consiente derramar unas lágrimas, pero sólo durante unos minutos. Tiene mucho que hacer y llorar la deja exhausta. Primero tiene que volver a registrar la casa de arriba abajo: las cinco habitaciones y el sótano. Entonces, si Jesse sigue sin aparecer, hará algo que le han prohibido. Utilizará el teléfono móvil y hará una llamada para preguntar dónde está su hijo y cuándo se lo van a devolver.
«No llames jamás», le habían dicho claramente.
Pero nadie puede impedir que una madre trate de ponerse en contacto con su propio hijo, ¿verdad?
La decisión de utilizar el número prohibido le da fuerza. Se levanta del sofá, todavía sosteniendo junto a su pecho la foto y el uniforme, y comienza el circuito sin fin. De habitación en habitación, buscando a su hijo desaparecido.
El hombre de la máscara | 4
«Siéntese, señora Bickford. ¿Puedo llamarte Kate?».
Me quedo helada. No puedo moverme. La pistola me horroriza, pero no puedo dejar de mirarla. Es más fácil clavar la vista en el arma oscura y brillante que en los centelleantes ojos del hombre de la máscara de esquiar negra.
–Qué asustadas estás.
La voz proveniente de la máscara es grave y profunda, con un tono de tildada confianza que me hace odiarlo. ¿Cómo se ha atrevido a entrar en nuestra casa por la fuerza?
–Es normal que lo estés –continúa en tono afable–. Pero si no te sientas en esa silla voy a tener que dispararte en la rótula o algo así, y eso complicará las cosas. Así que siéntate. AHORA.
Me siento en la silla, incapaz de respirar, sin poder apartar la vista de esa pistola que parece estar apuntando entre mis ojos, o más allá, a mi cerebro.
–Eso está mejor –dice el hombre de la máscara.
–¿Quién es usted? –acierto a preguntar–. ¿Qué es lo que quiere?
–Mucho mejor. Respira hondo unas cuantas veces, ¿de acuerdo, Kate? ¿Te sientes mejor? Bien. Pon las manos en los brazos de la silla, donde yo pueda verlas. Excelente. Ahora, deja de mirar a la pistola y mírame a mí.
Hago un esfuerzo por mirar a la máscara. He visto fotografías de hombres como éste, francotiradores, comandos de operaciones especiales y tipos de ese estilo. Nunca había esperado ver a uno de ellos en mi propia casa, una pesadilla hecha realidad sentada en mi sillón favorito. La máscara presenta un agujero grande a la altura de la boca que le permite hablar con claridad, sin que el sonido suene amortiguado. Tiene los dientes muy blancos; o bien se ha puesto fundas o se los ha blanqueado. Por la boca, no sabría decir si es joven o viejo. Diría que de mi edad, más o menos.
–Bien. Mejor. Intenta relajarte y podremos empezar a negociar.
–¿Dónde está mi hijo? –estallo con una voz mucho más aguda de lo normal. Como si fuera otra Kate, más joven, la que gritara.
–¿Tomas? No te preocupes, madrecita. Tomas está en un lugar seguro.
Advierto un gesto de burla en sus labios. Parece encantado de haberse conocido. Sostiene la pistola con mano firme. Sus manos me asustan casi tanto como el arma. Unas manos que deben de haber tocado a mi hijo.
–¿Dónde? –exijo saber–, ¿dónde está?
–Ya basta –dice–, no hagas más preguntas.
–Si le ha hecho algo… si le ha hecho algún daño…
El hombre de la máscara se inclina hacia delante acercando la pistola.
–Cállate, Kate. ¿Quieres ser una buena madre? ¿Quieres que te devuelva a tu hijo sano y salvo? Pues calla y escucha.
Empiezo a contestar, pero me detengo. Una pequeña parte de mí, que no ha sucumbido al pánico, comprende que debo hacer lo que él ordena.
–Bien –continúa–. Muy bien. Debes de haberte pegado un susto tremendo, ¿verdad? Entrar en tu casa y encontrarte con un extraño. Lamento decírtelo, pero tu sistema de seguridad es una caca –respira profundamente, con satisfacción, y se arrellana en el asiento–. Bueno, ¿quieres saber de qué va esto? Venga, pregunta.
–Sí, quiero saberlo.
–Estupendo. Todavía no te has dejado llevar por el pánico. Eso es bueno para ambos. Dispararte pondría las cosas feas, y créeme, preferirías que no lo hiciera. Esto es muy simple, Kate. Es una cuestión de dinero. De tu dinero, que pronto sera mío.
–¿Cuánto?
–Buena pregunta –dice mientras sonríe con aprobación–. La respuesta es todo, hasta el último céntimo. ¿Qué te parece, Kate? ¿Merece la pena vaciar tus cuentas bancarias por el niño?
–Sí.
–Buena respuesta. Me gusta que lo hayas dicho sin vacilar. Tú y yo vamos a llevarnos muy bien. Y si no es así, si no cooperas, ¿sabes lo que voy a hacer?
Aguarda mi respuesta. Tengo la boca tan seca que me cuesta pronunciar las palabras.
–¿Qué? –pregunto finalmente.
–Le sacaré el corazón a Tommy con un cuchillo –explica–, y te lo daré en una bolsa de plástico.
El hombre de la mascara aparta los controles de la PlayStation de mi hijo y saca un cuchillo de una funda que lleva alrededor del tobillo. En una mano que no tiembla en ningún momento, una pistola, y ahora en la otra, un deslumbrante cuchillo.
–Usaré éste –dice con suavidad–, mi k-bar, que nunca me falla. Y no será el primer corazón que saco –hace una pausa y me observa frunciendo ligeramente los labios–. Me crees, ¿verdad, Kate?
–Sí –acierto a decir.
Le creo.
Me doy cuenta de que la mente es algo curioso. Mucho más capaz de lo que nunca había imaginado. Porque aunque una gran parte de mí está aterrorizada, estremecida, hay un lugar frío en mi cerebro que parece estar procesando la información y tomando decisiones. Guiándome, a pesar de estar temblando de miedo. El miedo, no a mi propia muerte, sino a que mi hijo pueda morir si no hago lo correcto, si no pienso y actúo racionalmente.
«No le des razones», me dice esa parte de mi mente. Eso significa no a los movimientos bruscos, no a la histeria, ese estado de pánico generalmente atribuido a las mujeres que me repele cuando lo veo en los demás, no a las lágrimas. «Puede que el hombre de la pistola sea un asesino psicópata, al menos eso intenta hacerte creer, pero lleva en tu vida menos de cinco minutos y ya te ha dicho exactamente lo que quiere. A eso se le llama hacer progresos».
Quiere dinero. Y si eso es lo que quiere, eso tendrá. Por otro lado, el acceso al dinero es el único factor que tengo a mi favor. ¿Cuál será la mejor manera de emplearlo? No lo desafiaré. No es un hombre al que me gustaría retar en ninguna circunstancia, si no es para asegurarme de que Tommy está bien. Para tener la seguridad de que me lo va a devolver entero. Sano y salvo.
–¿Cómo sé que…? –comienzo. Me detengo para humedecer mi reseca boca–. ¿Cómo sé que mi hijo está… bien?
Vuelve a meter el cuchillo en la funda de su tobillo con un movimiento tan diestro y experimentado que se me pone el corazón en la garganta. Hay algo en el movimiento que me hace creer que sería capaz de rasgar carne con la misma facilidad. Y con el mismo placer físico.
Sonríe y hace un chasquido con sus dientes superblancos.
–Niña mala –dice–. No has pedido permiso para hacer preguntas.
–Por favor, dígame que mi hijo está bien.
–No supliques, Kate. Vamos a hacer un trato. ¿Me quieres hacer una pregunta? Pues hazlo así: «Pido permiso para hacer una pregunta, señor». ¿Entendido?
Es obvio que para él se trata de un juego que incluye humillarme y jugar conmigo. No me queda más remedio que seguirle el juego.
–Pido permiso para hacer una pregunta, señor.
La boca tras la máscara sonríe.
–Permiso denegado por el momento. En algún instante de las próximas horas te permitiré hablar con Tommy por el móvil. Lo notará un poco confuso porque lo hemos drogado.
–¡Ha drogado a mi hijo!
Se mueve tan rápidamente que no me da tiempo a reaccionar. Está sentado en el sillón, mi sillón, y al segundo siguiente está apretando la pistola contra mi frente como si fuera un frío dedo de acero, empujándome contra los cojines.
No puedo evitar derramar unas lágrimas que ruedan por mis mejillas. Está a escasos centímetros de mí y respira agitadamente. Oigo el rechinar de sus dientes. Percibo el acre olor de su masculinidad, de su enfado. Intento por todos los medios no orinarme encima, tal es el miedo que me inspira. La última vez que estuve así de aterrorizada fue cuando tenía cinco años y me imaginaba que había un monstruo debajo de la cama que iba a atravesar el colchón para atraparme. Entonces, también había estado demasiado asustada para gritar. El miedo que siento ahora es todavía más visceral.
–Nunca, nunca –susurra echándome su aliento caliente en la cara–, me plantes cara. Nunca levantes la voz. ¿Lo has entendido? Di que sí con la cabeza si no puedes hablar.
Asiento mientras noto el cañón de la pistola hundiéndose en mi frente. Me aterra pensar que una bala pueda mandarme al otro mundo dejando a Tommy sin madre.
Lentamente, deja de jadear y su respiración se vuelve regular. No he vuelto a estar tan cerca de un hombre desde que murió Ted y siento repugnancia. Me da tanto asco que se me pone la piel de gallina.
Por fin, se aparta unos centímetros y disminuye la presión sobre mi frente. Me sostiene el rostro por la barbilla y aprieta hasta que gimo de dolor.
–Kate, Kate. ¿Qué vamos a hacer contigo, eh? Pensé que querías cooperar. Sigue las reglas del juego y volverás a ver a tu hijo.
–Me está haciendo daño.
Responde apretando con más fuerza. De pronto me suelta y me deja la cara ardiendo de vergüenza.
–¿Por dónde íbamos? –dice con un tono de voz de nuevo extrañamente amistoso–. Ah, sí. Quieres que demuestre que tu hijo sigue vivo. Es comprensible. Por supuesto que lo drogamos, Kate, no nos quedó más remedio. ¿Qué querías, que le apuntara con la pistola? Drogar al objetivo es la vía más segura, Kate. Tienes que creerme. Tenemos un método. Y el método funciona.
«Tenemos». Por supuesto. Tiene que haber más de una persona en esto. ¿Son todos monstruos como el hombre de la máscara? ¿O le han elegido como el malo de la película porque sabe cómo inspirar miedo?
Extrañamente, la idea de que el secuestro de Tommy forme parte de una actividad organizada me produce alivio. Quizá los otros no sean unos dementes y comprendan que no van a ganar nada matando a mi hijo.
Todavía tengo los ojos nublados a causa de las lágrimas, pero sé que ha vuelto al sillón. Una ola de terror me cala hasta los huesos, produciendo una nueva avalancha de lágrimas. Odio llorar de esta manera; me hace parecer débil. Pero no puedo evitarlo. A veces, llorar me resulta tan involuntario como respirar. Hay momentos en los que es mejor no luchar contra ello y dejar que se agoten las lágrimas. Como ocurrió finalmente cuando perdí a Ted.
De pronto, algo me sacude el rostro. Es algo suave y ligero que cae sobre mi regazo. Mis manos encuentran un trozo de tela fina. Es un pañuelo.
–Límpiate la cara. Tienes mocos cayéndote por los labios.
Hago lo que me dice mientras me pregunto qué tipo de hombre lleva un pañuelo hoy día. Y entonces caigo. Un hombre que hace llorar a las mujeres. Un hombre que lo ha hecho antes y está preparado ante cualquier eventualidad.
–El método, Kate. El método es tu amigo. Déjame que te explique cómo funciona.
Le interrumpe el timbre de un teléfono. Es tan repentino y estridente que hace que un chorro de sangre fría atraviese mi corazón. Con la pistola todavía apuntándome a la cabeza se mete la mano en uno de los bolsillos y saca un teléfono móvil. Lo abre con gesto de enfado y mira la pantalla.
–¡Te dije que no llamaras nunca a este número! –gruñe al teléfono–. ¡Nunca jamás! ¡No, no es posible! Vale, vale. Deja de llorar y escúchame con atención. ¿Estás escuchando? Bien, te prometo que está vivo. Tu hijo está vivo. Es todo lo que necesitas saber por ahora. Y si actúas exactamente como te digo, si sigues mis instrucciones, lo verás pronto. Muy pronto.
Cierra de golpe el teléfono, se lo mete en el bolsillo y me observa tranquilamente a través de sus ojos brillantes y oscuros. Como desafiándome a decir algo.
Permanezco en silencio. Pero he descubierto algo importante. El mío no es el único niño que ha sido secuestrado.
Hinks y Wald | 5
La furgoneta blanca no presenta ningún rótulo publicitario, pero puede pasar perfectamente por el vehículo de una compañía de teléfonos o de una de las muchas empresas de servicios públicos que abastecen la zona. Ésta es precisamente la razón por la que fue elegida. Una furgoneta blanca en un vecindario residencial es lo más invisible que un objeto opaco puede resultar.
Unos minutos antes de que la señora Katherine Bickford entre en su casa de Linden Terrace, la furgoneta blanca aparca cerca de una trampilla de acceso en Beech Terrace. Dos hombres con monos de trabajo y cinturones de herramientas salen de la furgoneta, colocan tres conos de color fluorescente cerca de la tapa de la trampilla y regresan al vehículo. Éste está situado de manera que desde él puedan verse claramente el parque, Linden Terrace y, por supuesto, la casa-objetivo, una construcción de estilo colonial revestida de tablillas con un garaje de grandes dimensiones. Los residentes llaman a esta zona común, que linda con tres calles sin salida, «el parque». El parque, de casi una hectárea, es una zona muy popular para pasear a los perros. Ningún residente pasearía con su perro por allí sin un recogedor de excrementos en mano. Es ese tipo de vecindario. Por mutuo acuerdo se mantiene el follaje bajo, a no más de treinta centímetros, con el fin de no encubrir posibles actividades ilícitas, como trapicheo de drogas, borracheras de adolescentes, etcétera. Los residentes tienen por costumbre echarle un vistazo al parque siempre que salen de sus casas, porque es frecuentado por niños que corren tras una pelota de fútbol, juegan al tú la llevas con láser o se lanzan frisbis. Hasta ahora nunca ha habido problemas con extraños o presuntos pedófilos, pero existe un común acuerdo entre todos los residentes de vigilar el parque y dar parte en caso de que ocurra algo fuera de lo habitual.
La furgoneta blanca y los conos naranjas no son algo fuera de la habitual, y por ello nadie dará parte. Seguramente, ni siquiera lo advertirán.
Dentro de la furgoneta dos hombres, de aproximadamente treinta años, beben café de un termo de color plateado. Ambos están delgados, en buena forma física y parecen estar cómodos en su mutua compañía, como si fueran una pareja de operarios bien avenidos. Desde fuera, cualquier viandante supondría que los dos hombres están escuchando la radio durante el descanso, Rush Limbaugh, quizás, o a lo mejor G. Gordon Liddy, pero en realidad están escuchando una conversación proveniente de la casa-objetivo.
–¡Qué cabronazo! –dice Hinks en tono de admiración.
–Qué tío, este Cutter –interviene Wald–. Tiene mano con las mujeres. ¿Cómo coño lo hace?
–Esa lengua, Hinks. Somos empleados de una compañía de teléfonos. Tenemos unas normas.
–Me la suda –replica Hinks.
Conoce a Wals desde hace nueve años, ocho de los cuales transcurrieron en el ejército, donde ambos compartían rango en una unidad de operaciones especiales liderada por el capitán Cutter. Ésta es la primera vez que se embarcan en una misión civil, y por el momento es interesante y posiblemente mucho más lucrativa que cualquiera de los aburridos servicios que les han ofrecido desde que les dieron de baja. El hecho de que la misión sea ilegal y arriesgada no hace sino aumentar su atractivo.
Su chanza se ve interrumpida por una llamada recibida en el móvil de Cutter, interceptada al hallarse éste dentro de la casa. Tras escuchar la razón de la llamada, los dos hombres intercambian una mirada.
–A esa mujer se le ha ido la pinza –comenta Hinks–. La buena de Lyla.
–Es una estúpida –conviene Wald–, y está claro que le falta un tornillo o dos.
–Está incumpliendo el protocolo.
–La señal está desmodulada –señala Wald–. No pasa nada.
–En cualquier caso, la tía ha perdido el control. ¿Y si va a la policía? ¿Piensas que la creerán?
–Cutter se encargará de ella, igual que está haciendo con la zorra de la Bickford.
Hinks se calla para escuchar la conversación. El jefe ha concluido la llamada y le está explicando a esa zorra la situación para que no le quede ninguna duda. Lleva dentro no más de veinte minutos y ya la tiene comiendo de la palma de su mano, más que dispuesta a obedecer. Tiene un talento increíble.
Durante las operaciones especiales en el ejército se tardaba, por lo general, diez horas en hacer que un objetivo típico se derrumbara. Se les acojonaba, se les despojaba del ego dejándolos tan vacíos que no les quedaba más remedio que cooperar. Claro que aquélla era una situación civil, completamente diferente, pero aun así el bueno del capitán Cutter era impresionante. Había hecho una ciencia de su llamado «método», que la unidad había utilizado en muchas operaciones especiales. Consistía en lo siguiente: Cutter asalta a la víctima con esa actitud de psicópata que sabe adoptar, le aprieta las tuercas hasta que se caga de miedo y se retira justo antes de que empiece a gritar. Hinks fue testigo del mismo numerito en un bar de Filipinas. Cutter dando por culo a un par de marines alborotadores que, si se hubieran parado a pensarlo, le podrían haber despedazado. Pero Cutter se había impuesto convenciendo a esos marines de mierda de que estaba lo bastante loco como para querer morir, llevándoselos a ellos por delante, sólo por echarse unas risas.
El hombre era convincente. Tanto que de vez en cuando Hinks se preguntaba si se trataría realmente de una actuación, pero Cutter siempre retrocedía cuando las circunstancias así lo requerían. Llegado el punto en el que el capitán no fuera capaz de dar marcha atrás, probablemente tendrían que cargárselo, pero eso no era más que una teoría que ni Wald ni él habían comentado jamás. Por el momento, Hinks estaba satisfecho con la situación. Trabajar con Cutter era mucho mejor que clasificar cartas para el servicio de Correos o que ser un guardia de seguridad con el culo pegado a un asiento todo el día. El método de Cutter tenía sus riesgos, claro está, y muy serios, pero los incentivos hacían que mereciera la pena. Las palabras de Cutter. El método de Cutter. Por el momento, Hinks está entregado a la misión en cuerpo y alma.
Wald, que no es precisamente un tipo dado a la reflexión, suele bailar al son que marca Hinks. Ha sido así desde los primeros tiempos en la escuela militar, y de momento Hinks no le ha metido en ningún lío.
–¿Crees que se la va a trajinar? –quiere saber Wald–. Qué morbo, para la vieja.
–¿Vieja? –se ríe Hinks–. La zorra de la Bickford tiene treinta y cuatro años, sólo unos cuantos más que nosotros.
–A mí me gustan las de diecinueve. Me gustan jovencitas, ya lo sabes.
–Míralo de esta manera: cuando eras un estudiante de primero, ella estaba en el último curso.
–Claro, y habría esperado un año hasta que tuviera diecinueve, que es cuando están maduritas.
Hinks menea la cabeza.
–Eres un cabronazo, Wald.
–Sé lo que quiero.
–Un cabronazo total –dice con cierto afecto.