Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Susan W. Macias. Todos los derechos reservados.
NOCHES DE SEDUCCIÓN, N.º 1886 - marzo 2011
Título original: The Sheik’s Arranged Marriage
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,
total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de
Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido
con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas
por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y
sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están
registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros
países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9851-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub X Publidisa
HABÍA vuelto y no se volvería a marchar.
Tras cuatro años en la facultad y otros dos de doctorado en Suiza, Heidi McKinley había regresado al único lugar del mundo donde se sentía en casa: El Bahar, la tierra del misterio y de la belleza, donde pasado y presente se combinaban en una armonía perfecta.
Tenía ganas de bailar por la calle central del souk y de comprar granadas, dátiles, ropa y todas las maravillas que se podían encontrar en el mercado. Ardía en deseos de meter los pies en el mar y sentir el calor de la arena. Quería respirar los aromas de los preciosos jardines que rodeaban el palacio donde se alojaba.
Se rió, corrió hacia el balcón y lo abrió de par en par. Su suite de tres habitaciones, situada en el ala oeste del edificio, daba a una terraza ancha. Inmediatamente, el calor de la tarde la dejó sin aliento; era junio, el mes más cálido del año, y aún no se había acostumbrado a la temperatura, aunque el bochorno no le quitó el buen humor. Había vuelto. Estaba realmente de vuelta.
—Esperaba que te volvieras sensata cuando crecieras, pero veo que la mía era una esperanza fútil —dijo una voz familiar.
Heidi se giró y sonrió a Givon Khan, rey de El Bahar, que acababa de salir a la terraza. El viejo monarca, que no era su abuelo pero al que quería tanto como si lo fuera, se acercó a ella con los brazos abiertos.
—Ven. Deja que te dé la bienvenida.
Heidi se apretó contra la chaqueta del traje de Givon y aspiró su olor, que le recordaba su infancia. Era una mezcla de sándalo, naranja y algo indefinible; algo que sólo se encontraba en el reino de El Bahar.
—He vuelto —murmuró con alegría—. He terminado la carrera y hasta los dos años de ese estúpido doctorado, tal como prometí. ¿Ahora podré trabajar en palacio?
El rey la llevó de vuelta a la suite y cerró el balcón.
—Me niego a hablar de asuntos importantes en la terraza; hace demasiado calor... El aire acondicionado está para algo.
—Lo sé, pero el calor me encanta.
Givon medía casi un metro ochenta y tenía la piel curtida de un hombre que había pasado al sol gran parte de su vida. Sus sabios ojos marrones parecían tan capaces de llegarle al alma como los del difunto abuelo de Heidi, y ella siempre había hecho lo posible por hacer felices a los dos hombres. Pero con su abuelo muerto, sólo le quedaba Givon. Y habría hecho cualquier cosa por él.
Givon era un monarca famoso por su sabiduría y su paciencia. Heidi sabía que también podía ser cruel, pero ella nunca había sufrido ese aspecto de su personalidad.
—¿Por qué hablas de trabajo? —preguntó él, acariciándole la cara con la mano derecha—. Acabas de llegar...
—Sí, pero quiero ponerme a trabajar cuanto antes. Ha sido mi sueño desde niña. Y me lo prometiste —le recordó.
El rey frunció el ceño.
—Es verdad, te lo prometí. ¿En qué estaría pensando?
Heidi suspiró, pero no intentó engatusar al rey. Lo conocía demasiado bien y sabía que no habría servido de nada. Además, los trucos femeninos no eran su especialidad; podía traducir cualquier texto antiguo de El Bahar con una exactitud que habría dejado sin habla a los especialistas, pero no sabía coquetear con los hombres. Exceptuados el rey y su abuelo, los hombres sólo eran una molestia para ella.
—Eres una joven encantadora; demasiado encantadora como para pasarte la vida en habitaciones oscuras... ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
Heidi cerró los ojos brevemente.
—Por favor, no empieces con eso de que preferirías verme casada. No quiero casarme. Me dijiste que si estudiaba mucho y aprendía lo necesario, podría trabajar en palacio como traductora de los textos antiguos. Me diste tu palabra y no puedes traicionar tu promesa.
El rey pareció volverse más alto; la miró con una intensidad que bastó para que se arrepintiera de haber pronunciado esas palabras, aunque no se disculpó. Su abuelo la había enseñado a ser una McKinley y no se dejaba amedrentar por nadie.
Givon suspiró y se relajó enseguida.
—Eres una descarada —dijo—. Pero es cierto, te di mi palabra. Puedes trabajar con tus preciosos textos antiguos.
—No lo lamentarás. Hay tanto por traducir... Tenemos que recuperar los textos cuanto antes, porque los elementos y el transcurso del tiempo han dañado las fibras y se podrían perder para siempre. Quiero que se fotografíe todo y que se guarde en una base de datos. Si conseguimos que...
El rey alzó una mano.
—Ahórrame los detalles técnicos. Es un proyecto ambicioso, aunque estoy seguro de que lo harás bien. Entretanto, hay otro asunto del que debemos hablar.
Givon se acercó al sofá y se sentó. Después, dio una palmadita a su lado y Heidi no tuvo más remedio que aceptar la invitación.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó él.
A ella le pareció una pregunta extraña, pero respondió de todas formas. A fin de cuentas, era el rey.
—Veinticinco.
—¿Tantos? Y no te has casado todavía...
Heidi se rió y sacudió la cabeza.
—No soy de la clase de personas que se casan. Soy demasiado independiente para ser feliz como esposa de alguien. No tengo interés alguno en cocinar ni en fregar para otra persona. Además, me niego a que un hombre tome decisiones por mí; me parece ridículo.
Heidi carraspeó y pensó que había metido la pata; no en vano, Givon era un hombre y gobernaba muy bien El Bahar.
—No pretendía faltarte al respeto —continuó rápidamente—. Tú no eres como la mayoría de los hombres...
El rey la interrumpió.
—Sé lo que has querido decir. Te criaste en Occidente, lo que significa que tienes ideas muy liberales en determinados aspectos. Por otra parte, tu abuelo te permitía tomar tus propias decisiones... sinceramente, no me extraña que tengas esa opinión del matrimonio. Pero, ¿qué me dices de los niños?
Heidi parpadeó.
—¿De los niños?
—Sí, claro. ¿Quieres tener niños sin estar casada?
Heidi se preguntó si quería tener niños y si los quería tener sin estar casada. La idea de ser madre soltera no le incomodaba en absoluto, pero la de criar a un niño sin ayuda de nadie, sí. No se sentía con fuerzas para hacerlo sola.
—No lo sé —le confesó—. No lo he pensado mucho, la verdad. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque tengo un problema. Un problema que sólo tú puedes resolver.
El rey se mantuvo en silencio el tiempo suficiente como para que ella supiera que se trataba de un asunto delicado. Heidi se recordó que le debía mucho, que había sido un amigo maravilloso tanto para su abuelo como para ella misma. De niña pasaba gran parte de los veranos en El Bahar; y cuando su abuelo falleció seis años atrás, el rey se había encargado de organizar el entierro, de cuidar de ella y de prepararla para que fuera a la universidad.
Givon tenía un reino que gobernar; era un hombre muy ocupado, pero a pesar de ello, había llegado a tomarse la molestia de llevarla a Nueva York de compras y de instalarla personalmente en palacio. De hecho, era la única persona que recordaba la fecha de su cumpleaños.
—Haré lo que sea —le aseguró.
El rey sonrió.
—Muy bien. Sabía que dirías eso. Heidi... quiero que te cases con mi hijo Jamal.
—¿Qué demonios te ocurre? —preguntó Jamal Khan a su hermano mayor, Malik.
Jamal estaba sentado en el sillón de cuero de su despacho y su hermano, que se había acomodado en el sofá, miraba el techo con expresión sombría.
—No quieras saberlo.
Jamal, el segundo de los tres hijos del rey Givon, miró la hora. Wall Street estaba a punto de abrir y debía comprobar la marcha de las acciones. Estaba a cargo de la fortuna personal de la familia Khan, cuyo valor había triplicado en cinco años por una combinación de suerte y de talento con las inversiones.
—Tengo trabajo que hacer —le recordó.
Malik lo miró con cara de pocos amigos. Era el heredero de la corona y el mayor de los tres hermanos; si había un hombre más ocupado que Jamal, ese hombre era Malik.
—Ha vuelto —dijo, mirando el techo otra vez.
—¿Quién?
—Heidi la Terrible. La abuela me lo ha dicho hace un rato —respondió—. Supongo que esta noche cenará con nosotros, y no sé lo que voy a hacer si se sienta otra vez a mi lado. Mira a los hombres de un modo tan poco amigable... es como si los encontrara menos atractivos que un gusano con llagas.
Jamal se rió.
—¿Un gusano con llagas? ¿Eso lo dijo ella?
—No lo dijo, pero tampoco hace falta. Arruga la nariz, te mira como si te fuera a asesinar y se comporta de un modo tan... tan falsamente educado...
Jamal lo miró con incredulidad. Pensó que su hermano exageraba.
—No me digas que tienes miedo de una mujer.
—No me da miedo. Es que Heidi no me gusta.
—¿Te sientes incómodo en su compañía?
—No sigas por ese camino, hermanito —le advirtió—. No sabes de qué estás hablando.
Jamal no podía creer que una mujer tuviera tan asustado a Malik. Sin embargo, él no recordaba gran cosa de Heidi McKinley; sólo sabía que había estado entrando y saliendo de palacio durante toda su vida debido a la amistad entre el abuelo de Heidi y el rey Givon.
—Oh, vamos... es una niña. Nuestro padre le presta atención porque no ha tenido hijas.
—Sé que no estabas presente durante sus últimas visitas, pero ya no es una niña, Jamal, sino una jovencita de veintitantos años. Y la abuela siempre se empeña en que se siente a mi lado, como si creyera que me voy a enamorar de ella y le voy a pedir que se case conmigo... ¿Será eso? ¿Estará haciendo de Celestina?
—Por tu bien, espero que no. Sobre todo, si esa Heidi es tan terrible como dices.
—Es peor que eso. Es una virgen remilgada y mojigata que se cree en posesión de la verdad. Ha estudiado historia de El Bahar y no para de hablar del pasado. Por increíble que te parezca, su mayor aspiración en la vida es traducir textos antiguos.
—¿Y es fea?
Malik dudó.
—No lo sé, la verdad...
—¿Que no lo sabes? Tienes que saberlo, hermano. La has visto muchas veces.
—Sí, pero no es tan fácil. Como siempre lleva esa ropa...
Jamal no salía de su asombro. Era la primera vez que veía a Malik desconcertado; y además, por una mujer.
—La mayoría de las mujeres llevan ropa. Es una tragedia, pero qué se le va a hacer —ironizó.
—Sabes de sobra que no me refería a eso. Es que se viste de una forma muy peculiar... diría que se viste como un hombre si no fuera porque los hombres tampoco se visten así. Se pone jerséis de cuello alto, lleva gafas, se recoge el pelo con moños... no sé, parece la típica anciana solterona con mal genio.
Jamal soltó una carcajada.
—Vaya, ardo en deseos de ver a la mujer que asusta a un príncipe de El Bahar —comentó.
Malik se levantó y se llevó una mano al bolsillo de los pantalones.
—Sé que las mujeres se te dan bien, Malik, pero con ésta no vas a llegar a ninguna parte. Me juego cincuenta dólares contigo a que no le sacas ni una sola sonrisa durante la cena.
Jamal también se levantó. Apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Te propongo una apuesta más interesante. Si pierdes, tu Ferrari será mío durante una semana —dijo.
—Ni lo sueñes.
—Está bien, hermano, te lo pondré más fácil. Tu Ferrari será mío una semana si logro besarla esta noche.
Malik arqueó las cejas y sonrió.
—De acuerdo. Pero si pierdes, me prestarás tu semental para que cubra a seis de mis yeguas. Una por cada día de la semana... con el domingo de descanso, por supuesto.
Jamal consideró la propuesta de Malik. La misteriosa Heidi McKinley debía de ser realmente formidable si su hermano estaba dispuesto a incluir el Ferrari en la apuesta. Pero a Jamal no le preocupó; nunca había conocido a una mujer capaz de resistirse a sus encantos.
—Trato hecho.
—Pero tiene que ser un beso en la boca —puntualizó Malik.
Jamal le estrechó la mano y sonrió.
—Desde luego que sí. No olvides que soy un profesional.
—¿Casarme? —repitió Heidi, pensando que había entendido mal al rey—. ¿Me estás pidiendo que me case?
Heidi se levantó y pensó que no podía ser verdad. No tenía intención de casarse. No era de las que se casaban. Los hombres no le interesaban tanto; y a decir verdad, ella tampoco les interesaba a ellos.
—Me extraña que te sorprenda tanto —afirmó el rey—. Tienes veinticinco años y eres una mujer sensata.
Heidi intentó tomarse el asunto con humor. El rey había mencionado su edad y su supuesta sensatez como si la considerara vieja y aburrida.
—Pues me sorprende —se defendió—. Nunca he pensado en...
—Deberías pensarlo —la interrumpió—. Jamal y tú tenéis mucho en común. Sé que es algo mayor que tú, pero eso es bueno en un marido. A los dos os gusta montar y a los dos os apasiona la historia de nuestro país.
—¿Que me gusta montar? Pero si no he montado a caballo desde que tenía doce años... —le recordó en voz baja.
—Entonces, aprenderás otra vez. No es tan difícil.
Heidi se acercó a la pared del fondo, decorada con un mosaico sobre el jardín del Edén. Los diminutos fragmentos de azulejo formaban una imagen perfecta de Eva y de la serpiente, y la manzana roja parecía brillar con luz propia.
Se preguntó si aquello sería una tentación como la de Eva; si el rey era la serpiente o, bien al contrario, la respuesta a sus plegarias.
—Jamal te necesita —continuó el rey con voz profunda y persuasiva—. Su vida está vacía. Han pasado casi seis años desde que su esposa falleció. No tiene a nadie.
Heidi pensó que ella tampoco tenía a nadie y que, en cualquier caso, no era la mujer adecuada para el hijo del rey. Sin embargo, se lo calló.
—Jamal ha salido con casi todas las mujeres atractivas que viven entre El Bahar y el Polo Norte —dijo—. Es un seductor...
Por lo que Heidi sabía, Jamal era un vividor que aceptaba a cualquier mujer siempre que estuviera disponible y fuera famosa, elegante, sexy y extraordinariamente guapa. Las revistas del corazón estaban llenas de noticias sobre su vida sentimental, y se decía que era un amante fantástico. Pero a ella no le importaba. Además, sólo leía las revistas del corazón cuando iba a la peluquería.
—Como ya he dicho —declaró Givon, haciendo caso omiso del comentario de Heidi—, su vida está vacía. Sé que siempre anda con alguna descerebrada de cara bonita, pero ¿se ha casado o se va a casar con alguna? No, porque no significan nada para él. Acepta sus favores y sigue adelante. No significan nada para él.
—Aun así, admitirás que no es la mejor carta de presentación para un marido...
—Necesita una esposa, Heidi —insistió—. Necesita amar y que lo amen.
—Todo eso me parece muy interesante, pero no tiene nada que ver conmigo. No me quiero casar ni con Jamal ni con nadie. He vuelto a El Bahar y voy a conseguir el trabajo que deseaba. Es todo lo que necesito.
—No, necesitas mucho más. Tienes que casarte para tener hijos.
Heidi no dijo nada. No quería pensar en niños. No quería que la tentara con la promesa de una familia.
—Además, tú no puedes engañarme, Heidi —continuó—. Sé que Jamal es tu preferido.
Ella se ruborizó. Intentó refrenarse, recordarse que era una mujer segura y sensata, pero se ruborizó de todas formas.
—Tus hijos son encantadores —dijo con tanta diplomacia como sinceridad—, pero no tengo ninguna preferencia con ellos.
Heidi pensó que el rey debía de estar bromeando. Sus hijos eran buenas personas, pero también egocéntricos y dominantes. Khalil, el más pequeño de los tres, había sentado cabeza con una mujer encantadora; sin embargo, Malik y Jamal seguían siendo tan alocados y tan difíciles como siempre.
Si alguna vez se casaba, su marido tendría que ser amable y sereno; un intelectual con quien pudiera establecer una relación donde las cualidades mentales fueran más importantes que la pasión y las caricias.
—Sé que Jamal te parece atractivo.
Ella respiró hondo.
—Bueno, yo no he dicho que no lo sea. Todos tus hijos son guapos.
Heidi no tenía ninguna queja en ese sentido; con su cabello oscuro, sus ojos intensos y su altura, Jamal parecía una mezcla de Rodolfo Valentino y James Bond. Alguna vez, durante su adolescencia, se había dejado llevar por fantasías sexuales con él; pero ya no era una adolescente.
Givon se levantó, caminó hacia ella y le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Excelente. Entonces, te sentarás junto a él durante la cena y pensarás en lo que te he Él necesita casarse y tú necesitas casarte. Es perfecto para los dos.
—No, no es perfecto.
Givon no le hizo caso.
—Fátima está de acuerdo conmigo. Y ya conoces a mi madre... cuando algo se le mete en la cabeza, no hay quien la convenza de lo contrario.
Heidi gimió.
—Oh, no... Fátima no... No puedo enfrentarme a ti y a ella al mismo tiempo...
El rey sonrió.
—Efectivamente. Será mejor que te ahorres el esfuerzo.
Heidi se sentó en el suelo, derrotada, y se apoyó en el mosaico de la pared. Fátima había sido como una madre para ella; con su ropa de Channel, sus modales elegantes y su buen corazón, era la realeza personificada. Pero por desgracia para sus intereses, también poseía una determinación de hierro.
—Esto no puede ser —murmuró—. Si ni siquiera he salido con nadie...
Heidi dijo la verdad. Lo había intentado dos veces y las dos habían sido un desastre. Como había estudiado secundaria en un internado para chicas, había tenido que retrasar el primer intento hasta llegar a la universidad; y como no estaba acostumbrada a las fiestas, bebió en exceso y terminó vomitando en el cuarto de baño.
Sorprendentemente, su cita de aquel día malinterpretó la situación y pensó que su borrachera le facilitaría las cosas. Antes de que Heidi se diera cuenta de lo que pasaba, se encontró tumbada y con la falda subida por encima de las caderas. Pero entonces vomitó por segunda vez, encima de su acompañante; y aprovechó la circunstancia para huir.
En cuanto a su segundo intento, fue aún peor. Tan malo que ni siquiera quería recordarlo.
No, no estaba interesada ni en salir con nadie ni en casarse. Cuando viera a Jamal Khan, príncipe de El Bahar, se lo dejaría bien claro.
HEIDI entró en el comedor, se acercó al hombre que estaba sentado a la mesa y dijo lo que había ido a decir.
—Quiero aclarar las cosas para que no haya malentendidos. No me voy a casar.
Jamal no tuvo ni la amabilidad de simular sorpresa ante su declaración. Se limitó a sonreír, a levantarse de la silla y a asentir después.
—Gracias por sincerarte tan deprisa —dijo con una voz suave y profunda.
Heidi notó que se había ruborizado, pero intentó convencerse de que su rubor se debía a que sus habitaciones se encontraban lejos del comedor y a que había llegado a toda prisa porque quería hablar con Jamal antes de que aparecieran los demás.
—Sí, bueno, puedo explicarme...
Jamal Khan avanzó hacia ella y se detuvo a pocos centímetros. Era tan alto que Heidi se vio obligada a levantar la cabeza para mirarlo a los ojos, lo cual le pareció muy irritante. Pero su atractivo le molestó más todavía. Los tres hermanos eran altos, morenos, ricos y guapos. Y Jamal era el peor de los tres.
El príncipe medía alrededor de un metro ochenta y seis. Se había peinado hacia atrás, con un estilo conservador que combinaba a la perfección con sus rasgos fuertes. Llevaba un traje de sastre, una corbata con aspecto de haberle costado un dineral y unos zapatos de piel, hechos a mano.
Heidi notó una descarga eléctrica en la base de la columna.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, Heidi —dijo él, ofreciéndole la mano—. Me alegro mucho de verte.
Ella estrechó la mano del príncipe y se apartó enseguida, haciendo caso omiso del cosquilleo que su contacto le había causado.
—Sí, ha pasado mucho tiempo —admitió ella, antes de mirar hacia el pasillo—. Ellos llegarán en cualquier momento. Tenemos que hablar.
Jamal la miró con extrañeza.
—¿Ellos?
—Tu padre y tu abuela. El rey Givon ha hablado conmigo esta tarde y está empeñado en que tú y yo nos casemos. No me preguntes por qué... nos conocemos muy poco y ni siquiera nos gustaríamos. Tenemos que detenerlos.
—¿El rey ha hablado contigo? Qué honor —se burló.
Heidi lo miró con cara de pocos amigos.
—No me estás tomando en serio.
Jamal sonrió.
—No, claro que no. Es que no entiendo tu preocupación. Si no quieres casarte, díselo tranquilamente.
—Ya se lo he dicho. Y no me ha escuchado.
—Entonces, recházame.
—No lo entiendo, Jamal. ¿No te molesta? ¿No te incomoda ni siquiera un poco? Intenta organizar tu vida y mi vida. Yo no se lo voy a permitir.
Jamal le acarició la mejilla. Fue un gesto inocente, casi paternal, pero ella se sintió como si la hubiera quemado.
—Soy el príncipe Jamal Khan de El Bahar —dijo.
—¿Y qué?
—Que casarme y tener descendencia se encuentra entre mis obligaciones —explicó—. Como no he encontrado a nadie que me guste, tendré que aceptar un matrimonio de conveniencia cuando llegue el momento. Ha sido así durante siglos.
—Conozco las costumbres del reino —afirmó ella, apretando los dientes—. He estudiado la cultura de El Bahar, pero ésa no es la cuestión. No quiero formar parte de esa historia. ¿Es que no lo comprendes? Tu padre cree que haríamos buena pareja. Si no intervienes, el asunto se nos escapará de las manos.
Jamal la miró con intensidad.
—¿Por qué tengo que intervenir? —preguntó—. Arréglalo tú. Vuelve a hablar con mi padre y di que no quieres casarte conmigo.
—Jamal, aprecio mucho al rey. Se ha portado muy bien conmigo desde que mi abuelo falleció... e incluso antes. No quiero enfrentarme a él; no quiero desilusionarlo. Pero tampoco quiero casarme contigo.
—Qué halagador —murmuró.
Jamal se había preparado para enfrentarse a la mujer supuestamente terrible que le había descrito su hermano Malik; pero hasta el momento, Heidi le estaba pareciendo un encanto.
—No pretendía insultarte. No te hagas el macho ofendido.
—¿Macho ofendido? ¿Qué significa eso?
Heidi lo miró por encima de las gafas.
—Lo sabes muy bien. Los hombres odian que las mujeres sean sinceras. Sólo os importa vuestro ego.
—Ah, vaya... y supongo que tú tienes mucha experiencia con el ego de los hombres —ironizó.
—No exactamente, pero lo sé.
—¿Cómo? ¿De oídas?
Heidi arrugó la nariz.
—Sí, pero no necesito cortarme un brazo para saber que me dolería.
—Veamos si lo he entendido... intentas decir que no necesitas salir con un hombre para saber que sólo está interesado en sí mismo.
—Exactamente.
Jamal observó a Heidi. Malik tenía razón en una cosa; en efecto, se vestía como una solterona tradicional. Aquella noche se había puesto un vestido gris de cuello alto, faldas que le llegaban a los tobillos e incluso mangas largas, a pesar de que era junio y hacía mucho calor. Además, se había recogido el cabello, de color castaño claro, en un moño tenso que no le habría quedado bien a nadie; y para rematar su imagen, sus gafas le daban aspecto de ratón de biblioteca.
Entrecerró los ojos y pensó que no se vestía así porque fuera una mojigata, sino porque los hombres le daban miedo. Y le pareció una pena. Por lo que se adivinaba debajo de la ropa, tenía un cuerpo bastante bonito.
—Nuestro matrimonio no saldría bien —insistió ella—. No nos conocemos y no nos llevaríamos bien. Ni siquiera sé montar.
Jamal parpadeó, perplejo.