Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Harlequin Books, S.A. Todos los derechos reservados.
MI QUERIDA SECRETARIA, N.º 83 - septiembre 2012
Título original: An After-Hours Affair
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0803-4
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Jenny Watson sabía cuándo una idea era mala nada más oírla.
–No es una cita –informó de manera cortante a su mejor amiga, Emily Kiley, mientras se quitaba los zapatos a patadas y se sentaba encima de la cama de esta.
–Que él no lo llame cita no quiere decir que no puedas dar lo mejor de ti misma –le respondió Emily con la cabeza metida en el fondo del armario.
–Es mi jefe. Y es una reunión de trabajo.
–Es una boda.
–Una boda en el Club de Ganaderos de Texas –la corrigió Jenny–. Y él ha sido invitado en calidad de presidente en funciones.
Emily salió del armario con un vestido de gasa color burdeos en la mano.
–Había pensado en este –dijo, apretándose la prenda al cuerpo.
Era un vestido con un solo tirante, fajín en la cintura y dos capas de gasa. La falda era de corte evasé y llegaba a la mitad del muslo.
–Ja, ja –se burló Jenny, apoyándose en el cabecero de roble.
Emily sabía muy bien que Jenny jamás se pondría algo con un estilo tan sofisticado y en un color tan atrevido.
–Irá genial con un recogido –comentó Emily, girando por la habitación como si estuviese bailando un vals–. Te puedo prestar las sandalias negras. Y los pendientes de lágrimas con el collar a juego. No son diamantes de verdad, pero no se nota.
–No voy a ponerme ese vestido –insistió Jenny.
–¿Por qué no?
–¿Quieres que te haga una lista de razones?
–Venga ya –le dijo Emily, intentando convencerla–. Vive un poco, niña. Estarás preciosa. Y seguro que Mitch se fija en ti.
–Pareceré una tonta.
Jenny no quería llamar la atención delante de sus amigos y vecinos de Royal, Texas, queriendo parecerse a una diva de Manhattan.
–Mi vestido negro no tiene nada de malo –añadió.
Era su eterno favorito: un vestido de punto negro, sin mangas y con escote cuadrado que le llegaba a las rodillas. Lo combinaba con un chal también negro al cuello. Era perfecto, clásico y chic al mismo tiempo.
–¿Y cuántas veces te ha visto Mitch Hayward con ese vestido?
–Un par de ellas –admitió Jenny.
Aunque a Mitch le daba igual lo que llevase puesto. Quería llevar de su brazo a una mujer que no fuese complicada, que lo ayudase a que el evento funcionase. A su jefe le gustaba tener controlados a los miembros del Club de Ganaderos de Texas. Se enorgullecía de acordarse de detalles de las vidas de todo el mundo y Jenny sabía que ella lo ayudaba mucho en eso.
–Has estado enamorada de él desde que tenías doce años –le recordó Emily.
–Fue un enamoramiento de adolescente –comentó Jenny–. Mitch se marchó de la ciudad cuando yo tenía solo dieciséis años.
Mitch Hayward, que había jugado de quarterback en el equipo del instituto había ido a la universidad en Dallas con una beca para jugar al fútbol americano. Los dos primeros veranos había vuelto a trabajar en Royal, pero después se había dedicado a su carrera deportiva. Hasta el año anterior, cuando una lesión de hombro lo había llevado de vuelta a casa.
–Hace doce meses que volvió –le dijo Emily.
–¿Tanto tiempo? –preguntó ella, fingiendo que no se acordaba de la fecha exacta, de la hora exacta y del minuto exacto en que Mitch Hayward había vuelto a Royal–. Supongo que el tiempo pasa volando.
Jenny suspiró y supo que tenía que darle algo de realidad a aquella situación.
–No voy a hacer el ridículo arreglándome para él.
–En ese caso, arréglate por Rick Pruitt y Sadie Price –le sugirió Emily, refiriéndose a los novios.
–Como si fuese a importarles lo que yo lleve puesto –dijo Jenny.
Rick había ido a Houston en el mes de julio a buscar a Sadie y a sus gemelas de dos años y llevarlos de vuelta a casa, así que la pareja solo tenía ojos el uno para el otro.
Emily la agarró del brazo y le dijo en tono melodramático:
–Es ahora o nunca, Jen.
–Ahora o nunca, ¿el qué?
–Llevo un año viéndote suspirar por él. O haces algo con Mitch, o empiezas a salir con otros.
–No suspiro por él.
Pero mientras Emily le decía la cruda realidad, Jenny notó que se le encogía el estómago y le costaba trabajo respirar. Llevaba todo un año intentando ignorar la atracción que sentía por Mitch, diciéndose que era un enamoramiento de adolescente que ya estaba superado.
–Vas a cumplir los treinta –le recordó Emily.
–Y tú.
–Es verdad. Y tengo un plan.
–¿Un plan para cumplir los treinta?
–Un plan de vida –le respondió Emily poniendo gesto soñador y mirando hacia la ventana que había detrás de Jenny–. Si no conozco a un hombre, al hombre…
Luego frunció el ceño, entrecerró los ojos.
–Bueno, al menos a un hombre que pueda ser el hombre, antes de mi cumpleaños, que es el mes que viene, tendré un hijo sola –anunció.
Jenny se incorporó, sorprendida. No podía creer lo que acababa de oír.
–¿Quieres ser madre soltera? ¿Es una broma? ¿Tienes idea…?
–Quiero tener hijos.
–Y yo sé por experiencia propia lo mal que puede salir eso.
–No estamos hablando de tu niñez –dijo Emily, mirándose el reloj y poniéndose en pie–. De hecho, estamos hablando de la boda de esta noche. Y te digo que si yo sintiese algo por un hombre como Mitch, y lo tuviese cerca, haría algo al respecto.
–Pues yo no.
–Yo sí –insistió Emily–. Venga, Jen. ¿Qué te juegas? Si no se fija en ti, no pasará nada. Solo te habrás puesto un vestido bonito para la boda de unos amigos. Pero si se fija en ti, será otro tema. –Si no se fija en mí –empezó Jenny, diciéndose a sí misma que estaba discutiendo por discutir, porque no se iba a poner el vestido–, entonces, todo habrá terminado.
Emily la miró con pena.
–Y si no se fija en ti y todo termina. ¿No prefieres saberlo cuanto antes?
Jenny empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo. ¿De verdad quería pasarse otro año, o dos o tres, deseando a un hombre al que no le interesaba lo más mínimo? ¿Prefería mantener viva la fantasía o enfrentarse a la realidad, por mucho que le doliese?
–Si no le gustas, Jen, podrás seguir con tu vida. Tienes que seguir con tu vida.
Jenny consideró sus opciones, pero a pesar de intentar mantenerse fría, la emoción la invadió. Se le aceleró el pulso y notó calor, y tuvo que admitir en silencio que Emily tenía razón.
Tal vez fuese «ahora o nunca».
Respiró hondo y se levantó de la cama para quitarle el vestido a su amiga de las manos.
–No puedo creer que vaya a hacerlo.
–Lo primero, dúchate –le advirtió Emily, recuperando el vestido–. Y depílate las piernas. Tenemos exactamente dos horas para transformarte.
–No voy…
Emily la empujó suavemente hacia el baño.
–Por supuesto que sí.
Cuando Emily terminó de peinarla y maquillarla, de ayudarla a ponerse el vestido y algunas joyas, Jenny estaba hecha un manojo de nervios. Su amiga le había dicho que no iba a permitir que se mirase al espejo hasta que no hubiese terminado con ella, y Jenny estaba de pie en el centro de la habitación, balanceándose sobre unas sandalias de altísimo tacón. El vestido le acariciaba los muslos y acababa de avanzar a través de una neblina de carísimo perfume.
Emily retrocedió para contemplarla.
–¿Estás lista?
–Hace tres horas que lo estoy.
Emily sonrió de oreja a oreja.
–Estás increíble.
–Me voy a caer con tanto tacón.
–Ya verás como no.
–Odio ponerme las lentillas.
–Aguántate. Va a merecer la pena.
–Con el vestido negro habría ido bien.
–El vestido negro no podría cambiarte la vida.
Jenny frunció el ceño. A nadie le iba a cambiar la vida esa noche. Mitch no iba a verla de repente en el Club de Ganaderos de Texas y se iba a dar cuenta de que hasta entonces no había visto a la verdadera Jenny, ni iba a correr a tomarla entre sus brazos.
Eso no iba a ocurrir jamás. Y la idea la deprimía.
–Allá vamos –anunció Emily, abriendo la puerta del armario para que Jenny pudiese verse en el espejo de cuerpo entero.
Jenny miró el espejo y parpadeó sorprendida.
La mujer que había en él no se parecía en nada a ella.
–Aquí pasa algo –le dijo a su amiga.
–¿El qué?
–Que esa no soy yo.
–Por supuesto que eres tú –respondió Emily riendo.
Jenny cambió de ángulo. Las sandalias le alargaban las pantorrillas, morenas porque llevaba todo el verano yendo a nadar al lago. Su cuello parecía más largo de lo habitual, sus brazos, más elegantes, y su gruesa melena rubia rojiza recogida se veía realzada por los pendientes de Emily. Sus pestañas artificialmente alargadas aletearon sobre sus ojos verdes.
Aquel vestido realzaba al máximo su escote. Y el llevar un hombro desnudo le daba un toque muy sexy. Su cintura parecía más delgada de lo habitual y no sabía por qué. Tal vez fuese el corte de la falda, o el modo en que el corpiño le acentuaba los pechos.
Se puso a sudar de nervios.
–No puedo salir así.
–¿Por qué? ¿Te da miedo parar el tráfico?
–Me da miedo que me hagan proposiciones deshonestas.
–Pareces una estrella de cine, no una prostituta.
–Pues me siento como una prostituta.
–¿A sí? ¿Y qué es lo que siente una prostituta?
Emily sacó un pequeño bolso de fiesta de un cajón y tomó el bolso de Jenny, que estaba encima del banco que había debajo de la ventana.
–A mí no me hace gracia –comentó Jenny, presa del pánico.
Emily la había maquillado muy bien y estaba muy guapa, pero no podía salir de casa de su amiga así. Todo Royal hablaría de ella durante meses.
–Me tengo que cambiar.
–No hay tiempo.
–Claro que…
–Si no te marchas ahora mismo, la novia llegará a la iglesia antes que tú –le dijo Emily mientras trasladaba algunas cosas del bolso de su amiga en el bolso de fiesta.
–Lo digo en serio.
–Y yo.
Emily le dio su bolso y las llaves del coche.
–Te tienes que ir.
–Pero…
–¿Quieres llegar tarde?
–Por supuesto que no.
Jenny estaba orgullosa de ser una persona meticulosamente puntual. Y aunque no lo hubiese sido, jamás insultaría a un miembro del club llegando tarde a su boda.
Emily la empujó con suavidad hacia la puerta.
–Pásalo bien, Cenicienta.
Mitch Hayward iba a llegar tarde. Y tenía que ser precisamente ese día, a ese evento. Seguro que cuando llegase al aparcamiento Rick y Sadie ya habían llegado al Club de Ganaderos de Texas y el sacerdote los estaba declarando marido y mujer.
Vio el club a lo lejos, entre los robles, y una limusina blanca justo delante de él en la carretera. Tenían que ser Sadie y sus damas de honor. Pisó el acelerador y adelantó a la limusina con la esperanza de que Sadie lo perdonase por la maniobra.
Se detuvo con brusquedad en el aparcamiento del club, salió corriendo del coche y subió las escaleras a toda prisa.
Su ayudante, Jenny Watson, lo estaba esperando en la puerta de entrada.
Solo se dio cuenta de que iba vestida con un atrevido vestido de color burdeos antes de agarrarla del brazo y llevarla hacia dentro.
–¿Qué te ha pasado? –le preguntó Jenny, apresurándose para poder seguirle el paso.
–Una bandada de flamencos –respondió él, buscando con la mirada alguna silla libre.
–¿Qué?
Mitch vio dos sillas al otro lado del salón decorado con flores y velas, y fue directo hacia ellas.
–Esos flamencos de plástico para recaudar fondos –le susurró, haciendo caso omiso de las miradas reprobadoras–. Los han dejado en mi jardín.
Plantificó a Jenny en una silla y se sentó él también justo cuando cambiaba la música del piano y todas las cabezas se giraban para ver entrar a la primera dama de honor.
Las damas iban muy guapas con sus vestidos de color lila, pero fueron las hijas gemelas de Sadie y Rick, de dos años, las que se llevaron todo el protagonismo. Iban iguales, con vestidos color marfil de encaje adornados con lazos lilas. Llevaban flores en el pelo e iban echando a su paso puñados de pétalos de rosa de todos los colores.
El pianista empezó a tocar entonces la marcha nupcial y los invitados se pusieron de pie para recibir a Sadie, que estaba increíble con un vestido blanco, el pelo adornado con flores y una trémula sonrisa en el rostro. Mitch no era nada romántico, pero no pudo evitar sentirse feliz por la pareja que, después de haber pasado por tantas cosas, estaba tan enamorada e iba a formar una familia junto a sus dos hijas.
Cuando el sacerdote los convirtió en marido y mujer, los invitados aplaudieron de manera espontánea. Y cuando Rick besó a la novia casi todas las mujeres, e incluso alguno de los hombres, estaban con los ojos humedecidos de la emoción y sonreían de oreja a oreja. Los flashes de las cámaras de fotos los salpicaron mientras Rick y Sadie, cada uno con una niña en brazos, volvían a recorrer el pasillo central del salón hacia la puerta.
–Qué bonito –comentó Jenny, metiendo un pañuelo en el bolso.
–Es imposible no sentirse feliz por ellos –respondió Mitch.
Ella le dio un codazo en las costillas.
–¿Qué ha pasado, se ha alargado el partido?
–Lo siento –se disculpó él, recordando lo mucho que le había costado salir de casa con todos los flamencos por el medio.
Aunque en realidad se le había hecho tarde porque un amigo del fútbol, Jeffrey Porter, con el que había jugado en los Tigres de Texas, lo había llamado desde Chicago para contarle que su novia, con la que llevaba dos años saliendo, lo había sorprendido con otra y había puesto fin a su relación.
A Mitch le sorprendía que su novia no se hubiese dado cuenta mucho antes, pero era su amigo y sentía que tenía el deber de apoyarlo.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó Jenny mientras los primeros invitados empezaban a salir del salón.
–Sobre todo, lo de los flamencos –repitió Mitch, utilizándolo como excusa–. Es evidente que alguien ha pagado para que los traigan a mi jardín.
Ella lo miró con escepticismo.
–¿Te han atacado?
Él la miró de nuevo. Estaba distinta. Intentó dar con el quid de la cuestión.
–Me he llevado a uno por delante –gruñó.
Había salido con mucha prisa después de haberse entretenido hablando con Jeffrey y había pillado con el coche uno de los flamencos. Esperaba que no le hubiese estropeado la pintura del Corvette.
–¿Y le has hecho daño? –preguntó Jenny sin cambiar el gesto.
Era evidente que el incidente le resultaba gracioso.
–Sigue vivo –le respondió él–. Ya sabes que habría hecho la donación aunque no me hubiesen traído esos pájaros.
La persona a la que le dejaban los flamencos en el jardín estaba obligada a hacer una donación para que se los llevasen al jardín de otro.
–Con que me hubiesen llamado por teléfono para pedírmelo habría sido suficiente –añadió.
Siempre había apoyado a la casa de acogida para la que se estaba recaudando el dinero y no le habría importado hacer otra contribución.
–Los flamencos son más divertidos –le contestó Jenny, girándose al ver que las personas que estaban en su fila empezaban a salir–. Te ayudaré a escoger a la siguiente víctima. Tal vez puedan dejarlos en el jardín de Cole.
Cole Maddison era amigo y vecino de Mitch, además de miembro de la junta del Club de Ganaderos de Texas, y tenía mucho dinero.
–Claro –respondió él ausente, intentando descifrar por qué estaba distinta esa tarde.
Las gafas. No llevaba las gafas.
Eso no era normal en Jenny.
Se preguntó si se le habrían olvidado o si había decidido que la boda era un buen momento para ponerse las lentillas. Aunque sabía que no le gustaban.
Jenny empezó a andar y él se fijó en el vestido corto. Eso tampoco era habitual en ella. Normalmente llevaba faldas por la rodilla, o pantalones, camisa y chaqueta. No podía ser más conservadora vistiendo. Y eso le iba bien a su personalidad, precisa y meticulosa. Pero para la boda se había puesto un vaporoso vestido color burdeos que le acariciaba los muslos. Y llevaba un hombro desnudo. Además de los llamativos pendientes.
¿Qué estaba pasando?
–¿Jenny?
Ella se giró.
Mitch se quedó sin habla al verla de cuerpo entero. ¿Qué le había ocurrido a su eficiente y seria ayudante?
–¿Sí?
–Nada.
Mitch echó a andar con el resto de la gente, avergonzado por la reacción que le estaba produciendo el cambio de Jenny. Podía vestirse como quisiera para una boda y él no tenía ningún derecho a comérsela con la mirada.
Atravesaron las puertas dobles y salieron a la parte trasera del club, donde estaban los extensos jardines. Cuando Mitch se detuvo en la barandilla de la galería, Jenny siguió andando y bajó las escaleras que daban al césped. Le sorprendió que no se quedase a su lado, como solía hacer siempre. Tal vez quisiese hablar con algún miembro del club, o con alguna amiga.
Como presidente en funciones, había estado al corriente de los preparativos de la boda desde hacía semanas. Hacía un par de días que habían colocado una enorme carpa por si llovía, pero aquel primer lunes de septiembre, Día del Trabajo, hacía una tarde cálida y despejada. En el cenador había una banda de música y se había instalado una pista de baile temporal en la loma que daba al estanque. En el césped habían colocado mesas cubiertas con manteles blancos y algunos calefactores para que los invitados no pasasen frío cuando se pusiese el sol.
Los invitados se fueron agrupando delante del club para hacerse fotografías. A pesar de la distancia, Mitch se percató de la tensión que había entre una de las damas de honor, Abigail Langley y el testigo del novio, Brad Price. Abigail, que había estado casada con el último descendiente del fundador del club, era la única mujer miembro del club.
Todo el mundo sabía que a Brad no le gustaba el cambio y había hecho muchas bromas al respecto, pero a Abigail no le habían hecho gracia y había decidido disputarle el puesto de presidente del club. Mitch tenía la sensación de que Abigail intentaba evitar a Brad, pero esa tarde no podría hacerlo.
Recorrió el jardín con la mirada y pronto vio a Jenny, que estaba charlando cerca de las mesas con Cole Maddison. La vio reír y apoyar la mano en el brazo de su amigo y, sin saber por qué, sintió celos.
Era ridículo. Que no le hubiese conocido ningún novio a Jenny no quería decir que no saliese con hombres. Y si le gustaba Cole y a Cole le gustaba ella…
Empezó a bajar las escaleras para dirigirse hacia ellos.
–Hola, Mitch –lo saludó Cole al verlo llegar.
Él le devolvió el saludo con la cabeza.
Jenny ni siquiera lo miró.
–Bonita ceremonia –comentó Mitch, preguntándose por qué se sentía incómodo.
–No sé si Brad va a sobrevivir toda la noche –dijo Cole, mirando hacia donde estaba este, vestido de esmoquin.
Abigail lo estaba fulminando con la mirada.
–Es una fiera.
–Disculpadme un momento –dijo Jenny alejándose.
Mitch la siguió con la mirada. Y Cole hizo lo mismo.
–Está tremenda –comentó Cole.
–¿Qué? –preguntó Mitch, apartando la vista de las bronceadas piernas de Jenny para mirar a su amigo.