Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Nancy Lavo. Todos los derechos reservados.
UN CAMBIO INESPERADO, Nº 1952 - noviembre 2012
Título original: A Whirlwind... Makeover
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1203-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Parecía un dios.
No un dios con mayúsculas, pero sí una de las creaciones mejor logradas del Todopoderoso. Maddie pensó: «Si hubiera ángeles en la Tierra, serían muy parecidos a este hombre». Era alto y musculoso, con una buena mata de pelo rubio y unos hombros anchos y atractivos.
«Todo un dios», pensó Maddie. «¡Y se está acercando!»
–Maddie, quiero que conozcas a nuestro último fichaje –le dijo su jefe–. Colton Hartley, te presento a Maddie Sinclair.
Se quedó helada y con la boca tan seca que tuvo que esforzarse en sonreír.
–Encantada de conocerte, Colton –consiguió decir con un hilo de voz tenue y ronco.
Él no pareció notar su turbación y sonrió. El corazón le dio un vuelco. Su boca era digna de un anuncio de dentífrico. Maddie sintió la habitación iluminarse y la temperatura subió varios grados.
–Es un placer –dijo Colton al estrechar su mano sudorosa.
«Demasiado caballeroso para secarse la mano en los pantalones», pensó ella.
–Maddie –añadió Jack Benson, su jefe–, ¿te importaría ayudar a Colton a familiarizarse con la empresa y nuestra forma de trabajo? Asegúrate de que se sienta como en casa.
–No hay problema –asintió Maddie. «¿Importarme? No me importa en absoluto. Puedo ser su guía, su esclava o la madre de sus hijos, lo que sea», se dijo.
Estaba tan aturdida que siguió asintiendo con la cabeza como uno de esos cursis perritos que la gente colocaba de adorno en los coches.
Tuvo que recomponerse y pensar que sólo era un hombre, uno casi perfecto, pero sólo un hombre.
–Me encantará echarte una mano –añadió.
–Genial –dijo Jack–, entonces me voy a resolver algunos asuntos pendientes. Te dejo en buenas manos –añadió dándole a Colton una palmada en el hombro.
Jack le guiñó un ojo a Maddie a espaldas del nuevo empleado y se alejó. El jefe de Maddie se había propuesto impulsar su vida social a toda costa. Claro que para impulsar su vida social era condición indispensable tener una y no era el caso. Al menos aún no.
–¿Por dónde empezamos? –preguntó a su nuevo compañero–. Dime qué has visto ya.
–Nada de nada –contestó Colton–, tú has sido la primera parada del tour.
Otro punto más a favor de Jack, su celestina personal.
–Entonces comenzaremos por la entrada principal y te presentaré a nuestra recepcionista –decidió ella.
Para su consuelo, Maddie observó que Crystal, la preciosa y rubia recepcionista, actuó de igual manera al conocer a Colton.
–Vaya –fue todo lo que Crystal consiguió articular.
–Encantada de conocerte, Crystal –dijo Colton.
La joven reaccionó antes que Maddie y consiguió utilizar alguna de sus armas de mujer. Era bastante más baja que él, así que levantó la vista para mirarlo con cara de corderita. «No está mal el truco», pensó Maddie. Y ella misma lo habría usado si no fuera porque, siendo tan alta, cerca del metro ochenta, no había muchos hombres a los que pudiera mirar así.
–Bienvenido a Cue Communications –dijo Crystal con su voz más sugerente.
La sonrisa de Colton se intensificó y dos hoyuelos aparecieron en sus mejillas. Temiendo perderlo antes de que fuera suyo, Maddie decidió que era el momento de seguir con el recorrido por las oficinas.
Sintió orgullo al atravesar el elegante hall de entrada de la empresa. La cuidada decoración art decó y la lujosa moqueta gris reflejaban el éxito de una compañía que en la actualidad era la mejor agencia de publicidad de Forth Worth, la zona financiera de Dallas. Cue Communications había nacido como el modesto sueño de dos jóvenes con gran iniciativa y se había convertido en una gran empresa que ocupaba todo el piso treinta y dos del prestigioso edificio Tower, en pleno centro de Forth Worth.
–Éste el departamento gráfico, encabezado por Nick Hodges, nuestro director de arte –señaló Maddie al pasar por uno de los despachos.
Nick dejó un momento el proyecto en el que estaba trabajando y se acercó a ellos.
–Hola, ¿qué tal? –saludó Nick.
–Soy Colton Hartley. Acabo de firmar mi contrato con Cue y Molly me está enseñando las oficinas.
–Maddie –lo corrigió ella.
–Es verdad, Maddie –rectificó mirándola brevemente.
Ambos hombres charlaron unos minutos sobre publicidad, música y deportes. Para Maddie era difícil discernir si Colton sabía de lo que hablaba o no pero, desde luego, dominaba el arte de halagar los oídos de sus interlocutores. Se ganó a Nick en cuestión de segundos.
–Bueno, Nick, no te robo más tiempo. Molly y yo tenemos que seguir con el recorrido.
–Es Maddie –repitió ella.
–Claro, perdón –se disculpó Colton.
Maddie lo llevó a la sala de conferencias, escenario habitual de reuniones de empresa y encuentros con los clientes más importantes. Después al departamento de producción, donde Colton tuvo oportunidad de conocer a los encargados de los contenidos creativos.
Y con cada nuevo encuentro, la misma reacción. Su encanto rendía a todos. Cada centímetro cuadrado de su impresionante fisonomía, con casi dos metros de altura, destilaba carisma. Con las mujeres desplegaba su mejor sonrisa y con los hombres intercambiaba acertados comentarios sobre deporte. Armas simples pero efectivas para enamorar a unas y otros por igual. «Si se dedicara a la política, sería presidente del Gobierno o lo que se propusiera», pensó Maddie.
Era su día de suerte. Ser la cicerone de Colton era una gran oportunidad que debía aprovechar para conocerlo mejor. Maddie imaginó que trabajando juntos, codo con codo, él podría percibir todos sus encantos, percatarse de su inteligencia y caer en sus redes. Redes que, por ahora, no habían funcionado con nadie. Ese pensamiento la sacó de sus sueños. Un poco más y ya se veía casada, con dos niños, perro e hipoteca.
Pero lo primero era lo primero. Debía apartarlo de todos los moscones que revoloteaban a su alrededor y procurarse un momento de intimidad con él.
–Creo que ya has visto lo más importante –comentó Maddie–. ¿Qué te parece si volvemos a tu despacho?
–Me parece bien –contestó Colton, aún en medio de su cohorte de admiradores.
La nueva oficina de Colton era una de las más codiciadas, con fantásticas vistas al centro de Forth Worth. En el pequeño despacho de Maddie apenas cabían un escritorio y un archivador. El de Colton, en cambio, estaba amueblado con una gran mesa, dos archivadores y una zona con dos lujosos sillones de piel a cada lado de una pequeña mesa redonda.
Colton se sentó frente a su mesa, de espaldas a la ventana, con los rayos del sol enmarcando su silueta.
Maddie arrastró uno de los sillones hasta su mesa y se sentó. No podía apartar sus ojos de él, y menos aún en ese momento, cuando su belleza se veía intensificada por el sol.
–No sé si Jack te ha comentado que estamos intentando conservar la cuenta de Calzados Swanson –comenzó Maddie.
–Sí, hablamos un momento sobre ello –contestó Colton. Tras mostrarle la carpeta que ocupaba el centro de su mesa, añadió–: Y me dio estos documentos para que los leyera.
Maddie lamentó no haber sido la primera en ponerlo al corriente sobre la situación. Le habría gustado deslumbrarlo con sus ideas.
Colton abrió la carpeta y comenzó a leer. Maddie se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos. No se cansaba de mirarlo. Sus ojos azules, rodeados de espesas pestañas, se desplazaban con rapidez leyendo los documentos. Al pasar página se llevó una de las manos a la boca. Maddie no pudo evitar suspirar al observar sus largos dedos, sus bellos labios...
Colton la miró, sorprendido de que aún siguiera allí.
–No quiero quitarte más tiempo –le dijo él–, creo que no necesito nada más.
–¿Estás seguro? –preguntó Maddie con mal disimulado desconsuelo.
–Sí –contestó Colton. Se levantó y añadió–: Este informe es muy detallado. Te llamaré si necesito preguntarte algo.
Maddie también se puso en pie. Colton rodeó la mesa y puso una de sus cálidas manos en el hombro de Maddie.
–Muchas gracias por enseñarme la empresa, Mandy. Gracias de verdad –dijo Colton.
Esa vez Maddie no tuvo ánimo para corregir nuevamente su error. No podía hablar. Apenas podía respirar. Colton le estaba sonriendo como si ella fuera la persona más importante en su vida.
Se acercó a la puerta, pero antes de salir se volvió.
–Me pasaré por aquí a mediodía para decirte dónde suele la gente ir a comer –le comentó.
–Perfecto –contestó él, sentado de nuevo a su mesa, con los ojos clavados en el informe y sin levantar siquiera la vista.
En cuanto llegó a su despacho, Maddie cerró la puerta. Estaba en una nube. ¿Cómo podría concentrarse en la cuenta de Calzados Swanson cuando iba a comer con el hombre más atractivo del mundo?
A las doce menos cuarto Maddie se dirigió al servicio, bolso en mano, para retocar su aspecto antes del almuerzo. No estaba orgullosa de escaquearse así del trabajo pero, ¿a quién pretendía engañar? No había hecho nada en toda la mañana. No podía concentrarse teniendo al hombre de sus sueños tan cerca.
Los elegantes aseos de señoras estaban vacíos. Se colocó frente al lavabo, sacó el cepillo y la pasta dentífrica de su enorme bolso, se cepilló los dientes con esmero e hizo gárgaras. Menos mal que siempre llevaba consigo su enjuague bucal favorito, elemento indispensable en cualquier kit de emergencia.
El pelo era tema aparte. Necesitaba dos docenas de horquillas y medio bote de laca para mantenerlo a raya, por eso se sorprendió de que todo siguiera en su sitio. No era lo habitual. No resultaba muy atractivo, pero por lo menos tenía buena apariencia. Sería mejor no tocarlo.
No era muy dada a maquillarse, así que lo único que faltaba era un toque de color en los labios. Al fondo del bolso encontró un tubito de brillo de labios de color rosa. Se lo aplicó con cuidado, apretó los labios y se alejó ligeramente del espejo para ver mejor su aspecto general.
No era Miss América, eso lo tenía claro. Su hermana, rubia y de constitución pequeña, había tenido la suerte de salir a su madre. Ella, en cambio, era la viva imagen de su padre.
Aquel pensamiento le borró la sonrisa. Habían pasado ya cinco años desde la muerte de su padre. Pero el dolor era aún tan agudo que los ojos se le llenaron de lágrimas.
Su padre era un enorme osito de peluche, tan grande como tierno y bonachón. Con dos metros de altura y ciento treinta kilos de peso, su tamaño era lo que más llamaba la atención de la gente, pero sólo hasta que se daban cuenta de que su corazón era aún mayor.
A Maddie le gustaba pensar que había heredado el carácter de su padre: su incansable optimismo y su capacidad para ver la belleza interna de las personas. Por desgracia para ella, también había heredado parte del físico paterno.
La belleza interior estaba muy bien, pero era la exterior la que atrapaba a los hombres. Todo el mundo le decía que era una persona estupenda, pero ella habría cambiado todos los halagos por una cita, al menos una vez.
Maddie volvió la vista hacia su reflejo en el espejo y forzó una sonrisa. Tenía una cita. A lo mejor no una cita en sentido estricto, pero Colton Hartley, extraordinario ejecutivo publicista, iba a ser suyo durante la siguiente hora.
No era demasiado tiempo. Debía planearlo bien para aprovechar cada minuto. Lo llevaría a la cafetería de la planta baja y se sentarían en una de las pequeñas mesas cuadradas, contra la pared del fondo del local. Mucho mejor si encontraban una protegida por una de esas grandes plantas.
Cerró los ojos y se imaginó el resto del cuento de hadas. Sin la distracción de otros compañeros podrían hablar sobre ellos y sobre cómo el destino los había unido. Colton la miraría con sus maravillosos ojos y vería en ella lo que nadie, desde la muerte de su padre, había visto: un tesoro digno de ser amado.
Con el corazón a punto de salirse del pecho, Maddie llamó a la puerta de Colton con los nudillos.
–Sí, adelante –contestó Colton desde dentro.
Maddie entró en el despacho. La embriagadora colonia masculina impregnaba el ambiente.
–¿Listo para bajar a comer? –preguntó.
Colton dejó de escribir notas en el informe, levantó la vista y sonrió. El blanco de sus dientes destacaba especialmente contra su piel bronceada.
–Desde luego –contestó. Era más apuesto de lo que recordaba.
–Perfecto. Vamos entonces.
Les llevó casi diez minutos llegar al ascensor, un trayecto que normalmente se recorría en cinco segundos. Pero aquella vez todas las mujeres que trabajaban en la agencia y alguno de los hombres salieron de sus despachos al verlos pasar. No podía ser coincidencia. No pudo evitar saludar y charlar con algunos de ellos, pero sin perder de vista su objetivo. Se había propuesto tener a Colton para ella sola durante una hora y así debía ser.
Maddie suspiró aliviada cuando las puertas del ascensor se cerraron con sólo ellos dos en el interior.
–Hay un ambiente de lo más amigable en Cue Communications –comentó él.
–Ya me he dado cuenta –contestó Maddie.
¿Amigable? Sus colegas lo rodeaban como fans alrededor de una estrella de rock.
Colton inclinó la cabeza y le sonrió.
–Muchas gracias por tomarte la molestia de mostrarme la empresa. Aunque estoy seguro de que podía haber encontrado la cafetería yo solo.
–De eso nada –contestó cortante. Los ojos de Colton reaccionaron con sorpresa ante el tono de su voz–. Quiero decir que no podía abandonarte a tu suerte el primer día. Soy la responsable de mantener la reputación de empresa amigable de Cue Communications en lo más alto.
–Eres muy amable –dijo Colton, ya relajado y con una sonrisa de infarto.
Las puertas se abrieron al llegar al vestíbulo, donde ya no cabía ni un alfiler. Maddie se lamentó de no haber bajado antes de las doce. Era hora punta y la buena comida de la cafetería atraía a todos los trabajadores del edificio.
Una veintena de personas esperaba su turno delante de ellos para recoger sus bandejas y elegir platos. Al ritmo que iban y tras un rápido cálculo mental, Maddie dedujo que sólo tendría unos cuarenta y cinco minutos para comer y disfrutar de su compañía. No estaba dispuesta a perder ni un solo segundo más.
–Colton, cuéntame. ¿Cómo has llegado a Cue Communications? –inquirió Maddie.
–¿Colton? ¿Colton Hartley? –preguntó una preciosa pelirroja, talla treinta y ocho, desde la cola al oír su nombre.
–¿Paige? –respondió Colton sonriente tras reconocer a su interlocutora.
El feliz reencuentro los entretuvo charlando hasta la zona de las bandejas y los cubiertos.
–Me ha encantado verte –reconoció Colton. Guardó en el bolsillo el papel que la chica le había entregado con su teléfono y añadió–: Te llamo un día y quedamos.
Maddie no dejó que aquello la hundiera. Después de todo, era normal que un hombre como Colton gozara de muchas amistades femeninas. El reencuentro había sido demasiado cálido para su gusto, pero eso no significaba que hubiera algo entre ellos.
–¿Qué me recomiendas? –le preguntó Colton.
No le había dirigido la palabra desde que le presentara brevemente a su amiga pelirroja.
–Todo está rico –contestó Maddie, echándole el ojo a los crujientes filetes. Acompañados por puré de patatas y salsa serían una comida perfecta.
Colton se decidió por una ensalada del chef.
–¿No vas a tomar nada más? –le preguntó ella mientras se acercaban a la zona de los filetes y las salsas.
–No. Hay que tener cuidado con platos como esos –contestó señalando las bandejas de carne–. La grasa se acumula rápidamente –añadió.
A Maddie se le quitaron las ganas de pedir los filetes y escogió una ensalada verde con aliño bajo en calorías. Después pasó deprisa frente a los postres, temiendo que flaqueara su poca fuerza de voluntad. Pagaron y buscaron una mesa libre en el bullicioso comedor.
–Creo que veo una allí, en la pared del fondo, detrás de la palmera –se apresuró Maddie a comentar.
–Tú delante –dijo él.
De camino a la mesa, un tipo con aspecto de ejecutivo llamó a Colton para que se sentaran con él.
–¿Te parece bien? –le preguntó Colton.
–Claro –contestó Maddie con el corazón encogido.
Ahora era Colton el que iba delante, abriéndose paso entre las mesas con las bandejas en alto. Al llegar, Maddie esperó a que él hiciera las oportunas presentaciones.
–Me alegro de verte, Colton. ¿Qué haces por aquí? –lo saludó el elegante ejecutivo.
Todos parecían encantados de verlo. Lo trataban como si fuera un dios. Una joven, delgada y menuda como una quinceañera, señaló la silla vacía a su lado:
–Siéntate aquí.
El grupo, predominantemente femenino, lo completaban un hombre con pinta de contable y otras cuatro chicas, a cual más mona y delgada. Maddie contó y llegó a la triste conclusión de que, sin ella, eran ocho en una mesa de ocho. En otras palabras: ella sobraba.
Así que esperó.
Pasó un minuto. Pasaron dos. En cualquier momento Colton levantaría la vista y, al verla allí, de pie con la bandeja, buscaría una silla para ella.
Pero no ocurrió. Estaba rodeado de aduladores y se había olvidado de ella. ¿Cómo culparlo? Cualquiera olvidaría hasta su nombre ante tal avalancha de atenciones.
Maddie no quería ponerse en evidencia, así que decidió retirarse. Pero el comedor estaba tan lleno que apenas veía más allá de su bandeja. La mala suerte quiso que su pierna tropezara con una silla abandonada en medio del pasillo. Perdió el equilibrio y supo que iba a caerse, una caída que aumentaría su reciente humillación.
–¡Cuidado! –dijo una enérgica voz cerca de su oído.
Dos brazos fuertes la sujetaron desde atrás y evitaron la vergonzosa caída. Casi se le paró el corazón. Tardó un par de segundos en reaccionar y darse cuenta de que no iba caerse. La habían salvado.
Con el equilibrio recuperado, y aún con la bandeja en la mano, Maddie se volvió para dar las gracias a su salvador. Se encontró con dos preciosos ojos marrones, del color del chocolate, que la miraban divertidos.
–¿Estás bien? –le preguntó el desconocido.
Estoy bien. Y es gracias a ti –le dijo ella con la voz aún temblorosa por el susto–. Normalmente no soy tan patosa. Debía haber prestado más atención. No sé qué ha pasado.
Dan la había observado mientras avanzaba lentamente por la sala y sabía perfectamente por qué había tropezado. No podía quitarle el ojo al tipo con pinta de actor con el que había entrado en la cafetería. De hecho, la mitad de los presentes parecían estar igualmente hechizados por el atractivo joven.
–No pasa nada. ¿Quieres sentarte? –le preguntó mientras señalaba la silla culpable de todo el episodio–. Tengo sitio aquí.
La joven miró de reojo a la mesa del que fuera su acompañante, se volvió hacia Dan y le sonrió.
–Gracias.
Su sonrisa era perfecta, sincera y cálida. Y también lo era su boca, grande, cálida y deliciosa. Dan pensó que seguro que daba muy bien en cámara. Claro que sus pensamientos no eran enteramente profesionales en ese momento.
Tomó la bandeja que aún sujetaba la mujer y la dejó sobre la mesa. Acercó la silla y esperó a que se sentara para sentarse también frente a ella.
–Soy Dan Willis –se presentó.
–Yo soy Maddie Sinclair –contestó con una sonrisa.
Se dieron la mano.
–Encantado de conocerte –dijo Dan.
Vio la solitaria ensalada en la bandeja de ella y añadió:
–No comes mucho.
–No.
–Bueno, si te comes toda la ensalada te doy un poco de mi tarta. ¿Qué te parece?
–Que hay trato –contestó Maddie encantada.
Dan la observó mientras aliñaba su ensalada y tomaba el tenedor.
–Buenas manos.
–¿Perdón? –preguntó aturdida con el tenedor y la lechuga ya camino de su boca.
–He dicho que tienes buenas manos. Tienen mucha elegancia. La perfecta combinación de palmas esbeltas y dedos largos –aclaró Dan.
–Tener los dedos largos es una de las pocas ventajas de ser una giganta –contestó ella algo abochornada, pero con satisfacción por el inesperado halago.
–No eres una giganta, sólo eres alta. ¿Cuánto mides? ¿Un metro ochenta?
–No, sólo uno setenta y siete –contestó defensivamente. Esos tres centímetros parecían fundamentales para ella–. Parezco más alta por culpa del pelo. Es largo y con mucho volumen y lo recojo todo arriba para que no me moleste. Una vez intenté peinarlo todo alrededor de la cabeza, pero no resultó. Parecía que llevaba una corona hecha con un neumático peludo. Así que supongo que con este peinado parezco más alta, pero sólo mido uno setenta y siete.
–Te creo, te creo –contestó Dan. Mordió el sándwich y continuó–: No te gusta ser alta, ¿no?
–Lo odio –respondió soltando un quejido–. En los cuentos de hadas los gigantes tienen muchas ventajas, pero en la vida real... Tenemos que comprar zapatos planos y horrorosos, encoger los hombros y sacar joroba para no parecer mucho más altos que los demás.
–Bueno, no parecías más alta que el tipo con el que entraste en la cafetería.
–¿Colton? –preguntó mirando de nuevo a su mesa con expresión dulce–. No, él tiene la altura perfecta.
–¿Perfecta para qué?
–Perfecta para mí– dijo con los ojos aún clavados en su nuevo compañero de agencia.
–¿Es tu chico? –preguntó Dan intentando esconder su estupefacción.
–No –admitió Maddie.
Volvió su mirada hacia Dan con un atisbo de sonrojo en las mejillas.
–¿De qué lo conoces entonces?
–Trabajamos juntos en Cue Communications. De hecho, se ha incorporado hoy.
–Así que lo has conocido hoy. ¿Y ya te has enamorado?
–Ya sé que parece una locura. No soy una persona impulsiva ni creo en el amor a primera vista. Al menos no creía. Pero Colton tiene algo...
–¿Algo? ¿Será acaso que parece una estrella de cine? –preguntó él con cinismo.
–No, no es eso. Es muy atractivo, pero no es sólo eso. Hay algo más.
–¿El qué?
–¿Prometes no reírte si te lo digo? –preguntó indecisa.