Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Sherryl Woods. Todos los derechos reservados.
COMPROMISO POR ERROR, Nº 34 - julio 2013
Título original: Isn’t It Rich?
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicado en español en 2005.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3466-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Richard Carlton hizo tres llamadas con su teléfono móvil, frunció el ceño al mirar con impaciencia el reloj de pared de su restaurante de marisco favorito en Alexandria, cerca de Washington D.C., hizo dos llamadas más y volvió a fruncir el ceño al consultar la hora en su Rolex.
Cinco minutos más y se marcharía. Sólo estaba allí por hacerle un favor a su tía Destiny. Había prometido darle una oportunidad en la empresa a una joven y supuesta genio del marketing, aunque careciera de experiencia en una multinacional.
También estaba buscando a una asesora de imagen que lo ayudara en su primera campaña política. Su intención había sido contratar a alguien más curtido que aquella mujer recomendada por su tía Destiny, pero ésta podía ser muy persuasiva cuando se empeñaba en algo.
–Sólo tienes que conocerla, comer con ella y darle una oportunidad para que te demuestre su talento –le había dicho con un sospechoso brillo en la mirada–. Después de todo, no hay nadie más difícil de convencer que tú, ¿verdad?
–Me halagas –había respondido él, muy serio.
–Nada de eso, querido –había dicho su tía dándole unas palmaditas en la mejilla, como hacía cuando Richard era niño.
Destiny Carlton era única para amargarle la vida. Cuando Richard apenas había cumplido doce años, su tía había irrumpido en su vida veinticuatro horas después de que la avioneta de sus padres se estrellara en las Blue Ridge Mountains.
Destiny era la hermana mayor de su padre, y su existencia nómada la había llevado a tratar con los príncipes de las capitales europeas, a jugar en los casinos de Mónaco, a esquiar en los Alpes suizos y, finalmente, a instalarse en una granja de la Provenza donde empezó a dedicarse en serio a la pintura, llegando a exponer sus cuadros en una pequeña galería de París. Era una mujer tan exótica como excéntrica, y la persona más divertida que Richard y sus hermanos menores habían conocido, justo lo que necesitaban tres niños huérfanos.
Una mujer más egoísta los habría llevado consigo a Francia y no habría permitido que influyeran en sus hábitos, pero no Destiny, quien se había lanzado a su inesperada maternidad con el mismo entusiasmo con el que abrazaba la vida. Los había querido con todo su corazón, aunque transformara su ordenada existencia en una caótica aventura, y ellos la habían adorado incluso cuando los enloquecía con sus manías casamenteras. Para desesperación de la pobre mujer, Mack y Ben se habían mostrado increíblemente resistentes a sus deseos.
A lo largo de los años, y a pesar de la fuerte influencia de su tía, Richard se había aferrado tenazmente a las lecciones de su padre, mucho más serias: trabajar duro para conseguir el éxito, llegar a ser alguien en la vida… Ya a los doce años había sentido sobre sus débiles hombros el peso de la responsabilidad de Carlton Industries. Las riendas de la compañía las había llevado temporalmente un forastero tras la muerte de su padre, pero nadie dudaba de que el control acabaría pasando a las manos de Richard. También había habido un lugar para sus hermanos, pero ninguno de ellos había mostrado el menor interés por un negocio familiar que se remontaba a varias generaciones.
Y así, mientras sus hermanos se ponían a jugar después de la escuela, no había un solo día en el que Richard no fuera al viejo edificio que albergaba las oficinas de la empresa.
Destiny había hecho todo lo posible por que se interesara por la lectura, desde los clásicos hasta la ciencia ficción, pero Richard había preferido desmenuzar los libros de la compañía, estudiando las tablas y gráficos que mostraban los años de beneficios y pérdidas. El orden y la lógica de las cifras lo embelesaron de un modo que no supo explicar a nadie. Incluso ahora, entendía mejor los negocios que a las personas.
A los veintitrés años, y con el prestigioso título de la Wharton School of Business bajo el brazo, se convirtió en el presidente de la empresa sin provocar sorpresa alguna en los empleados o directivos de otras compañías. Todo el mundo se lo esperaba.
Ahora, a sus treinta y dos años, llevaba la empresa tal y como su padre habría esperado, en una lenta pero imparable expansión a base de adquisiciones y fusiones estratégicas. Era joven, con éxito y uno de los solteros más codiciados de la ciudad. Por desgracia, sus relaciones eran más bien breves una vez que las mujeres que pasaban por su vida se daban cuenta de que Richard siempre anteponía las preocupaciones de la empresa a ellas. La última mujer con la que había salido había llegado a decirle que era un despreciable e insensible hijo de perra. Richard no se lo había discutido. Probablemente, la mujer tenía razón. Los negocios nunca lo defraudaban, las personas sí. Y él sólo se ataba a aquello en lo que pudiera confiar.
Dada su escasa suerte en las relaciones, en los últimos meses había dedicado toda su atención a otros asuntos, como por ejemplo a la idea de presentarse a las elecciones municipales. Su padre había querido que sus hijos ascendieran no sólo en el mundo financiero, sino también en la política. Pero para ello necesitaba modelar su imagen, de lo cual se encargaría su nueva asesora.
Todo se desarrollaba según lo planeado. Para su padre no había existido la menor diferencia entre la planificación a corto y a largo plazo, y Richard había conseguido superarlo en su afán de previsión. Le gustaba saber dónde estaría en los próximos diez, veinte, treinta años.
Para alguien con una agenda tan minuciosamente detallada, era insoportable perder el tiempo esperando a una mujer que llevaba ya veinte minutos de retraso. Cuando se le terminó de agotar la paciencia, hizo chasquear los dedos. El maître apareció al momento.
–¿Sí, señor Carlton?
–¿Puedes cargarme el café en la cuenta, Donald? Mi cita no ha llegado, y tengo que volver enseguida a la oficina.
–El café corre a cargo de la casa, señor. ¿Desea que el chef le prepare una ensalada para llevar?
–No, gracias.
–¿Desea que le traiga su abrigo?
–No he traído abrigo.
–Entonces deje que le pida un taxi. Ha empezado a nevar y es muy peligroso caminar por las aceras. Quizá por eso su cita se haya retrasado.
A Richard no le interesaba oír excusas, sólo quería volver al trabajo.
–Si el tiempo ha empeorado tanto, llegaré antes andando que si me quedo a esperar un taxi. Gracias de todos modos, Donald. Y si por casualidad se presentara la señorita Hart, dile por favor que… –se interrumpió y pensó que era mejor no decir en voz alta lo que estaba pensando, pues seguro que su tía acabaría enterándose, siendo una de las mejores clientas de Donald–. Dile simplemente que he tenido que marcharme.
–Sí, señor.
Richard abrió la puerta del restaurante, salió a los resbaladizos escalones… y recibió un cabezazo en el estómago que a punto estuvo de tirarlo de espaldas. Tuvo suerte de estar agarrado al tirador de la puerta, porque la mujer que lo embistió, en cambio, resbaló hacia atrás mientras lo miraba aterrorizada con unos grandes ojos marrones.
Richard la agarró a escasos centímetros del suelo helado y la puso de pie. Estaba cubierta de gruesas ropas, pero aun así se percibía su delicada figura. Un arrebato de protección lo estremeció. Era algo que sólo había sentido con sus hermanos menores y con su tía. Las mujeres a las que había conocido en su vida eran tan autosuficientes que nunca había sentido la menor inclinación a protegerlas.
La mujer que tenía enfrente cerró brevemente los ojos, volvió a abrirlos y puso una mueca al observarle el rostro.
–Por favor, no me diga que es usted Richard Carlton –dijo, y soltó un suspiro antes de que él pudiera responder–. Pues claro que lo es. Es igual a la foto que su tía me enseñó… Estupenda forma para acabar de estropearlo todo. Primero fui a dar con un taxista que no sabía ni llegar hasta la esquina sin un mapa, luego tuvimos que ir a paso de tortuga detrás de un camión de la basura, y después empezó a nevar como si estuviéramos en las Rocosas –lo miró esperanzada y se apartó un mechón castaño de la rosada mejilla–. Supongo que no querrá volver a entrar, sentarse y permitirme hacer una aparición más digna, ¿verdad?
Richard reprimió un suspiro.
–Melanie Hart, supongo.
Ella lo miró con expresión pensativa.
–Podría fingir ser otra persona y así olvidar este desafortunado incidente. Podría llamar más tarde a su oficina, pedirle disculpas por no haberme presentado a la cita, concertar otra y empezar desde cero.
–¿De verdad está pensando en mentirme?
–Sería una pérdida de tiempo, ¿no? –admitió ella en tono amargo–. Sabía que este almuerzo era una equivocación. Puedo causar una impresión mucho mejor en una sala de conferencias. La gente te toma más en serio cuando puedes valerte de un proyector de diapositivas y una exposición de gráficos. Así se lo dije a Destiny, pero ella insistió en la idea del almuerzo. Dice que es usted mucho menos gruñón con el estómago lleno.
–Qué encantador compartir eso con usted –dijo Richard, jurándose que tendría otra infructuosa conversación con su tía sobre lo que no debía decir de él a los demás. Los cotilleos de su tía arruinarían cualquier posibilidad de hacer carrera política.
–¿No tiene el estómago lleno ahora? –le preguntó Melanie.
–No.
–Entonces es normal que esté enfadado, así que me sentaré sola en una mesa e intentaré descubrir cómo conseguí fastidiar la entrevista de trabajo más importante de mi vida.
–Si quiere oír una opinión externa, llámeme –dijo Richard.
Quiso alejarse de aquel ciclón con piernas, pero la mujer parecía tan desolada que no consiguió reunir el valor necesario. Además, Destiny le había dicho que era muy buena en su trabajo, y su tía rara vez se equivocaba en las cuestiones personales.
Agarró a Melanie por el codo y la condujo al interior.
–Treinta minutos –dijo secamente, mientras Donald los recibía con una sonrisa y los llevaba a la mesa que Richard acababa de dejar vacía y que estaba preparada con un mantel nuevo y una vela.
Sin duda el maître y su tía estaban confabulados. Seguramente Donald la había llamado para informarla de lo sucedido en cuanto Richard se levantó.
–Le quedan veinticuatro minutos, señorita Hart –dijo mirando el reloj, una vez que Donald les hubo llevado café recién hecho–. Más le vale aprovecharlos.
Melanie alargó un brazo hacia la cartera que había llevado consigo y sin querer golpeó el vaso de agua… derramando todo su contenido sobre el regazo de Richard.
–¡Oh, Dios mío, cuánto lo siento! –exclamó, y se levantó de un salto, servilleta en mano, para secarlo.
Richard pensó en dejar que lo hiciera, sólo para ver cómo reaccionaba cuando se diera cuenta de dónde lo estaba tocando, pero ella pareció percatarse del problema y le tendió la servilleta a él.
–Lo siento –volvió a disculparse, mientras él intentaba secarse–. Le aseguro que normalmente no soy así… De verdad que no –añadió cuando él la miró dubitativo.
–Si usted lo dice...
–Si quiere marcharse, lo entenderé. Y si me dice que nunca vuelva a molestarlo, también lo entenderé –alzó el mentón y lo miró directamente a los ojos–. Pero sepa que estará cometiendo un terrible error.
Era directa, de eso no había duda, pensó Richard, desistiendo de secarse los pantalones.
–¿Por qué?
–Porque yo soy la persona que usted necesita, señor Carlton. Sé cómo llamar la atención.
–Sí, eso ya lo veo –replicó él–. Aunque no del modo que yo esperaba, francamente.
–Puedo hacerlo –insistió ella–. Tengo contactos, soy lista e innovadora, sé exactamente cómo vender a mis clientes a los medios de comunicación. Mire, he traído un estudio preliminar para su campaña y para Carlton Industries.
Volvió a alargar el brazo hacia su cartera, pero esa vez Richard agarró el vaso de agua que quedaba en la mesa y lo puso a una distancia segura. Entonces se recostó en la silla y vio cómo ella rebuscaba entre un manojo de papeles.
–Aprecio su entusiasmo, señorita Hart, en serio, pero esto no puede funcionar. Necesito a alguien más… experimentado –añadió para intentar suavizar el rechazo y no herirla.
Se contuvo para no decir que quería a alguien menos atolondrado, alguien que no le recordara con cada respiración que era una mujer y que él era un hombre que llevaba meses sin mantener relaciones sexuales. No necesitaba a una empleada que le provocara unas reacciones tan contradictorias.
Su respuesta a Melanie Hart lo había dejado atónito. En menos de veinticinco minutos había pasado de la irritación a la atracción.
–Su tiempo se acaba, señorita Hart –dijo, aliviado al volver a mirar la hora en su Rolex–. Ha sido un placer conocerla. Le deseo suerte en su carrera profesional.
Ella lo miró con una expresión tan apenada que se le hizo un nudo en el estómago.
–Me está dando el beso de despedida, ¿verdad?
Fue una frase de lo más inapropiada, porque de repente Richard no pudo evitar fijarse en su boca, cuyo aspecto era muy, muy apetecible.
–Yo no diría eso –consiguió decir finalmente–. Si tiene usted tanto talento como dice mi tía, habrá muchas empresas que se peleen por tenerla.
–Ya tengo otros clientes, señor Carlton. La verdad es que no puedo quejarme por falta de trabajo –declaró ella, muy rígida–. Quería trabajar para usted y para Carlton Industries porque creo tener algo que nadie más que yo puede ofrecerle.
–¿Y qué es?
–Una perspectiva nueva para iluminar su tétrica imagen personal y corporativa –dijo, poniéndose en pie–. Aunque tal vez me equivoque y su retrógrada imagen actual sea la más correcta, después de todo.
Sin darle tiempo a reaccionar, se dio la vuelta y salió del restaurante con la cabeza muy alta, la espalda erguida y un provocativo contoneo de sus caderas.
Maldición… ¿qué demonios le estaba ocurriendo?, se preguntó Richard. Aquella mujer lo había embestido, lo había empapado de agua y lo había insultado, y sin embargo, él no podía apartar los ojos de ella. ¿Por qué?
Obviamente, la respuesta era muy simple: ella quería trabajar para él… y, por alguna inexplicable razón, él quería llevársela a la cama.
–Y entonces le tiré encima el vaso de agua –le contó Melanie a Destiny unas horas después en el antiguo hogar de los Carlton, donde Destiny vivía sola–. Tendré suerte si no me demanda por pillar una neumonía. Seguro que mañana recibo una educada carta de rechazo, por si aún me queda alguna duda de que me odia. Demonios, incluso puede que me la mande esta noche por mensajero, para no arriesgarse a que me presente mañana en su despacho y vuele el edificio por los aires.
Destiny se echó a reír, extrañamente encantada con el relato.
–Oh, querida, la cosa no podría haber ido mejor. Richard es demasiado serio y pretencioso, y tú eres el soplo de aire fresco que necesita.
–No creo que él le viera la menor gracia a la situación –dijo ella, arrepentida.
Le había gustado Richard. Cierto, era un poco rígido y distante, pero eran defectos que ella sabía cómo arreglar. Podía entrenarlo para que sonriera más a menudo. Había llegado a ver un atisbo de sonrisa y eso había bastado para que le flaquearan las rodillas. Si Richard Carlton sonreía más y fruncía menos el ceño, conquistaría a todos los votantes femeninos de Alexandria.
Sí, trabajar para él y para Carlton Industries había sido un desafío largamente soñado. Pero ahora había perdido la oportunidad para siempre.
–Hablaré con él –dijo Destiny–. Seguro que puedo hacer algo.
–No, por favor, no lo hagas. Ya has hecho bastante al conseguirme la entrevista. Soy yo la que la eché a perder. Quizá pueda encontrar un modo de arreglar las cosas.
–Claro que puedes –le aseguró Destiny con una sonrisa–. Eres una chica muy lista. Lo supe desde el momento en que nos conocimos.
–Nos conocimos cuando te abollé el guardabarros trasero –le recordó Melanie.
–Pero sólo te llevó unos minutos convencerme de que era el momento de comprar un coche nuevo. A la hora siguiente estaba en un concesionario, sentada al volante de mi pequeño descapotable rojo, y eso que no soy una persona fácil.
Melanie se echó a reír.
–¿Me tomas el pelo? Estabas deseando comprarte un coche nuevo. Lo único que hice fue darte un motivo y la dirección de un cliente que sabía que te haría un buen precio.
–¿Pero es que no lo ves? De eso trata precisamente el marketing, de convencer a la gente para que haga lo que en el fondo quiere hacer pero que no considera necesario. Ahora sólo tienes que convencer a mi sobrino de que ni él ni Carlton Industries pueden dejarte escapar.
Una voz de alarma sonó en la cabeza de Melanie.
–Destiny, no estarás haciendo de casamentera, ¿verdad?
–¿Quién, yo? ¿Haciendo de casamentera para Richard? Por Dios, claro que no. Sería una pérdida de tiempo. Richard nunca aceptaría mis consejos en los asuntos del corazón.
Su protesta sonó muy convincente, pero Melanie no la creyó. Destiny Carlton era una mujer fascinante, inteligente y encantadora, pero tenía una debilidad por sus sobrinos, tal y como se encargó de demostrar en su primer encuentro con Melanie al relatarle las virtudes de cada uno y cómo deseaba verlos sentando cabeza. ¿Quién sabía lo que era capaz de hacer para casarlos a todos?
–Yo no estoy buscando marido –dijo Melanie con firmeza–. Lo sabes, ¿verdad?
–Pero sí estás buscando un trabajo que esté a tu altura, ¿no? ¿O eso tampoco?
–Sí, eso sí.
–Pues entonces tenemos que idear un plan –dijo Destiny alegremente–. Nadie sabe mejor que yo cuáles son los puntos débiles de Richard.
–¿Tiene puntos débiles? –preguntó Melanie con incredulidad. No se imaginaba la menor fisura en la armadura de Richard Carlton, y eso que su especialidad era encontrar los defectos que pudieran explotar los medios de comunicación.
–Después de todo, sólo es un hombre –dijo Destiny con una sonrisa–. Y cualquier hombre puede ser derrotado si se emplean las tácticas adecuadas. ¿Alguna vez te he hablado del duque?
–¿El que te persiguió por toda Europa? –preguntó Melanie.
–No, querida, aquél era un príncipe. El duque fue el amor de mi vida –le confesó con expresión nostálgica, y sacudió la cabeza–. Bueno, eso pertenece al pasado. Concentrémonos en Richard. Hay una pequeña casa de campo junto al río Potomac, a ciento cuarenta kilómetros de aquí. Es un lugar muy bonito y tranquilo. Creo que puedo conseguir que vaya allí este fin de semana.
Melanie la observó con recelo. No estaba segura de que le gustara todo aquello. La última vez que confió en el instinto de Destiny fue cuando la mandó a la entrevista con Richard. Y el resultado hablaba por sí solo…
–¿Y? –preguntó con cautela.
–Entonces apareces tú con su comida favorita, que yo te ayudaré a elegir, y con tu plan de marketing. No podrá resistirse.
Aquel plan tenía tantos inconvenientes que Melanie no sabía ni por dónde empezar. Si presentarse en un restaurante era una táctica incómoda y poco profesional, invadir la intimidad de un hombre en una casa perdida era totalmente ridículo… y arriesgado.
–Pero si Richard va allí para descansar, ¿no se pondrá furioso si voy a molestarlo? –preguntó, intentando sofocar el entusiasmo de Destiny.
–Él nunca va allí para descansar. Va para seguir trabajando. Dice que es menos ruidoso que su oficina.
–Aun así, seguiré siendo una molestia inoportuna.
–No si preparamos bien el menú –respondió Destiny–. ¿No dicen que a un hombre se le gana por su estómago? Aquí tengo unas botellas de su vino favorito.
Melanie no estaba convencida.
–Me parece un plan muy arriesgado. Seguro que soy la última persona que quiere ver.
–El riesgo merece la pena cuando se quiere conseguir algo –replicó Destiny–. ¿Qué puede hacer él? ¿Cerrarte la puerta en las narices? No lo eduqué para eso.
Melanie sopesó la perspectiva de volver a enfrentarse a la irritación de Richard con la posibilidad de conseguir un contrato en Carlton Industries. Trabajar para la compañía sería todo un logro, y ayudar a Richard Carlton en su campaña política sería un éxito aún mayor, sobre todo si Richard resultaba elegido. En una región donde abundaban los candidatos de todos los estados del país, Melanie podría vender muy caros sus servicios.
Selló su decisión con una débil sonrisa.
–De acuerdo. ¿Qué tengo que llevarle?
El viernes a las dos de la tarde, tres grandes cestas de comida llegaron a casa de Melanie en el barrio de Delray, cerca del centro histórico de Alexandria. Venían acompañadas de un grueso sobre de vitela con la elegante caligrafía de Destiny. Melanie lo contempló todo con resignación. Aquello iba a suceder. Iba a invadir la intimidad de Richard Carlton para intentar convencerlo de que la necesitaba… profesionalmente. En cuanto el mensajero uniformado hizo una reverencia y se fue, Becky, la ayudante y mejor amiga de Melanie, salió del despacho en que había sido transformado el viejo dormitorio principal y echó un vistazo al interior de las cestas.
–Vaya, Mel… ¿alguien intenta seducirte? –le preguntó, claramente intrigada.
–Más bien al contrario –dijo Melanie–. La verdad es que intento seducir a Richard Carlton.
–Creía que la entrevista había resultado un desastre –dijo Becky mirándola con incredulidad.
–Y así fue, pero su tía cree que puedo arreglarlo si voy a visitarlo con comida y vino a su casa de campo.
Becky, cuya romántica fachada ocultaba un fuerte instinto empresarial, no pareció impresionada por la teoría de Destiny.
–¿Y cómo vas a conseguir que vaya a esa casa de campo?
–Destiny se ocupará de ello –respondió Melanie, y abrió el sobre. Leyó las dos hojas de instrucciones y suspiró.
–¿Qué es eso? –preguntó Becky.
–Los pasos a seguir. Destiny ha incluido hasta consejos de cocina. Seguramente ha oído hablar de mi tendencia a quemarlo todo.
–Eso es muy considerado por su parte –dijo Becky riendo–. Pero, ¿por qué está tan decidida a ayudarte para que consigas ese contrato?
–Ojalá pudiera decir que la he impresionado con mis credenciales, pero no es eso. Richard es muy rígido y yo debo de ser como un soplo de aire fresco para él. Al menos, ésa es la razón que ha esgrimido Destiny para tomarse todas esas molestias.
–En otras palabras, tiene un motivo oculto –concluyó Becky–. La seducción.
–No digas eso –le rogó Melanie. No le gustaba nada que su amiga hubiera confirmado tan pronto sus propias sospechas–. Ni siquiera lo pienses. Se trata de negocios, no es nada personal.
–No, por supuesto.
–Lo digo en serio. Si consigo el contrato, no tendré que pasarme más noches en vela preocupándome por tu salario.
–En ese caso, ve a esa casa y empieza a cocinar –dijo Becky cerrando las cestas–. Por cierto, si no lo conquistas con la tarta que llevas aquí, entonces no es humano. Huele de maravilla. Yo tenía una vela que olía igual, a tarta de cerezas recién salida del horno. Cada vez que la encendía no podía resistirme a darle un mordisco. Gané cinco kilos hasta que se consumió por completo.
Melanie se echó a reír. Desde que se conocieron en el instituto, Becky había afirmado que todo, incluyendo la humedad, le hacía ganar peso, y siempre estaba quejándose por los cinco kilos que supuestamente necesitaba perder. Aunque el peso extra nunca había afectado a su vida social, ya que Becky lucía el tipo de exuberantes curvas que volvía locos a los hombres.
–Vamos, Mel, saca toda esta comida de aquí –le suplicó–. Yo me quedaré a cargo de la oficina.
Melanie sabía que ya no podía echarse atrás, así que agarró su abrigo, su bolso y su plan de marketing para Carlton Industries.
–Vas a tener que ayudarme a llevar las cestas al coche –le pidió a Becky–. Creo que Destiny ha empaquetado provisiones suficientes para el fin de semana, no sólo para la cena.
–Tal vez tenga puestas demasiadas esperanzas en la cena –sugirió Becky, y siguió a Melanie hasta el coche con una cesta en cada brazo.
–O tal vez tema que una tormenta de nieve nos deje incomunicados –replicó Melanie con una mueca–. ¿Has visto el parte meteorológico?
–No es necesario –dijo su amiga, señalando hacia los nubarrones grises que se acercaban por el oeste y que solían preceder a una nevada.
Melanie soltó un gemido.
–De acuerdo, si empieza a nevar y no he vuelto el lunes, prométeme que irás a rescatarme, aunque tengas que comprar una máquina quitanieves.
–Creo que esperaré hasta que me lo confirmes el mismo lunes –dijo Becky con una sonrisa ladina–. A lo mejor no quieres que te rescate.
–Prométemelo –insistió apretando los dientes–. O te juro que te despido aunque consiga el contrato.
–Está bien, está bien –accedió Becky, sin dejar de sonreír–. Iré a rescatarte si no estás de vuelta el lunes… O al menos le diré a la policía dónde pueden empezar a buscar el cadáver.
–No digas eso ni en broma –dijo Melanie con un estremecimiento–. Podría ocurrir de verdad.
La expresión de Becky se ensombreció al instante.
–Mel, estás preocupada por esto, ¿verdad?
–No me preocupa que él pueda matarme –aclaró ella–. Pero es muy probable que me eche a patadas para que yo muera de humillación.
–Nadie se muere de humillación, al menos no en el negocio de las relaciones públicas. Y recuerda que ahí somos las mejores –dijo Becky.
–Estoy segura de que recordar eso me dará calor cuando esté helándome el trasero sentada en la nieve.
–Ten a mano tu teléfono móvil por si tienes que pedir ayuda –le aconsejó Becky riendo–. He oído que los enfermeros disfrutan mucho haciendo entrar en calor a las mujeres congeladas.
Melanie soltó un suspiro de resignación y se subió al coche. Se alejó lentamente por el camino helado hasta llegar a la carretera asfaltada, y allí aceleró sin mirar atrás, convencida de que la traidora Becky estaba riéndose a sus espaldas.
Richard no estaba seguro de cómo había dejado que su tía lo convenciera para pasar el fin de semana en la casa de campo, y menos después de llevar allí dos horas y no haber visto ni rastro de Destiny. Ni siquiera lo había llamado por teléfono. Naturalmente, después de haber viajado por todo el mundo, su tía sabía cuidarse sola, pero Richard no podía evitar preocuparse por ella. Desde la muerte de sus padres estaba obsesionado con la seguridad de todos sus seres queridos. Apenas había soportado ver cómo su hermano Mack se convertía en jugador profesional de fútbol americano, por miedo a que cualquier defensa agresivo le rompiera el cuello; aunque al final sólo resultó ser una lesión de rodilla lo que apartó a Mack de la competición. Richard había sido el único miembro de la familia que se alegró de que su hermano acabara repantigado en las oficinas del equipo como socio del mismo.
Cuando finalmente oyó pasos en el porche delantero, abrió la puerta con furia.
–Ya era hora –protestó en tono irritado, para ocultar su preocupación irracional, pero entonces vio a la mujer con una cesta que esperaba fuera–. ¡Tú!
–Hola de nuevo –lo saludó alegremente Melanie–. ¡Sorpresa!
Richard sintió que se le revolvía el estómago.
–¿En qué estaba pensando Destiny? –murmuró para sí. Seguro que su tía estaba detrás de aquello.
Y en cuanto a Melanie, parecía mucho más dura de lo que él había creído. La maldita mujer no parecía en absoluto amedrentada por su falta de amabilidad. Sonrió y pasó junto a él para entrar en el vestíbulo y recorrer con la mirada el salón.
–Estoy segura de que lo único que ha pensado Destiny es que debías de estar muriéndote de hambre –dijo, dándole una respuesta totalmente innecesaria a su pregunta retórica–. Me pidió que te transmitiera sus disculpas por el cambio de planes. Surgió un imprevisto.
–Por supuesto… –murmuró él, y entonces le llegó el olor a tarta de cerezas–. ¿Qué hay en la cesta?