Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Sherryl Woods. Todos los derechos reservados.
UN AMOR INESTIMABLE, Nº 34B - julio 2013
Título original: Priceless
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicado en español en 2005.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3467-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Mack Carlton, una leyenda del fútbol americano de Washington D.C., había conseguido evitar a su tía Destiny durante casi todo el mes. Por desgracia, Destiny era más rápida y astuta que todos los defensas contra los que Mack se había enfrentado en su carrera, y además tenía una motivación mucho más fuerte. Sólo era cuestión de tiempo que acabara pillándolo.
Desde que consiguió emparejar al mayor de los hermanos, Richard, que se había casado pocas semanas atrás, Destiny había puesto su punto de mira en Mack. Ni siquiera lo ocultaba. Un incesante desfile de mujeres había empezado a aparecer por su casa. Aquello no era nada nuevo en la vida de Mack, quien tenía merecida fama de playboy, pero esas mujeres no eran su tipo. Todas eran demasiado serias y parecían ansiosas por casarse. Mack no era nada serio y aborrecía las relaciones duraderas. Y Destiny debería saberlo mejor que nadie.
Pero su rechazo al compromiso no tenía nada que ver con los problemas emocionales que habían mantenido soltero a su hermano Richard durante tanto tiempo. No, él prefería pensar que se trataba más bien de un deseo por conocer el mayor número de mujeres posible en vez de enfrentarse a los temores del rechazo. ¿Por qué limitarse a un solo plato cuando podía saborear todo el bufé? Al igual que a Richard, la muerte de sus padres en un accidente aéreo en las Blue Ridge Mountains lo había afectado mucho cuando tan sólo tenía diez años, pero, a diferencia de su hermano mayor, el trauma no lo había perseguido toda su vida.
Por supuesto, ni Destiny ni Richard se lo creían. Incluso su hermano menor, Ben, estaba convencido de que todos habían quedado traumatizados para siempre. Pero él sabía que no era así, al menos en su caso. Su única devoción eran las mujeres, y apreciaba más que nada la mente y el ingenio femeninos.
De acuerdo, eso era lo políticamente correcto, reconoció para sí mismo. Lo que de verdad apreciaba era tenerlas en sus brazos, sentir la suavidad de su piel y deleitarse con sus apasionadas respuestas. Le gustaba mantener una conversación animada como a cualquier otro hombre, pero nada podía compararse a la intimidad del sexo, por muy fugaz que pudiera ser.
Tampoco podía decirse que fuera un adicto al sexo, pero un poco de ejercicio entre las sábanas era algo muy saludable y le hacía sentirse vivo. Así que tal vez fuera eso, pensó en un repentino arrebato de perspicacia. Tal vez lo que más le gustara del sexo era lo vivo que le hacía sentirse… especialmente después de haber visto a una edad muy temprana que la vida era muy corta y la muerte siempre acechaba. Quizá sí arrastrara alguna herida emocional del accidente de sus padres, después de todo.
Aún estaba reflexionando sobre la magnitud de su descubrimiento, cuando Destiny entró en el despacho que ahora ocupaba como socio del equipo para el que una vez había jugado. Se quedó tan perplejo por la inesperada aparición de su tía que casi se cayó de la silla.
–Has estado evitándome –le dijo Destiny en tono amable, sentándose frente a él. Llevaba un vestido del mismo color azul que sus ojos.
Como siempre, Destiny parecía recién salida de un salón de belleza, sin parecerse en nada a las fotos que llenaban su casa y que habían sido tomadas durante los años que pasó como pintora en el sur de Francia. En todas ellas aparecía desarreglada y exótica. Mack se había preguntado alguna vez si su tía añoraba aquella época de su vida, si echaba de menos todo lo que había dejado atrás para regresar a Virginia a ocuparse de sus tres sobrinos, tras el accidente aéreo.
De niño nunca se había atrevido a preguntárselo, porque temía que si le recordaba a Destiny lo que había sacrificado, su tía volvería a Europa para reclamarlo. A medida que se fue haciendo mayor, Mack había empezado a dar por sentada su presencia y su satisfacción por la vida que había elegido.
Miró a su tía sin pestañear, decidido a no dejarle ver cómo le había estremecido su visita. Con Destiny era mejor no mostrar ningún signo de debilidad.
–Imaginaciones tuyas –le dijo.
Destiny se echó a reír.
–No era tu espalda lo que imaginé escabulléndose de casa de Richard y Melanie la otra noche. La he visto en demasiados partidos de fútbol como para confundirla.
Maldición. Mack estaba convencido de que había escapado sin ser visto… Aunque era posible que su hermano lo hubiera delatado. Richard pensaba que Mack había disfrutado mucho con las jugadas de Destiny para casarlo con Melanie, y parecía decidido a vengarse.
–¿De verdad me viste o fue Richard quien te lo dijo? –le preguntó con recelo–. Sé que está deseando verme caer en una de tus trampas, igual que le ocurrió a él.
–Tu hermano no es un chivato –le aseguró ella–. Y yo tengo muy buena vista. ¿De qué tienes miedo, Mack?
–Creo que ambos sabemos la respuesta. Y sospecho que es lo mismo que te ha traído a mi despacho. ¿Qué te guardas en la manga, Destiny? Antes de que me lo digas, déjame aclarar una cosa: mi vida privada es terreno prohibido. Lo llevo todo muy bien yo solo.
Destiny hizo una mueca.
–Sí, ya veo lo bien que lo llevas siendo el centro de la prensa amarilla. Es algo impropio de esta familia, Mack. Puede que no estés directamente afiliado a Carlton Industries, pero la familia tiene una reputación que mantener en la comunidad. Tienes que ser consciente de ello, Mack, sobre todo ahora que Richard va a dedicarse a la política.
A Mack le sorprendió que su tía intentara convencerlo hablando de la responsabilidad familiar, ya que nunca le había servido de nada.
–Todo el mundo sabe distinguirnos a mi hermano y a mí. Además, soy un adulto –recitó, igual que había hecho tantas veces en el pasado–. Igual que lo son las mujeres con las que salgo. No hay ningún mal en ello.
–¿Y estás contento con eso? –le preguntó Destiny con escepticismo.
–Por supuesto –insistió él–. No podría estar más contento.
Ella asintió lentamente.
–Bueno, eso es lo que me importa. Tu felicidad y la de tus hermanos.
Mack la miró con ojos entornados. No era posible que su tía abandonara tan fácilmente. Destiny era incapaz de rendirse sin presentar batalla. De lo contrario, Richard no estaría ahora casado.
–Todos apreciamos el amor que nos brindas –le dijo con mucha cautela–. Y me alegro de que estés dispuesta a permitirme elegir mis propias citas. Es un gran alivio, la verdad.
–Sí, lo imagino –dijo ella reprimiendo una sonrisa–, puesto que la clase de mujer con la que yo te veo no es precisamente el tipo frívolo y tan vulgar que tú eliges.
Mack prefirió ignorar la crítica a su mal gusto femenino. Ya la había oído antes.
–¿Puedo hacer algo por ti? –le preguntó cortésmente–. ¿Necesitas algún souvenir del equipo para una de tus subastas benéficas?
–No. Sólo quería pasarme a verte –respondió ella muy seria–. ¿Vendrás pronto a cenar?
–Ahora que sé que no vas a entrometerte en mi vida privada, sí –le aseguró–. ¿Irá todo el mundo a la cena del domingo?
–Por supuesto.
–Entonces, allí estaré –prometió.
Destiny se levantó.
–En ese caso, me voy ya.
Mack la acompañó al ascensor, de nuevo sorprendido por lo pequeña que era. Apenas le llegaba por el hombro. Aunque él medía casi un metro noventa, así que Destiny podía tener una talla perfectamente normal. Y si a eso se le añadía su arrolladora personalidad, ninguna mujer de Washington podría rivalizar con ella por muy poderosa que fuese.
Estaba a punto de entrar en el ascensor cuando le dedicó a Mack su sonrisa triunfal, la sonrisa que reservaba para exprimir a cualquier director de empresa. Al verla, Mack se puso automáticamente en guardia.
–Oh, casi se me olvida –dijo, y sacó del bolso una nota–. ¿Podrías pasarte por el hospital esta tarde? Una tal doctora Browning me llamó hoy y me dijo que uno de los pacientes jóvenes de la unidad de oncología está muy mal. Por lo visto, es un fan tuyo, y la doctora cree que si lo visitas puede subirle la moral.
A pesar de las alarmas que sonaban en su cabeza, Mack tomó la nota. Fuera lo que fuera lo que Destiny estuviese tramando, él no podía rechazarlo. Y ella lo sabía, pues les había inculcado a todos sus sobrinos un fuerte sentido de la responsabilidad. Ese tipo de favores eran muy comunes en su vida debido a su fama como futbolista.
–Tengo una reunión dentro de un par de horas –dijo, mirando su reloj–, pero puedo pasarme por allí de camino.
–Gracias, cariño. Sabía que podía contar contigo. Le dije a la doctora Browning que irías a ver al chico, así que no tendría que hacer más llamadas.
A Mack se le hizo un nudo en el estómago.
–¿Hizo muchas llamadas?
–Algunas, creo. Yo era su último recurso.
Mack asintió adustamente. Las sospechas iniciales sobre las intenciones de su tía empezaban a desvanecerse.
–Bueno, todo el mundo aquí sabe que hago esta clase de favores siempre que es posible, especialmente si hay un niño implicado. No sé cómo no me han informado.
–Estoy segura de que fue algún malentendido o descuido –dijo Destiny–. Lo que importa es que ahora vas a ir. Rezaré una oración por el chico, y el domingo podrás contarme cómo fue la visita. Tal vez haya algo más que podamos hacer por él.
Mack se inclinó y la besó en la mejilla.
–Deberías ser tú quien fuera a verlo. Una dosis de tu buen humor podría animar a cualquiera.
Ella lo miró con un brillo de sorpresa en los ojos.
–Qué cosas más bonitas dices a veces, Mack. Eso explica por qué tienes tanto éxito con las mujeres.
Mack podría haberle dicho que no eran sus palabras lo que conquistaba a las mujeres con las que salía, pero había cosas que no podía contarle a su tía. Si ella quería creer que era un hombre cortés y educado, él no iba a ser quien la decepcionara. Además, con ello se ahorraba un buen sermón.
–Es un juego, por amor de Dios –declaró la pediatra Beth Browning, ganándose una mirada de disgusto de sus colegas del Children’s Cancer Hospital–. Un deporte practicado por hombres que deberían usar sus cerebros en vez de su fuerza… suponiendo, naturalmente, que sus cerebros estén enteros.
–Estamos hablando de fútbol profesional –protestó Jason Morgan, el radiólogo, como si Beth hubiera pronunciado una blasfemia–. Se trata de ganar o perder. Es una metáfora del bien triunfando sobre el mal.
–No he oído decir eso a ningún cirujano que esté recomponiendo los huesos rotos de un chiquillo tras un partido de domingo –replicó Beth.
–Las lesiones de fútbol americano son como un ritual –insistió Hal Wakins, el ortopedista.
–Y una ayuda para tus prácticas –señaló ella.
–Eh, eso no es justo. Nadie quiere ver a un chico herido.
–En ese caso, mantenlos fuera del campo –sugirió ella.
Jason pareció horrorizarse ante la idea.
–Pero entonces, ¿quién llegaría a ser deportista profesional?
–Oh, vamos, ¿por qué alguien tiene que convertirse en deportista profesional? –replicó Beth. Había leído la trayectoria de Mack Carlton, cómo había pasado de estrella de fútbol a propietario del equipo. Ese hombre tenía un título de Derecho, por amor de Dios. ¡Qué desperdicio! Y eso que ella no sentía una gran admiración por los abogados.
–Porque se trata de fútbol, por decirlo alto y claro –respondió Hal, como si aquel deporte fuera tan esencial para la supervivencia como el aire.
–Por Dios, chicos. Es sólo un juego. Nada más y nada menos –se volvió hacia Peyton Lang, el hematólogo, que había permanecido en silencio hasta ahora–. ¿Y tú qué opinas?
–Yo no entro en la discusión –dijo él alzando las manos–. No me interesa el fútbol americano, pero no tengo ningún problema en que alguien lo encuentre entretenido.
–¿No crees que es absurdo desperdiciar tanto tiempo, dinero y energía en conseguir un título estúpido?
–¡El ganador de la Super Bowl es el que domina! –exclamó Jason.
–¿El que domina qué? –preguntó Beth.
–El mundo.
–No sabía que jugaban al fútbol americano en otros países. Reconozcámoslo, en esta ciudad cualquier millonario puede comprar a los mejores jugadores y así tener algo con lo que emocionarse los domingos por la tarde –dijo ella en tono mordaz–. Si Mack Carlton tuviera una vida propia, una familia, algo importante que hacer, no malgastaría su dinero en un equipo de fútbol.
En vez de las airadas protestas que había esperado, Beth se quedó atónita cuando todos los hombres que la rodeaban en la cafetería del hospital se quedaron en silencio. Se intercambiaron miradas de culpa entre ellos, como anticipándose a la humillación.
–¿Seguro que no quieres reconsiderar tu opinión? –preguntó Jason, en un tono casi suplicante.
–¿Y por qué iba a hacerlo?
–Porque cuando iniciamos esta discusión, dijiste que habías intentado conseguir que Mack Carlton viniera a visitar a Tony Vitale –dijo Jason–. Ese chico está como loco con Mack, y tú pensaste que conocerlo podría ayudarlo, ya que la quimioterapia no ha resultado tan bien como se esperaba.
–¿Y? –preguntó ella entornando los ojos–. Ese dechado de virtudes futbolísticas ni siquiera se ha molestado en responder a mis llamadas.
Jason carraspeó e hizo un gesto tras ella.
«Oh, demonios», pensó Beth mientras se giraba lentamente. Frente a ella se encontraba un hombre alto y de anchos hombros, impecable con un traje a medida, que la miraba fija y seriamente. Tenía una cicatriz bajo un ojo, pero que en absoluto deslucía su buen aspecto. De hecho, añadía aún más personalidad al rostro perfectamente esculpido y atraía la atención a unos ojos tan oscuros y enigmáticos que Beth se estremeció al recibir el impacto. Todo en él irradiaba dinero, buen gusto y arrogancia, salvo quizá el corte de pelo, pues lo llevaba ligeramente puntiagudo.
–¿Doctora Browning? –preguntó él. Su tono de incredulidad sugería que había esperado encontrarse con alguien mayor.
A pesar del insulto implícito, su voz tranquila y suave alivió un poco a Beth. Intentó recuperar la compostura y formular la disculpa que él merecía, pero no le salieron las palabras. Nunca lo habría insultado deliberadamente a la cara, aunque despreciaba a cualquier hombre que malgastara su dinero en el deporte en vez de emplearlo en una causa humanitaria.
–Estará con usted en cuanto recupere el habla –dijo Jason para romper la tensión.
Agradecida por la ayuda del radiólogo, Beth consiguió levantarse y ofrecer la mano.
–Señor Carlton… No lo esperaba.
–Es obvio –dijo él con una lenta sonrisa–. Mi tía me dijo que había tenido problemas para contactar conmigo, y le aseguro que no fue mi intención desatender sus llamadas. Mi secretaria no debería haberla disuadido. Le pido disculpas.
Beth había leído que Mack Carlton era un rompecorazones. Ahora sabía por qué. Si su mirada bastaba para dejarla sin habla, su sonrisa podía hacerla arder en llamas. Y si a eso le añadía la inesperada muestra de humildad y sinceridad, la primera impresión era devastadora. Nunca había experimentado una reacción así ante ningún hombre, y no estaba segura de que aquello le gustara.
–¿Le apetece…? –desesperada por su incapacidad para pensar con calma, tragó saliva, respiró hondo y volvió a intentarlo–. ¿Le apetece una taza de café?
–La verdad es que voy un poco apurado de tiempo. Pasaba por aquí cerca y he pensado que sería una buena ocasión para conocer a Tony.
–Por supuesto –se apresuró a decir ella. Aún no había comenzado el horario de visitas, pero Beth estaba dispuesta a saltarse las reglas–. Lo llevaré a su habitación. Tony se pondrá loco de alegría.
Jason carraspeó y, al mirarlo, Beth se dio cuenta de que sus colegas estaban esperando que les presentara a la leyenda de fútbol local. Sorprendida de que unos hombres adultos estuvieran tan fascinados con Mack Carlton como su paciente de doce años, se detuvo e hizo las presentaciones.
Parecía que los médicos estuvieran dispuestos a comentar todos y cada uno de los partidos que Mack había jugado, pero Beth los cortó.
–Ya sé lo mucho que os gustaría pasaros el resto de la jornada hablando de fútbol, pero el señor Carlton ha venido para ver a Tony –les recordó con voz cortante.
Mack Carlton le brindó otra de esas sonrisas que podría derretir el hielo.
–Además –dijo él–, seguro que estamos aburriendo a la doctora Browning.
Aquello era completamente cierto, pero Beth no se atrevía admitir que se aburría e insultar otra vez a Mack. Tampoco quería mentir, así que forzó una sonrisa.
–Ha dicho que no tenía mucho tiempo.
–Y así es –corroboró él ensanchando su sonrisa–. Usted primero, doctora.
Aliviada de tener algo que hacer, lo condujo por los pasillos hasta la unidad en la que Tony había pasado una gran parte de su corta vida.
–Hábleme de Tony –le pidió Mack mientras caminaban.
–Tiene doce años y padece leucemia –le explicó ella, intentando reprimir cualquier atisbo de emoción. Era la clase de historia que odiaba contar, sobre todo cuando estaba perdiendo la batalla–. Es la tercera vez que recae, pero en esta ocasión no está respondiendo bien a la quimioterapia. Confiábamos en poder hacerle un transplante de médula, pero ni tenemos al donante adecuado ni Tony está en condiciones de someterse a la operación.
Mack escuchaba atentamente todo lo que ella decía.
–¿Cuál es su pronóstico?
–No muy bueno –respondió ella secamente.
–Se lo toma usted como algo personal –observó él.
Beth se apresuró a negar con la cabeza.
–Sé que no puedo ganar todas las batallas –respondió, igual que le había dicho horas antes al psicólogo, quien le había expresado su preocupación por su estado mental. Pocas personas sabían hasta qué punto se tomaba como algo personal un caso como el de Tony, y la sorprendió que Mack Carlton lo hubiera adivinado tan fácilmente.
–Pero odia perder –dijo él.
–Cuando es un asunto de vida o muerte, naturalmente que odio perder –declaró ella con vehemencia–. Estudié Medicina para salvar vidas.
–¿Por qué? Sé que es una profesión muy noble, pero tratar con niños enfermos debe de ser muy duro emocionalmente. ¿Por qué usted? ¿Por qué eligió este campo?
–Me llamaba la atención –dijo, consciente de que estaba evitando la verdad al sugerir que no había sido la principal motivación de toda su vida. Con un poco de suerte, Mack no se daría cuenta.
–¿Por qué? –insistió él, demostrando una vez más que era un hombre mucho más perspicaz de lo que ella había supuesto.
–¿Por qué le importa tanto? –preguntó ella, evitando responderle.
–Porque es obvio que a usted le importa.
De nuevo su interés la pilló desprevenida. Era evidente que Mack no abandonaría el tema hasta haber escuchado la verdad.
–De acuerdo. En pocas palabras, tenía un hermano mayor que murió de leucemia cuando yo tenía diez años –dijo, revelando más de lo que le había revelado a nadie, aparte de sus familiares, quienes sabían muy bien cuáles habían sido sus motivaciones para estudiar Medicina y quienes no habían aprobado del todo su decisión, temiendo que estuviera condenada a sufrir traumas similares–. Juré que salvaría a niños como él.
Mack la miró con una compasión que parecía sincera.
–Como he dicho, se lo toma usted como algo personal.
Ella dejó escapar un suspiro.
–Sí, supongo que sí.
–¿Cuánto tiempo piensa que podrá resistir, si se toma tan a pecho cada caso?
–El que sea necesario –insistió ella–. Sólo atiendo a unos pocos pacientes. La mayor parte de mi tiempo la paso investigando. Nuestros tratamientos están mejorando continuamente –por desgracia, ninguno de ellos estaba dando resultados con Tony. Ésa era la razón de que hubiera puesto tanto interés en su caso.
–Pero no con Tony –dijo Mack.
Beth tuvo que reprimir las lágrimas que inesperadamente amenazaron con afluir a sus ojos.
–No, con Tony aún no –admitió. Entonces apretó la mandíbula y miró a Mack desafiante–. Pero esta batalla también la vamos a ganar.
Él la miró con admiración.
–Sí, estoy seguro de que acabará triunfando –dijo tranquilamente–. ¿Cree que mi visita ayudará a Tony?
–Al menos, le ayudará a levantar el ánimo –le aseguró ella–. Últimamente ha estado un poco decaído, y a veces lo mejor que podemos hacer por un niño es levantar su moral. Tenemos que impedir que se rinda.
Mack asintió.
–De acuerdo. Entremos ahí y hablemos de fútbol –le dedicó una sonrisa descarada–. Supongo que usted no dirá mucho.
Beth se echó a reír a pesar de sí misma. Mack Carlton le gustaba más de lo que nunca se hubiera imaginado. Podía perdonarle casi todo a una persona con sentido del humor, aunque se burlara de ella.
–Supongo que no.
–Estupendo –dijo él, poniéndose serio–. Lo que hago para ganarme la vida no es medicina ni ingeniería aeroespacial, pero no me gustaría que usted desprestigiara mi profesión delante de un niño que sí la valora.
Beth lo miró sorprendida. Su opinión sobre él o sobre el fútbol no importaba en esos momentos.
–Touché, señor Carlton. Me abstendré de hacer comentarios. Se trata de Tony y nada más.
–Llámeme Mack –dijo él haciéndole un guiño–. Es lo que hacen mis fans.
–Yo no soy una de sus fans.
–Tal vez lo sea después de esto –se burló él.
Beth reprimió un suspiro. Sí, podría serlo, pensó, aunque Mack Carlton no necesitaba otra conquista en su vida. Los nombres de las mujeres que creían haber sido su pareja definitiva colmaban las páginas de sociedad, pero Beth había notado que pocas de ellas habían conseguido una segunda mención. Y Beth no tenía el menor interés por comprobar su suerte entre tanta competencia.
–No se haga ilusiones, señor Carlton. La única adoración que cuenta aquí es la de Tony, y ésa ya la tiene.
–No me importaría contar también con su aprobación –dijo él, manteniéndole la mirada.
A pesar del claro intento por desconcertarla, Beth se encontró a sí misma sucumbiendo a su hechizo, lo que le resultó irritante.
–¿Por qué? ¿Siente la necesidad compulsiva de conquistar a todas las mujeres que conoce?
Él se quedó dudando, con un destello de confusión en los ojos.
–¿Conoce mucho a mi tía? –le preguntó.
–¿Su tía? –repitió ella, desconcertada por la pregunta.
–Destiny Carlton, la mujer que habló con usted y quien se aseguró de que yo viniera hoy.
Beth negó con la cabeza.
–No creo que nos conozcamos. Aunque sí me suena su nombre. Creo que recauda mucho dinero para el hospital, pero nunca he hablado con ella.
–¿De verdad no la conoce? –insistió Mack, sorprendido.
–No.
–¿Y usted no la llamó?
–No. ¿Por qué lo pregunta?
Él sacudió la cabeza, visiblemente perplejo.
–No importa.
Pero a pesar de su respuesta, Beth tuvo la impresión de que sí importaba, y mucho, aunque ella no se imaginaba por qué.
Mack había estado muchas veces en un hospital, por las numerosas heridas y lesiones sufridas en los campos de juego… incluyendo la rotura de rodilla que acabó definitivamente con su carrera. Su vida nunca había estado en peligro, pero odiaba el olor a antiséptico, las enfermeras demasiado alegres, los pitidos y zumbidos de las máquinas y las respuestas evasivas de los médicos, que nunca lo miraban a los ojos cuando tenían malas noticias. Y si a él le había resultado odioso, ¿cómo sería para un niño, especialmente para uno que tenía que asumir la posibilidad de no salir vivo?
Durante su carrera como futbolista, Mack había adquirido la costumbre de visitar a niños en aquel hospital y en otros. Al ver sus sonrisas y saber que, al menos durante unos minutos, los había sacado de su angustia, sentía que sus propios problemas no eran nada comparados con aquel sufrimiento.
Cuando sus días como jugador se acabaron, sus visitas a los hospitales se redujeron bastante. Casi todos los niños querían conocer a los jugadores en activo, y siendo uno de los propietarios del equipo, Mack se aseguró de que así fuera, aunque aquello hiciera llorar de emoción a muchos de los jugadores más duros y fuertes del país.
Antes de entrar en la habitación de Tony, se preparó para lo que iba a encontrar dentro… Un niño pálido, tal vez calvo, de ojos hundidos. Mack había visto lo mismo demasiadas veces y sabía que debía esperar lo peor. Siempre se le hacía un nudo en el pecho y en la garganta, y obligarse a sí mismo a no mostrar sus reacciones había sido una de las lecciones más difíciles que había tenido que aprender en su vida.
–¿Se encuentra bien? –le preguntó Beth, mirándolo con preocupación–. No se desmayará al entrar ahí, ¿verdad?
–No lo creo –respondió él.
–No sería el primer hombre que no puede soportar ver a un niño con cáncer.
–Ya he estado aquí antes.
–La primera vez siempre es la peor –dijo ella en tono comprensivo–. Después es más fácil.
–Lo dudo –dijo Mack.
Ella lo miró en silencio durante unos momentos.
–¿Está listo? –le preguntó finalmente.
–Entremos –respondió él.
Beth abrió la puerta y esbozó una radiante sonrisa.
–Hola, Tony –saludó alegremente–. ¡Tengo una sorpresa para ti!
–¿Un helado? –preguntó una vocecita esperanzada.
–Mejor –dijo ella, y se apartó para dejar pasar a Mack.
Totalmente maravillado por el coraje de Beth, y decidido a no defraudarla a ella ni al chico, Mack le hizo un gesto de aprobación y entró en la habitación.
Tony yacía entre un montón de almohadas y peluches. Llevaba puesto un jersey muy holgado con el número que Mack había lucido en sus partidos, y aferraba un balón de fútbol contra su raquítico pecho. Cuando vio a Mack, un destello de alegría brilló en sus ojos apagados e hizo un valiente esfuerzo por sentarse, pero estaba demasiado débil y volvió a dejarse caer en la almohada.
–¡Mack Carlton! –susurró, sin poder creérselo, mientras su mirada seguía ávidamente a Mack por la habitación–. Has venido.
–¿Cómo no iba a venir si una guapa doctora me llama para decirme que mi fan número uno está en el hospital? –dijo él, disimulando la familiar oleada de consternación que lo invadía. Los hombres que mostraban su fuerza en los campos de fútbol no eran ni la mitad de valientes que aquel chico.
Tony asintió con entusiasmo.
–Soy tu fan número uno, es verdad. Tengo las cintas de todos los partidos que has jugado. Eras el mejor.
Mack se echó a reír.
–¿Mejor que Johnny Unitas de Baltimore? ¿Mejor que John Elway de Denver? ¿Mejor que Dan Marino de Miami?
–Mil veces mejor –insistió Tony.
–El chico entiende de fútbol –dijo Mack, volviéndose hacia Beth.
–Obviamente, los dos estáis de acuerdo en que eres incomparable –replicó ella irónicamente.
–Lo es, doctora Beth –aseguró Tony–. Pregúntele a cualquiera.
–¿Por qué preguntarle a nadie cuando la verdad sale de su misma… boca? –dijo ella, enfatizando la última palabra.
Mack tuvo la impresión de que la doctora Beth hubiera preferido referirse a otra parte de su anatomía. Definitivamente, aún no la había convencido. Pero ése sería un desafío para otro momento, pues en ese instante debía concentrarse en Tony.
–¿Qué te parece si te firmo un autógrafo? –le propuso al niño.
Los ojos de Tony se iluminaron.
–¡Genial! Ya verás lo emocionada que se pone mi mamá cuando venga esta noche. Ha visto los partidos grabados conmigo un millón de veces. Seguro que es la única madre del mundo que sabe cuántos tantos has marcado.
A Mack le costó mantener una expresión imperturbable al darse cuenta de que Tony no tenía padre. Metió la mano en el bolsillo y sacó un valioso cromo de colección de su primer año como futbolista.
–¿Quieres que te lo firme para tu madre o para ti?
–¡Guau! He visto ese cromo en Internet. Vale más de lo que yo puedo pagar –dijo Tony, que claramente se esforzaba por hacer lo correcto–. Fírmalo para mi madre, supongo. Ella puede enseñárselo a sus amigas en el trabajo. Seguro que lo pone en un marco en su mesa.
–Buena elección –aprobó Mack con una sonrisa–. Te traeré otro para ti en mi próxima visita. Creo que puedo conseguirte uno de la temporada en que me eligieron «Mejor jugador del año», que es aún más valioso, sobre todo si está firmado.
–¿Vendrás otra vez? –preguntó Tony con los ojos muy abiertos–. ¿De verdad? ¿Y podremos hablar de tus fichajes para esta temporada? Necesitamos a ese nuevo defensa.
–Y que lo digas –corroboró Mack, sonriendo a Tony.
–¿Ha firmado ya el contrato?