Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Delilah Marvelle. Todos los derechos reservados.
ÉRASE UNA VEZ UN ESCÁNDALO, Nº 40 - agosto 2013
Título original: Once Upon a Scandal
Publicada originalmente por HQN.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3473-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Querido lector:
Siempre he querido crear una versión más osada y sensual de un cuento de hadas, semejante a las que desarrollaron los hermanos Grimm. Quería escribir un cuento de hadas realista que contuviera toda clase de emociones desgarradoras, pero sin esas soluciones facilonas que proporciona la magia. Así que me puse a inventar una versión muy retorcida de La Cenicienta, solo que sin hacer de Cenicienta la heroína. En lugar de eso, quería que la Cenicienta fuera él. Quería que el héroe fuera enormemente romántico, amable y bueno, y que buscara eternamente a su Princesa Azul, como había hecho Cenicienta. Así que lo doté de un gran corazón y le presenté a una madrastra que jamás le tuvo simpatía y que, en cambio, lo obligó a convertirse en un criado de otra especie. Después equilibré la balanza de sus penalidades dándole una hermanastra que lo adoraba y que intentaba protegerlo a cada paso. En lugar de un zapatito de cristal, pensé que un anillo de rubíes sería más adecuado para desarrollar mi cuento de hadas.
Ahora bien, a pesar de lo mucho que adoro Inglaterra y su historia, siempre he querido ambientar una de mis novelas en la bella Venecia. Así que empecé a hurgar en su fascinante historia y descubrí la figura del cicisbeo, conocido también como cavalier servente. Para quienes no sepan lo que es un cicisbeo, era esta una práctica muy extendida entre la nobleza italiana de los siglos XVIII y XIX, que permitía a una mujer casada tener un favorito durante un plazo de tiempo determinado, con el permiso de su marido. Se cuenta que el propio lord Byron fue durante una temporada el cicisbeo de la contessa Teresa Gamba Guiccioli y que su marido alardeaba de ello. Aunque los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre si el cicisbeo era también el amante de la señora a la que servía (unos dicen que sí, otros que no), los límites son lo suficientemente imprecisos como para que la historia pueda decantarse hacia uno u otro lado. Dejo en tus manos, mi querido lector, la tarea de descubrir hacia qué lado me decanto yo.
Con mucho cariño,
Delilah Marvelle
Para mi madre, Urszula, que plantó arrebatadoras ideas románticas en mi cabeza mucho antes de saber yo siquiera lo que era eso. Te quiero y te echo de menos, y sé que volveré a verte cuando llegue al otro lado.
A un caballero auténtico se lo reconoce por su tendencia hacia el matrimonio, mientras que a un libertino auténtico se lo reconoce por su tendencia hacia el escándalo. Aunque una dama se crea capaz de diferenciar entre uno y otro, a veces resulta imposible.
Cómo evitar un escándalo
Anónimo
Bath, Inglaterra, 21 de agosto de 1824
Señorío de Linford, última hora de la tarde
Pese a que Jonathan Pierce Thatcher, vizconde de Remington, tenía ya diecinueve años y a ojos de la sociedad era por tanto un hombre hecho y derecho, una parte de su espíritu se había quedado para siempre, secretamente, en los doce años. Era esa parte de su espíritu la que aún creía en nociones tan absurdas como el amor cortés, la magia y el destino. Sabía que ni la magia ni el destino tenían cabida en la mente de un hombre de verdad tal y como lo definía el mundo real, pero para él no eran más que otras formas de llamar a la esperanza, y nadie podría convencerlo jamás de que la esperanza no existía. Porque existía.
Y, en ese instante, en el marco de un extenso jardín repleto de flores marchitas y luz mortecina, la esperanza le susurraba con ardor que por fin había llegado para él el momento de amar. Que la joven de rizos rubios y vaporoso vestido de damasco blanco que yacía lánguidamente recostada junto a su institutriz a la sombra de su parasol iba a cambiar su vida para siempre. Con tal de que consiguiera convencerla de que así lo hiciera.
Jonathan se refrenó para no murmurar extasiado el nombre de lady Victoria ni mirarla fijamente por entre la multitud de invitados que lo separaba de ella. Casi le había besado los pies a Grayson por invitarlo a casa de los Linford. Casi.
Hallarse tan cerca de Victoria durante dos semanas iba a permitirle al fin hacerla suya de corazón y de nombre. Solo necesitaba recordar que el anfitrión no era otro que su padre, el siempre ceñudo conde de Linford, que solía ponerse a vociferar como un loco cada vez que algo no era de su agrado. Por suerte, aquel cascarrabias le tenía simpatía y a menudo se jactaba de que Jonathan era para él como un hijo.
Conocía a Victoria desde hacía un año, y se sentía atraído hacia ella por algo casi sobrenatural. Había en aquellos ojos de color jade una hondura inefable, muy superior a la que correspondía a sus diecisiete años de edad. A pesar de que le hablaba con aplomo e ingenio, de un modo que parecía dar a entender que no necesitaba a nadie y menos a él, no había intentado engatusarlo con mentiras ni una sola vez. Jonathan notaba que, en el fondo, era tan romántica como él, o incluso más. Sencillamente, prefería negarlo.
Volviéndose hacia su amigo Grayson, Jonathan procuró que sus labios y sus palabras quedaran ocultos a los hombres y mujeres que disfrutaban de la fruta, los dulces y las tartas que se amontonaban sobre bandejas de plata colocadas en las mesas dispersas por el jardín.
–¿Cuándo crees que debo declararme? –preguntó–. ¿Antes de irme? ¿O a mi regreso de Venecia?
Grayson tomó el último trozo de tarta que quedaba en su plato de porcelana y se lo metió en la boca. Mientras masticaba con denuedo, sacudió la rubia cabeza y dirigió la mirada hacia Victoria, sentada al otro lado del jardín.
–Jamás recomiendo precipitarse –contestó mientras masticaba–, pero teniendo en cuenta el aprieto en que te hallas, no esperes. A juzgar por la dote de mi prima, a estas alturas media Europa debe de estar ya haciendo cola delante de la puerta de mi tío.
Jonathan asintió a medias, pero se le encogió el estómago al pensarlo.
–Ojalá ella sienta lo mismo.
Grayson suspiró y dejó su plato vacío en una esquina de la mesa cubierta con un mantel de hilo que había a su lado.
–Hagas lo que hagas, Remington, no seas bobo, no le digas que la quieres.
Jonathan se giró ligeramente y bajó la voz.
–¿Y por qué no? Da la casualidad de que es lo que siento.
–Lo que sientas no importa. Victoria es una Linford de la peor especie. En cuanto pronuncies la palabra «amor», te dará calabazas por ser un hipócrita.
–¿Un hipócrita? ¿Por decirle...?
–Sí. Por decírselo. Por si no lo has notado todavía, se parece mucho a su padre, solo que ella no grita ni refunfuña. ¿Y quién puede reprochárselo, después de las cosas que le han pasado? Las estrellas no pueden brillar si las nubes tapan el cielo. No es nada personal, nada que tenga que ver contigo. Sencillamente, es así. Por eso te sugiero que seas muy sutil estas próximas dos semanas. No la agobies con tus estúpidas payasadas de enamorado, o huirá de ti, al margen de lo que sienta.
Jonathan respiró hondo y exhaló, reacio a escuchar nada, salvo lo que le decían sus entrañas. Y sus entrañas le decían que con sutilezas no lograría conquistar a la bella dama.
–Ve a distraer a su institutriz, ¿quieres? Necesito hablar con ella.
–¿Ahora? –preguntó Grayson.
–Sí, ahora. Ve, anda.
Grayson se inclinó hacia él y susurró:
–No te he invitado a venir para verte cometer un suicidio. Tienes que ser sutil. Y declararte teniendo a dos pasos a mi tío y a medio Londres no es precisamente sutil.
Jonathan puso los ojos en blanco.
–No pienso pedirle su mano aquí mismo. Solo quiero estar un rato a solas con ella, sin esa dichosa institutriz al lado. Ya sabes lo que opina de mí la señora Lambert. Esa bruja la tiene tomada conmigo.
–Porque para ella supones un obstáculo. A fin de cuentas, piensa venderle la mercancía a un duque. Y lamento poner de manifiesto la triste realidad, Remington, pero tú no eres duque. Ni marqués. Ni siquiera conde o...
–Ya basta –Jonathan lo miró con enfado–. ¿Vas a hacerme ese favor o no?
–Olvídalo. Con lo que ya he hecho por ti, merezco que les pongas mi nombre a todos tus hijos, chicos o chicas, da igual. Deberían llamarse todos «Grayson».
Jonathan se acercó para dejar bien claro que le sacaba una cabeza y varios centímetros de ancho.
–Teniendo en cuenta la cantidad de veces que me han dado un puñetazo por tu culpa, me debes esto y mucho más.
Grayson soltó un bufido.
–¿Y qué demonios esperas que haga? ¿Atar a la señora Lambert y meterla en un armario mientras todo el mundo mira como haces de Romeo?
–Sí, eso es exactamente lo que espero que hagas. Solo dispongo de dos semanas para conseguir que Victoria prometa casarse conmigo. Dos semanas. Necesito hasta el último segundo que pueda conseguir.
Grayson le clavó un dedo bajo la corbata.
–Tienes toda la vida por delante. Toda la vida. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Eh? Por lo que he oído decir, las venecianas son muy ardientes. Disfruta primero un poco de aquello y vuelve luego a esto.
Jonathan suspiró. No se trataba de conocer a una mujer y pasar unas pocas noches de pasión. Se trataba de conocer a su media naranja y pasar una vida entera de pasión.
–Quince minutos.
Grayson sacudió la cabeza.
–¿Por qué siempre tienes que complicarte la vida y complicármela a mí? ¿Por qué?
–Vaya, ¿tú crees que yo te complico la vida? –bajó la voz–. No soy yo quien roba para pagar a mujeres que con toda probabilidad acabarán por costarte un ojo de la cara.
Grayson infló los carrillos y los desinfló de un solo soplido.
–No necesito otro padre que me diga todo lo que hago mal.
Jonathan refrenó el impulso de darle una colleja.
–Un solo padre no basta para hacerte ir por el buen camino. No bastarían ni seis. Tú desapruebas mi vida, Grayson, y yo desapruebo la tuya. Por eso hemos de convenir en que somos distintos. Ahora, ¿vas a hacerme ese favor o no?
Su amigo suspiró y observó el jardín.
–Te doy quince minutos si prometes no decirle a mi padre lo del dinero.
Jonathan sonrió y le dio un codazo en el brazo.
–Trato hecho.
Grayson le devolvió el codazo.
–Quédate aquí. Le diré a Victoria que venga y me ocuparé de la señora Lambert.
Jonathan lo señaló con el dedo.
–Tú sí que eres un buen amigo.
–Mejor de lo que lo serás tú nunca –Grayson sonrió mordazmente, rodeó la mesa y se alejó andando por el prado.
Jonathan se ajustó los puños de la levita y se acercó a la mesa más cercana cubierta de bandejas de plata. Encontró una casi vacía, se inclinó sobre ella y se sirvió de su bruñida superficie para ver si su cabello negro seguía presentando un aspecto decente. Se atusó un par de mechones rebeldes que el viento había apartado de su frente, se irguió y al retroceder miró hacia donde se había ido Grayson.
Pasó lady Somerville con su anciano marido, camino de la fuente. Levantó los ojos oscuros y miró fijamente a Jonathan desde lejos. Inclinó la cabeza elegantemente al tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus labios pintados, y luego siguió mirándolo por el rabillo del ojo con una expresión ansiosa y seductora que hizo que a Jonathan se le pusiera la piel de gallina.
Hizo caso omiso de aquel descarado coqueteo. ¿Por qué sería que solo las mujeres casadas lo encontraban atractivo? ¿Acaso llevaba grabado en la frente «juega conmigo si tienes más de treinta años»? Por amor de Dios, era tan joven que casi podía ser su hijo.
Se detuvo cuando una esbelta figura vestida de damasco blanco y muselina de la India apareció al otro lado de la mesa. Se le aceleró el pulso cuando Victoria apoyó su sombrilla sobre la manga abullonada de su vestido y contempló tranquilamente las bandejas llenas de comida.
«Dios te bendiga, Grayson», pensó para sí.
Respiró hondo para calmarse, agarró un plato vacío y rodeó la mesa para acercarse a ella. Se paró a su lado y se inclinó para ofrecerle el plato. Aunque deseaba expresarle todo lo que guardaba dentro, no pudo hacer otra cosa que ofrecerle el plato y esperar a que su mano enguantada lo tomara. Victoria se volvió rozando con sus faldas las piernas de Jonathan y levantó los ojos verdes hacia él. A Jonathan le dio un vuelco el corazón cuando aquellos labios carnosos, rosados y tersos se curvaron en una sonrisa radiante. Victoria retrocedió para poner entre ellos una distancia más respetable, pero no dejó de mirarlo a los ojos.
Estuvieron un rato sin decir nada. Jonathan siguió sosteniendo el plato tontamente mientras ella permanecía allí parada, como si él no le estuviera ofreciendo nada. No dijo nada, pero Jonathan sabía que se estaba limitando a cumplir el papel de una dama rodeada de miradas curiosas.
–La tarta de manzana merece infinitos encomios –comentó en tono banal, acercándole el plato–. Quizá quiera probar lo poco que queda antes de que me lo coma yo.
Ella bajó la barbilla, movió la sombrilla sobre su hombro y miró hacia las tartas partidas en raciones. Levantó una de sus rubias cejas.
–¿De veras piensa comerse las cuatro tartas? ¿Tan glotón es?
Jonathan soltó una risa forzada al caer en la cuenta de que todavía quedaban cuatro tartas de manzana en las bandejas. Carraspeó y señaló el plato que sostenía aún.
–Intentaba trabar conversación, eso es todo.
–¿Trabar conversación acerca de una tarta? Ya veo –recorrió la mesa a lo largo, dedicándole una sonrisa provocativa–. Haga lo que haga, milord, no hable del tiempo a continuación. Esta última media hora han sido seis personas las que me han hecho notar que no hay ni una sola nube en el cielo. Desde entonces no he dejado de rezar por que empiece a llover. Quizás así mejore la conversación.
Jonathan se rio y bajó la voz.
–En mi caso no tiene que preocuparse por la conversación. A decir verdad, ni siquiera me había fijado en el tiempo que hace, yendo usted vestida como lo está. ¿Me permite decirle lo increíblemente bella que está con ese vestido? Un ángel en su forma más pura. Es una pena que no haya nubes en el cielo para que se siente en una de ellas.
Victoria se rio y meneó la cabeza.
–¿Por qué será, milord, que la última vez que lo vi tenía usted cosas mucho más inteligentes que decir?
«Porque la última vez que te vi no iba a marcharme al extranjero». Alejó de sí aquella idea y procuró mostrarse sutil. Sutil, sutil, sutil...
–¿Cuántos meses faltan para que debute en sociedad? –preguntó a pesar de que ya sabía la respuesta.
Victoria suspiró.
–Siete. La señora Lambert no permite que lo olvide. Ni mi padre.
Siete meses. Él estaría fuera aquellos siete meses, quizás incluso ocho o diez, dependiendo de cuánto tiempo tardara en dejar instalada a su hermanastra en su nueva vida. Y luego estaba su madrastra. Confiaba en que no solo se quedara en Venecia, sino en que muriera allí.
La miró a los ojos y comprendió que, si esperaba para declararse, tendría que competir con una horda de hombres mucho más ricos y encopetados que él. Solo disponía de dos mil libras al año. Y aunque su renta podía procurarle una vida excelente y digna de envidia para la mayoría, solo le permitía tener una finca. El padre de Victoria, en cambio, tenía cinco.
Ella lo miró con expectación, como si lo animara en silencio a hacer algo más que mirarla intensamente. Jonathan sintió el deseo de agarrarla, besarla y declararse así.
–Me marcho a Venecia –balbució mientras toqueteaba el plato que sostenía todavía.
Ella asintió a medias y sus rizos recogidos se mecieron rozando sus mejillas.
–Sí, lo sé. Cuando pasen estos días. Me lo ha dicho Grayson –un suspiro suave escapó de sus labios–. Ojalá pudiera viajar yo. Pero, por desgracia, mi padre se niega a permitírmelo.
¿Aquel delicioso anhelo que sentía en su voz se debía a él, o al deseo de viajar?
–¿Puedo escribirle acerca de mis viajes?
Sus ojos verdes se iluminaron.
–Por supuesto que sí. ¿Quién si no usted puede salvarme del aburrimiento?
Aquello no iba a ninguna parte. Era la misma historia de siempre: se decía todo y nada. Con sutilezas no iba a conquistarla, a pesar de lo que creyera Grayson. Pero a decir verdad, para su amigo cortejar a una mujer consistía en levantarle la falda y silbar.
Rodeó la mesa y se acercó a ella sintiéndose como si los quince minutos de que disponía hubieran quedado reducidos a uno. Se inclinó, le ofreció de nuevo el plato y procuró no dejarse distraer demasiado por el olor irresistible a jabón y lavanda que emanaba de ella.
–Victoria –susurró escudriñando su cara para grabar en su memoria el arco de sus cejas rubias y la tersura de su piel de porcelana a la luz evanescente del atardecer–, tome el plato si me quiere.
Lo miró con sorpresa. Retrocedió y miró a lo lejos. Girando levemente la muñeca, tapó a ambos con la sombrilla, se inclinó hacia él y chasqueó la lengua.
–Veo que hoy se siente más amoroso que de costumbre.
–Perdóneme, pero hay ocasiones en que un hombre ha de serlo.
–¿Ah, sí? ¿Y qué ocasiones son esas? ¿El fin de los tiempos?
–Quiero asegurarme de su cariño.
Ella se rio suavemente.
–¿Ofreciéndome un plato?
«Ofreciéndote mi vida». Señaló el plato que sostenía.
–Este plato es solo una metáfora que representa todo cuanto soy. Pulido. Limpio. Capaz de presentar, sostener y aguantar lo que ponga usted sobre él, y al mismo tiempo de permitirle comer tanto por placer como por necesidad de alimento, aunque curiosamente sea también frágil en extremo. Si se cayera, se haría añicos y quedaría inservible. Le diría más cosas, pero no estamos solos y no puedo permitirme ser más vehemente sin correr el riesgo de estrecharla entre mis brazos.
Victoria se quedó mirándolo un momento y bajó la voz una octava.
–Entonces, si acepto el plato, ¿estaré en realidad aceptando su corazón? ¿Es eso lo que pretende decirme, milord?
Él respiró hondo, trémulo.
–Sí, exactamente.
–Qué ingenioso –sonrió, se inclinó y pasó juguetonamente el dedo enguantado por el borde pintado del plato–. Sáquele brillo y téngalo listo para cuando debute. Estoy segura de que podré encontrarle un lugar en mi mesa. Entre tanto, úselo para disfrutar de cuantas tartas sea capaz de engullir. Debo irme antes de que la señora Lambert se dé cuenta de que Grayson solo intenta distraerla –sonrió, giró airosamente la sombrilla y se alejó rápidamente.
Demonios. Aquello no era un no, ni un sí.
Jonathan suspiró, enfadado, y volvió a dejar el plato sobre la mesa. Se volvió para mirar aquellas hermosas y voluptuosas caderas que se mecían bajo la falda del vestido blanco. Victoria cruzó el prado verde pasando entre los invitados y se dirigió hacia la fuente que se veía a lo lejos.
Jonathan tenía dos semanas para convencerla de que su corazón solo latía por ella. Dos semanas. Porque si partía de Inglaterra sin haber extraído una promesa de matrimonio de aquellos labios, sabía que al volver la encontraría casada con algún malnacido con mucha suerte y que lamentaría por siempre lo que pudo ser y no fue.