Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Charlotte Douglas. Todos los derechos reservados.
UN AMOR DIFÍCIL DE ENCONTRAR, N.º 20 - Agosto 2013
Título original: One Good Man
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3493-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Jeff Davidson se deslizó sigilosamente en el interior de la tienda de regalos. Gracias a su experiencia en las Fuerzas Especiales, el exmarine podía mover su metro noventa de estatura y ochenta y cinco kilos de peso sin que nadie detectara su presencia.
Pero ningún entrenamiento militar podría haberlo preparado para el enfrentamiento doméstico que se desarrollaba a pocos metros.
Como si estuviera espiando el territorio enemigo, se apostó tras una estantería y echó un vistazo a través de las colchas confeccionadas a mano, las pajareras rústicas y las cestas de mimbre. Al otro lado del local, en la zona de asientos de la cafetería, una joven delgada de pelo liso rubio platino le gritaba a su madre con una virulencia tan letal como la ráfaga de un M-16.
–¡Eres una antigua! Todas mis amigas llevan un piercing en el ombligo.
Jeff torció el gesto en una mueca de disgusto. Aquella chica merecía que le dieran una patada en el trasero por usar un tono semejante con su madre. Él había ido al Mountain Crafts and Cafe para hablar de negocios con Jodie Nathan y las discusiones entre una adolescente rebelde y su madre no eran asunto suyo. Se había quedado entre los estantes hasta que se marcharon los empleados, pero antes de que pudiera decir nada, la joven Brittany había bajado las escaleras del apartamento que estaba sobre la tienda y había iniciado un violento enfrentamiento con su madre.
–Los ombligos de tus amigas son problema de sus madres, no mío –dijo Jodie con un tono engañosamente sereno que a duras penas podía contener su tensión. Sus hombros hundidos delataban cuántas batallas por el estilo había librado–. Eres mi hija, y mientras vivas conmigo acatarás mis reglas.
Aquella joven debía de ser ciega para no ver la ternura, el afecto y la preocupación en los bonitos ojos de color avellana de Jodie. A Jeff se le encogió dolorosamente el corazón. Habría dado cualquier cosa por recibir un amor maternal semejante cuando era niño. La joven Brittany Nathan no sabía lo afortunada que era.
–Pero, mamá...
–No vas a ponerte un piercing en el ombligo, y no hay nada más que hablar –concluyó Jodie, incapaz de seguir ocultando su irritación.
–¡Te odio! –gritó Brittany.
Los labios de la chica, pintados de negro, se fruncieron en una fea mueca de desprecio. Sus ojos, verdes y rodeados con un grueso rímel negro, despedían llamas de furia mientras apretaba unos dedos cargados de anillos. A juzgar por su camiseta, vaqueros y zapatos, no parecía que el negro fuera su color favorito. Más bien era su único color.
–La madre de Kimberly le deja ponerse piercings donde quiera.
–Y si Kimberly quisiera saltar desde lo alto de Devil’s Mountain, su madre también se lo permitiría –replicó Jodie con voz cansada.
–¡Ojalá no fueras mi madre! –espetó Brittany con deliberada crueldad, giró sobre los talones y salió por la puerta principal, cerrando con un portazo tras ella.
Jeff se dispuso a abandonar su escondite, pero al ver la expresión compungida de Jodie decidió darle unos minutos para recuperarse. Aquella mujer no se merecía el dolor que le provocaba su hija. Jodie tenía treinta años, pero había conmocionado al pequeño pueblo de Pleasant Valley, en Carolina del sur, al quedarse embarazada con tan solo quince años. Y en vez de abortar o dar a su hija en adopción, había tomado la valiente decisión de criarla ella sola.
En aquel tiempo Jeff cursaba su último año de instituto y, siendo él mismo un marginado, entendía mejor que nadie el ostracismo al que Jodie se veía sometida. El día después de graduarse, abandonó el pueblo para alistarse en los marines y desde entonces no volvió a ver a Jodie.
–Otra vez me quedo sin ser la Madre del Año –murmuró ella. Apoyó los brazos en el mostrador de formica y enterró la cabeza en ellos.
Jeff no oyó ningún lamento o sollozo, por lo que se decidió a hacer notar su presencia. Salió de detrás de la estantería y carraspeó.
Jodie levantó la cabeza y sus grandes ojos avellana se abrieron como platos.
Al verla cara a cara Jeff se quedó sin aliento. No era la muchacha delgaducha y pecosa que recordaba. Jodie Nathan se había convertido en una mujer despampanante. A pesar del cansancio que reflejaba su rostro y de su despeinada melena castaña, su aspecto era arrebatador: sus delicadas facciones expresaban una madurez que realzaba su belleza; sus cejas, finas y perfiladas, se arqueaban en un gesto de evidente asombro; y sus labios, carnosos y sensuales, pedían a gritos ser besados por una boca ávida y experta.
Su jersey de color verde dejaba a la vista sus esbeltos hombros, y su postura erguida levantaba unos pechos pequeños pero exquisitos. El mostrador la ocultaba de cintura para abajo, pero si el resto de ella era igualmente llamativo, entonces la pequeña y desgarbada Jodie se había transformado en una mujer capaz de cautivar a cualquier hombre, despertar sus más bajos instintos y luego romperle el corazón.
En esos momentos el corazón de Jeff latía desbocado y su habilidad para conservar la sangre fría en las situaciones más extremas parecía del todo ineficaz ante la penetrante mirada de sus ojos avellana.
–¿Lo has oído todo? –le preguntó ella.
–Lo siento –dijo cuando por fin pudo recuperar la voz–. No pretendía escuchar vuestra conversación. Estaba esperando para hablar contigo después de que se fueran los empleados.
Ella entornó la mirada con recelo.
–¿Te conozco?
–Jeff Davidson. Ha pasado mucho tiempo.
La expresión de Jodie se relajó ligeramente al oír el nombre. Ladeó la cabeza y lo examinó atentamente.
–Has cambiado mucho.
–La edad, supongo.
–Y algo más.
Jeff sonrió.
–También he madurado un poco. Los marines no toleran a delincuentes ni a niñatos engreídos.
–¿Querías hablar conmigo?
–De una proposición.
La expresión de Jodie volvió a endurecerse.
–Olvídalo. No era esa clase de chica cuando te marchaste de Pleasant Valley, y no soy esa clase de mujer ahora.
–Eh, eh, tranquila –Jeff levantó las manos como para protegerse de un golpe–. Me refiero a una proposición de negocios.
La desconfianza inicial de Jodie se tornó en incredulidad.
–Después de haber visto lo inútil que soy como madre, no creo que me consideres la persona ideal para ayudarte en tu centro de rehabilitación para jóvenes delincuentes.
–¿Grant te ha hablado de mi proyecto?
Ella negó con la cabeza.
–Merrilee Stratton tiene tan ocupado a mi querido hermano con los planes de boda que no le deja tiempo para hablar con su hermana pequeña. Pero todo el pueblo habla de ti y de tu proyecto.
Jeff la observó atentamente, pero no detectó el menor atisbo de rencor hacia su hermano. Parecía alegrarse con el inminente matrimonio de Grant, aunque el tono de su voz cambió al referirse a los rumores que circulaban por el pueblo. Si no la interpretaba mal, podía esperar que el suyo no sería el único recibimiento hostil que recibiera en el pueblo. Más de uno estaría encantado de echarlo a patadas de Pleasant Valley.
Pero la colaboración de Jodie era crucial para su proyecto. No podía dejarse vencer por un primer revés. Tendría que ganársela poco a poco.
–Si tienes unos minutos me gustaría contarte mis planes.
Ella frunció el ceño y dudó.
–Si estás buscando financiación, pierdes el tiempo. Mi hija me ha dejado sin un centavo.
–Serías tú la que recibiera dinero, si aceptaras el trato.
Mantuvo un tono natural y despreocupado, como si la conformidad de Jodie no importara. Sin duda, se asustaría si supiera hasta qué punto necesitaba su ayuda. O lo mucho que deseaba contar con ella después de ver en qué mujer se había convertido.
El Cuerpo de Operaciones Especiales estaba exclusivamente reservado a los hombres, por lo que apenas había conocido a unas cuantas mujeres durante sus años en los marines. Las oficiales y extranjeras eran inaccesibles, de modo que había llevado una vida casta y monacal que le permitía concentrarse por entero en su trabajo. Las aventuras y enredos emocionales embotaban la razón y podrían hacer que los mataran a él o a los miembros de su equipo.
Pero las oficiales y las extranjeras pertenecían al pasado. Jodie era el futuro, cien por cien americana y la mujer más hermosa y apetecible que había visto nunca.
–Hablemos –le dijo ella–. Pero solo un minuto. ¿Quieres un poco de café?
–Sí, por favor.
Jeff refrenó su imaginación desbordada y se centró en la tarea que tenía entre manos. Desde su regreso había suscitado reacciones muy diversas entre los habitantes de Pleasant Valley, que oscilaban entre las muestras de ánimo, la curiosidad y el rechazo más manifiesto. No sabía cómo definir la actitud de Jodie, pero al menos no lo estaba echando de la tienda sin darle la oportunidad de hablar. Y eso era más de lo que podría decir de mucha gente del pueblo.
De joven se había servido de su insociabilidad para sobrellevar su soledad y marginación. Como adulto, intentaba borrar los restos de aquel pasado rebelde y así poder triunfar en la vida.
Y realmente quería tener éxito, no solo por él, sino por los chicos que vivían en el filo de la navaja.
Jodie volvió con dos tazas de café y le señaló la mesa más cercana a la puerta.
–¿Tienes miedo de mí? –le preguntó él, divertido.
–¿Debería tenerlo?
–Casi todo el pueblo lo tiene.
Ella se acomodó en el asiento y lo observó sin pestañear.
–Algunos dicen que los marines te convirtieron en una máquina de matar.
–¿Y a ti qué te parece?
–¿Es cierto?
–¿Te refieres a si he matado a alguien? –empujó las traumáticas imágenes al fondo de su mente y esbozó una sonrisa forzada–. Me temo que eso es información confidencial. Si te lo contara...
–¿Tendrías que matarme? –ella también sonrió–. Mi hermano dice que eres un buen hombre. Y Grant suele tener razón.
–Vaya... Y yo que iba a preguntarte si querías que eliminara a alguien. Una imagen decente podría arruinar mi carrera de matón.
Jodie tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba bromeando, pero cuando sonrió fue como si el sol saliera entre las nubes. Tan solo la fuerza de voluntad de Jeff le permitió contener una carcajada de alborozo ante semejante muestra de luz y belleza.
Pero la sonrisa se esfumó tan rápidamente como había aparecido, y su expresión se tornó sobria y circunspecta.
–Ibas a hablarme de una propuesta de negocios.
La inquietud que se advertía bajo su serena fachada le recordó a Jeff que debía proceder con calma y prudencia. Paso a paso.
–Necesito una proveedora.
Ella negó con la cabeza.
–Yo no me dedico a...
–Grant me lo ha dicho –la interrumpió Jeff–. Y también me ha dicho que la tienda no va bien y que las ventas no aumentarán hasta el Día de los Caídos.
–Mi hermano habla demasiado.
–No se lo tengas en cuenta... Es veterinario y siempre está rodeado de vacas y caballos. De vez en cuando necesita hablar con otras personas.
–Tiene a Merrilee.
–Y es afortunado de tenerla –corroboró Jeff–. Pero antes de negarte, escucha al menos lo que tengo pensado. Es muy simple.
–Te escucho –dijo ella, pero se había cruzado de brazos y recostado en el asiento. Su lenguaje corporal no podría ser más claro.
–Vamos a empezar a construir una residencia este fin de semana.
–¿Vamos?
–Un grupo de amigos que estuvimos juntos en los marines. Tenemos que levantar la estructura de madera para la residencia y necesito a alguien que se encargue de la comida.
–María Ortega es mi única cocinera, y el sábado hay mucho trabajo en la cafetería.
–No necesito una cocinera. Solo alguien que proporcione los sándwiches, las bebidas y los tentempiés suficientes para acabar la obra.
–¿No os enseñan a preparar sándwiches en los marines?
–Lo haríamos si tuviera tiempo para ir a comprar la comida. Pero estoy hasta el cuello de trabajo y tengo que buscar los materiales para la obra. De verdad, necesito tu ayuda.
Ella permaneció pensativa.
–Grant y Merrilee van a echarnos una mano –añadió él–. Merrilee podría ayudarte... Te pagaré bien.
–¿De cuántas personas estamos hablando?
–Dieciocho, incluyendo a los obreros. Todos tienen un apetito voraz.
Jodie se levantó y fue a sacar algo de debajo del mostrador. El movimiento provocó que los pantalones verdes de lana se estiraran sobre sus esbeltas caderas y su trasero, pequeño y redondeado. A Jeff se le hizo la boca agua.
Volvió a la mesa con un cuaderno, un bolígrafo y una calculadora.
–Podría preparar unos sándwiches, ensalada de patata, y también chile, si el tiempo lo permite. Unas galletas de chocolate y mantequilla de cacahuete, las famosas tartas y pasteles de María, té helado y café.
–Suena genial.
–Aún no sabes lo que te costará –le recordó ella en tono frío y profesional.
Jeff se mordió la lengua para no decirle que el precio era lo de menos. Podría encontrar a otra persona que se ocupara de la comida, pero después de haber visto a Jodie de nuevo, no quería que se ocupara nadie más.
Por Dios... El golpe que recibió en la cabeza durante una misión especial en Afganistán debía de haberle afectado seriamente el sentido común. Aquella mujer era la pequeña Jodie Nathan. ¿Qué demonios hacía fantaseando con ella hasta el punto de que le costara respirar?
–¿Cuánto? –se obligó a formular la pregunta.
Ella tecleó unas cifras y le dijo el total.
Jeff apretó la mandíbula para no poner cara de tonto. ¿Aquella desorbitada suma por unos cuantos sándwiches y galletas? Era obvio que Jodie había inflado los costes con la esperanza de que se buscara a otro proveedor. Pero Jeff no quería a nadie más y con gusto pagaría lo que fuera. Tenía que contar con Jodie para su proyecto. De alguna manera se había convertido en una parte de su sueño.
–Trato hecho –sacó su talonario de cheques, firmó rápidamente uno y lo deslizó sobre la mesa, extendiendo la mano para cerrar el acuerdo.
Jodie parpadeó con asombro, pero aceptó el cheque y le estrechó la mano a regañadientes. Su mano era pequeña y delicada, pero el apretón fue firme y fuerte.
–Añade unas rosquillas para el descanso –le dijo él antes de soltarla–. Y tendrás que estar en la obra para servirlo y recogerlo todo.
–Eso no forma parte del trato.
–Por el precio que has fijado, quedarás compensada con creces.
La miró fijamente a los ojos. La Jodie que él había conocido siempre había sido honesta y digna de confianza. Una auténtica girlscout. Le había dado un precio excesivo y su conciencia la obligaría a aceptar las condiciones.
De repente pareció darse cuenta de que sus manos seguían tocándose y retiró la suya bruscamente.
Jeff se levantó.
–Te veré el sábado a las ocho de la mañana en mi casa.
Jodie también se levantó, lo que atrajo la mirada de Jeff a su impresionante figura. Haciendo un enorme esfuerzo, consiguió apartar la mirada y fue hacia la puerta.
–Es un placer hacer negocios contigo –le dijo sin intentar ocultar una sonrisa. Había ganado aquel asalto y ella lo sabía.
Salió de la tienda y cerró tras él.
Jodie se dejó caer de nuevo en la silla antes de que le cedieran las piernas. Se frotó las humedecidas palmas contra los pantalones y respiró profundamente en un vano intento por calmar sus acelerados latidos. Jeff había aparecido en su tienda como la personificación de las fantasías de cualquier mujer. La imagen perfecta de un marine en un anuncio de reclutamiento: alto, fornido, ojos grises, pelo negro cortado a cepillo, rasgos duros y angulosos, una cicatriz sobre el pómulo derecho y una pícara sonrisa que mostraba unos dientes blancos y perfectos.
Y aquellos músculos... Sin un gramo de grasa. Imposible reconocer a primera vista al muchacho larguirucho que siempre necesitaba un corte de pelo, un afeitado, ropa limpia y una comida decente.
Y aquella voz... Profunda, autoritaria e irresistiblemente cautivadora. Si le hubiera pedido algo más aparte del catering, le habría sido muy difícil negárselo.
Las manos le temblaban tanto que las juntó sobre la mesa. ¿Qué le había hecho? No se había sentido igual desde que Randy Mercer entró en la ferretería de su padre, quince años atrás. Gimió al recordarlo y apoyó la cabeza en las manos. Dos semanas después estaba embarazada de Brittany.
Tenía que controlarse. Se había jurado que nunca más volvería a perder la cabeza por ningún hombre, por atractivo que fuera. Y hasta el momento lo había conseguido.
Hasta el momento...
Hasta que Jeff Davidson tuvo que irrumpir en su vida con la fuerza arrasadora de un ciclón. Aquel marine diligente y letal la había derrotado sin mover un dedo. Ni siquiera había pestañeado cuando ella le dio una cifra escandalosamente alta por los sándwiches. Se había limitado a sonreír y ella había caído en su propia trampa. Incapaz de negarse, no le quedaba más remedio que ayudarlo y luego donar las ganancias al proyecto para aliviar su conciencia.
Volvió a tomar aire profundamente. Jeff la había pillado por sorpresa. La próxima vez estaría preparada para resistirse a sus encantos. Unos atributos tan varoniles solo podían ocasionar problemas. Ella no cambiaría a Brittany por nada, pero al tener a su hija se había prometido que nunca volvería a cometer una tontería semejante.
A lo largo de los años había suscitado un gran interés en muchos hombres. Había salido con algunos, pero ninguno había colmado las altísimas expectativas que se fijó después de su primera, única y desastrosa experiencia sexual. Nadie en Pleasant Valley presentaba las cualidades que ella admiraba en un hombre, con la excepción de su padre y su hermano Grant, naturalmente.
Además, ninguno de los hombres con los que había salido había mostrado el menor interés por Brittany. Algunos habían llegado a afirmar que la chica era un escollo insalvable en una relación de pareja. Por tanto, Jodie había permanecido felizmente soltera. Los hombres no formaban parte de su vida.
Su reacción a Jeff había sido un simple desliz. No volvería a suceder.
Se levantó y llevó las tazas al mostrador. Al meter el cheque en la caja registradora vio a Jeff subido a su Harley Davidson mientras hablaba con una mujer policía.
Sonrió. Ojalá la agente Brynn Sawyer le estuviera poniendo una buena multa... Le estaría bien empleado.
Acababa de meter las tazas en el lavaplatos cuando tintineó la campanilla sobre la puerta. El corazón le dio un vuelco y le ardieron las mejillas al pensar que Jeff había vuelto. Pero era solo Brynn.
–Todavía vas de uniforme –observó, confiando en que la policía no hubiera advertido su rubor–. ¿Tu turno no acabó hace horas?
–He estado poniéndome al día con el papeleo –respondió Brynn, sentándose en un taburete.
–¿Quieres café?
Touché
–¿Quieres venir con Brittany y conmigo?
–¿Vas a llevarte a Brit?
–Los sábados trabaja con Grant en la clínica, pero él también estará en las obras de la granja –suspiró–. No me atrevo a dejarla sola un día entero. Quién sabe en qué problemas podría meterse.
–Será mejor que vaya en mi coche. Y que me lleve la radio, por si recibo algún aviso –apuró el café y se levantó–. Tengo que irme.
Jodie la acompañó a la puerta, cerró tras ella y subió al apartamento mientras intentaba ver la situación en perspectiva. La visita de Brynn le había permitido recuperar el control de sus hormonas. Su reacción con Jeff Davidson había sido algo puramente circunstancial.
El sábado se encargaría de alimentar a una horda de obreros y marines hambrientos y de vigilar de cerca a su hija.
Casi nada.