Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
DESENMASCARADO, Nº 151 - Agosto 2013
Título original: Unmasked
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3508-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
La máscara de carnaval era una caprichosa combinación de lentejuelas y plumas blancas. Apenas mayor que la mano de Charlotte, resplandecía sobre su palma, tan ligera y frágil como el rastro de un beso. Se suponía que debía ser un complemento que evocara los cuentos de hadas.
Por supuesto, los cuentos de hadas con sus inverosímiles finales, siempre felices, eran para los niños. Las personas adultas tenían que labrarse su propia suerte, tenían que construir su propio destino. Charlotte Marchand había aprendido mucho tiempo atrás que el mundo real no permitía debilidades y que ella tampoco podía permitírselas.
Parpadeó al sentir el escozor de las lágrimas, apretó los labios y respiró hondo hasta superar las ganas de llorar. No se derrumbaría, ni siquiera en la privacidad de su despacho. Era un lujo que no podía permitirse.
Con gesto decidido, dejó la máscara en la esquina de su escritorio y se concentró en el listado que tenía frente a ella. Era tarde y llevaba en el hotel desde el amanecer, pero todavía le quedaba trabajo por hacer antes de irse a casa. En alguna parte, en medio de todos aquellos números, había una solución. Y ella iba a encontrarla.
La semana anterior al martes de Carnaval era la más ajetreada del año. Y aquel año, más que nunca, eran muchos los puestos de trabajo que dependían de su éxito. Pero las reservas del hotel Marchand estaban bajando en picado. Los problemas que habían sufrido durante las semanas anteriores les había quitado clientes y beneficios. Las finanzas de la familia estaban en una situación crítica. Charlotte necesitaba darles un giro si quería que el hotel Marchan volviera a ver otro Carnaval.
La gente acudía al Carnaval para olvidar sus problemas, relajarse y disfrutar. Era una celebración llena de posibilidades; en aquel momento del año, podía ocurrir cualquier cosa.
Y, aunque sólo fuera por una vez, ¿por qué no podía ocurrirle a ella?
Las lentejuelas de la máscara resplandecían bajo la luz de la lámpara. Las plumas se movían, mecidas por una corriente de aire que Charlotte ni siquiera notaba; parecían moverse solas, como por arte de magia...
Charlotte notó una presión en el pecho, pero no sabía si era debida a las lágrimas o a unas ganas repentinas de echarse a reír.
¿Magia? ¿Cuentos de hadas? ¿Qué le ocurría aquella noche? A lo mejor la estaba afectando el esfuerzo que estaba haciendo para mantener el hotel a flote. Ella siempre había sido una persona responsable, sensata. Había sido una buena hija, una buena nieta, una buena hermana. Siempre pensaba primero en los demás, costara lo que costara.
Y todo eso le parecía estupendo, ¿pero cuándo le iba a tocar disfrutar a ella?
—¿Sería mucho pedir un poco de magia, sólo por una vez? —susurró para sí.
Como si estuviera respondiendo a su pregunta, sonó de pronto la alarma de incendios, acabando bruscamente con el silencio que imperaba en el despacho.
Charlotte movió la mano sobresaltada, tirando la máscara al suelo al hacerlo. Sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de seguridad.
—¿Qué está pasando, Mac?
Aquélla era la última semana de Mac como responsable de la seguridad del hotel. Había accedido a quedarse hasta el final del martes de Carnaval, pero Charlotte sabía que estaba deseando volver a su propia empresa de seguridad.
—El detector de humos se ha activado —parecía estar corriendo—. Voy ahora mismo hacia allí.
De las puertas abiertas del bar salía una nube de humo negro. Aquello no era una falsa alarma.
Charlotte volvió a ponerse los zapatos y se asomó a la ventana que tenía detrás del escritorio. Excepto por la sirena, el jardín estaba como cualquier otra noche. Unas luces diminutas parpadeaban entre los árboles, suavizando las sombras. En medio de las sillas y las mesas desperdigadas por el jardín, resplandecía serena la piscina, un elegante oasis en medio del hotel. Charlotte posó las manos en el alféizar de la ventana y se inclinó hacia delante para poder ver mejor.
Se abrieron de pronto las puertas del bar y la gente salió gritando y corriendo hacia al jardín. En su precipitación por abandonar el hotel, algunos tiraban las sillas. Un hombre de pelo cano tropezó, provocando una caída en cadena. En cuestión de segundos, una de las camareras se acercó a ayudarlo mientras otro grupo de empleados dirigía a la gente hacia la salida.
Los empleados del hotel Marchand estaban bien entrenados en los procedimientos de emergencia, así que su prioridad era salvar las vidas de los huéspedes y las suyas propias. Mac había dicho que uno de los detectores que se había activado era el del área de mantenimiento, que estaba en la misma ala que el bar y la cocina del hotel. Todavía había alguna posibilidad de que se hubieran activado las alarmas al detectar el humo habitual de la cocina.
Pero entonces vio una nube de humo negro saliendo por las puertas del hotel. Eso explicaba la evacuación. No se trataba de una falsa alarma.
Charlotte se apartó de la ventana y se dirigió al pasillo.
Por lo menos su familia estaba a salvo. Sus hermanas no trabajaban aquella noche. Últimamente, pasaban todo su tiempo libre con sus prometidos. Y Anne estaría en el hospital, con William. Todas ellas confiaban en que Charlotte pudiera cuidar del hotel...
Gimió para sí. Aquello no podía ser tan terrible como parecía..., ¿o sí?
El vestíbulo estaba a rebosar; la mayoría de los huéspedes intentaba abrirse paso para ir hacia la calle, pero había también quien, en pijama o camisón, daba vueltas confundido por el vestíbulo.
Julie Sullivan, la asistente de Charlotte, permanecía en el centro de aquel tumulto, haciendo lo imposible para tranquilizar a todo el mundo.
—¡Señorita Marchand! —gritó alguien—. ¡Exijo una explicación!
Charlotte adoptó una expresión de confianza y se volvió hacia aquella voz. Reconoció a un par de antiguos clientes del hotel; una pareja que reservaba todos los años la misma habitación por esas fechas desde su luna de miel.
—Siento todas estas molestias, señor Shore. Intentaremos que todo el mundo pueda volver a su habitación lo antes posible pero, hasta entonces, necesitamos que permanezcan fuera.
El señor Shore rodeó con el brazo a la mujer que estaba a su lado y la guió hacia la puerta.
—Esto nunca habría pasado cuando su padre dirigía el hotel —le dijo por encima del hombro.
Sin saber muy bien cómo, Charlotte se las arregló para mantener la sonrisa mientras se disculpaba y le prometía obsequiarlos con una comida.
Continuó caminando a través de la multitud, tranquilizando a los huéspedes y animando a los empleados. Sabía que no tenía que dejarse llevar por el pánico.
En medio del sonido de la alarma, creyó distinguir el aullido de las sirenas. Algunos miembros uniformados de la seguridad del hotel estaban en la puerta principal, intentando poner orden y dando las indicaciones pertinentes a los bomberos a medida que iban llegando. Todo estaba ocurriendo tal y como preveía el plan de emergencia.
Pero el pánico estaba allí, latiendo en la superficie, y la lógica no conseguía combatirlo.
Para Charlotte, aquel hotel era mucho más que un conjunto de ladrillos y cemento, mucho más que un medio de vida. Era el centro de su existencia. Su ancla y su refugio.
Sabía que estaba en peligro, que podían perderlo, pero no tan pronto. No así.
En cuanto comenzó a oler a humo, antes incluso de que sonara la alarma, Jackson sintió que se le erizaba le pelo de la nuca y comenzaba a latirle la cicatriz de la mano. Pero en ningún momento había considerado la posibilidad de tomar otra dirección. Mientras el resto de clientes corría hacia la salida, él se dirigía hacia el lugar en el que el humo era más espeso.
No estaba solo. Dos hombres de seguridad, cada uno de ellos con un extintor, corrían delante de él. A través del humo, se veía el agua caer desde los aspersores del techo, pero desde la puerta que había en medio del pasillo continuaban saliendo nubes de humo.
Alguien lo agarró del codo.
—¡Señor! ¡No puede estar aquí!
Jackson miró por encima del hombro. El hombre que lo había detenido no llevaba uniforme, pero era obvio que estaba a cargo de la seguridad del hotel. En vez de un extintor, llevaba un teléfono móvil. Al igual que todas las personas a las que se había encontrado aquella noche, era un desconocido.
Pero habían pasado casi veinte años desde la última vez que había estado en el hotel Marchand. El edificio continuaba siendo el mismo, pero ya había imaginado que el personal habría cambiado.
—Podría necesitar mi ayuda.
El hombre le dirigió una mirada impaciente.
—Gracias, pero...
—Soy médico.
Se oyó entonces una pequeña explosión, seguida de gritos y una nube de humo de color naranja.
Maldiciendo, el responsable de la seguridad soltó un grito y salió corriendo.
El fuego salía del cuarto de las sábanas y el material de limpieza. Desde el marco de la puerta, Jackson vio algunos pedazos de plástico roto cerca de otras botellas de productos de limpieza. Seguramente, una de ellas había reaccionado con el calor y había causado la explosión que acababa de oír.
El agua continuaba saliendo desde los aspersores del techo, disolviendo el humo que salía de las estanterías. Pero no era suficiente para sofocar las llamas que rugían desde una pila de toallas situadas en el centro de la habitación. Los hombres con el extintor avanzaron intentando enterrarlas bajo una capa de espuma blanca. Jackson permanecía a una distancia de seguridad, mirando a su alrededor por si alguien sufría alguna herida.
Vio entonces a un hombre rubio apoyado contra una de las estanterías que había al lado de la puerta. La humedad hacía brillar su rostro cubierto de hollín. Tenía la mirada fija en las llamas y una chaqueta de color gris achicharrada entre las manos. Parecía no ser consciente de la sangre que goteaba de su muñeca.
Jackson tiró de una pila de servilletas de lino que había al lado de la puerta y le dio un golpecito en el brazo para llamar su atención.
—Vamos fuera. Quiero ver esa herida.
El hombre no se movió.
—He intentado evitarlo —dijo con voz ronca—. Lo juro, lo he intentado.
En vez de intentar sacarlo de allí a la fuerza, Jackson le hizo levantar la muñeca y le subió la manga de la camisa. Descubrió un corte profundo en el antebrazo. Un corte limpio, probablemente hecho con un pedazo de plástico. Le presionó la servilleta contra la herida.
—Sujete esto.
—He llegado demasiado tarde. Jamás se me ocurrió pensar que sería tan terrible —bajó la mano, dejó caer la chaqueta y posó la otra mano sobre la servilleta para hacer presión.
Jackson le envolvió el antebrazo con una segunda servilleta. Maldiciendo en silencio la torpeza de sus dedos, se inclinó y se sirvió de los dientes para apretar el nudo.
—Tendrán que desinfectarle la herida y darle algunos puntos.
Uno de los hombres de seguridad gritó y dejó caer el extintor. Saltó hacia atrás e intentó apagar con manotazos las llamas que habían alcanzado su pierna izquierda, pero no pudo evitar que la tela del pantalón prendiera.
Jackson agarró un puñado de sábanas y le envolvió con ellas las piernas. Después, le pidió ayuda al hombre de la muñeca herida para sacar al guardia de seguridad. Entre los dos consiguieron dejarlo en el jardín, en una de las tumbonas que había al lado de la piscina.
En determinadas circunstancias, Jackson era capaz de administrar los primeros auxilios básicos, y decidió que era mejor que nada. Improvisando, utilizó lo poco que tenía disponible para minimizar las quemaduras e intentar que el guardia de seguridad no entrara en estado de shock. En cuestión de minutos, llegaron los bomberos en medio de un coro de sirenas. Poco después, entraba una ambulancia en el jardín. Mientras los paramédicos le colocaban el goteo al herido, Jackson llamó por radio para asegurarse de que hubiera un especialista en quemaduras esperándolo en el hospital.
Estaba tan absorto en aquella crisis que en el momento en el que dejaron de sonar las sirenas ni siquiera se enteró. Poco a poco, fue volviendo la paz al hotel. Cuando el humo comenzó a despejarse, quedó claro que habían conseguido dominar el fuego. Había sido un incendio pequeño y la rápida actuación del personal del hotel había impedido que se extendiera. A algunos de los hombres que habían estado batallando contra las llamas en los primeros momentos les estaban suministrando oxígeno, pero ninguno de ellos necesitaría más tratamiento. Afortunadamente, no había otros heridos.
—Nosotros nos ocuparemos de ellos, doctor. Gracias por su ayuda.
Jackson asintió y se apartó mientras subían a la única víctima de quemaduras a la ambulancia. Los paramédicos tenían la situación bajo control. Flexionó los dedos, frustrado por sus limitaciones, pero agradeciendo haber sido capaz de prestar alguna ayuda. Esperó a que la ambulancia se pusiera en camino y se dirigió hacia la mesa en la que había dejado su cazadora vaquera.
—Perdón, señor.
El responsable de la seguridad que había intentado detenerlo anteriormente corría hacia él. Al igual que todos los que habían acudido al lugar del incendio, tenía el rostro manchado de hollín.
—¿Sí?
—Me llamo Mac Jenson y soy el responsable de la seguridad del hotel —le tendió la mano—. Gracias por su ayuda.
Jackson, que no quería arriesgarse a un apretón demasiado fuerte, continuó sujetando la cazadora con la derecha y le tendió la mano izquierda.
—Jackson Bailey. No tiene por qué darme las gracias. A menos que surjan complicaciones, parece que todo el mundo se recuperará sin grandes problemas.
—Sí, eso es lo que me han dicho. Hemos tenido suerte.
—Parecen estar ustedes muy bien preparados.
—Sí, los simulacros de incendios han funcionado —miró rápidamente a su alrededor—. ¿Dónde está Carter?
—¿Quién?
—Luc Carter, nuestro relaciones públicas, el hombre al que le ha vendado el brazo.
Jackson miró también a su alrededor, pero no lo vio por ninguna parte.
—Carter me ha ayudado a sacar al hombre que se ha quemado. Debe de haberse ido en la ambulancia.
—Intentaré localizarlo más tarde. ¿Es usted uno de nuestros huéspedes, doctor Bailey?
—Sí, acabo de registrarme en el hotel.
—No le hemos brindado una bienvenida muy agradable —miró por encima de su hombro—. Procuraremos que el hotel pueda demostrarle nuestro agradecimiento —añadió, al tiempo que alzaba la mano para llamar a alguien.
Jackson se puso la chaqueta.
—No es necesario. Yo sólo he hecho lo que... —enmudeció de pronto.
Por encima de las voces y los ruidos generados por los bomberos que todavía quedaban y los huéspedes, creyó oír el taconeo de unos zapatos sobre las piedras del jardín.
Y, por segunda vez en aquella noche, se le erizó el vello de la nuca. Pero en aquella ocasión no por culpa del miedo, sino de la anticipación.
¿Cómo era posible que después de tantos años todavía reconociera el sonido de sus pasos al caminar? Unos pasos ligeros, rápidos. Aunque se movía rápidamente, nunca parecía tener prisa. Charlotte Marchand era demasiado elegante para mostrarse acelerada.
—¿Cuál es tu valoración de los daños, Mac?
Eran palabras en las que se mezclaban la ansiedad y la eficacia. Sí, la voz de Charlotte era tan inconfundible como su caminar. Y tampoco había cambiado. Los recuerdos se removieron en su mente: su risa cuando iban a robar buñuelos a la cocina del hotel, su voz hablando por teléfono a última hora de la noche...
Jackson se volvió hacia ella... y se sintió como si acabaran de darle un puñetazo. La voz y el sonido de sus pasos podían seguir siendo los mismos, pero aquélla no era la chica que él recordaba. ¿Dónde estaban sus rizos, las mejillas redondeadas y su sonrisa? Estaba impecable con el traje de seda y el maquillaje. Con aquel aspecto, podría haber estado tomando el té en el salón de su abuela, en vez de comprobando las secuelas de un incendio.
—El fuego no se ha extendido fuera del almacén —dijo Mac—. Ha habido algunos daños materiales, pero no tantos como parecía en un primer momento.
—Gracias a Dios. ¿Dónde está Emilio? Me han dicho que ha sufrido quemaduras.
Jackson contestó antes de que pudiera hacerlo Mac.
—En este momento va de camino al hospital. Las heridas son serias, pero no graves. Se recuperará perfectamente.
Charlotte lo miró, sonriendo como le habría sonreído a un extraño.
Jackson la miró fijamente, intentando asimilar lo que estaba viendo. Si Charlotte era una joven guapa, aquella mujer poseía una belleza capaz de arrebatarle a un hombre la respiración. Sus ojos verdes mantenían la mirada con la misma firmeza de siempre, pero su forma almendrada le parecía más exótica que años atrás. Las delicadas facciones que habían poblado sus sueños de adolescente se habían consolidado con la belleza de la madurez.
Aquélla no era la misma joven que le había roto el corazón.
Y, por otra parte, tampoco él era el mismo chico. Inclinó la cabeza y curvó los labios en una sonrisa.
—Hola, Charlie.
Oír su apodo la hizo reaccionar.
—¿Jackson?
—El doctor Bailey ha llegado al lugar del incendio en el mismo momento que yo —le explicó Mac—. Ha entrado directamente en el almacén y ha prestado los primeros auxilios a los heridos. Iba a presentártelo, pero ya veo que os conocéis.
Charlotte contestó sin apartar la mirada de Jackson.
—Es cierto, Mac. El doctor Bailey y yo somos viejos amigos.
¿Amigos? No era una descripción muy apropiada.
—He oído que ahora diriges el hotel —dijo Jackson—. Felicidades.
—Gracias. Ya sé que en este momento no tiene muy buen aspecto, pero...
—A mí me parece que está magnífico, tal y como lo recordaba.
—El último año y medio ha sido muy difícil.
Jackson alzó su mano buena para apartarle un mechón de pelo de la cara.
—¿Cómo te van las cosas?
Había sido un gesto automático, inconsciente, un eco del pasado, pero tuvo el mismo efecto que la utilización de su nombre abreviado. Charlotte retrocedió antes de que hubiera podido tocarla, pero disimuló su reacción con una ligera tos.
—Bien, gracias. ¿Cómo están tus padres? Tengo entendido que están viviendo en Iowa.
Jackson dejó caer la mano.
—Bien, están bien.
—Me alegro de oírlo. Y gracias por habernos ayudado.
—He hecho lo que he podido.
—Supongo que, comparado con lo que estás acostumbrado a hacer, para ti esto no ha sido nada. ¿Todavía sigues pasando varios meses al año trabajando fuera?
Hacía veinte años que no se veían y ya estaban hablando del trabajo. Bueno, ¿qué esperaba? ¿Un encuentro emotivo?
—Sí, continúo viajando cuando me lo permite mi trabajo en el hospital. La última vez estuve en Afganistán.
—¿Y qué te trae por Nueva Orleans? —tomó aire—. Oh, debería haberme dado cuenta. Debes de haber venido para ver a tu tío William.
Antes de que Jackson hubiera decidido cómo iba a contestar, comenzó a sonar un teléfono. Charlotte musitó una disculpa y sacó un móvil plateado del bolsillo. Cuando terminó la llamada, se acercó un policía uniformado y comenzó a hacerle preguntas. Al poco rato, se reunieron con ellos el jefe de bomberos y un hombre trajeado que dijo ser detective.
Charlotte los atendió a todos con elegancia y profesionalidad. Jackson estaba impresionado, pero sabía que no debería sorprenderle. Charlotte había nacido para dirigir aquel hotel. Era lo que siempre había deseado hacer.
Pero, en una época de su vida, también había deseado algo más.
Cruzó entonces su mente el vívido recuerdo de la inocencia del primer amor. Y en vez de a una desconocida competente y eficaz vestida de seda de color marfil, vio a la joven que solía apoyar la cabeza en su hombro y le susurraba sus sueños.
Y a pesar de todas las personas que en aquel momento los separaban, a pesar de los años que habían pasado, deseó abrazarla. Charlotte había encajado siempre de forma tan natural entre sus brazos que ambos pensaban que se quedaría allí para siempre.
Jackson frunció el ceño y hundió las manos en los bolsillos. ¿Qué le estaba pasando aquella noche? Debía de estar afectándolo el estrés de las semanas anteriores. Lo último que necesitaba en aquel momento era empezar una relación con Charlotte. Además, los finales felices y los «para siempre» eran cosa de los cuentos de hadas. Y él hacía mucho tiempo que había dejado de creer en ellos.
Una figura solitaria se abría paso entre las cajas apiladas en el almacén. Su pelo rubio resplandecía cuando pasaba por alguna zona iluminada. Sobre él, tras los cristales a prueba de balas de la oficina de la compañía Cajún Syrup, Mike Blount lo observó acercarse en silencio hasta que lo vio llegar al pie de la escalera. Entonces, chasqueó los dedos y señaló la puerta de la oficina.
—Hazle pasar, Richard.
Richard Corbin le dio una profunda calada a su cigarrillo y miró con gesto nervioso hacia la esquina en la que estaba sentado su hermano.
La postura de Dan Corbin, con los tobillos cruzados y el codo apoyado en un archivador, parecía natural, pero el músculo de su mandíbula delataba su tensión. Se colocó la corbata dentro del traje y asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
Mike entrecerró los ojos en respuesta. ¿Acaso no se habían dado cuenta ya de quién mandaba allí? Sin el dinero que Mike les había proporcionado, su negocio hotelero habría quebrado y la policía los habría atrapado. Estaban en deuda con él y no pensaba dejarlos en paz hasta que le hubieran devuelto lo que le habían prometido.
Esperó a que Richard obedeciera, cruzó después las manos sobre su estómago y se inclinó en la silla para examinar al recién llegado.
Como relaciones públicas del hotel Marchand, Luc Carter disfrutaba de una situación privilegiada para sabotear el hotel sin que nadie se diera cuenta. Y en aquel momento, Mike debía decidir si Carter era tan poco digno de confianza como los hermanos Corbin proclamaban o, sencillamente, querían convertirlo en el chivo expiatorio de su propia incompetencia.
—¿Por qué tenemos que reunirnos aquí, Richard? —preguntó Carter en cuanto entró en el despacho—. ¿Desde cuando te dedicas al sirope?
—Este almacén es mío, señor Carter —replicó Mike—. Y mis intereses van mucho más allá del sirope.
Carter giró hacia aquella voz y frunció el ceño para protegerse de la luz.
—¿Quién es usted?
Parecía haber ido directamente hasta allí después del incendio, pensó Mike. Su ropa desprendía un fuerte olor a humo y tenía la camisa manchada de sangre y hollín. Lo único limpio que llevaba encima era la gasa que vendaba su antebrazo.
Manteniendo la mirada fija en Carter, Mike alzó la mano para señalar hacia Dan.
—Yo se lo explicaré.
Dan se apartó del archivador y se aclaró la garganta.
—Éste es Mike Blount. Está interesado en el hotel.
—¿Y eso qué significa?
—Que una vez que nosotros le compremos el hotel a la familia Marchand, le traspasaremos la propiedad a él.
Carter miró alternativamente a Dan y a Richard.
—No lo comprendo. Teníamos un trato.
Richard sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno con lo poco que quedaba del que todavía estaba fumando.
—Sí, pero hicimos un trato con Mike. Y como tú hiciste un pacto con nosotros, también formas parte de él.
—Eso no es lo que acordamos. Lo que dijimos fue...
—Nos aseguraste que podrías hundir el hotel para que las Marchand se vieran obligadas a venderlo —dijo Dan—. En este momento, la cuestión no es quién terminará comprándolo. El problema es que no has conseguido lo que pretendías.
—Te advertí que me dejaras ocuparme del fuego —dijo Carter—. Se suponía que tenía que ser un incendio sin importancia.
—¿Qué te ha pasado en el brazo, Luc? —le preguntó Mike.
Carter se volvió hacia él.
—Algunos líquidos inflamables han explotado —contestó, llevándose la muñeca al pecho—. Y no soy el único herido. Prender el fuego en el almacén ha sido un error.
—Ya lo había dicho yo —musitó Richard—. Este chico no tiene agallas.
—Esto no tiene nada que ver con las agallas, es una cuestión de cerebro —replicó Carter—. Se supone que no debería haber ningún herido. De esta manera llamaremos la atención de la policía.
—Deja que sea yo el que se preocupe por la policía —dijo Mike.
—Deberíais haber esperado —insistió Carter—. La intención del incendio era hacer daño al negocio, no quemar el hotel entero.
—Nosotros no hemos tenido nada que ver con eso —contestó Richard—. Lo del incendio ha sido cosa de Mike.
Carter avanzó hacia el escritorio.
—¿Cosa suya? ¿Por qué?
—Estoy acostumbrado a obtener resultados —dijo Mike—. Por lo que me han dicho mis socios, hasta ahora lo único que has hecho ha sido provocar algunas molestias.
—La estrategia era buena. El negocio se está hundiendo.
—Aun así, las Marchand se niegan a venderlo. Así que ya es hora de presionar un poco.
—Durante estos últimos meses, he llegado a conocer bien a las Marchand. Cuanto más las presionas, más se obstinan en conservar el hotel.
—Ésa es la cuestión, Luc —la silla de Mike crujió cuando éste se inclinó hacia delante—. Lo que es posible que no te hayan dejado claro tus amigos es que estamos trabajando con una fecha límite. Espero haber comprado el hotel cuando termine el Carnaval.
—Pero sólo queda una semana —Luc miró a los Corbin—. Ya les dije que necesitábamos más tiempo.
Mike tamborileó con los dedos en el escritorio.
—Los Corbin creen que les estás dando largas.
—¿Y por qué iba a hacer una cosa así?
—A lo mejor Richard tiene razón y no tienes valor para utilizar métodos más expeditivos.
—Ya le he dicho que eso no funcionará. Hay que tener paciencia.
—En lo que respecta al hotel Marchand, hasta ahora he sido un hombre muy paciente. Pero los Corbin me hicieron una promesa, Luc. Y creo que te convendría asegurarte de que puedan mantenerla.