Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
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DIFÍCIL PERDÓN, Nº 14 - agosto 2013
Publicada originalmente por Harlequin Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
HQÑ y logotipo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
I.S.B.N.: 978-84-687-3514-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
El mayor error de mi vida fue recibir una educación militar.
GENERAL LEE, Ejército Confederado Norteamericano
El camino más rápido para terminar una guerra es perderla.
GEORGE ORWELL
Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo.
Puedes engañar a algunos todo el tiempo.
Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.
ABRAHAM LINCOLN
Charleston, Carolina del Sur, 1868
Margaux Lemoine cerró la carpeta de damasco azul. Tenía jaqueca de tantas vueltas como había dado a las facturas que tenía delante, pero los números seguían sin cuadrarle: solo le quedaban unos dólares en efectivo. Detestaba que al final fuera a ser cierto —como decían Tía Marion y Sophie, la cocinera— que su cerebro no estuviera hecho para tales quebraderos, que «los números fueran cosa de hombres, no de señoritas distinguidas». Seguramente así habría sido de no haber estallado la guerra, pero esta lo había cambiado todo. Ahora, estaba segura, poca gente habría en Charleston que la superase en lo que a contabilidad doméstica se refería.
Aunque su tía y los pocos sirvientes que conservaba la siguieran viendo como la chiquilla alocada y consentida que un día había sido, ahora era la cabeza de familia y tenía sobre sus hombros una gran responsabilidad. Su paso de la adolescencia a la madurez había resultado abrupto y doloroso. Hacía tiempo que había tenido que dejar de pensar en qué encaje le sentaba mejor a su camisón de seda, o qué plumas le irían mejor a su nuevo sombrero, para centrarse en cómo sobrevivir, en cómo mantener a su familia. Mal que bien había ido encontrando la solución a salto de mata, más por intuición que por preparación, una vez tras otra, hasta ahora… En eso precisamente andaba esa mañana invernal cuando comprendió, con lágrimas en los ojos, que todos los esfuerzos habrían sido inútiles si finalmente perdían Fôret Rouge su hermosa hacienda.
A las afueras de la ciudad, en un delicioso recodo del río Ashley, había estado desde hacía más de un siglo, hasta la guerra; se trataba de una extensa plantación dedicada al cultivo del algodón, aunque ahora era un arrozal. Sucio y poco productivo, pero un arrozal al fin y al cabo; pero no podía hacer nada más. Se limpió las lágrimas con la manga del áspero vestido de franela descolorida y firmó el pagaré. Su padre tendría una oportunidad de recuperarse quisiese o no; lo demás…
Pensaba así resueltamente cuando una idea la sobresaltó; rechazándola inmediatamente, se negó a seguir en esa dirección. Mejor que aquello sería morir de hambre. Antes que pedir ayuda a Adam Tilman preferiría pedir limosna a la puerta de la iglesia. ¡Jamás se rebajaría a eso!, se dijo a sí misma y levantándose del escritorio que fuera de su hermano dejó la pluma en el tintero medio seco y entregó la misiva para el doctor Mathis a Nolan, su mayordomo. Oyó abajo ruido y comprobó que era su hermana pequeña, Hortense que, acompañada de su prometido Edmond Bonett y tía Marion, regresaban de su habitual paseo matinal.
—¡Dios, qué día más desagradable hace!— se quejó su hermana mientras se quitaba el sombrero y los guantes de piel de cabritilla despellejada y pedía a Sophie que sirviera un té caliente para todos en el saloncito verde.
Lo de verde era un decir porque ese salón, al igual que el resto de la casa, llevaba años sin pintarse y estaba desconchado, con humedades y medio vacío. Como otras viejas mansiones de Charleston la de los Lemoine era un espejismo de lo que había sido antaño: jardín abandonado, fachada agujereada por balas de proyectil, tejado con goteras, algunas ventanas aún sin cristales tapadas con tablones de madera… y dentro más de lo mismo: escasez de muebles (vendidos, robados o destruidos en la guerra), el mínimo de servicio, pocos víveres… pero se iba tirando.
Al menos la guerra había terminado, aunque los Lemoine hubieran sufrido más que otros: Albert, el heredero, había muerto en el frente casi al final del conflicto y su madre no había tardado mucho en seguirle a la tumba. Davinia Lemoine no había aguantado el golpe y tampoco lo había hecho el padre, Hervé, que desde entonces no levantaba cabeza. Un mes tras otro, una enfermedad tras otra, el señor Lemoine parecía no querer seguir viviendo, pero sus dos hijas se empeñaban retenerle a su lado. A pesar de lo diferentes que eran —una rubia, dulce y comprensiva y la otra morena, orgullosa y altiva— habían terminado congeniando y trabajando codo con codo para salir adelante con la ayuda de su tía, que ejercía de matrona, ante el total desinterés paterno. Las dos hermanas se habían repartido las tareas; Hortense era la que se encargaba de la mansión: la compra diaria, las comidas, las tareas del hogar, la asistencia a los comités del Hogar de Viudas y Huérfanos Confederados, de hacer los pasteles para las tómbolas benéficas y de sonreír a las viejas arpías de siempre… Margaux de la plantación y el dinero.
La hacienda era la base de su sustento, pero había quedado arruinada por la guerra. Con la pérdida de los esclavos familiares había resultado inviable seguir dedicándose al cultivo del algodón y Margaux —después de meses investigando en la biblioteca paterna y hablando con familias conocidas que le habían aconsejado— había optado por el arroz. Había destinado cada dólar ahorrado a volver a poner en marcha la explotación; era la única manera de salir adelante… El problema era que no tenía ni idea de cultivos, mercados o asentadores —había tenido que aprender sobre la marcha— y las autoridades yanquis tampoco ayudaban mucho. El arrozal, de momento, les había permitido al menos poder comer caliente, pero poco más. Desde luego, estaba lejos de poder financiar ostentación alguna o atender emergencias considerables…, situación en que ahora se encontraban.
La guerra había terminado hacía tres años, pero muchos sureños aún se sentían perdidos. La ocupación militar no era ninguna broma y durante muchos meses, después de terminado el conflicto, se habían seguido produciendo abusos o fusilamientos. La ciudad —a ojos de cualquier forastero— podría parecer resucitada, con el puerto lleno de barcos y el mercado repleto de productos, pero no lo estaba para los sureños. Eran los malditos yanquis quienes viajaban en calesa, compraban en las elegantes tiendas de la calle King o iban al teatro. Las damas y caballeros confederados que habían sobrevivido al conflicto seguían vistiendo de luto y sin un dólar en el bolsillo. Esa era la triste realidad y eso era lo que hacía inviable que Margaux pudiera recurrir a familiares o amigos para pedir prestado el dinero que necesitaba urgentemente: ninguno lo tenía; tendría que recurrir a un prestamista.
—Te veo muy calladita —comentó tía Marion mientras Hortense la miraba de reojo.
—Si no ocurre un milagro… perderemos la plantación —dijo como si tal cosa, mientras meneaba el té aguado con una cucharilla ennegrecida.
—¡Bendito sea Dios! ¡Eso no puede ser! —exclamó la tía. Sus blancos tirabuzones le daban un aire pasado de moda que ella lucía con la cabeza muy alta—. Debe haber otra solución; ya te comenté que mi amiga Marianne Desnau ha recurrido a míster Jones y está muy satisfecha.
—Pues es un usurero despreciable; Pierre Candau ha terminado perdiendo sus tierras después de llevar meses pagando unos intereses abusivos. Incluso se ha comentado que Jones tuvo un duelo la semana pasada por lo mismo con otro tipo en Savannah —comentó Edmond a su futura cuñada.
—Lo sé; Jones es lo peor… No es una solución viable —dijo mortalmente seria Margaux.
—¿Y… si se lo pidieras a Jacques? —preguntó su tía refiriéndose al novio de su sobrina. Sabía que al igual que otros criollos estaba sin un centavo, pero tal vez pudiera hacer algo.
—Sabes, tía, que no puedo pedirle nada; su familia está igual que la nuestra y él… —Margaux se calló. Hablar de su prometido no le resultaba fácil; cada vez menos. Sabía, aunque ninguno de los presentes lo comentase nunca, que Jacques no era el de antes y que tras su regreso del frente se había vuelto indolente y borracho. No tenía un dólar, pero de haberlo tenido se lo habría gastado en brandy de contrabando o a las cartas.
—Existe otra solución y lo sabes, aunque eres tan terca que serías capaz de perder la finca antes que dar tu brazo a torcer… —comentó Hortense en voz baja, como si no quisiera ofender.
—No sigas por ahí; si te refieres a quien creo… —contestó su hermana con chispas en los ojos, visiblemente molesta—. Esa opción es tan inviable como la de Jones.
—No lo es y si tú no estás dispuesta a dejar a un lado tu orgullo y acercarte a ver a Adam… yo lo haré —dijo muy resuelta la más pequeña.
Aquella actitud tan decidida sorprendió a todos; Hortense era muy tranquila y rara vez se alteraba, pero resultaba evidente que estaba muy, muy enfadada con su hermana. Después de unos minutos de embarazoso silencio general, Margaux carraspeó y, levantándose, dijo:
—Está bien… iré a ver a ese… —Y no supo cómo continuar; ningún insulto le pareció suficiente.
—No sé por qué le tratas así; él, como todos, se ha limitado a sobrevivir —dijo Hortense encogiéndose de hombros—. Y por lo visto lo ha logrado mejor que la mayoría. No puedes acusarle de traidor; gracias a ti hace tiempo que dejó el sur para vivir en Nueva York. Ha vuelto a la que fue su ciudad, pero no como el muchacho sureño que un día fue, sino como un yanqui en toda regla… y es evidente que en el norte le trataron mucho mejor.
—¡Uffff! No me hables de él; siempre fue un tipo despreciable y ahora lo segui…
—¿Despreciable porque te robó un beso? ¿Porque de vez en cuando se probaba los trajes de Albert? ¿Porque adoraba los caballos de papá y los montaba a escondidas? ¿Tan graves te parecen esos pecadillos infantiles? A mí, francamente, no. Cierto que nunca fue un muchacho como los demás, que siempre fue rebelde, que…
—Maleducado, grosero… —la interrumpió Margaux.
—Bueno, no todos iban a ser como el bueno de Andy, su padre. Era nuestra capataz —le explicó Hortense a su novio que seguía la disputa fraternal sin comprender nada—, y era bonachón y muy tranquilo. Trabajó durante años para nosotros y jamás tuvimos una queja de él; tampoco del hermano mayor, Bill, un chico serio y fornido; ahora regenta un almacén en la salida hacia Savannah —comentó y la nostalgia la invadió. ¡Hacía tanto de aquello! Más de ocho años y habían cambiado tanto las cosas…
—He oído —dijo la tía mientras degustaba una pasta de almendras— que ahora ocupa toda la familia la mansión Marchant; el heredero, Jean Pierre, tuvo que vendérsela por una ganga a Tilman… Estaban hasta aquí —hizo con un gesto señalándose la coronilla de la cabeza— de deudas. Ahora Andy vive allí con sus dos hijos, su mujer, que era una arpía, y la pequeña, la mocosa.
—April. —Recordó Hortense—. Si eso he oído, que viven allí por todo lo alto y están buscando un novio rico a la muchacha. Adam quiere casar bien a su hermana y ha ofrecido una buena dote…
—¡Ja, ja! Esta sí que es buena; él, que nunca entendió qué eran las clases sociales, que las despreciaba… —dijo Margaux con un gesto elocuente con las manos— ahora hace lo que sea por codearse con los señoritos yanquis.
—No hace lo que sea por codearse con ellos, es uno de ellos y según dicen… uno de los más ricos e influyentes —la corrigió Edmund.
—Pues más valdría que utilizara el dinero en él mismo que buena falta le hará… Y de paso que se buscara él la novia… —comentó Margaux en un tono que quiso ser divertido.
—¿Pero en qué mundo vives? —le preguntó asombrada su tía—. ¿Acaso no sabes que hace un mes se publicó su compromiso con la señorita Camyl Clapton, la hija del constructor?
—Pues no… —contestó Margaux, pensativa—. No tenía idea… La verdad es que lo único que leo últimamente son las páginas de economía: si sube el precio del tabaco, cae la bolsa o se vaticina alguna plaga… No tengo tiempo para dedicarme a cotillear en las vidas ajenas. A la muchacha esa no la conozco, aunque supongo que será una zafia como él.
—Yo le he visto alguna vez en el club Savoy’s y… —dijo Edmund.
—¿Ahora le dejan entrar en el club? —preguntó asombrada Margaux—. ¿Tan bajo han caído?
—Pues sí —reconoció molesto Edmund—, pero por ley no se puede impedir a nadie que entre y ahora menos que nunca a un yanqui. Aunque hasta ahora ninguno de ellos se había pasado por allí, Tilman lo hizo no hace mucho. Supongo que más bien como forma de decir «aquí estoy yo» porque se le ha visto poco y sé de buena tinta que prefiere el famoso club Morgan, dónde ahora se reúne la creme de la creme de los nuevos ricos. De todas formas, a lo que iba… que las veces que le he visto no le tacharía de zafio; parece lo que es… un millonario.
—¡Pues con su pan se lo coma! —contestó irritada Margaux.
—Si mañana no vas a verle… pasado iré yo —la retó su hermana—. No puedo consentir que por una estúpida pelea ocurrida hace diez años, en la que encima fue él el principal perjudicado, te niegues a pedir la ayuda que necesitamos y perdamos la finca. Si te da coraje ir, déjamelo a mí.
—No… iré yo. Si hace falta… iré. —Terminó diciendo Margaux resignada.
La reunión familiar terminó y la joven decidió relajarse en el jardín. Estaba hecho una pena; no tenían dinero para contratar un jardinero profesional, aunque ella se entretenía de vez en cuando; le gustaba el contacto con las flores, el olor de la tierra mojada, la exuberancia de algunas plantas que creían salvajes y se enredaban en los troncos de los árboles. Podar los rosales le recordaba a los viejos tiempos cuando acompañaba a su elegante madre a preparar los jarrones del salón… Mientras se manchaba las manos de tierra trasplantado esquejes recordó lo ocurrido hacia ya… ¡casi una década! Increíble… Cerró los ojos y casi le pareció estar reviviendo aquello como si hubiera sucedido ayer.