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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Lucha de intereses, n.º 101 - enero 2014

Título original: A Conflict of Interest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4046-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Era noche de celebración en Washington D.C., y Cara Cranshaw tenía que elegir entre el presidente y su amante. Uno entraba triunfante en el salón de baile del hotel Worthington mientras sonaba el himno presidencial de Estados Unidos y ochocientas personas lo aclamaban. El otro la miraba con audacia desde la otra punta del salón, con un mechón de rebelde pelo oscuro sobre la frente, la pajarita ligeramente torcida y unos ojos que transmitían un claro mensaje: que la quería desnuda.

En ese momento, era el periodista de investigación Max Gray quien tenía toda su atención. A pesar de estar decidida a terminar con su relación, no podía apartar la vista de la suya ni pudo evitar tocarse el abdomen en un acto reflejo. No obstante, no podía seguir con Max y Ted Morrow acababa de jurar su cargo como presidente.

–Señoras y caballeros –anunció el maestro de ceremonias por encima de la música y de los aplausos entusiasmados de los asistentes–. El Presidente de los Estados Unidos de América.

El salón estalló en vítores y el volumen de la música aumentó. La multitud hizo un pasillo para dejar pasar al presidente Morrow. Cara se movió también automáticamente, pero siguió sin poder apartar la mirada de la de Max, que también retrocedió un par de pasos.

Cara intentó transmitirle la firmeza de su decisión con la expresión de su rostro. No podía permitir que Max se diese cuenta de lo confundida y asustada que se sentía después de haber estado en el médico esa tarde. «Firmeza», se recordó a sí misma, «nada de dudas y mucho menos miedo».

–Llega tarde –le gritó Sandy Haniford al oído.

Sandy era una de las personas más jóvenes y nuevas de la oficina de prensa de la Casa Blanca, donde Cara trabajaba como especialista en relaciones públicas. Esa noche, Cara estaba acompañando al presidente y a su equipo de fiesta en fiesta, mientras que Sandy estaba allí como enlace con el Servicio de Prensa Estadounidense.

–Solo un par de minutos –respondió Cara sin apartar la vista de Max.

«Firmeza», se repitió.

El inesperado embarazo le había puesto la vida del revés, pero eso no cambiaba su trabajo allí esa noche. Ni alteraba su responsabilidad ante el presidente.

–Tenía la esperanza de que el presidente llegase pronto –continuó Sandy–. Tenemos una incorporación de última hora a los discursos.

Cara giró la cabeza. Las palabras de Sandy habían roto el bloqueo psicológico que le causaba Max.

–¿Qué has dicho?

–Que tenemos otro orador más.

–No es posible.

Los oradores, en especial aquellos que intervenían en los eventos patrocinados por organizaciones que no simpatizaban con el presidente, eran vetados con semanas de antelación. El Servicio de Prensa Estadounidense no era precisamente amigo del presidente Morrow, pero aquella fiesta era una tradición y no le había quedado más remedio que asistir.

La aparición estaba estrictamente planeada y el presidente solo pasaría treinta minutos en la sala de baile del Worthington. Llegaría a las diez cuarenta y cinco, bueno, al final había sido a las diez y cincuenta y dos, y se marcharía a las once y cuarto en punto. Después asistiría a la fiesta de las fuerzas armadas y había dejado claro que quería llegar a tiempo para saludar a las tropas.

–¿Qué quieres que haga? ¿Le hago un placaje al tipo antes de que llegue al micrófono? –le preguntó Sandy a Cara en tono sarcástico.

–Tenías que haber resuelto el problema antes –respondió esta, sacando el teléfono para llamar a su jefa, la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Lynn Larson.

–¿Piensas que no lo he intentado?

–Es evidente que no lo suficiente. ¿Cómo les has podido dar permiso para añadir un orador?

–No me han pedido permiso –respondió Sandy con el ceño fruncido–. El propio Graham Boyle ha apuntado a Mitch Davis en la agenda para que haga un brindis. Me ha asegurado que serán máximo dos minutos.

Mitch Davis era uno de los reporteros estrella de la cadena ANS. Y Graham Boyle podía ser el dueño multimillonario de la cadena y el patrocinador de aquella fiesta, pero ni siquiera eso le daba derecho a imponerse al presidente.

Cara no pudo evitar mirar a Max un instante. Era el periodista de investigación más popular de National Cable News, la cadena rival de ANS, y también era de los que movían los hilos. A lo mejor sabía lo que estaba pasando allí, pero ella no podía preguntarle aquello ni nada relacionado con su trabajo, ni entonces ni nunca.

Cara marcó el número de su jefa.

Pero saltó el contestador.

Colgó y volvió a intentarlo.

Vio cómo el presidente llegaba a la mesa principal, situada delante del escenario, y aceptaba las felicitaciones de los elegantes invitados.

El maestro de ceremonias, David Batten, famoso presentador de la cadena ANS, volvió al micrófono para darle al presidente una breve pero cálida bienvenida y la enhorabuena, y después dio paso a Graham Boyle. Según lo previsto, Graham tenía tres minutos para hablar. Después, el presidente bailaría con la presidenta de un hospital benéfico local y con Shelley Michaels, otra estrella de ANS. A continuación, estaría siete minutos en la mesa con la junta directiva de la cadena y, luego, se marcharía.

Cara guardó el teléfono y avanzó hacia el escenario. Había una escalera en cada extremo, así que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de poder impedir que Mitch Davis llegase al micrófono. Era una pena que no fuese más alta, más fuerte y, tal vez, un poco más masculina.

Volvió a pensar en Max, que esquivaba las balas en ciudades arrasadas por la guerra, escalaba montañas para llegar a campamentos rebeldes y se abría camino entre cocodrilos e hipopótamos para informar acerca de la lucha por la supervivencia de los pueblos indígenas. Si Max Gray se propusiera evitar que alguien subiese al escenario, seguro que lo conseguía. Era una pena que Cara no pudiese pedirle ayuda y tuviese que hacer aquello sola.

Se decidió por las escaleras de la parte derecha del escenario y siguió avanzando entre la multitud.

Graham Boyle se estaba emocionando al hablar del papel de ANS en las elecciones presidenciales. Había lanzado un par de pullas al presidente Morrow, pero no había dicho nada que pudiese considerarse ofensivo.

Cara deseó ser más alta. Desde donde estaba, no veía las escaleras ni si Mitch estaba esperando para subir por la parte derecha del escenario. También se arrepintió de haber optado por ir cómoda, con unos tacones bajos, en vez de haberse puesto los zapatos que su hermana Gillian le había regalado por Navidad. En esos momentos, le habrían venido muy bien unos centímetros más.

–¿Adónde vas? –le preguntó Max al oído.

–No es asunto tuyo –respondió ella, intentando poner distancia entre ambos.

–Te veo muy decidida.

–Márchate.

Él se acercó todavía más.

–A lo mejor puedo ayudarte.

–Ahora no, Max.

Estaba trabajando. ¿Por qué le hacía Max aquello?

–Estoy seguro de que tu destino no es un secreto de Estado.

Cara aminoró el paso.

–Intento llegar al escenario, ¿de acuerdo? ¿Ya estás contento?

–Sígueme –le dijo él, poniéndose delante.

Max, que medía casi un metro noventa y era ancho de hombros, tenía una figura imponente. Cara imaginó que el hecho de ser famoso también influía. El mes anterior lo habían elegido como uno de los diez hombres más sexys de la ciudad. El caso era que podía moverse entre la multitud mucho más deprisa que ella, así que decidió resignarse y seguirlo.

No obstante, después de unos metros se quedaron parados entre la gente.

–¿Para qué quieres llegar al escenario? –le preguntó Max, girándose hacia ella.

–Que sepas que no conozco ningún secreto de Estado –contestó Cara–. Mi trabajo no es ese.

–Dado que yo no soy ningún espía extranjero, deberíamos ser capaces de mantener esta conversación sin poner en peligro la seguridad del país.

–Buenas noches, señor presidente –dijo la inconfundible voz de Mitch Davis a través del micrófono.

Un murmullo de sorpresa recorrió el salón, ya que Mitch era un conocido detractor del presidente Morrow. Cara se tambaleó. No había conseguido detenerlo.

–Para empezar, señor, permita que lo felicite en nombre del Servicio de Prensa Estadounidense por su elección como Presidente de los Estados Unidos de América.

La multitud aplaudió, aunque tal vez no fue un aplauso tan fuerte como los anteriores.

–Sus amigos –continuó Mitch sonriente–, sus simpatizantes y sus padres deben de estar muy orgullosos.

Cara intentó ver la expresión del presidente para ver si estaba enfadado o simplemente molesto por el cambio de programa, pero no consiguió encontrarlo entre la multitud.

–El presidente está sonriendo –le dijo Max, consciente de su preocupación–. Aunque parece un poco tenso.

–Davis no estaba en el programa –gruñó ella.

–No me digas –comentó él en tono sarcástico, como si solo un idiota pudiese pensar lo contrario.

Cara lo fulminó con la mirada y se abrió paso entre los asistentes a codazos. Lynn Larson iba a ponerse furiosa. En realidad, no era responsabilidad suya asegurarse de que todo saliese bien en aquella fiesta, pero había trabajado en estrecha colaboración con todos los coordinadores de cada una de las fiestas, así que, en parte, aquello era culpa suya.

Por suerte, Max no la siguió.

–Supongo que la más orgullosa de todas será su hija –añadió Mitch justo en el momento en el que Cara llegaba a un lugar desde el que podía ver a Mitch en el escenario.

El salón se quedó en silencio. El presidente estaba soltero y no tenía hijos. Confundida también por aquellas palabras, Cara se detuvo a tan solo un par de metros de Lynn, que estaba en la mesa del presidente. Lynn miró hacia las escaleras que había al final del escenario, como si estuviese calculando el tiempo que iba a tardar Cara en llegar a ellas.

Mitch hizo una breve pausa y después continuó:

–Su hija de la que hace tantos años que no sabe nada, Ariella Winthrop, que está aquí esta noche para celebrarlo.

La multitud tardó medio segundo en reaccionar. Tal vez estuviese intentando averiguar si aquello era una broma de mal gusto.

Pero Cara pronto se dio cuenta de que era algo mucho más siniestro que una broma. La vista se le fue hacia un rincón del escenario, donde estaba su amiga Ariella. Esta tenía una empresa de organización de eventos a la que habían contratado para preparar aquella fiesta. A Cara se le encogió el estómago al darse cuenta de repente del gran parecido que había entre Ariella y el presidente. Además, hacía años que Cara sabía que Ariella era adoptada y que no conocía a sus padres biológicos.

El volumen de los murmullos aumentó y Cara imaginó a más de cien personas enviando mensajes de texto a través de sus teléfonos móviles.

Dio un paso hacia donde estaba Ariella, pero esta se dio la media vuelta y desapareció detrás del escenario.

Mitch levantó su copa.

–Por el presidente.

Nadie respondió.

Cara fue hacia donde estaba Lynn mientras los asistentes empezaban a hacerse preguntas en voz alta y la prensa se volcaba sobre la mesa.

–Diríjanme a mí las preguntas –dijo Lynn, levantándose de la silla y llamando, al menos un momento, la atención de los periodistas.

El presidente Morrow parecía haberse quedado de piedra.

–Es evidente que vamos a tomarnos cualquier acusación de este tipo muy en serio –empezó Lynn, haciéndole un gesto a Cara con la cabeza para que se dirigiese hacia el escenario.

Esta reaccionó al instante rodeando la repentina rueda de prensa para ir a por el micrófono.

Se dio cuenta de que el equipo de seguridad había rodeado al presidente y se lo llevaba hacia la salida más cercana. Las limusinas ya estarían esperándolo allí.

Cara no tenía ni idea de si la acusación de Mitch Davis era cierta, o si este había aprovechado el parecido físico entre Ariella y el presidente, pero eso no importaba. La noticia habría llegado ya hasta la otra punta del país, incluso hasta la otra punta del mundo.

Subió las escaleras y, mirando fijamente a Mitch Davis, se acercó a quitarle el micrófono.

Él se lo cedió. Al parecer, había cumplido con su cometido.

Mitch miró hacia la multitud y su expresión cambió. Cara se dio cuenta de que Max lo miraba a él de manera amenazadora y se acercaba al escenario para esperarlo al final de las escaleras.

–Señoras y caballeros –empezó Cara, intentando improvisar un discurso–. La Casa Blanca les agradece que hayan querido celebrar esta noche la elección del presidente y los invita a seguir disfrutando de la fiesta. Los miembros de la prensa podrán asistir mañana a la habitual sesión informativa y hacer sus preguntas en ella.

Cara se giró para aplaudir al grupo de música.

–Les dejo con la maravillosa música de Sea Shoals, que amenizará el resto de la velada.

Y después le hizo un gesto al líder del grupo que, afortunadamente, la entendió y unos segundos después empezaron a sonar los primeros acordes de jazz.

Cara bajó rápidamente del escenario.

Max estaba esperándola al final de las escaleras, pero ella consiguió mantenerlo alejado con la mirada. Era la primera vez que lo conseguía. No obstante, él articuló las palabras «más tarde» y Cara supo que aquello no había terminado.

 

 

Había ocasiones en las que ser un personaje televisivo resultaba frustrante e inconveniente pero, para Max Gray, esa noche no era una de ellas. Solo había estado en casa de Cara un par de veces, pero el portero del edificio lo conocía y permitió que llegase hasta el ascensor sin llamar antes a Cara para pedir su autorización.

Una suerte, porque Max sabía que lo más probable era que Cara no quisiera que subiese. Y necesitaba verla.

El desastre ocurrido en la fiesta de ANS había sido un duro golpe para la Casa Blanca, en particular, para su oficina de prensa. Cara y Lynn habían reaccionado de manera muy profesional, pero Cara debía de estar disgustada. Y preocupada por lo que ocurriría después. Era probable que aquel escándalo hubiese desbaratado la agenda de la Casa Blanca para varios meses. Max necesitaba ver con sus propios ojos que Cara estaba bien.

Salió del ascensor a un pequeño recibidor. El edificio había sido un colegio que en esos momentos albergaba una docena de lofts, caracterizados por sus techos altos, grandes ventanales y espacios abiertos.

El de Cara tenía un recibidor pequeño del que salían unas escaleras de caracol que daban a un luminoso salón en el que también había una cocina con encimeras de mármol en un rincón. La zona del dormitorio estaba separada del resto por unos paneles de madera.

A Max le había encantado nada más verlo. Le recordaba a la propia Cara, sin pretensiones, alegre, divertida. Era práctica y desprendía toda ella una belleza natural, desde el pelo moreno y corto a los intensos ojos azules, desde los carnosos labios a aquel cuerpo atlético y sano. Siempre estaba llena de energía y la vida no parecía impresionarla lo más mínimo.

El pequeño recibidor común tenía cuatro puertas. La última vez que Max había estado allí había sido a mediados de diciembre. Cara había mantenido las distancias desde que Ted Morrow había ganado las elecciones en noviembre, pero después le había comprado a Cara un regalo durante un viaje a Australia, unos pendientes de diamantes rosas de la mina de Argyle. Había escogido las piedras preciosas él mismo y había pedido que las engarzasen en oro de dieciocho quilates, especialmente para ella.

Esa noche, Cara lo había dejado entrar y habían hecho el amor por lo que sería, probablemente, la última vez, al menos durante aquel mandato. Cara había insistido en que debían guardar las distancias, ya que él era un conocido presentador de televisión y ella trabajaba para el presidente. Max se estremeció solo de pensarlo. No quería tener que esperar cuatro años para volver a tenerla entre sus brazos.

Llamó a la puerta de Cara y esperó a oír sus pasos en las escaleras de caracol, que eran de hierro forjado.

La oyó detenerse frente a la puerta y supo que estaba mirando por la mirilla. Eran pocas las personas que podían atravesar la entrada del edificio sin que el portero las anunciase, así que Cara ya debía de saber que era él. El hecho de que hubiese bajado las escaleras era buena señal.

–Márchate –le pidió a través de la puerta.

–De eso nada –respondió él, apoyando el puño en la madera.

–No tengo nada que decirte.

Él se acercó más a la puerta para no tener que levantar la voz y alertar así a los vecinos.

–¿Estás bien, Cara?

–Estupendamente.

–Necesito hablar contigo.

Ella no respondió.

–¿De verdad quieres que lo haga desde aquí? –la retó Max.

–Lo que quiero es que te marches.