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Indomables, n.º 26 - marzo 2014
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Esta es una obra de ficción. nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-4154-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Dónde con toda seguridad encontrarás una mano que te ayude, es en el extremo de tu propio brazo.
Napoleón
Un gran país no puede tener una guerra pequeña.
El duque de Wellington
Admiro a quien se sacrifica por sus ideas... no a quienes sacrifican a otros por sus ideas.
Gaspar Melchor de Jovellanos
Madrid, agosto de 1808
Se miró en el espejo y quedó perpleja. Por más que observaba a la elegante joven que se reflejaba en el cristal, Lola no podía reconocerse en ella. Los cabellos oscuros y brillantes, ensortijados en mil grandes rizos, adornaban su cabeza y caían libremente por los hombros, lanzando destellos a la luz de las velas por los diminutos diamantes diseminados por el peinado. Eran pocos, pero estratégicamente colocados, de forma que parecía una estrella fugaz al moverse ligeramente. El traje de corte imperio —en organdí de seda color rubor lavanda y bordados en gris perla— ensalzaba el tono mate de su piel, sus ojos negros y profundos, su cuerpo esbelto y sus delgadas piernas. Las chinelas, pintadas a juego y con suela de tafilete, eran una delicia. Nunca había tenido ropa como esa y jamás había imaginado que pudiera verse tan hermosa como en aquella calurosa noche estival.
Al acercar su cara a la luneta, y darse los últimos retoques con el afeite de leche de burra y harina de avena, sintió vértigo de su propio escote que dejaba al descubierto un pecho modelado, sugerente y atractivo, y una piel fina y suave. Todo en la mujer que veía le era ajeno; solo el olor, el rastro de perfume que dejaba tras de sí, le era familiar. Era lo poco de su antiguo yo que la marquesa le había permitido conservar.
—¡Pero qué ordinariez! —le había gritado colérica la dama—. ¡Nada de vestidos paletos que te hagan parecer un saco de mies! ¡La Virgen Santa, qué poco glamur! ¿Cómo vas a hacerte pasar así por una pariente mía? los Monforte siempre hemos tenido un gusto envidiable. Las mujeres de mi familia han sido famosas por su elegancia... sería imposible hacerte pasar por sobrina mía con semejante pinta. Tendremos que trabajar mucho para ponerte a punto; solo espero que sigas al pie de la letra todas mis indicaciones. El trabajo será duro y el tiempo escaso...
—Señora, estoy a su entera disposición y le prometo que me esforzaré al máximo —había contestado ella dócilmente, pero la otra no había terminado de creérselo.
—Eso es fácil de decir ahora. Supongo que comenzarás con ganas, pero pasará el tiempo y te cansarás, habrá momentos en que me odiarás y te preguntarás qué haces aquí. Bien, pues espero, muchacha, que no te desanimes y continúes con lo que ahora iniciamos. A partir de hoy mismo —dijo mientras le arrancaba de un tirón la pequeña cofia que llevaba en la cabeza—, serás Sol Monforte y Casadomet. Mi sobrina venida de Badajoz. ¡No quiero verte más desarreglada! Espero que sepas estar a la altura.
Y Lola había tragado saliva y puesto cara de circunstancias.
Todavía recordaba aquella mañana mientras seguía embobada en el espejo. Sonrió al recordar aquella primera regañina y cómo inmediatamente después la marquesa se había liado a sacar su modesta ropa del baúl; con cara de asco y echando espumarajos por la boca, la había llamado cateta, zafia del demonio y cien cosas más por el estilo.
—Lamento tener que decirte que nada de esto vale. ¿De dónde diablos has sacado esta indumentaria? ¿Y estos zapatos? ¡Señor, señor! Mejores se los regalo yo a mis criados. ¡Retíralo de mi vista inmediatamente! —le gritó.
Lola recogió con las manos toda la ropa desperdigada por la habitación.
—Si quieres pasar por una rica aristócrata no puedes llevar esos harapos. Veamos —seguía cogiendo prenda a prenda y tirándolas todas al suelo con gesto despectivo—. No, no va a valer nada. Necesitarás de todo nuevo: un arsenal de ropa, tratamiento para el cabello, doncellas, baños de espuma que dejen tu piel suave... cuando termines no te reconocerás.
—No creo, señora, que para la misión que me han encomendado necesite tantas cosas —se atrevió a protestar la joven que no quería ser una carga para nadie. Los costes de semejante derroche serían muy elevados.
La marquesa, volviéndose, la mandó callar. Sus marcados rasgos y su nariz huesuda parecían más duros que nunca. Con altivez la miró directamente a los ojos.
—No sabes lo que dices. ¿Crees que espiar es un juego? ¿Que yo malgasto el dinero a lo tonto? No, pequeña. Y por el dinero no te preocupes. Primero, porque lo pagará el Círculo y, segundo, porque es imprescindible. Tienes que dar el pego totalmente. No podemos dejar cabos sueltos. Y en la ropa y la finura de la piel es donde se comprueba quién es una dama.
—¡Yo soy una dama! —contestó malhumorada la joven— esté como esté mi piel. Y respecto a lo de la ropa, supongo que no todas las cortesanas serán millonarias y podrán derrochar a diestro y siniestro, las habrá más modestas. Además, yo me veo bien con mis vestidos.
—¿Acaso te has visto alguna vez con otros? —contestó en tono desabrido la marquesa— Y no, no hay damas pobres. Al menos, yo no las conozco y, desde luego, ninguna que lleve mi apellido. De todas formas si te incomoda el derroche de dinero, recuerda que no lo haces por ti, lo haces por tu país. En la guerra —le dijo mirándola fijamente— se lucha de muchas maneras, no solo en el frente. Si quieres colaborar y sé que quieres, esta es una de ellas.
Con los trapos, sombreros pasados de moda, zapatos de punteras ligeramente desolladas, cintas de colores, collares y pulseras que Lola guardaba como un tesoro, la marquesa hizo un hatillo y lo metió en un talego; después lo ató fuerte e indicó a su doncella, Paquita, que lo escondiera en algún armario de palacio hasta que Lola terminase su misión y pudiera recogerlo. A esta se le saltaban las lágrimas, se sentía humillada, ofendida por el trato despótico de esa mujer. Deseaba contestar a la soberbia de aquella bruja, e iba a abrir la boca, cuando la marquesa destapó un pequeño frasco de cristal tallado azul añil y metió su ganchuda nariz en él.
—¡Me gusta! Es un olor muy personal; nada de rosas o jazmines como los perfumes que habitualmente llevan las señoritas de tu edad. Algo diferente. Un olor intenso... ¿a qué? —preguntó mirándola.
Antes de que la joven contestara, la marquesa siguió olfateando la esencia, y con los ojos cerrados empezó a enumerar fragancias:
—Un sutil toque de canela, unas gotas de naranja, bergamota, ámbar, agua de lluvia... original —dijo mirándola—. Singular. Debes conservarlo, eso te dará un toque propio. Ya sabes que lo diferente siempre resulta atractivo —comentó mirándola con más atención, como si repentinamente la viese desde otra perspectiva.
Lola se tranquilizó. Nunca se hubiera deshecho de aquel perfume casero, menos refinado que otros que tenía, pero cuyo aroma la devolvía a su hogar, aunque solo fuera por unos instantes. ¡Aquel era el olor que respiraba en su casa cuando su madre vivía, antes de que ella y sus hermanos quedaran huérfanos! A Lola le daba seguridad, la reconfortaba, aunque también lograba encogerle el corazón de pura nostalgia.
La marquesa vio su cara compungida y se rio a carcajadas. Salió como un torbellino por la puerta, envuelta en su elegante batín de crepe de China, y dejó a Lola en manos de modistas, criadas y mozos que se hicieron cargo de todo, mientras la joven era trasladada a una hermosa y amplia habitación, soleada y aireada, cuyos balcones daban a la calle Barquillo. Una zona elegante, en la que vivía la crème de la crème. Precisamente uno de los vecinos más ilustres de los últimos años había sido el derrocado Manuel Godoy, Primer Ministro de Su Majestad Carlos IV; para unos, un incomprendido, para otros, el culpable de que España estuviera en la situación en que estaba: invadida por las tropas de Napoleón.
Desde ese primer día en casa de la marquesa, el tiempo había volado. Lola no había parado hasta transformarse realmente en alguien irreconocible. Coqueta, siguió mirándose un rato más, absorta en sí misma. ¡Se veía tan hermosa esa noche! Eso, se dijo, sería un buen presagio. Todo iría bien. ¡Tenía tantas ganas de empezar! ¡De poner en práctica todo lo que había aprendido!
Durante ese último mes había sido instruida por la marquesa de la Roca, Mª Teresa Vélez y Villábrigas, una de las mujeres más fascinantes de su época y ahora una mujer madura comprometida con la causa. Viuda desde muy joven y sin hijos, no había vuelto a casarse lo que no le había impedido tener una intensa vida amorosa y social, importantes relaciones políticas y económicas y, sobre todo, ideas muy independientes, poco habituales en las mujeres de su edad y condición. Liberal, divertida, cascarrabias; áspera con aquellos a quienes no aguantaba, también sabía ser muy amiga de sus amigos.
Por amistad primero y por compromiso político después, era por lo que se había avenido a colaborar en aquella idea disparatada de su querido Bellavista. El hombre había solicitado su ayuda y la tendría, aunque Mª Teresa no tenía muy claro si lograrían su propósito: convertir a una joven noble rural en una elegante damisela de la Corte, una coqueta petimetre, infiltrarla en la élite social madrileña y hacer que espiara para ellos. Por lo demás, resultaba evidente que a la marquesa los retos le gustaban, y Lola también.
—¿Qué le ha parecido? ¿No cree que merece la pena intentarlo con ella? ¿Es o no lo que estábamos buscando? ¡Y ella misma se nos ha puesto en bandeja! —le dijo Bellavista a Mª Teresa, frotándose las manos, en aquella primera ocasión. Se sentía francamente satisfecho consigo mismo y con su instinto de agente secreto curtido en mil batallas.
La marquesa, encogiéndose de hombros, tuvo que reconocer que, a priori, había buen material.
—No digo que no, pero no es tan sencillo como cres. Que haya buena materia prima no lo niego. Es verdad. La chica parece perspicaz, inteligente, buena improvisadora, aventurera... reúne los requisitos que estamos buscando desde hace tiempo. Sé que no es fácil encontrar un bombón como ella, una mujercita educada, con conocimientos de francés, modales, dibujo, piano... todo lo que una dama de su clase debe saber y, además, sin padres o tutores que nos puedan impedir moldearla a nuestro gusto. Además, me gusta personalmente, reconozco que tiene carácter, genio... aunque esto nunca he sabido si es una ventaja o una desventaja...
—No se queje, señora mía, y pongámonos manos a la obra. Necesitamos infiltrar mujeres en la élite y hasta ahora no habíamos conseguido ninguna. Las pocas que podrían servirnos están bajo las garras de sus padres que nunca permitirían que trabajaran de agentes. Además, y lo sabes igual que yo, la mayoría no tiene nada en la sesera. Son bobas de campeonato. Esta es distinta. No se le pasa una y es ella la que ha venido a buscarnos; quiere algo y está dispuesta a conseguirlo. Puede ser una gran opción si conseguimos hacer bien las cosas. Podrá espiar a los franceses y si llega el caso incluso...
Bellavista se calló, no quiso continuar. Mª Teresa le miró de soslayo sabiendo que desde hacía meses estaba nervioso e irritable, asombrado de que su propia perspicacia no hubiera resuelto aún el imprevisto. Tenían claro que tenían un topo, alguien espiaba su entorno más próximo. Su red de agentes había sufrido varios ataques y necesitaban infiltrar a alguien en sus propias filas que no fuera conocido, para no levantar sospechas, y averiguara secretos de los hombres y mujeres que trabajaban para ellos. Él lo llevaba mal y ella también. Era difícil reconocer lo duro que era sospechar de cada uno de sus hombres, algunos grandes amigos, pero era evidente que alguien cercano les estaba traicionando y era urgente identificarle.
Un soplón en sus filas podía causar graves daños a su nueva red de información, poner en peligro la vida de sus agentes y la de los máximos responsables del Círculo, miembros de la clase dirigente que se estaban haciendo con el gobierno de España tras la invasión y la huida de las autoridades nacionales. La vida de importantes personalidades del país estaba en sus manos y estaban jugando con fuego.
—Sabe que la situación es crítica. Cuanto antes nos organicemos, mejor, y lo primero sería encontrar a quien nos está traicionando —Luis de Fortuny, duque de Bellavista, habló despacio, en voz baja y grave, asomado a la ventana por la que echaba el denso humo de su cigarro habano. Conocía las debilidades humanas y entendía los miles de intereses de todo tipo que podría haber detrás de quien les estuviera delatando, pero una cosa era entenderlo en abstracto y otra intentar ponerle cara a ese malnacido. Pensar que podría ser cualquiera de sus amigos más íntimos, le helaba la sangre.
Dio una gran bocanada al cigarro que, en el atardecer, brillaba rojo como un ascua, sin atender las quejas de su acompañante.
Mª Teresa odiaba el humo de esos grandes puros que le provocaban continuas toses, pero era incapaz de conseguir que aquel hombre parara un solo minuto de fumar. Despejando la humareda con la mano esquelética y cargada de anillos en un gesto algo crispado se aproximó a él y, finalmente, le apretó la manga para reconfortarle.
—Sí, lo primero es lo primero —reconoció—. Haré lo que pueda con esa muchacha, pero usted también tiene trabajo por delante. Tendría que frenar la euforia de algunos —dijo volviéndose hacia la figura regordeta del anciano—. La huida de José I no debe crear más expectativas falsas. Esto no durará mucho y lo sabe. Napoleón está en la frontera esperando entrar en la península, la guerra no ha hecho más que comenzar y algunos ilusos creen que ya ha terminado. Tenemos que actuar con urgencia, con prudencia, sin levantar sospechas, pero eficazmente. No hay mucho tiempo para organizar lo que tenemos que emprender... Por cierto, me parece importante la carta de Álvaro. Si el gobierno inglés confirma su apoyo, eso es algo a tener muy en cuenta...
—¿Qué remedio...? —comentó el otro en tono cansino—. Ni ellos pueden hacer otra cosa ni nosotros.
—Siempre se puede hacer otra cosa y es de agradecer que nos ayuden después de tanto tiempo enemistados. Siempre he defendido que una guerra contra Napoleón es temeraria y casi suicida, pero si nos decidimos por esta opción, tenemos que contar con el máximo número posible de aliados. Lástima que en este caso el máximo número —añadió cínica— se reduzca a uno: Inglaterra. Los demás no se atreverán a sublevarse.
—No, no lo creo. Es bastante improbable.
—¿Los enviados al norte han regresado ya? ¿Sabemos algo de Pascual de Salcedillo o de Juanito? —preguntó la marquesa y durante un buen rato su acompañante la puso al día. Los amigos se despidieron ya tarde. Apenas se habían visto en las últimas semanas de tan liados como habían estado, hasta esa misma tarde.
Bellavista había vuelto a visitar a su amiga y consejera. Seguía intrigado por conocer el trabajo que la marquesa había hecho con la joven que le había presentado. Sabía de lo que era capaz Mª Teresa y también de que nunca hubiera aceptado a la muchacha si no le hubiera visto posibilidades reales de convertirla en una auténtica agente, de moldearla a su gusto. La visita a la dama dejó al viejo diplomático más tranquilo a pesar de no haber podido echar un vistazo a la joven. La marquesa no permitiría que nadie la viese hasta esa noche en el baile. Quería recoger impresiones de primera mano. Así se lo había dicho al hombretón al que educadamente, había sacado de su casa a empujones, tras un reguero de humo denso y negro, y unos cuantos apuntes de última hora. Con el sombrero de copa bien calado en la cabeza, vestido a la antigua con chaleco y calzón corto, y su eterno bastón de puño de plata en su mano regordeta, se despidió de ella, burlón.
—¡Espero verla esta noche en el baile en compañía de la joven más impresionante de Madrid!
—No le quepa la menor duda. Aunque, desde luego, mi trabajo me ha costado.
Ajena a todos esos tejemanejes, y al interés de Bellavista por verla, Lola Villar seguía ultimando su puesta en escena. En la planta superior del palacio, en la hermosa habitación verde pastel donde dormía desde hacía semanas, terminó de retocarse mientras miraba la hora, ansiosa de poder ver después de tanto tiempo, a sus seres queridos. Desde que había llegado a esa casa no había visto a sus hermanas ni a su amiga Clara que la habían acompañado a la capital. Ellas también habían sido invitadas al baile en casa de la duquesa de Osuna que esa noche se daría en su gran finca de recreo, El Capricho, a las afueras de Madrid.
Estaría todo aquel que fuera alguien en España y ella había repasado por enésima vez esa tarde todos los listados para no equivocarse en su primera cita. La duquesa, varias veces Grande de España, era famosa por ser capaz de reunir siempre a lo más granado del panorama nacional, además de aristócratas extranjeros, cuerpo diplomático afincado en Madrid, intelectuales y artistas de renombre, toreros, oficiales o revolucionarios... A Lola le encantaba la idea de conocer esa famosa finca de recreo y a esa famosa mujer —de la que tanto había oído hablar—, pero sobre todo estaba ansiosa de encontrarse con los suyos. Tenía mucho que contarles y esperaba poder sentir su aliento cerca, dándole la seguridad que tanto iba a necesitar. Clara y su hermana pequeña, Josefina, la habían apoyado desde el principio en esa loca aventura, igual que lo habían hecho siempre, pero su hermana mayor, Isabela, había puesto el grito en el cielo.
—¡Estás loca! ¿No hay otra forma de buscar a Luis que jugando a los espías? ¡Vas a conseguir que te detengan a ti también o lo que es peor, que te den dos tiros! Esto no es una broma Lola. Estamos en guerra. Espiar es alta traición castigada con la pena de muerte. ¡Déjalo antes de que sea tarde! Ya encontraremos otra forma de localizar a nuestro hermano. No añadas más preocupación a la que ya tenemos. Yo ya he iniciado varios trámites en el Ministerio y me han dado cita para el viernes... Poco a poco podremos seguir las pesquisas necesarias sin que ninguno de nosotros se ponga en riesgo.
Pero Lola no podía ya dar marcha atrás. Había dado su palabra al Círculo y a Bellavista.
El Círculo, como lo llamaba la marquesa, era un grupo social compuesto por gente muy dispar en su procedencia, pero todos ellos con algo en común: estaban convencidos de que ante la invasión francesa, había que hacer algo. El problema era los pocos medios del ejército español y el estado de ruina económica del país. El único camino que quedaba para hacer frente a los galos, pensaban, sería la lucha cuerpo a cuerpo. El levantamiento pueblo a pueblo, la guerra uno a uno, si hacía falta. Y esa idea, que había parecido descabellada cuando la habían comentado hacía unos meses en sus salones entre partidas de naipes y cenas de tronío, se había hecho realidad con una facilidad pasmosa tras los acontecimientos del dos de mayo cuando el pueblo madrileño se había levantado contra el invasor. La brutal represión había acabado con la farsa de que los franceses eran en realidad “amigos” que venían a ayudar. Ya no quedaba nadie que creyese esa patraña. La guerra era un hecho, dijeran lo que dijeran las pocas autoridades oficiales que aún seguían en el país. Las que no habían huido, habían sido compradas o retenidas por orden de Bonaparte.
El pueblo se había levantado en armas, pero lamentablemente —pensaban Mª Teresa y los suyos— no tenía formación, ni líderes, ni nada. España era un reino descabezado. Así lo aseguraban en el Círculo, que rápidamente se había prestado —en medio de algunas suspicacias— a organizar la resistencia. El mismo día del levantamiento popular, mientras las calles aún permanecían manchadas de sangre y seguían sonando disparos a lo lejos, habían iniciado una campaña de captación de seguidores —aprovechando el rencor desmedido contra los gabachos entre los ciudadanos— que aún no había finalizado. ¡Necesitaban tanta gente y había tan poca dispuesta a seguirles! Realmente había que estar loco y no tener nada que perder para arrojarse a semejante aventura. En el Círculo eran conscientes de que si las cosas salían mal, muchos de ellos perderían todas sus propiedades, sufrirían exilio o cárcel, eso si no morían antes. Había que ser valiente o temerario para dar un paso al frente, pero , felizmente, algunos lo habían hecho.
La situación de partida era realmente mala. El ejército español estaba muy disperso. Había miles de soldados en las colonias americanas, en el mar navegando, sirviendo a Napoleón en fronteras tan lejanas como la danesa... en la península quedaban pocas tropas y varios regimientos estaban en manos del emperador que los había movilizado con destino a Portugal, al servicio de sus propios intereses. En esas duras condiciones, los “rebeldes” —así se los empezaba a conocer— habían tenido que afrontar su primera batalla en Bailén que, increíblemente, habían ganado. Los franceses, ante tan inesperada derrota de sus huestes habían huido de Madrid con el rabo entre las piernas; muchos creían que ya no volverían. No la marquesa.
—¡Hay que aprovechar este punto muerto que el destino nos ofrece! —les decía a los suyos—. Es un tiempo precioso si sabemos qué hacer a continuación y cómo. Esos gabachos del demonio volverán. No le quepa a nadie la menor duda.
Bellavista, como encargado de la red de agentes secretos, era de la misma opinión. Otros como el conde de Floridablanca se tomaban las cosas con más parsimonia y Gaspar de Jovellanos no sabía a qué carta quedarse. Tan pronto creía firmemente que tenían las horas contadas para organizarse antes de que el emperador volviera como opinaba que este, finalmente, desistiría de su idea. En realidad nadie sabía de cuánto tiempo dispondrían para reorganizar sus filas, mejorar la red de información por todo el país y formar un gobierno nacional de resistencia que se hiciera cargo del caos en que ya se había convertido España, con cada ciudad y cada regimiento luchando a su aire, bandoleros y expresidiarios asaltando convoyes franceses y diligencias, con los caminos y las comunicaciones cortadas y todas las instituciones descabezadas... Necesitaban infiltrar gente en todos los círculos sociales y políticos y estaban especialmente necesitados de mujeres de clase alta. Por eso la llegada de Lola Villar había resultado providencial.
—¡Créame que hará un buen trabajo! Nos necesitamos mutuamente. Solo hay que ponerla un poco al día. Además, el tiempo se nos echa encima. Usted misma ha dicho muchas veces que no podíamos dormirnos en los laureles, que hay prisa, que tenemos los días contados. Bien pues será ahora o nunca.
La marquesa entendía perfectamente la urgencia; hubiera hecho milagros con cualquier joven que hubieran puesto en sus manos, pero reconocía que Lola Villar —una vez pulida— sería la adecuada para esa misión. Aun así, ponerla al día le había llevado su tiempo. Repasar nombre a nombre y parentesco a parentesco toda la élite de la capital había sido un arduo trabajo. Era imprescindible que la chica conociera el origen familiar de cada conde, duque, capitán o político que le presentaran en los próximos días. Necesitaba saber sus filias y fobias, sus manías, sus odios personales y políticos, su manejo de la ruleta o las cartas... Esto había sido aún peor.
Lola tenía poca facilidad para los juegos de mesa y era demasiado impetuosa para aguantar horas jugando al bridge o a la baraja española. Las danzas se le daban mejor, aunque su carácter la llevaba a intentar imponerse sobre su pareja, algo muy mal visto en sociedad. ¿Qué caballero querría bailar con ella en esas condiciones? El canto o el piano eran mucho más manejables para ella al igual que las conversaciones. El chichisbeo estaba de moda y había que saber cómo hacerlo. También cómo manejar un abanico y cuál de ellos lucir según la ocasión; la reina tenía más de dos mil. Habían trabajado mucho sus posturas y gestos. Tenía que parecer una esnob petimetre, algo que no la salía de dentro. Su mirada era demasiado intensa y su tono de voz también. Matizar esos detalles era vital. De ellos dependía triunfar o fracasar. Por lo demás era buena alumna y se había dejado aconsejar por la marquesa sobre peinados, afeites, temas de conversación y hasta dónde ponerse los lunares de terciopelo. La joven estaba más que dispuesta a colaborar porque le iba en ello lo que más quería: encontrar a su hermano desaparecido.
—¿Es usted el duque de Bellavista? Busco a mi hermano Luis Villar, desaparecido hace unos meses. Sé que habló con usted antes de salir de Madrid. Espero que pueda ayudarme a encontrarlo.
Con esas palabras y un gesto algo tenso, pero decidido, se había presentado Lola ante el anciano nada más llegar a Madrid al inicio del verano.
Este la había mirado con suspicacia y perplejidad, intentando situarla y comprender qué era exactamente lo que le pedía. Todos sabían que Luis Villar había desaparecido hacía meses en extrañas circunstancias cuando se dirigía a una misión en el norte, pero qué diantres pintaba allí su hermana. Aquella noticia había corrido como la pólvora en la red, pero no existía constancia oficial de que hubiera fallecido. Nadie sabía qué había sido de él, si seguía vivo o estaba muerto. Bellavista había esperado el estío a que los rumores de muerte fueran falsos y el joven diera señales de vida, volviera a la capital y diera parte de lo sucedido, pero no había sido así. Tras él, habían desaparecido otros cuatro agentes más. Aquello había sido el comienzo de un verdadero quebradero de cabeza para el hombre. Desde entonces tenía claro que contaban con un topo en sus filas. Y ahora, esa mujer desconocida se presentaba por las buenas en su despacho y le hacía a él precisamente un interrogatorio. ¿De dónde había salido aquella mocosa? ¿Sería realmente la hermana de Luis Villar?
Lola vio la duda en sus ojos y, sonriéndole, le mostró el sello familiar.
—Sé que si alguien sabe dónde está mi hermano, es usted. Necesito encontrarle —dijo con desparpajo, sin inmutarse ante las primeras negativas de Bellavista que intentaba hacerse el despistado y no contestarle. Realmente no sabía qué decirle.
Aunque en un primer momento se le anunció a la familia que el joven podría haber fallecido en Madrid el fatídico dos de mayo, el día de la sublevación contra los franceses, Lola tenía una carta en la que, misteriosamente, su hermano la informaba de que —por motivos que no le podía revelar— saldría en marzo de la capital y estaría fuera, en el norte de España, varios meses. Le rogaba que le perdonara si no llegaba a tiempo para estar con ella y sus hermanas en verano, en su cortijo de La Carolina, en Jaén, como cada año desde que murieran sus padres. También, extrañamente, le pedía que no hablara de esa carta con nadie y que se prepararan para dejar el convento donde vivían y volvieran a su casa urgentemente si la guerra con Francia estallaba.
No quería alarmarla —seguía diciéndole en su escrito—, pero lo cierto era que el país estaba al borde mismo del abismo. Lola había guardado aquella carta con un mal presentimiento y fue a aquella misiva a la que se agarró como a un clavo ardiendo cuando le comunicaron que su hermano Luis había fallecido. Así, sin más. Sin saber ni dónde ni cuándo ni por qué. La comunicación venía de Madrid, remitida por sus tíos que muy preocupados habían hecho llegar el escrito a las jóvenes. Estas llevaban semanas esperándole y su retraso les había empezado a resultar alarmante. Cada día que pasaba sin noticias de Luis, todas ellas se sentían más nerviosas. En esa situación, la carta y la comunicación del posible fallecimiento del joven, había sido recibida como una auténtica tragedia; como un verdadero mazazo.
Durante varios días las mujeres no habían parado de llorar, a excepción de Lola que seguía incrédula sin poder liberar ni una lágrima, con la corazonada de que Luis seguía vivo en algún sitio sin poder comunicarse con los suyos. La noticia tenía tan pocos detalles, decía tan poco, era tan extrañamente oscura que a ella no le pareció creíble. Desde el primer momento se dedicó a consolar a las demás mientras se mantenía a flote agarrándose desesperadamente a la esperanza de que todo aquello fuera una equivocación.
—Por favor, no llores más, Josefina. Verás como todo es un error —le decía insistentemente a su hermana más pequeña mientras le acariciaba la cabeza. Esta era la que peor lo estaba llevando, la más cría y la más sensible e impresionable. Repetir esa idea, la de que aquello era un error, le permitía a ella misma no venirse abajo.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Lola? —repetía entre lágrimas agarrada fuertemente a su hermana, la pequeña Fina—. ¿Nos hemos quedado solas? ¿Más solas? —Su voz sonaba a miedo y sus ojos suplicaban una respuesta positiva. Necesitaba que Lola lo negara todo, le dijera que Luis regresaría pronto, que todo volvería a ser como antes...
—Veras como aparece. Esperaremos —contestaba Lola en un susurro de voz intentando tranquilizarla
—¿Pero y si no lo hace? ¿Y no regresa jamás? —preguntaba la chica y Lola, segura de sí misma, le contestó:
—Si es necesario, iremos a Madrid a buscarle. No nos quedaremos tranquilas hasta que le encontremos... vivo o muerto.
—¿Lo dices en serio? —le preguntaron al unísono todas.
Y Lola sintió en ese momento que esa era la solución. No podían permanecer llorando por tiempo indefinido en el convento o en su casa. Tenían que hacer algo. Irían a Madrid, seguirían allí sus últimos movimientos, descubrirían con qué amigos se había visto, qué contactos tenía, adónde había ido con tanto secretismo, seguro que encontraban alguna pista, una manera de llegar hasta él. En unos días convenció a sus hermanas y rápidamente, su amiga Clara y ellas hicieron el equipaje. A principios de junio pusieron rumbo a la capital donde ninguna de ellas había estado nunca antes.
El grupo de jóvenes llegó a Madrid después de cuatro días de recorrer caminos solitarios y cruzar la puerta de Toledo. Esta estaba en ruinas; aún había cascotes y restos de metralla, recuerdos del brutal encontronazo que hacía un mes había tenido lugar en ese mismo lugar entre los insurgentes y la caballería francesa. Dos soldados les habían echado el alto para pedirles la documentación, y una vez obtenido el permiso para entrar, se pusieron en marcha. Las chicas se dirigieron luego hacia la plaza de la Cebada y de ahí a casa de sus parientes más próximos, encontrándose durante todo el trayecto una urbe desértica y aún con visibles señales de la lucha habida: edificios incendiados, tropas y centinelas en los edificios oficiales, escaparates con las lunas rotas, farolas caídas. Resultó una gran desilusión. Aunque nunca hubiesen estado, habían imaginado mil veces Madrid como un lugar lleno de vida, de gente elegante paseando en sus carruajes descapotables, con maravillosos comercios y teatros, repleta de cafés bulliciosos, botillerías, mercados llenos de los más inusitados y exóticos productos, bailes y vida social, pero la ciudad a la que habían logrado llegar era la imagen de la desolación.
Sus tíos, los vizcondes de Aldeaquemada, las habían acogido con sorpresa al verlas aparecer, pero con un gran cariño y Lola pudo pronto empezar a buscar a los amigos y contactos de su hermano. Había hablado con estudiantes compañeros suyos de universidad, con el viejo asistente que le había atendido durante sus estancias en Madrid, con el párroco que tenía asignado. Así fue como entre otros dio con el citado duque de Bellavista.
Lola le había pedido información al viejo y orondo diplomático en las varias reuniones que había mantenido con él, pero no le había hablado de la última carta de Luis; eso lo mantuvo en secreto. Algo le decía que debía cumplir los deseos de su hermano al respecto y no hablar de ello con nadie. El hombre le prometió su ayuda y sus pesquisas a cambio de su colaboración.
—Créameme si le aseguro que apreciaba a vuestro hermano y que su desaparición me dejó consternado. Si le soy sincero —le dijo el último día— yo también creo que puede seguir vivo, ¡aunque me aspen si sé a qué viene este extraño comportamiento!
Después calló y dejó que fuera ella quien hablase.
Sin dejar de observarla, siguió el hilo de sus pensamientos, volviendo una y otra vez sobre aquel problema que tanto le preocupaba. ¿Habría sido casualidad o un ataque premeditado el sufrido por sus hombres, por Luis y los demás? ¿Estarían muertos o simplemente escondidos? Y si era esto último, ¿por qué? ¿Qué temían? ¿A sus mandos? ¿Sabían quiénes les habían podido traicionar? Bellavista no paraba de hacerse preguntas mientras recordaba detalles de aquellos sucesos, con la cabeza recostada en el respaldo de su viejo, pero mullido sillón y sin perder de vista a la mujer. Esta hablaba y hablaba, pero inteligentemente no decía mucho, pensó el viejo. La intuición le hizo sospechar que podría guardarse un as en la manga, pero al mismo tiempo le pareció que era inteligente, decidida. Instintivamente supo que sería una buena agente, la persona a la que podrían infiltrar. Ella podría darle las respuestas. Sin pérdida de tiempo, se lo propuso.
—¡Ayúdenos y la ayudaremos! —le soltó como un disparo, mirándola con sus ojillos rasgados y el monóculo clavado en el derecho.
Lola no entendió inicialmente. Le miró con un gesto de interrogación en su cara y el hombretón se le aproximó y, con una voz ronca y sutil, le explicó cómo estaban organizando grupos de resistencia para luchar contra los franceses.
—No voy a engañarla a usted. Necesitamos féminas de su perfil. No crea que sea algo raro, las mujeres pueden jugar un papel fundamental en esta guerra. Ya habrá oído muchas de las historias que se cuentan por ahí... ustedes son mucho más sagaces, más pacientes, su ayuda —estoy convencido— será vital.
Lola le miró sorprendida, pero poco a poco sus palabras fueron calando en su mente. El hombre siguió persuadiéndola, viendo que poco a poco su resistencia cedía. Al final la convenció. Bellavista sabía ser persuasivo cuando quería.
—Sospechamos que puede haber un topo que esté pasando información de nuestras actividades a los agentes franceses al servicio de los gabachos —le comentó finalmente—. Yo particularmente no he dejado de buscar a Luis Villar y a los demás desde hace meses, pero todavía no he dado con ninguno y temo que el ataque que sabemos sufrieron, pueda ser un sabotaje en toda regla —decidió sincerarse en parte—. Su hermano como sabrá trabajaba para nosotros, era uno de nuestros hombres más valiosos. Querríamos encontrarle si está vivo, a él y a los demás, pero créame si le digo que desconocemos su paradero... si es que aún vive —terminó añadiendo.
—No saben si está vivo, pero existe esa posibilidad —insistió ella.
—Sí —reconoció el espía—. Mientras no haya información que demuestre lo contrario, debemos tener esperanzas. Para nosotros es vital saber qué les ha pasado a todos ellos y, si están escondidos, saber por qué nos temen... Si saben algo, deberían hablar antes de que se ponga en peligro a más gente. Espero que usted nos ayude a recabar información que pueda servirnos para derrotar a los invasores y a localizar a los nuestros... antes de que los localice el enemigo.
—De acuerdo —se oyó Lola contestar a sí misma, sorprendida por su propia osadía al aceptar semejante propuesta.
Había escuchado con curiosidad la petición de colaboración y no lo había dudado. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por encontrar a su hermano. Si había que espiar, espiaría. Tampoco le parecía algo tan descabellado. A ella siempre se le había dado bien escuchar tras las puertas y era buena observadora. Su madre la regañaba por esa fea costumbre y a su padre le divertía su espíritu aventurero y entrometido. El espionaje al francés no podía ser muy difícil... al menos eso pensó en ese momento. El mismo en el que llegó a un acuerdo con aquella gente. No les decepcionaría. Se convertiría en una petimetre, en cualquier cosa, reuniría de nuevo a los suyos.
Así había sido como Lola Villar había llegado a casa de Mª Teresa Vélez y como esa noche se preparaba para convertirse por primera vez en otra persona. Sabía que su vida iba a dar un gran cambio. Una vez traspasara el quicio de la puerta, no volvería a ser la misma: dejaría de ser la joven y alegre Lola Villar para ser Sol Monforte, sobrina de la marquesa de la Roca, elegante y refinada dama, espía al servicio de su país. El papel a interpretar sería el de una joven alegre y casquivana a la búsqueda y captura de un prometido rico en Madrid. Podía hacerlo bien, ser creíble. Debería esforzarse por resultar convincente, pero se había preparado a conciencia. Se dio las últimas pinceladas, dejó que la doncella le recogiera con una horquilla de marfil el último mechón y cogió la capa forrada de terciopelo. Estaba impresionante. Una oleada de entusiasmo y nervios le subió hasta la garganta.
—La marquesa la espera en el vestíbulo —le dijo Paquita la criada y Lola cerró la puerta. Se les hacía tarde y el coche debía llevar tiempo en la calle.
Bajó ligera la escalera de caracol con barandilla repujada, se sujetó —con los modales que doña Teresa le había enseñado— la falda y llegó hasta ella. Luego respiró hondo. Esa noche su vida daría un giro radical, lejos del campo donde había crecido y del convento donde había pasado sus últimos años, en un mundo hasta ahora desconocido para ella.
Lola tuvo un vahído de aprensión que rechazó con una sonrisa cínica inmediatamente. A veces había que correr riesgos. Siempre había tenido espíritu inquieto y después de años de inactividad, aquel reto le hacía hervir la sangre. Tenía ganas de empezar ya, de comprobar qué valía para ello y de saber que al final de todo aquello... estaría la mejor de las recompensas: su hermano vivo. Eso le daría fuerzas cuando las cosas se pusieran feas, se dijo. Algo en su interior le decía que sería así, que se reencontraría con él. ¡Habían estado siempre tan unidos! puede que en ese instante no supiera qué había pasado, ni por qué habían perdido el contacto, pero cuando todo aquello terminara, volverían a estar juntos. Todos.
La marquesa inclinó la cabeza en señal de aprobación cuando la vio, sonriéndole con cariño y empujándola del codo enguantado hasta la puerta del carruaje, una berlina ligera con capota en la parte trasera y un tiro de dos magníficos caballos negros. Ambas se subieron al carruaje ayudadas por un lacayo y se sentaron silenciosas en su interior, cada una inmersa en sus propios pensamientos.
Lola oyó el restallar del látigo, la voz del cochero y el tirón del vehículo al comenzar a rodar. En ese instante se santiguó rápidamente y besó la pequeña medalla de oro que llevaba siempre consigo, un regalo de sus padres, que sabía estarían con ella en un momento como ese. Sintió su aliento físicamente. Cerró el puño, clavándose el borde metálico en la mano enguantada y cogió fuerzas, deshaciéndose mentalmente de sus miedos. Irguió la cabeza con arrogancia y sonriendo desafiante a la marquesa, que desde el sillón de enfrente no le quitaba ojo, se dispuso a comenzar aquella nueva aventura.
—No te asustes. Todo irá bien —dijo la mujer queriendo tranquilizarla mientras se encendía un largo cigarrillo.
—No estoy asustada. Sé que todo irá bien. No me puedo permitir otra cosa— contestó fríamente Lola.
Y la marquesa soltó una gran risotada. Sí, decididamente le gustaba esa chica. Tenía agallas.