Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Miranda Jarrett
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
El caballero de plata, n.º 339 - junio 2014
Título original: The Silver Lord
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4353-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Feversham Downs, Kent
Marzo de 1802
La niebla se acercaba a la costa, tan espesa y húmeda que parecía una extensión del mar, elevándose en el cielo nocturno para estremecer de tristeza a toda criatura que tocase con su gélido manto gris. Había ocultado la luna y las estrellas, y poco a poco iba tragándose el paisaje terrenal; incluso el batir de las olas en la orilla parecía lejano y apagado. No era una noche para ningún hombre ni bestia, y mucho menos para una dama.
Pero para Fan Winslow era la noche más perfecta que se podía imaginar.
—Cubre la luz, Bob —le dijo al hombre que montaba a su lado—. No quiero arriesgarme a que ningún destello nos traicione.
Obedientemente, su compañero bajó la tapa del diminuto farol que se balanceaba colgado de una estaca en la arena. Al moverse, los bultos de su abrigo revelaron la pistola que llevaba en el cinturón. Aunque los problemas eran poco frecuentes, siempre iban armados. En aquel oficio sería una imprudencia no asegurarse.
Fan asintió cuando la luz del farol quedó reducida a los pequeños orificios del dorso y se arrebujó en su capa negra.
La fe… ¿Desde cuándo servía para protegerse del frío? La niebla siempre conseguía deslizar sus gélidos tentáculos a través de las enaguas, medias, mitones y chales. El único calor verdadero le llegaba del robusto poni que montaba, cuyo áspero pelaje le confería una protección idónea para un clima tan duro. Fan no era tan afortunada como Pie, así que se subió aún más la bufanda sobre el rostro. Intentaba mantener el aspecto de una dama, aunque la brisa marina hacía que le escocieran los ojos y las mejillas, y que los rizos sueltos se aplastaran contra la frente y el cuello como un manojo de algas pegajosas.
Aun así, Bob Forbert y ella esperaban imperturbablemente en la playa, escudriñando la niebla en busca del barco, entornando la vista con tanto esfuerzo que las lágrimas empezaban a afluir a los exhaustos ojos de Fan. Salvo aquellos pocos que sabían la verdad, nadie comprendería el riesgo de adentrarse en la niebla en una noche como ésa.
Resopló contra la bufanda de lana que le cubría la boca, en un intento de calentarse con todo lo que pudiera, y aferró las riendas con sus dedos entumecidos. A pesar de su crudeza, la noche no podía ser mejor para cumplir con el trabajo. Aquella niebla ocultaba los secretos tan eficazmente como una sepultura.
Pero ¿cuánto tiempo llevaba aguardando junto al mar, soportando la espuma salada que caía a borbotones como una ventisca de nieve? ¿Una hora, dos, tal vez tres? Podría comprobarlo en el reloj que llevaba en la muñeca, pero eso la haría parecer débil e insegura, como si no hubiera previsto y planeado hasta el último detalle de la misión. No podía dejar que Bob percibiera su incertidumbre. Ni él ni ningún otro podían cuestionar jamás su absoluta seguridad.
¿No le había enseñado su padre que nunca debía mostrar dudas a quienes dependían de ella? «Esa gente es nuestra gente», habría dicho, juntando sus espesas cejas negras en una expresión grave. «Es la Compañía Winslow, nuestra responsabilidad, y tú debes estar preparada para ponerlos en primer lugar. Así ha sido siempre para los Winslow, hija mía. Debemos ser valientes, seguros y honestos. Debemos serlo, pequeña, o nunca nos ganaremos su respeto ni mereceremos su lealtad».
Pero su padre nunca la había imaginado sustituyéndolo en aquella playa, esperando con el farol y las pistolas y rezando por que hubiera dicho lo correcto…
—Al menos esta noche no nos perseguirán los oficiales de aduanas, señorita Winslow —dijo Bob, escupiendo en la arena para enfatizar su desprecio—. Ni tampoco la Armada. Ninguno de esos bastardos se atrevería a sacar sus gordos traseros en una noche tan fría.
—Sí, a esos bellacos les gusta el buen tiempo —corroboró Fan—. Que se queden junto al fuego, y nos dejen en paz a la gente honesta.
Había sido en una cálida noche del último verano, con la fragancia de los tréboles y el intenso olor a heno impregnando el aire, cuando su padre dejó que una garrafa de coñac francés le arrebatara el sentido común en la taberna de Tarry Man, en Tunford. Completamente borracho, había cruzado la zona pantanosa cercana al mar con su viejo amigo Tom Hakins, los dos cantando a voz en grito obscenas canciones sobre el rey, convencidos de que encontrarían un barco procedente de Boulougne.
Fue la última vez que se vio a su padre y a Tom. Alguien dijo que se habían ahogado en el mar. Otros aseguraban que alguna banda rival los había asesinado y ocultado sus cuerpos. Incluso circulaba el rumor, muy popular en la taberna, de que se habían embarcado en un velero para Francia y que se habían abandonado a la buena vida, rodeándose de mujeres y alcohol, y dándole la espalda a todo lo que dejaron atrás.
Pero las historias no eran más que meras suposiciones sin prueba alguna. Lo único que Fan sabía con certeza era que su padre nunca había vuelto, que ella lo echaba terriblemente de menos y que desde aquella noche lo había reemplazado en aquel lugar, esperando y rezando por que algún día regresara.
—¡Ahí, señorita Winslow! ¡El barco! —exclamó Bob, señalando a un punto entre la niebla—. ¡Como usted dijo, señorita Winslow! ¡Como usted dijo!
Fan volvió a asentir, ocultando su alivio. No había estado segura de que Ned Markham se arriesgara a pilotar el Sally en una noche como aquélla, pero ahora podía ver por ella misma la luz amarilla que oscilaba en la proa. La secuencia de la señal era la misma de siempre: un destello rápido y dos lentos.
Se inclinó hacia delante para destapar su propio farol y respondió con dos destellos lentos y uno rápido. Finalmente, descubrió por entero la llama y dejó que la luz hiciera las veces de un faro improvisado. El timonel del Sally necesitaría la señal para adivinar dónde estaba la entrada del estrecho canal llamado Tunford Stream.
Al otro lado de las dunas esperaban los otros: hombres de confianza de la Compañía y los mozos y porteadores contratados para esa noche. En estrecha colaboración con la tripulación del Sally, descargarían setecientas libras de té chino sin tener que pagar ni un penique a la aduana ni a la Corona.
Fan observó cómo se acercaba el barco, con su vela apenas visible entre la humedad y la niebla. La larga y tediosa espera estaba a punto de acabar, y las horas siguientes serían una carrera contra el amanecer. Si todo salía según lo planeado, el último poni cargado de té estaría alejándose por las colinas antes de que las primeras luces asomaran por el horizonte, y ella estaría de vuelta en Feversham Hall antes del canto del gallo, tan cansada que apenas tendría fuerzas para subir las escaleras hasta su cama.
—¿Quién va a quedarse con el té esta vez, señorita Winslow? —preguntó Bob, dando pequeños saltos de entusiasmo, o tal vez de frío, junto a ella—. ¿El posadero de Lydd, igual que la semana pasada, o ese tipo nuevo de Londres?
—Cállate, Bob —le ordenó ella con voz cortante, alarmada de que Bob hablara tan abiertamente—. ¿No te he dicho que no debes hablar de nuestros negocios?
—Pero, señorita Winslow, yo…
—Ni una palabra, Bob, ni siquiera a mí —lo cortó—. ¿O es ése el camino que deseas tomar, Bob Forbert? ¿Traicionarnos a todos con tus locuras y suposiciones?
—No, señorita Winslow —respondió Bob, retorciéndose las manos enguantadas—. En absoluto.
—Entonces, si quieres compartir los beneficios de la Compañía, debes acatar nuestras reglas.
—Por supuesto, señorita Winslow —exclamó él a la defensiva—. ¡Tengo una familia que alimentar! ¡No soy como usted, que sólo ha de cuidarse a sí misma!
Aquello le dolió a Fan, pero ¿qué podía argumentar si era cierto?
—Vete, Bob —dijo, intentando no mostrar su resentimiento—. Y diles a los otros que el Sally se acerca. Yo seguiré sola, en cuanto me haya asegurado de que han seguido la luz.
Bob hizo girar a su poni y se alejó trotando por la arena. Pie soltó un relincho y se movió con inquietud, ansiosa por alejarse también. Fan se apresuró a tirar de las riendas, y no pudo evitar preguntarse si las prisas de Bob por marcharse se debían a que intentaba demostrar su lealtad o si únicamente deseaba huir de sus críticas.
Fan había oído lo que decían algunos hombres de la Compañía a sus espaldas. Desde la separación de su padre se había convertido en una mujer dura y de lengua afilada, la peor clase de soltera que un hombre pudiera encontrar. No importaba que la Compañía hubiera seguido prosperando bajo su mando, ni que las operaciones se planificaran con una eficacia incuestionable, ni siquiera que los beneficios hubieran aumentando a pesar del incremento de la vigilancia costera. Lo que menos gracia les hacía a sus hombres era seguir las órdenes de un jefe con enaguas, incluso si él jefe era la hija de Joss Winslow. Fan no se atrevía a pensar cuánto tiempo seguirían obedeciéndola, ni lo que haría si decidían rebelarse.
Pero como aquél habría sido el deseo de su padre, había hecho todo lo posible para mantener unida la Compañía. Y, ya fuera en las operaciones de contrabando o en su casa de Feversham, siempre se había enorgullecido de trabajar duro y hacer las cosas bien.
Sin embargo, nada parecía marchar bien en su vida. Desde el verano pasado la acompañaba la misma sensación que tenía ahora en la playa: una sensación fría y amarga de absoluta soledad.
Prepárate siempre para lo peor y nunca te llevarás una decepción
No era aquélla la cita por la que se guiaran la mayoría de los nobles ingleses. La sangre azul y los privilegios no casaban bien con el pesimismo. Pero aunque el capitán lord George Claremont era hijo del duque de Strachen, había aprendido por propia experiencia que lo peor podía estar acechando en cualquier esquina… como sucedía con demasiada frecuencia.
No era extraño, entonces, que mientras se recostaba contra los mullidos asientos del carruaje, se concentrara en cómo debía atacar aquella mañana gris en Kent.
No, no «atacar». Ahora estaba en el mundo civil, y a los civiles no les gustaban los ataques de ninguna clase. Era algo que no podía olvidar, aunque ello implicara romper una costumbre de dieciocho años. Se apartó con impaciencia una mota de pelusa de la manga con encajes dorados de la casaca, negándose a creer que hubiera pasado tanto tiempo desde que se puso un uniforme del mismo color azul oscuro.
Dieciocho años… Hacía tiempo que no lo calculaba, pero los hechos seguían siendo los mismos. Sólo había tenido once cuando lo enviaron a la mar, con la excusa más miserable que podía esgrimir la Armada de Su Majestad. Pero la Armada le había dado unos valores y una solidez de carácter que ni su propia familia había podido enseñarle, y, contra todo pronóstico, había sobrevivido e incluso prosperado. Ahora, con veintinueve años, había sido ascendido a capitán de una de las fragatas más veloces de la flota, con una tripulación entera a sus órdenes.
Por desgracia, la maldita paz que habían firmado los políticos lo había dejado en tierra como a tantos otros marineros. Al menos él había tenido más fortuna que muchos de sus camaradas, y recordó el golpe de suerte que lo había llevado hasta allí, a Kent.
Leyó una vez más la hoja que le había dado en Londres el agente inmobiliario.
FEVERSHAM HALL
Una fantástica propiedad en el condado de Kent.
Situada en un entorno tranquilo y natural.
En perfecto estado de conservación y elegantemente amueblada.
Idónea para la familia de un caballero.
Lista para entrar a vivir.
El boceto que acompañaba al anuncio mostraba una vieja y laberíntica mansión de la gloriosa época isabelina, con maderos oscuros entrecruzados sobre blancas paredes de yeso y ventanas romboidales. Las rosas crecían a ambos lados de la puerta principal y los árboles protegían el camino curvo de entrada. En la distancia se veía la pintoresca y reluciente superficie del agua, y una diosa alada tocaba una trompeta sobre las olas.
Fiel a su escepticismo, George frunció el ceño al leer la descripción. «En perfecto estado de conservación y elegantemente amueblada». ¡Ja! Seguramente había murciélagos en las chimeneas, ratones en las paredes y goteras en el tejado.
¿Y para qué querría un entorno natural? Él no practicaba la caza ni ningún otro entretenimiento que durase semanas, la única razón por la que la gente solía vivir en el campo. Tampoco sentía la necesidad de tener una propiedad ligada a su nombre, y ser conocido como «Lord George Claremont de Feversham Hall». Además, no tenía intención alguna de permanecer en tierra más tiempo del necesario, y en cuanto a la familia que mencionaba el anuncio, él no tenía esposa ni era probable que la tuviese debido a su carrera.
Aun así, por primera vez en su vida tenía la oportunidad de ostentar el título con el que había nacido. Gracias a Dios no había heredado el ducado ni las deudas de su padre, como le había pasado a su hermano mayor Brant, pero seguía siendo un Claremont y eso implicaba cumplir con una serie de obligaciones. Y además era un oficial de la Corona. No podía pasarse el resto de su vida viviendo en una miserable habitación sobre una taberna de Portsmouth.
El carruaje aminoró la marcha para girar a la carretera principal, y George aprovechó para contemplar el paisaje. Siempre le había gustado aquella parte de Kent, tan salvaje y distinta a su Sussex natal. Tenía la ventaja adicional de estar lo bastante lejos de Portsmouth para evitar las visitas de las esposas de los almirantes, y además estaba a la misma distancia de Claremont Hall, donde vivía Brant, y de Chowringhee, la casa que su hermano menor Revell había construido para su nueva esposa, Sara.
En aquel día nublado, el cielo gris parecía fundirse con el manto plateado de los Romney Marshes, una zona pantanosa que separaba la tierra firme de las turbulentas aguas del Canal. Aquellas costas eran famosas por su desgraciada historia, repleta de naufragios y contrabandistas, y el paisaje hacía honor a su triste fama. Los pocos árboles que se esparcían por el terreno estaban torcidos por el viento, y no se veía ninguna columna de humo que indicara la presencia de una casa de campo cercana. No sería molestado por vecinos curiosos, de eso no había duda. Una bandada de gaviotas que se dejaba mecer por la brisa y un rebaño de ovejas marrones, apiñadas junto a un muro de piedra para protegerse mientras pastaban en los rastrojos, eran los únicos signos de vida en aquel panorama desolador.
El cochero volvió a girar y lanzó una maldición mientras intentaba controlar a los caballos. El nuevo camino era más estrecho y aún más accidentado que el anterior, y George tuvo que agarrarse para no salir despedido del asiento. Otra manera para mantener a raya a las visitas indeseadas, pensó con ironía mientras estiraba el cuello para buscar la casa.
Y una vez más, había hecho bien en esperarse lo peor.
Era obvio que el artista contratado para dibujar la casa nunca la había visto por sí mismo, sino que había hecho la ilustración basándose en la descripción de otra persona, supliendo con la imaginación la falta de detalles. Los listones de madera, las paredes blancas y las ventanas romboidales estaban allí, de acuerdo, pero no había ni rastro de los elegantes robles ni de los rosales, y el camino de entrada no era ni curvo ni acogedor, sino un sendero lleno de baches hacia la puerta.
—Hemos llegado, lord capitán —anunció el cochero mientras abría la puerta del carruaje. Su rostro estaba enrojecido por el frío y exhalaba blancas bocanadas de vaho, y miró con suspicacia al andrajoso muchacho que apareció para sujetar a los caballos—. Feversham Hall, lord capitán.
George asintió, demasiado concentrado en la casa como para dar un paso. Las viejas maderas estaban agrietadas y enmohecidas, el enyesado necesitaba un repaso, las malas hierbas cubrían los aleros, e incluso aquel chico necesitaba que lo enseñaran a peinarse y cuadrarse debidamente. Si George se quedaba con la casa, tendría un largo trabajo por delante para poner orden. Sería necesario traer a sus hombres del Nimble para asegurarse de que las cosas se hicieran bien, empezando por arreglar el horrible camino.
Volvió a asentir, permitiéndose una irónica sonrisa de anticipación. Sería todo un desafío… Si Addington y su condenado tratado habían alejado a los franceses de su alcance, al menos por ahora, ¿por qué no emplear sus energías y las de su tripulación en sustituir maderas podridas y partir guijarros? Tal vez no se hubiera equivocado antes, cuando pensó en cómo debería «atacar» la situación.
Subió los escalones de piedra con decisión y llamó con los nudillos a la puerta. Se suponía que el agente de Londres habría avisado de su llegada al encargado de cuidar la casa… alguien que no sólo había descuidado sus tareas, sino que se retrasaba en abrir la puerta. George volvió a llamar con impaciencia y contó hasta diez para serenarse. Si finalmente se quedaba con la casa, una de sus primeras medidas sería despedir a aquel incompetente.
Llamó otra vez, con más fuerza. ¿Dónde demonios se había metido el tunante?
Entonces oyó el ruido de pisadas en el interior, seguido de un golpe seco y metálico y el chirrido de la cerradura, y la puerta pesada y maciza se abrió por fin. El ruido de las bisagras oxidadas indicaba que requerían tanta atención como todo lo demás, tal y como George había esperado.
Pero nunca habría esperado encontrarse con la mujer que apareció frente a él.
Era alta, casi tanto como él, aunque el vestido sencillo y negro que llevaba con un pañuelo blanco anudado al cuello no podía ocultar que se trataba de una mujer, muy atractiva, por cierto. Unos cabellos espesos y oscuros le sobresalían por debajo del gorro y enfatizaban la blancura de su piel, y sus labios eran tan exuberantes y generosos como sólo podían imaginar los marinos solitarios. Parecía que hubiera sido forjada con las mismas contradicciones del paisaje: dramática pero inflexible, hermosa pero severa, con unos misteriosos ojos grises como la niebla que se elevaba de los pantanos.
Pero aunque parecía demasiado dueña de sí misma para ser una simple doncella, tampoco podía ser una dama, pues ninguna dama acudiría en persona a abrir la puerta. De modo que debía de ser el ama de llaves, concluyó George. En cualquier caso, lucía una clase de belleza muy diferente a la de las damas londinenses con quienes él había pasado las dos últimas semanas, mujeres tan delgadas que con sus vestidos blancos de muselina que podrían salir volando con un soplo de viento. Pero no la mujer que tenía enfrente, y George se sorprendió observándola con más interés del que debería.
—Buenos días, señor —lo saludó ella. Pronunció las palabras como una advertencia más que como un saludo, y no se apartó ni lo invitó a entrar—. Lo estábamos esperando, señor Claremont.
—Capitán lord Claremont —corrigió él, con una sonrisa destinada, no a suavizar sus palabras, sino a demostrar que las decía en serio—. Si esperaba mi llegada, entonces debería saber cómo dirigirse a mí correctamente: «Buenos días, lord capitán», no «señor» a secas.
—Como desee —respondió ella, omitiendo deliberadamente cualquier título mientras se apartaba y sostenía la puerta.
Él pasó a su lado, apretando el sombrero bajo el brazo. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, pudo comprobar que el interior de la casa estaba en el mismo estado que el exterior. Todo estaba limpio y ordenado, pero los cojines de los sillones estaban raídos y las paredes necesitaban una mano de pintura. Aquel estado de abandono indicaba a todas luces la falta de dinero.
—El señor Winslow tiene que enseñarme la casa —dijo, pasando la mano por una columna de roble—. Por favor, llámelo inmediatamente.
—El señor Winslow no se encuentra aquí —respondió ella, tan rápidamente que George pensó que había estado esperando la pregunta—. Está… está fuera en estos momentos.
—¿En serio? —preguntó él, sorprendido. Sabía que el agente había sido muy específico sobre su visita.
—Sí —corroboró ella, y se ruborizó cuando vio que George miraba sus manos en busca de un anillo—. El señor Winslow es mi padre, no mi marido. Pero yo puedo enseñarle la casa tan bien como él.
George se puso el sombrero tras la espalda e hizo una ligera reverencia acompañada de una sonrisa. Ella se lo merecía, estuviera casada o no. Pero, por alguna razón desconocida, se alegró de que no lo estuviera.
—Adelante, señorita Winslow. Enséñeme usted la casa.
Ella no sonrió, como él había esperado, aunque el rubor permaneció en sus mejillas.
—No le gustará.
—¿Por qué está tan segura? —preguntó él frunciendo el ceño.
—Porque a ningún ilustre caballero de Londres le ha gustado.
—En ese caso, es una suerte que yo no sea de Londres ni un ilustre caballero, sino un marinero —replicó él, preguntándose por qué parecía tan decidida a desanimarlo—. No está tan bien informada como cree, señorita Winslow.
—Ni soy tan ignorante como a usted le gusta pensar —declaró ella—. Incluso aquí en Kent hemos oído hablar de «El Caballero de Plata». Dicen que es usted tan rico como el mismísimo rey, y todo por haber abordado aquel navío español.
—La gente no siempre dice la verdad, señorita Winslow —arguyó él. Tendría que haber sabido que su fama lo precedería, incluso a un lugar tan apartado como aquél, aunque nunca podría acostumbrarse al apodo que le había puesto su hermano Brant. Pero, a diferencia de la admiración que suscitaba en Londres, aquella mujer no parecía en absoluto impresionada, sino más bien desdeñosa—. Y ahora, ¿será tan amable de enseñarme la casa, señorita Winslow? —le preguntó—. ¿O dejará que la vea por mi cuenta?
No supo si el suspiro de la mujer era de resignación o irritación, o si era simplemente una profunda expiración mientras lo conducía a la primera habitación a la izquierda del vestíbulo.
—La parte más antigua de Feversham Hall fue construida en 1445 por sir William Everhart —empezó a explicarle con las manos cruzadas a la espalda, como si fuera una institutriz—. En un principio debía llamarse Rose Hall, pero finalmente se adoptó el nombre de Feversham a causa de las fiebres y epidemias que azotaban la región cada verano. Se dice que sir William no venía hasta que le aseguraban que habían empezado las heladas.
—Entiendo los reparos del viejo caballero —dijo George mientras la seguía—. En Jamaica comprobé los estragos que una epidemia de fiebre amarilla puede causar en una flota. Me extraña que no se preocupe usted por su salud, señorita Winslow, viviendo tan cerca de los pantanos.
Ella se detuvo y se volvió hacia él, mirándolo como si le hubiera formulado una pregunta absurda.
—Siempre he vivido cerca de los pantanos, y no me imagino viviendo en otra parte. Además, las fiebres sólo afectan a los forasteros. La gente de aquí nunca las han contraído.
—Entonces, si finalmente me instalo aquí, ¿también yo seré inmune? —preguntó él.
—Vivir aquí no le supondría ninguna diferencia —respondió ella con firmeza—. En Feversham siempre sería un forastero. Siempre. Éste es el salón principal.
Él frunció el ceño, tamborileando con los pulgares en el ala del sombrero. Estaba acostumbrado a ser obedecido por su tripulación y por casi todas las personas que encontraba, y desde luego ninguna mujer le había hablado en aquel tono desde que dejó la escuela.
Y eso lo hacía la misma mujer que ahora le daba la espalda… ¡a él!, y se alejaba rápidamente, tratándolo como si fuera el chico del establo.
—Señorita Winslow —la llamó, en el mismo tono autoritario que empleaba en el Nimble—. Señorita Winslow. ¿Ha olvidado que si estoy aquí inspeccionando la casa es únicamente porque tengo el propósito de comprarla?
Ella se giró lentamente, con las manos aún entrelazadas a la espalda, y lo miró por encima del hombro como si fueran iguales.
—No he olvidado su propósito ni el mío —le dijo con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, de modo que la pálida luz le iluminó la mejilla—. Está aquí para ver Feversham Hall, y yo estoy aquí para enseñárselo.
George soltó el aire lentamente, sin darse cuenta hasta ese momento de que lo había estado conteniendo.
—Me alegra recordarle su deber, señorita Winslow.
—Sí, lord capitán —dijo ella, haciendo una rápida y nada convincente reverencia de arrepentimiento—. Lo recuerdo todo. Mi deber y mi rango tan miserable comparado al suyo. No volveré a olvidarlo, lord capitán.
Antes de que él pudiera responder, entró en la siguiente habitación y descorrió las cortinas de las ventanas. Los débiles rayos de sol se filtraron por los diminutos cristales en forma de diamante y cayeron sobre los muebles, que estaban cubiertos con sábanas blancas como una congregación espectral. La señorita Winslow no se paseó por la sala como lo harían las damas londinenses, sino que atravesó la estancia con tanta decisión que su falda negra se levantó y ondeó alrededor de sus tobillos, enfundados en medias blancas.
Pero la falda y los tobillos eran lo de menos. ¿Por qué demonios tenía la impresión de que, al estar de acuerdo con él, de algún modo lo había superado?
—Hay dieciséis sillas del mismo roble que los paneles —dijo ella, retirando una sábana para mostrar una silla de respaldo alto—. Son muy antiguas, y se considera algo excepcional tener el juego completo.
Las sillas podían ser excepcionales, pero George no estaba de humor para apreciarlo.
—Esa silla es horrible, señorita Winslow. Y, ya tenga quince hermanas o un centenar, apuesto a que es insoportablemente incómoda.
—Ésa es su valoración, mi señor —replicó ella con un brillo desafiante en sus ojos grises, y volvió a cubrir la silla—. El último dueño, el señor Trelawney, apreciaba mucho la antigüedad de la casa.
—O quizá el señor Trelawney era demasiado tacaño para pagar las reformas necesarias.
—¿Y qué importancia tiene que lo fuera o no, lord capitán? —preguntó ella mordazmente—. Han pasado cuatro años desde que el señor Trelawney murió, y nada ha cambiado en todo ese tiempo. Ya le dije que la casa no le gustaría.
George arqueó una ceja.
—No he dicho que no me guste, ¿o sí?
—Lo ha insinuado al decir que todo es viejo y anticuado —observó ella en un tono más amable—. A los parientes del difunto señor Trelawney no les gusta seguir las modas de Londres cuando lo que tienen aquí les basta. Corren tiempos difíciles, con las guerras y todo eso, y los Trelawney no son personas que despilfarren el dinero sin razón alguna.
—Pero eso es estupendo para mí, señorita Winslow —comentó él—. Porque supongo que el estado de abandono de Feversham Hall bajará considerablemente su precio…
Ella alzó el mentón, asimilando las palabras. Entonces se dio cuenta, aunque demasiado tarde, de que él le estaba tomando el pelo, lo cual no pareció que le hiciera mucha gracia.
—Por aquí se va al comedor —dijo con voz cortante, y se giró bruscamente sobre sus talones.
George la siguió, reprimiendo una sonrisa. Había ganado aquel pequeño duelo, pero sospechaba que se presentarían más antes de que hubieran acabado. Era obvio que a la señorita Winslow le gustaba tan poco perder como a él… y eso hacía que la visita fuera mucho más interesante que el vetusto mobiliario y el suelo crujiente.
La tregua duró mientras visitaban el comedor, el cuarto de estar y otro pequeño y oscuro salón que simulaba ser la biblioteca, aunque lo único que había en las estanterías era una colección de pájaros disecados en pésimo estado de conservación. La tensión se alargó entre ellos mientras bajaban las escaleras y recorrían las dependencias del servicio, la lavandería, la despensa y la cocina. George pensó que no había nada más triste que una cocina vacía y con los fuegos apagados, sin la frenética actividad de los cocineros y los deliciosos olores del horno.
¿Cómo podía vivir la señorita Winslow en un sitio como aquél? Era imposible que pasara las noches sola entre sudarios y paredes oscuras y al mismo tiempo mantener ese brillo desafiante en su mirada. Sin duda había alguna casa de campo por los alrededores donde ella vivía con su padre.
Pero, de ser así, ¿por qué se enorgullecía tanto de la mansión a pesar de su lamentable estado? ¿Por qué había parecido tan resentida cuando él sugirió la posibilidad de reformarla? ¿Por qué estaba tan impaciente por echarlo de allí?
¿Y por qué eso lo preocupaba tanto a él?
—Éste es el dormitorio de la señora —le estaba diciendo ella mientras abría los postigos de una habitación en el piso superior—. Hace mucho tiempo que no se utiliza, ya que el señor Trelawney era soltero.
—Pero no hay duda de que al menos una reina ha dormido aquí —dijo George, mirando la enorme cama con dosel, los postes macizos y las colgaduras de brocado blancas y doradas que, a pesar de estar desteñidas, aún mostraban su esplendor real—. ¿No ocurre eso siempre con las grandes camas de las viejas mansiones?
—No —respondió ella rápidamente—. No en Feversham Hall. Ninguna dama sin derecho conyugal ha dormido jamás en esta cama.
Incapaz de resistirse ante una oportunidad semejante, George palmeó el edredón desteñido.
—¿Nunca se ha sentido tentada de probarla, señorita Winslow? ¿Ni una sola vez, ni siquiera para divertirse, ha querido comprobar cómo dormía la señora?
Ella negó vehemente con la cabeza, pero el rubor cubrió sus mejillas. Así que, después de todo, había probado la cama, pensó él. No importaba lo inflexible o correcta que pretendiera ser; ¿qué mujer no se sentiría tentada de dormir en una cama digna de una reina?
O digna de una mujer de ojos grises y porte regio…
—No ha preguntado por el tejado, milord —se apresuró a decir ella. Era obvio que deseaba cambiar de tema—. Casi todos los londinenses lo hacen.
Él levantó la vista hacia el techo, donde el yeso era de color amarillento, debido a la humedad.
—¿La casa tiene tejado?
—Por supuesto. Y está hecho de tejas, no de paja.
—¿Y tiene goteras ese tejado tan especial, señorita Winslow?
Ella también levantó la vista, siguiendo la mirada de George.
—El agua y Kent son inseparables, lord capitán. Tanto la lluvia como la espuma del mar… pero apenas las notamos, ni tampoco las manchas que dejan.
Él sonrió, sabiendo lo que vendría a continuación.
—¿Y los caballeros de Londres las notan?
—Oh, sí —respondió ella en un inconfundible tono triunfal, y por primera vez le devolvió la sonrisa—. Claro que las notan. Ésta es la última habitación, milord, el dormitorio del amo. Usted mismo podrá comprobar por qué es la mejor estancia de toda la casa.
George mantuvo la sonrisa mientras la seguía, pensando que la sonrisa de la señorita Winslow era lo mejor que podría ver aquel día. No le importaría encontrarse con un techo lleno de goteras si con eso conseguía que ella lo mirara otra vez así.
Pero en cuanto ella descorrió las pesadas cortinas de terciopelo, se olvidó de todo excepto de lo que tenía delante. En aquella habitación, los anticuados cristales romboidales habían sido reemplazados por unas ventanas nuevas que permitían ver el paisaje. Los restos de un jardín, una hilera de robles y otros árboles de hoja perenne que conducía a una franja arenosa, y, más allá, el manto agitado y reluciente del mar, cuyas olas se fundían con el cielo gris, borrando el horizonte. La vista desde aquellas ventanas atrajo irresistiblemente a George, igual que el mar.
—Tenga presente una cosa, lord capitán —le dijo la señorita Winslow, dándose cuenta demasiado tarde del error que había cometido al mostrarle aquella vista—: hay tanto que hacer en Feversham Hall que nunca acabaría. Hay que reforzar y deshollinar todas las chimeneas. Muchos de los cristales se han perdido y casi todos los parteluces están a punto de quebrarse. El último cocinero no pudo ni hacer el pan, debido al ruinoso estado de los hornos, y el ático está plagado de murciélagos, que incluso llegaron a bajar a las dependencias del servicio y les dieron un susto de muerte a las criadas.
George sólo la escuchaba a medias, porque nada de aquello importaba. Haría lo que hiciera falta para arreglarlo todo. No habría un modo mejor de gastar su plata española. Quitaría las cortinas de las ventanas y así podría despertarse cada mañana con la vista del mar y dormirse cada noche contemplando las estrellas.
—¿Quiere que haga venir su carruaje, lord capitán? —le preguntó ella—. Debería emprender el viaje de regreso ahora, antes de que se haga tarde. A su cochero no le gustaría nada tener que guiar a los caballos por estos caminos cuando oscurezca.
—Gracias, señorita Winslow —dijo él cortésmente. No podía culparla por querer quedarse con un lugar tan mágico para ella sola… Pero si él no se hacía con aquella casa, lo haría cualquier otro, y al menos él se aseguraría de darles a su viejo padre y a ella el trato que merecían—. Dígale al cochero que estaré listo en media hora.
—¿Se marcha entonces de Feversham Hall, lord capitán? —preguntó ella, con una expresión de alivio extrañamente triste.
Él asintió, deseando por el propio bien de aquella mujer que la verdad no le pareciera un engaño. Porque él se iría, pero tenía intención de regresar y quedarse hasta recibir nuevas órdenes de su almirante. Y siempre acabaría volviendo a Feversham Hall después de cada misión, porque, como todos los marineros errantes, al fin había encontrado su hogar. Se había preparado para lo peor, y había encontrado algo mejor de lo que nunca se hubiera imaginado.
Había encontrado la perfección.
Fan se aupó en el banco y, juntando las manos a la espalda para ocultar su temblor, miró a los rostros expectantes fijos en ella. La luz de los faroles vacilaba por la corriente de aire que conseguía traspasar las vigas del granero, y los hombres de la Compañía Winslow esperaban tan silenciosos que Fan podía oír a los caballos en el heno, paciendo a sus espaldas.
—Sé que circula un rumor en la taberna del pueblo —empezó—, y no voy a ser yo quien lo niegue. La cruda realidad es que ha venido un londinense a Feversham Hall con la intención de comprarla.
Dejó que las palabrotas y exclamaciones se apagaran para continuar.
—Pero a este ilustre caballero la casa le ha parecido demasiado vieja e incómoda, con demasiadas carencias… por lo que no es probable que vuelva a molestarnos —añadió, con un deliberado tono de desprecio para enfatizar su opinión.
—No le habrá enseñado este granero, ¿verdad, señorita Winslow? —quiso saber un hombre, provocando las risas de sus compañeros—. Porque aquí no habría encontrado tantas carencias.
—No, Tom, no le enseñé el granero ni tampoco las letrinas —respondió ella secamente—. Jamás se me ocurriría revelarle nuestros secretos. Pero sí me aseguré de mostrarle la casa con la mejor luz posible. Creo que las palomas disecadas del señor Trelawney bastaron para enviarlo de vuelta a Londres en su carruaje alquilado.
Los hombres volvieron a reírse y se empujaron entre ellos, como si quisieran demostrar que no se habían preocupado en absoluto. Pero las preguntas no habían acabado para Fan, pues Bob Forbert se adelantó, mordiéndose el interior de la mejilla y oscilando el peso de un pie a otro
—El muchacho que atendió los caballos del cochero, señorita Winslow —dijo en voz alta y chillona para hacerse oír—. Dijo que el caballero no era un londinense normal, sino un noble distinguido y un oficial del rey, un marino de la Armada con una casaca azul de encajes dorados. ¿Es eso cierto, señorita Winslow? ¿Es cierto que un condenado oficial ha estado husmeando en nuestros asuntos?
Las risas y las bromas cesaron al instante, y todas las caras se volvieron hacia Fan en busca de una respuesta.
—Sí —admitió ella—. Era el capitán lord George Claremont de la Armada de Su Majestad, pero lo único que le interesaba era la casa.
Los contrabandistas robaban el dinero al rey, y como represalia, el rey los perseguía implacablemente por todo el país. A los oficiales como el capitán Claremont se les exigía capturarlos como a cualquier enemigo de la Corona, sobre todo en esos tiempos de paz con Francia. Fan sabía que un hombre así podría destruirla si descubría su participación en la Compañía, y todos los hombres del granero pensaban lo mismo.
Qué simple parecía de esa manera, tan sencillo y sin complicaciones, cuando la realidad era que la visita del capitán seguía clavándose en sus entrañas como un cuchillo recién afilado. Al recibir la carta del agente de los Trelawney, se había imaginado al capitán como el prototipo de la crueldad marina, con un rostro arrugado y torcido de ojos entornados, tan curtido por el clima como las rocas de un acantilado, que reflejara la crudeza de su carácter.
Pero un capitán aristocrático… ¿qué podía ser peor que una combinación semejante? Ella no tenía experiencia en tratar con caballeros arrogantes y pretenciosos, pero había oído muchas historias sobre los abusos que cometían por el exceso de bebida y maldad. Y si tenía en cuenta la fama de aquel temerario capitán de fragata, no sería raro que le faltara un brazo o una pierna, o al menos que estuviera cubierto de cicatrices. Ésa era la escalofriante imagen que había visualizado ella cuando la informaron de su visita, y había tenido que armarse de valor para recibirlo.
Pero lo que nunca se hubiera imaginado era al hombre que se presentó a sí mismo como el capitán lord Claremont.
Nunca en su vida había conocido a un caballero como aquél, y mucho menos había encontrado a uno en la puerta de Feversham Hall. Era terriblemente guapo, con un cuerpo alto y esbelto de anchos hombros, y una casaca azul oscuro y unos pantalones blancos entallados que no dejaban lugar a la imaginación.
No sólo la sorprendió por tener todos sus miembros, sino también por el aura de seguridad que lo envolvía y que era algo completamente nuevo para Fan, una seguridad que emanaba de su interior, no de un uniforme a medida. Podía verla en sus ojos, en su sonrisa y en su negro pelo ondulado. No era la primera vez que veía a un hombre valiente y seguro de sí mismo, pero la valentía de los demás procedía de los músculos y la fuerza bruta, mientras que en aquel caballero, quien sin duda también contaba con músculos y fuerza de sobra, era el resultado de su inteligencia y de su firme convicción en la victoria.
Y, que Dios la ayudara, a ella ya la había vencido. Había empezado tratándola como a una criada cualquiera, pero cuando ella respondió con una actitud fría y orgullosa, como se esperaría del ama de llaves de Feversham Hall, él pareció respetarla, o al menos eso había creído ella.
Pero, por alguna razón, las cosas habían cambiado mientras le enseñaba la casa. Él había empezado a desafiarla, y no dejó de provocarla hasta que ella respondió. Pero ella no lo había hecho sólo por defenderse: por mucho que le costara, tenía que admitir que había disfrutado probándose a sí misma contra un hombre tan inteligente. Había disfrutado con las bromas… y había disfrutado con su compañía. Cuando entraron en los dormitorios, él ya estaba coqueteando descaradamente con ella, y Fan no había podido evitar sonreír y ruborizarse como una tímida criada.
Su único consuelo era saber que el capitán Claremont había abandonado Feversham Hall el mismo día de su llegada y que nunca regresaría. Él mismo se lo había dejado muy claro. Ella se había comportado como una tonta, pero al menos no volvería a ocurrir. Y si permitía que aquel rostro de sonrisa arrebatadora invadiera sus sueños, aquél sería su castigo.
Eso y las dudas y preguntas de sus hombres.