
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Belinda Bass
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Cosas del corazón, n.º 1227 - enero 2015
Título original: His Special Delivery
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5781-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
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Cal Tucker había llegado al altar, pero tenía un pequeño problema: le faltaba la novia. Las velas seguían apagadas, su futuro indeciso por el repentino cambio de opinión de su prometida.
Cal se arrancó la flor del ojal y la tiró al suelo antes de recorrer el solitario pasillo de la iglesia.
—Parece que no me quiere —murmuró.
James Scott, su socio y mejor amigo, esperaba apoyado en la puerta.
—No tenías por qué haber pasado este mal trago.
Aunque había sido incómodo soportar las caras de compasión de sus amigos y familiares, Cal no podía marcharse sin dar explicaciones.
—Era mi boda y mi responsabilidad.
—¿Sabes por qué no ha aparecido Tiffany?
Cal metió el dedo en el cuello de la camisa, que durante la última hora le había parecido una soga.
—Porque le dije que no pensaba dirigir la empresa de mi padre.
James lanzó un silbido.
—Para Tiffany la posición social es lo más importante.
Cal frunció el ceño, preguntándose cuándo se había dado cuenta James de algo que él había descubierto recientemente.
—Pero para mí no. Anoche cuando se lo dije, me dio un ultimátum.
—Entonces, ¿sabías que no iba a venir?
—Ya conoces a Tiffany. Cambia de opinión constantemente —contestó Cal, pasándose la mano por el pelo—. ¿Crees que estaría aquí si hubiera pensado que no iba a presentarse?
—¿Y qué vas a hacer?
—Nada —se encogió Cal de hombros. Se preguntaba por qué no había visto antes lo diferentes que eran Tiffany y él—. Se ha terminado.
—¿Estás seguro? —preguntó James.
Cal no sentía pena por haber perdido a Tiffany, pero su orgullo había quedado mal parado.
—Sí, estoy seguro.
Fuera lo que fuera lo que sentía por Tiffany, había muerto. Solo entonces Cal pudo admitir que nunca la había amado. Y tampoco Tiffany lo había amado a él. De hecho, Cal dudaba que el tan traído y llevado «amor» existiera.
Le daba igual que Tiffany lo hubiera dejado plantado en el altar y estaba harto de hacer lo que todo el mundo esperaba que hiciese. Se había terminado. Desde aquel momento, haría lo que le viniera en gana. No necesitaba a nadie, ni quería a nadie.
James hizo un gesto con la mano.
—Los periodistas tienen a tu familia acorralada.
Cal no se sorprendió. Su padre era uno de los empresarios más importantes de Dallas y su madre solía aparecer en las páginas de sociedad.
—No te preocupes. Ellos sabrán cómo salir del atolladero.
Como siempre, las cámaras habían elegido a sus padres antes que a él.
—Sal por la parte de atrás. Yo te esperaré en la camioneta —sonrió James—. Venga, te invito a una cerveza. A lo mejor tenemos suerte y encontramos un par de gemelas.
Cal negó con la cabeza.
—No quiero saber nada de mujeres.
—Ya veremos lo que aguantas.
—En serio, no tengo interés. Todas las mujeres son iguales, altas, bajitas, morenas o rubias —dijo Cal—. Da igual. No dan más que problemas.
James miró a su amigo con una sonrisa comprensiva.
—Se te pasará.
—No, en serio. No necesito a ninguna mujer.
—Vale, lo que tú digas. Nos encontraremos en el Bull Pen —se despidió James.
Cal salió de la iglesia con las manos en los bolsillos. La hierba reseca crujía bajo sus pies y unas amenazadoras nubes grises cubrían el cielo vespertino.
Iba preguntándose por qué había querido casarse con Tiffany. Aunque el deseo y los intereses sociales no eran las mejores razones, sus propios padres habían basado en eso su matrimonio. Y, aparentemente, él había decidido hacer lo mismo. Pero ya no le parecía suficiente.
Decidido a ignorar el aire helado de febrero y el golpe que había recibido su orgullo masculino, siguió caminando.
Solo había recorrido dos manzanas cuando el ruido de unos neumáticos lo hizo pararse en seco. Un coche marrón con un faro roto se dirigía hacia él a toda velocidad, como si hubiera perdido el control. Cal se apartó de un salto y cayó rodando sobre la acera.
Unos segundos después, se levantó y lanzó una maldición al ver que conducía una mujer.
Cuando el dolor desapareció, Sara Jamison miró a través del parabrisas al hombre que se levantaba del suelo. Tenía la expresión de alguien que iba a liarse a golpes con quien había estado a punto de atropellarlo, pero como la conductora era una mujer embarazada a punto de dar a luz, Sara esperó que se lo tomase con calma.
El hombre, vestido de esmoquin, se acercó a la ventanilla con un brillo de furia en sus ojos grises.
—¿Pero qué demonios hace?
—Lo siento mucho.
—¿Por qué no conduce con más cuidado?
—Mire, lo siento… —una nueva contracción hizo que Sara no pudiera terminar la frase. Después de tres falsas alarmas durante la última semana, se había negado a ir al hospital hasta que estuviera completamente segura, pero en aquel momento lamentaba haber esperado tanto. Sara miró su reloj para comprobar cuánto tiempo había pasado desde la última contracción.
El hombre se inclinó sobre la ventanilla y puso las manos sobre su hinchado abdomen.
—¿Está de parto?
—Sí —consiguió decir Sara, sujetando con fuerza el volante.
El hombre de esmoquin parecía incómodo, como si aquello fuera una molestia para él. Aunque Sara tampoco deseaba su ayuda.
—Espere aquí. Voy a llamar a una ambulancia.
Sara sujetó su mano cuando él iba a darse la vuelta.
—No, déjelo. Ya me las arreglaré.
Él la miró, sorprendido.
—Pero si ha estado a punto de atropellarme.
—«A punto». Pero no lo he atropellado.
En el rostro del hombre apareció algo parecido a una sonrisa.
—Dada su condición, no debería seguir conduciendo.
—Si mi abuela podía trabajar en el campo estando de parto, tener a su hijo y después irse a hacer la cena, yo puedo llegar al hospital —dijo ella, muy decidida—. Gracias, pero tengo que irme.
Sara intentó subir la ventanilla, pero recordó que estaba rota. En ese momento, le sobrevino otra contracción y tuvo que morderse los labios.
—No va a ir a ninguna parte —dijo el extraño entonces abriendo la puerta.
—Estoy bien —intentó decir Sara—. Se me pasará enseguida.
Pero sabía que no era cierto. Y se preguntaba cuánto tiempo podría aguantar.
—Mire, señora, no tengo ganas de discutir. He tenido un mal día.
—Puede marcharse. No necesito su ayuda.
—Ese niño está a punto de nacer y usted no va a seguir conduciendo —replicó él.
—Pero tengo que ir al hospital…
—Entonces, tendré que llevarla yo.
El hombre la sacó del coche en brazos como si no pesara más que una pluma y Sara no tuvo fuerzas para protestar. A pesar de sus rudas maneras, tener a alguien cerca la tranquilizaba un poco.
Y se sentía segura en sus brazos, mucho más segura de lo que era sensato. Sara sentía un inexplicable deseo de apoyar la cara sobre aquellos poderosos hombros y dejar que él se encargara de todo. Pero era absurdo, ella nunca volvería a confiar en otro hombre.
Sara se apartó el pelo de la cara, confusa por su reacción ante aquel desconocido.
—Todo el mundo sabe que las primerizas tardan mucho, así que no pasará nada. Déjeme en el suelo y yo misma iré al hospital.
La mirada que el extraño lanzó sobre ella disolvió cualquier esperanza de que la soltara.
—He dicho que voy a llevarla al hospital —insistió él. Aunque su tono era impaciente, aquellas manos grandes y fuertes la tranquilizaban. En ese momento volvió a sentir otra contracción y cerró los ojos, enterrando la cara en su hombro—. Relájese y confíe en mí, no le va a pasar nada.
—Ya —murmuró.
No podía confiar en él porque el último hombre en el que había creído la había abandonado, dejándola herida… y embarazada.
Sara cerró los ojos para evitar las lágrimas, diciéndose a sí misma que debía ser fuerte.
—¿Ha visto nacer algún potrillo? —preguntó él entonces—. Nacen de forma natural y la madre no necesita ayuda de ninguna clase. La naturaleza se encarga de todo —añadió, acariciando suavemente su espalda—. ¿Ha terminado la contracción?
Sara abrió los ojos y se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Su ronca voz masculina la había hecho olvidarse del dolor que parecía partirla por la mitad.
—Sí, gracias. Puede dejarme en el suelo.
—Ya —dijo él, sin soltarla.
Después de dar la vuelta al coche, la sujetó con una sola mano y abrió la puerta con la otra.
—Espere, voy a vomitar —murmuró. Sara cerró los ojos y respiró profundamente—. Vale. Creo que se me ha pasado.
—Muy bien. Entonces, vamos al hospital.
Aquel extraño había aparecido en su vida y, de repente, tomaba las riendas, como había hecho el padre de su hijo antes de abandonarla.
—Espere —dijo entonces Sara—. No lo conozco. No puede subir a mi coche.
—No soy un delincuente. Soy el doctor Cal Tucker. ¿Quiere que le enseñe mi carné de identidad? —preguntó él, impaciente. Sara negó con la cabeza. Era médico, gracias a Dios, pensó. Él la dejó sobre el asiento y le colocó el cinturón de seguridad—. ¿Qué tal está? —preguntó. Sus caras estaban muy cerca, casi rozándose.
—Bien —empezó a decir Sara, pero tuvo que sujetarse el vientre cuando llegó una nueva contracción.
Cal cerró la puerta y dio la vuelta al coche. Aguantando el dolor, ella lo observó echar el asiento hacia atrás para poder meter sus larguísimas piernas.
—¿A qué hospital vamos?
—Al hospital Mercy —contestó Sara cuando la contracción terminó.
Después de dos intentos, él consiguió poner en marcha aquel cacharro. Conducía en silencio, con movimientos seguros y eso la tranquilizaba.
No podía culpar a Cal Tucker de su situación, ni de que Gary, su prometido, le hubiera dicho que abortara… ni de que la hubiera abandonado cuando se negó.
—¿Tiene frío? —preguntó Cal, subiendo la calefacción.
Sara intentó apartar de su mente los desagradables recuerdos y se concentró en el hombre que la llevaba al hospital.
—¿De dónde viene vestido así?
—De una boda —contestó él, sin mirarla.
—¿La boda de quién?
Cal se quitó la pajarita con una mano y la guardó en un bolsillo de la chaqueta.
—La mía.
—Lamento tener que decirle esto, doctor Tucker, pero parece que ha perdido usted a su novia —intentó bromear Sara.
La mirada que Cal lanzó sobre ella podría rivalizar con el sol de Texas en agosto.
—¿Se encuentra mejor?
—Un poco. ¿Qué ha pasado?
Cal apretó el volante con fuerza.
—Un cambio de planes a última hora.
Sara miró por la ventanilla. Había pensado que el doctor Tucker parecía diferente de los demás hombres, pero no podía dejarse engañar por una cara bonita.
—¿Idea suya?
Cal se acercaba a un semáforo en rojo y después de comprobar que no había peligro, se lo saltó.
—No.
En ese momento, empezó otra contracción. Cada vez eran más seguidas.
—Más deprisa. Por favor, vaya más deprisa.
Cal le puso las manos sobre el vientre y Sara observó los largos dedos del hombre.
—Sujétese —dijo él entonces, pisando el acelerador.
Sara no dijo nada. Obviamente, él sabía lo que estaba haciendo. O eso esperaba. La idea de depender de un hombre la asustaba, pero no tenía elección. Aquel hombre era médico y, si no llegaban a tiempo al hospital, tendría que ayudarla a dar a luz… en el coche.
—Estamos llegando —dijo Cal, ahogando una maldición. Lo último que le apetecía era estar metido en aquel lío, pero no podía dejar sola a una mujer a punto de dar a luz.
Ella lanzó un gemido.
—Pare. No puedo más.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Cal entonces, tuteándola.
—Sara Jamison.
—Relájate, Sara. Estamos llegando.
—No puedo relajarme —gimió ella—. El niño está a punto de salir.
—No puedes tenerlo en el coche. Espera un momento, no empujes.
Sara apretó las piernas, haciendo un gesto de dolor.
—No puedo esperar —murmuró, apretando los dientes—. No puedo.
Cal paró en el arcén.
—Voy a colocarte en el asiento de atrás —dijo, saliendo del coche. Su olor lo envolvió cuando la tomó en brazos y Cal se preguntó tontamente cómo una mujer podía oler tan bien en aquella situación—. ¿Mejor? —preguntó, cuando estuvo tumbada en el asiento trasero.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, aterrada, y Cal se dio cuenta de que quería ayudarla, quería protegerla. Y eso lo sorprendía.
Sara se sujetó al asiento y empezó a gritar. Cal miró su reloj. En aquel momento, debería estar brindando por su futuro con Tiffany en copas de cristal de Bohemia. Pero decidió no pensar en eso mientras se quitaba la chaqueta y se subía las mangas de la camisa.
—Me alegro mucho de que seas médico, Cal, pero la verdad es que me duele tanto que me daría igual que fueras fontanero.
—Me alegro porque soy veterinario —sonrió él.
Sara apretó su mano con fuerza.
—Este no es momento para bromas.
—No estoy de broma.
Ella lo miró, horrorizada.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Claro —la tranquilizó él, apartando un mechón de pelo de su cara. Aquel era el último sitio en el que deseaba estar, pero ¿qué mejor forma de terminar el peor día de su vida que en medio de la calle, con una mujer a punto de dar a luz?
—¿Has hecho esto antes?
—No te preocupes, todo va a salir bien.
Su confianza pareció aliviar un poco la angustia de Sara.
—No tengo elección —murmuró.
—Tengo que comprobar la posición del niño.
Ella se puso colorada, pero asintió con la cabeza. La pobre chica debía estar aterrorizada, pero mantenía la calma, algo que su prometida… ex prometida no habría sido capaz de hacer. Cal tenía que admitir que admiraba su coraje.
Después de mirar alrededor para comprobar que no había espectadores, Cal apartó lo que le estorbaba y comprobó que Sara tenía razón. La cabeza del niño estaba asomando.