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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Anouska Knight

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Desde que no estás, n.º 75 - febrero 2015

Título original: Since You’ve Been Gone

Publicada originalmente por Mira Books, U.K.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6056-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

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Con su primer libro, Desde que no estás, Anouska Knight ha obtenido un gran éxito internacional, apareciendo en las listas de bestsellers y mereciendo los elogios de escritoras consagradas.

Y no es nada sorprendente, porque tiene un ritmo ágil y la narración no se estanca en ningún momento, llevándonos en un vuelo hasta el final.

En este relato de segundas oportunidades, nuestra heroina se pregunta cómo se puede seguir viviendo después de haber perdido al amor de tu vida, y no cree que la respuesta pueda encontrarla en un rico playboy.

Desde que no estás expone de una manera muy clásica la historia de amor entre los protagonistas, pero también resulta muy refrescante y actual. Los personajes secundarios son muy interesantes, entrañables algunos, y no falta la bella antagonista encaprichada del protagonista que causa malentendidos entre la pareja.

En definitiva, una novela muy romántica que queremos recomendar a nuestros lectores, y que estamos seguros de que los hará fans de Anouska Knight.

Feliz lectura

 

Los editores

 

 

Para mis chicos, a los que quiero más que a la nieve.

 

Capítulo 1

 

Se suponía que iba a ser su día libre. Había prometido que no tardaría. Solo tenía que ir a ver qué tal se estaban portando los chicos, para que no corrieran riesgos. No quería tener que redactar informes sobre miembros amputados durante un tiempo, y para eso debía estar muy encima de ellos. Yo había prometido hacerle su plato preferido: linguine con limón y albahaca y él había prometido estar en casa a tiempo, antes de que se pasaran los linguine.

De todos modos, ahora no me parecían tan apetitosos. Miré el engrudo de pasta fría que llevaba un tiempo mareando en el plato y procuré no sentirme abandonada. Puse automáticamente el cuchillo y el tenedor encima, con los mangos en paralelo y a las cuatro en punto, como era de rigor para señalar que se había terminado de comer, y me pregunté otra vez por qué demonios me tomaba esa molestia.

Los modales en la mesa eran una de esas ironías que tiene la vida. Resultaban completamente superfluos para quienes comían casi siempre con personas a las que en realidad no les importaba que una pusiera o no los codos en la mesa. Pero mi madre, Pattie, nos los había inculcado a machamartillo cuando éramos pequeñas, y se habría horrorizado al ver a su pequeñina comiendo de cualquier manera en la barra del desayuno, en vez de usar una de sus doce e innecesarias sillas de comedor. Enterarse de cuántas veces comía su hija de pie delante del fregadero habría bastado para que tensara la boca.

El tic de la desaprobación: yo lo había visto muchas veces.

Todos sabíamos que mi madre había soportado una vida de vergüenza y frustración por no poder llevar el tren de vida de sus amigas con el sueldo, más bien mediocre, de mi padre. Quería a mi padre, eso también lo sabíamos, ¿cómo no iba a quererlo?, pero no pudo resistirse al impulso de intentar compensar sus frustraciones educándonos a Martha y a mí como si estuviéramos matriculadas en una especie de escuela de etiqueta para señoritas finas, de donde saldríamos inmejorablemente pertrechadas para «pescar» a un abogado o un médico. A cualquiera, en realidad, que fuera un buen partido. Pensaba que las niñas debían ser señoritas educadas para encontrar un marido que les proporcionara una buena posición social y, por tanto, una vida de dicha eterna.

Pero yo a esos me los conozco bien.

En el caso de mi hermana la estrategia de mi madre había calado bien hondo, aunque Martha había sido lo bastante lista para buscarse un marido que, además de ser abogado, tenía un gran corazón. Pero yo, la primera vez que vi a Charlie cargando troncos en el camión de su jefe, con los brazos morenos y los músculos abultándosele bajo la camisa de guardabosques, sin tener ni idea de su propio atractivo, comprendí enseguida para quién iban a ser mis modales en la mesa.

Mi madre me dijo que Charlie era muy tosco. «Nada refinado», dijo, aunque rebosara encanto. Que con veinticinco años era demasiado joven para casarme, por lo menos, con un guarda forestal, y que todo aquello acabaría en lágrimas.

Tenía razón. Charlie me había hecho llorar mucho últimamente.

Miré los trocitos de albahaca que se pegaban al plato, delante de mí.

Tenía que llamar a mis padres.

Hacía casi tres semanas que no hablaba con ellos y se suponía que tenía que mantenerles al tanto del grosor que alcanzaban los tobillos de Martha. Tener veintisiete años no me permitía desentenderme demasiado de las exigencias agobiantes de mi madre, pero por suerte las tres horas de vuelo entre el Reino Unido y su casa de Menorca, donde vivían desde su jubilación, me permitían un pequeño respiro.

El taburete en el que estaba sentada se tambaleó un poco cuando me bajé y rodeé la barra del desayuno para dejar mi plato y mis cubiertos en el lado izquierdo del fregadero de porcelana de dos senos. El señor Jefferson y yo habíamos optado por dividírnoslo: un lado para él y otro para mí. Sobre todo porque yo no soportaba que Charlie irrumpiera en la cocina con los brazos cargados de verduras llenas de barro, y en parte porque tenía su punto de encanto tener dos pilas, la una al lado de la otra, delante de la mejor ventana de la casa. Son ese tipo de decisiones raras que se toman cuando una está borracha de amor. Esa época feliz, antes de que llegaran las lágrimas.

Busqué algo más que fregar en la encimera mientras el agua caía sobre los pocos cacharros que había dejado en la pila. Eran las siete menos cuarto.

«¿Dónde está?», me pregunté, echando un buen chorro de lavavajillas en el agua humeante. Ya le había avisado de que la cena estaba lista.

Fuera seguía sin haber ni rastro de él cuando hundí las manos en la espuma caliente. Empezaba a tener un poco despellejada la piel de entre los dedos. Podía invertir en un par de guantes de goma, pero me lavaba tantas veces las manos en la pastelería que me parecía absurdo ponerme guantes en casa.

Martha dice que soy la única persona que conoce que opta conscientemente por usar el fregadero antes que el lavaplatos. Ella es la única persona que yo conozco que opta conscientemente por tambalearse sobre unos tacones de aguja estando embarazada de ocho meses, aunque tenga los tobillos del mismo grosor que las rodillas. Ha intentado convencerme de las ventajas de llevar tacones: alargamiento de la pierna, porte, feminidad en general, del mismo modo que yo he intentado explicarle que, a no ser que tengamos invitados para cenar, tardaría una semana en llenar el lavaplatos. Además, por disfrutar de esta vista del valle vale la pena que de vez en cuando se te agrieten un poco las manos.

Cuando le compramos nuestra mitad de la granja a la señora Hedley, la vecina de al lado, agrandamos la ventana de la cocina solo por esa razón. Una vista impresionante desde la pared lateral de la casa, sobre la suave pendiente de nuestros prados y hasta las aguas negroazuladas del embalse.

Por esa ventana se ven todos los colores de la naturaleza, gracias en buena medida a la debilidad de Charlie por plantar todos los bulbos, arbustos y árboles que caen en sus manos. Cuando empezamos a reformar la casa, se empeñó en ponerse a plantar para que, mientras nosotros nos peleábamos por el color de las habitaciones, fuera creciendo el jardín.

Al final tuve que empezar a esconderle la cartera durante el horario de apertura del vivero. Ahora reside en mi cómoda, junto con otras cosas importantes pero inútiles.

De pronto me di cuenta de que me había puesto muy quisquillosa con él.

No me esperaba que el agua del grifo estuviera tan caliente, aparté la mano después de escaldármela y seguí mirando a través del cristal. Había que segar los prados. La hierba crecía altísima entre las patas de los muebles oxidados del jardín.

«¿Dónde está?», me pregunté otra vez.

Desde allí, en línea recta, veía la mitad del embalse. El resto lo tapaba el pequeño soto de árboles y matorrales a los que Charlie les había recortado la copa después de nuestra última bronca gorda. Las sierras mecánicas eran una forma poco habitual de aliviar la tensión, pero a él le había servido y los árboles estaban ya casi de la misma altura. Si hubiera tenido que apostarme algo, habría dicho que mi díscolo acompañante estaba por allí, en alguna parte.

No podía andar muy lejos, pero evidentemente había encontrado algo mucho más interesante que mi pollo con pasta. Puede que estuviera enfadado conmigo: esa mañana le había gritado. Era la segunda vez esa semana que me dejaba plantada a la hora de cenar, pero no iba a ponerme a gritar en el umbral como una verdulera y a dejar que se me enfriara la comida. Si quería cenar más tarde, muy bien, pero, como siguiera así, acabaría comiendo de lata.

Había pasado menos de tres minutos delante del fregadero y ya estaban fregados los platos. Jamás convencería a Martha, pero ella y yo siempre habíamos sido muy distintas. La fotografía que había en la repisa de la ventana lo atestiguaba.

Cuando se había hecho aquella foto yo tenía el pelo más largo, pero me había resultado más fácil controlar los ataques de ansiedad después de cortarme aquella mata de rizos rebeldes. Cuando una se despertaba por las noches boqueando medio asfixiada, el pelo largo era un estorbo fácil de evitar.

 

 

Más al fondo de la cocina, donde la luz inundaba la habitación desde primera hora, el aire era más cálido. Charlie había creado allí una trampa para el sol entre dos estanterías de color crema que había construido en perpendicular al asiento de la ventana. Era allí donde le gustaba desayunar, con el sol a la espalda y el perro cerca de los pies.

Su madre había dicho que la vista de ciento ochenta grados que se tenía de todo el jardín desde la cocina nos vendría muy bien cuando empezaran a llegar los nietos. Sobre todo si eran tan traviesos como su padre. Pero aquí el problema no eran los niños traviesos.

La puerta lateral chasqueó al abrirse cuando salí al jardín.

—¿Dave? ¿Dave? ¡Ultimo aviso, grandullón!

Un puñado de pájaros levantó el vuelo entre las copas de los árboles que había cercenado Charlie. Ya venía. Lo vi subiendo al galope por la cuesta.

Qué feo era. Un espectáculo grotesco de pelo marrón claro que subía corriendo por la ladera hacia mí, con la cara volando en todas direcciones y la negra papada desafiando momentáneamente la fuerza de la gravedad.

Al llegar a mis pies, se sentó y batió el suelo con la cola.

—Hola, Dave —él respondió con un soplido—. Llegas tarde a cenar —lo miré con mala cara.

No pareció arrepentido cuando lo seguí dentro de casa.

Me quité las botas en la entrada mientras lo oía olfatear el pollo que le había dejado. Cuando empezó a sonar el teléfono detrás de mí, ya había subido media escalera.

Sabía que sería Martha, que llamaba para preguntarme qué asado debía hacer para el domingo. Yo no quería quedarme a comer, pero aún no sabía qué excusa iba a ponerle.

El teléfono siguió sonando, produciéndome un escozor en la conciencia. Quizá no se tratara de la comida. A lo mejor era por el bebé. Acababa de alargar la mano para contestar cuando saltó el contestador:

—Hola, has llamado a la ruina de los Jefferson. Ahora mismo no podemos responder al teléfono: yo estaré en alguna parte colgado de una escalera y Holly habrá salido a suplicarles a nuestros amigos que vengan a ayudarnos. Deja un mensaje.

—¿Hol? Soy yo. Solo quería saber si te apetece que el domingo haga cordero. ¿O prefieres pollo? Creo que también tenemos pollo, si lo prefieres. ¿Por qué no has llegado aún? Llámame cuando llegues. Bueno, te quiero, adiós.

Dave se reunió conmigo al pie de la escalera.

—¿Ahora quieres hacerme compañía? ¿Conque me dejas plantada para cenar, pero te apetece ver cómo me ducho?

No contestó.

Los peldaños de madera desnuda me parecieron muy duros cuando volví a subir, pero no tener alfombras ni papel pintado tenía sus ventajas, como no tener que preocuparse si un mastín de noventa kilos te seguía por la casa.

Dave se tumbó en las baldosas del cuarto de baño mientras yo daba brinquitos bajo los chorros humeantes de la ducha. Como de costumbre, las nubes de azúcar glas me habían dejado residuos por todo el cuerpo. El azúcar parecía pegarse a la piel tanto como a los dientes.

«Qué rollo».

Había olvidado comprarme un cepillo de dientes nuevo. El mío se había ido volviendo paulatinamente más y más plumoso sobre el lavabo, al lado de su vecino, el que yo le había dicho a mi hermana que era de repuesto. Podría comprarme uno nuevo antes de ir a trabajar, por la mañana, o podía traer el mío de casa de Martha después del fin de semana. Si es que me acordaba. Últimamente estaba tan cansada… Cuando llegara noviembre, estaría otra vez zombi.

Cuando salí del vapor, Dave roncaba apaciblemente. El aire me refrescó los hombros mojados cuando crucé el descansillo hasta mi habitación. Me sequé rápidamente y me puse mi camiseta de béisbol y mis pantalones de chándal favoritos. Era muy pronto para irse a la cama: con solo mirarla, me acordaba de los problemas que estaba teniendo en ese sentido, si es que podía llamárseles así. Me había dado cuenta de que sucedía en oleadas, y aunque habría preferido no estar tan cansada, me moría de ganas de disfrutar de otra de sus visitas esa noche. No quería echar nada a perder, así que me ceñiría a la fórmula que parecía funcionar últimamente y me metería en la cama a eso de las diez.

Matar el tiempo se había vuelto una obsesión. Minutos, semanas… años ya. Podía encontrar algo que hacer un par de horas. Serviría con el montoncito de ropa planchada que había encima de la cómoda. Saqué un par de perchas del armario y empecé a meter más ropa dentro. Otra de las cosas que no habíamos llegado a comprar era un segundo armario. Estiré las prendas que había descolocado y contemplé la perfecta uniformidad del lado de la barra que era de Charlie. ¿Cómo conseguía el polvo meterse hasta en los armarios? ¿Sería una especie de fenómeno paranormal doméstico? Saqué un par de prendas para echarles un vistazo más de cerca. La chaqueta de verano de Charlie, la trenca de invierno de Charlie, la camisa de Charlie, la camisa de Charlie, la camisa de Charlie. Les quité el polvo a soplidos, intentando que el resentimiento no bullera dentro de mí faltando tan poco tiempo para irme a la cama. Pero estaba siempre ahí, acechando justo debajo de la superficie, a la espera de su oportunidad de escapar.

«Sí, Charlie Jefferson. Cuánto he llorado por ti».

 

Capítulo 2

 

Yo no quería parar.

Era perfecto. La coreografía perfecta de su deseo palpitando dentro del mío, frotándose contra mi cuerpo ansioso. Había echado de menos aquello. Lo había echado mucho de menos. En algún lugar, a lo lejos, sabía que íbamos a contrarreloj, pero preferí olvidarme de ello. Estábamos aquí ahora y eso era lo único que importaba.

Él había venido.

Con él podía sentir y saborear cada una de mis terminaciones nerviosas ansiosas de su contacto, pero no me bastaba con eso. Necesitaba más, más de aquella euforia deliciosa. Cada vez que su aliento helaba la fina película de sudor de mi piel, se me ponía la carne de gallina en todo el cuerpo, y su olor dulce y prosaico se agitaba a mi alrededor con cada embestida deliciosa. Su cuello salobre me invitaba a saborearlo de nuevo. Quería bebérmelo entero, atiborrarme de todo lo que él me dejara probar.

Charlie encontró el ritmo y se tumbó sobre mí. Yo le dejé. La resbaladiza pátina de sudor que nos habíamos brindado el uno al otro era el único alivio en medio de aquel agobiante frenesí de deseo. No me importó. Quería que aquel frenesí reinara sobre mí como un ser insaciable, que me devorara, que se nos tragara a los dos y nos obligara a hundirnos cada vez más fuerte el uno en el otro, hasta que dejaran de existir las fronteras entre nuestros cuerpos, que se retorcían sin cesar.

Me apoyé en la dura pared que había a mi espalda para desafiarlo, para permanecer inflexible ante toda aquella fuerza mientras él se abría paso dentro de mí a la fuerza, una y otra vez. Conseguí mantener la cabeza apartada de él, lejos de la recompensa que tanto ansiaban mis sentidos, para ver mejor la cara que había cambiado mi vida.

Pero no pude mantenerme apartada mucho tiempo. Mis manos se alzaban ya para deslizar mis dedos ansiosos por entre su pelo corto y crespo, para agarrar lo que pudiera y aferrarme a todo aquel turbio esplendor antes de que retirara la cabeza lo justo para revelar aquellos asombrosos ojos azules.

Era tan bello… Una combinación perfecta, en todo, de luz y tinieblas. Tenía lo mejor de ambos extremos, desde su carácter a sus rasgos. Sus ojos claros contrastaban con el marrón casi negro de su pelo y, dependiendo de su humor, podían albergar todo el calor de una laguna de las Bahamas o el aire amenazador de un lago helado.

Aquellos ojos del color del agua helada me miraron ahora, quemándome con su ansia devoradora. Hizo que el aliento se me atascara en la garganta como si aquel no fuera su sitio. Pero no me miraba a mí sino dentro de mí, como si viera allí dentro la satisfacción que le había prometido. Supe por esos ojos que ya solo lo dominaban pensamientos oscuros, y aquello me excitó.

Dentro de mí, allá abajo, en lo hondo, comenzó a crecer la primera oleada de calor. Dispersó los hilos de mi coherencia y dejé de mirarlo para buscar en el aire, a mi alrededor, algún indicio del instante en que volvería a asaltarme el placer. Respondió a mi cambio de respiración como si pudiera oler el cambio que se iba abriendo paso dentro de mí.

Otra oleada, creciendo y creciendo allá abajo, cálida entre mis piernas, extendiéndose hacia fuera por esa parte de mí y hacia arriba, a través del centro de mi ser, hacia mis pechos, hacia mi cuello, hasta donde la siguieron las manos de Charlie. Iba a venir a apoderarse de mí. La idea de que me asaltara, de que me arrastrara en un torrente de placer, bastó para lanzarme a sus garras en un torbellino. Luché por mantener su ritmo. La coreografía desapareció al acercarnos al acto final que nos vería estallar a ambos en un dulce y tembloroso crescendo. Quería compartirlo con él, que viera en mis ojos lo que me hacía, pero Charlie estaba inmerso en su propia lucha, los hombros anchos tensos a mi alrededor mientras me traspasaba ferozmente, como un rayo, cada vez más fuerte y más deprisa, y…

Solté su pelo y sentí que me arrancaban de él bruscamente, separándome de mi océano de placer. Quería ahogarme en aquel gozo, una y otra vez, y otra, pero no sin él. ¡Él también tenía que correrse! Desesperada, pasé los dedos por el centro de su espalda, por la musculatura morena que, sin pretenderlo, había perfeccionado con años de trabajo en el bosque, y sucumbí por fin a todo lo que me ofrecía.

Lo último, lo único que oí, aparte del jadeo frenético de nuestros pulmones, fue mi nombre en sus labios.

«Holly…».

 

 

La gélida lucidez.

De los momentos del día, la madrugada es el más cruel. Entre las cinco y las ocho de la mañana viven la pena y el recuerdo.

Pero la crueldad no se limita a esas horas. Si fuera así, podría organizar mis horas de sueño y ahorrarme esa tortura cotidiana, pero lo cierto es que cada parte del día puede ser igual de aniquiladora cuando te despiertas en el frente de batalla entre los sueños y la realidad y descubres que estás siempre en el lado equivocado.

Cerré los ojos antes de que intentaran encontrar el reloj de la cómoda y volví a enterrarme bajo el edredón para paladear los últimos ecos de mi sueño. «Duérmete, Holly… Devuélvelo». Pero hasta el hecho de pensar en ello lo arrancaba de mi lado.

Charlie había muerto dos días después de su veintisiete cumpleaños. Habían pasado veintidós meses desde la última vez que sentí su contacto, y cinco minutos desde la última vez que oí su voz.

 

Capítulo 3

 

La tarta que había abajo no era apta para los ojos de una señora de ochenta años. Tenía que sacarla de casa y meterla en la furgoneta antes de que la señora Hedley, nuestra vecina, asomara la cabeza por la puerta.

Tardé unos minutos en ponerme la ropa, pasarme el cepillo por el pelo y recogérmelo en un moño flojo y chapucero. Me gustaban los moños chapuceros. Se hacían en un periquete. Dave me miró mientras me ponía un poco de maquillaje frente al espejo de la cómoda para disimular los vestigios que mis recientes noches de insomnio me habían dejado bajo los ojos. Esa noche había gozado de cada precioso segundo que había podido pasar con Charlie, pero aun así parecía agotada.

Me puse unas bailarinas azul marino, encerré a Dave en la cocina, agarré mis cosas y la tarta y salí a hurtadillas al camino de grava. En realidad no debía llevar vaqueros para ir a entregar un encargo a una mansión, pero eran de color índigo y mientras me cambiaba se había nublado el cielo. Con un poco de suerte, podría llegar y marcharme enseguida, y mi ropa pasaría desapercibida. Además iba a hacer la entrega fuera de mis horas de trabajo, y a las siete y pico de la tarde de un viernes por la noche tenían suerte de que no estuviera en pijama.

Dar esquinazo a la señora Hedley fue un poco más fácil estando el jardín a oscuras, pero meter la tarta sana y salva en la parte de atrás de la furgoneta resultó, en cambio, un poco más peligroso. Siempre se corría peligro cuando se transportaba una tarta, y hacerlo en una furgoneta tan vieja como mi padre tampoco ayudaba mucho.

Acababa de abrocharme el cinturón cuando la señora Hedley abrió su puerta y me saludó con la mano desde el otro lado del jardín.

En cuanto bajé la ventanilla, me arrepentí. Bajarla era muy sencillo. Lo difícil era volver a subirla.

—Estaba a punto de irme, señora Hedley. Solo tardaré una hora o así. No se preocupe cuando vea las luces en el camino, a la vuelta —grité. Como si fuera a servir de algo. Allí estábamos muy apartadas, pero lo más temible de aquellos contornos era la propia señora Hedley.

Siguió saludando con la mano, así que arranqué y avancé a ritmo constante por el camino de tierra hacia la carretera mientras luchaba a brazo partido con la manija atascada de la ventanilla.

Nunca había funcionado. Teníamos el camión de Charlie para usarlo entre los dos, pero yo necesitaba otro coche para el reparto. Tenía los ojos puestos en una linda furgonetita, pero Charlie dijo que lo que me hacía falta era un coche que hiciera destacar mi negocio entre la multitud. Con aquellos inocentes ojos azules no le había sido difícil convencerme de que una Morris Minor era la mejor furgoneta para mí. Era un vehículo como de dibujos animados, de color burdeos oscuro, con la leyenda «¡TARTA!» grabada a ambos lados en letras doradas. Yo debía de estar loca. Las tartas necesitaban suspensión. Y mi furgoneta no tenía.

Cuando llevaba cinco minutos avanzando a paso de tortuga por encima de las piedras y los hoyos del camino, llegué por fin a la tersa carretera. El camino a la mansión Hawkeswood era todo recto, y desde casa se tardaba media hora en llegar. Menos, si no daba un rodeo alrededor del bosque. Cosa que haría. Ya no usaba aquella carretera. No la usaba desde que habían aparecido flores atadas a los árboles.

Una vez en la carretera me relajé. El trayecto allí era mucho más fácil. Más suave, pero no mucho más rápido. Charlie decía que llegar a ochenta y que el motor empezara a protestar a gritos formaba parte del encanto de la furgoneta. Por estos contornos, la culpa de muchas cosas la tenía el encanto. La furgoneta era una más de la larga lista de ideas tontas de Charlie, como la de adoptar un perro que comía más que nosotros, o la de irse a trabajar en coche en su día libre cuando debería haber estado desayunando con su mujer.

Se acercó un coche en el otro sentido y pude echarle un vistazo a la tarta cuando sus faros se cruzaron con la furgoneta. Allí, donde el bosque empezaba a espesarse a lo largo de la carretera, no había farolas.

Todo iba bien de momento, y quedaban otros quince minutos para llegar a Hawkeswood.

A principios de semana, Jesse y yo acabábamos de empezar el ritual de los lunes por la mañana: repartirnos el trabajo de los días siguientes, cuando había entrado en Tarta la señora Ludlow-Burns, la primera clienta de la semana.

—Testículos —dijo agriamente desde el otro lado del mostrador—. En un plato. Si es que pueden hacerlo.

Sus fríos ojos grises se habían desviado en ese momento: primero habían inspeccionado las tartas expuestas a su alrededor y a continuación habían echado una larga ojeada a Jesse, con su metro ochenta y tantos. Jess, alto y atlético, se cernía muy por encima de ella, pero ella, con sus perlas y su tweed, era, con mucho, la más imponente de los dos. Fuera, un chófer esperaba obedientemente junto a un Bentley que brillaba con más violencia que el sol.

—Y me gustaría que fueran grandes —había añadido la señora Ludlow-Burns, levantando sus manos enguantadas para recalcar sus palabras.

—¿Humanos? —había preguntado yo. Fue lo único que se me ocurrió.

Ella había procedido a sacar una caja de zapatos impoluta, con la marca Dior grabada en dorado en la blanquísima tapa. Dentro había un par de zapatos de piel negra, de los que dejaban el dedo gordo al aire, tan nuevos y relucientes como el Bentley.

A la hermana de Jesse le chiflaban tanto los zapatos como a la mía, y sabiendo lo que seguramente costaban aquellos, Jesse había cometido el error de alabar el buen gusto de la clienta.

—No son míos —le había espetado ella—. Nunca me he puesto un zapato de puntera abierta. Los zapatos de puntera abierta son para las zorras.

Una tarta en forma de una delicada región de la anatomía masculina no era el encargo más raro que nos habían hecho en Tarta, pero nuestros clientes no solían ser tan… agresivos.

Nos dio instrucciones de ensartar uno de los zapatos, en concreto el tacón, en la parte más gruesa de un testículo. Dijo que quería que la tarta produjera dolor. «Igual que el matrimonio».

Sin duda era una maniática, acostumbrada a hacer las cosas de una determinada manera. Hasta nos dio instrucciones sobre cómo efectuar la entrega: había que llevar la tarta a Hawkeswood Hall, a las ocho y media en punto, donde el señor Fergal Argyll debía recibirla personalmente. No un miembro del personal de la casa, sino el señor Argyll en persona. Yo había tenido la clara impresión de que el señor Argyll no era un hombre muy querido. Aquella tarta no parecía muy halagüeña que digamos.

Busqué a tientas el albarán encima de mi bolso. Si Fergal Argyll no firmaba en persona, no cobraríamos la mitad del dinero. Jess me había dicho que no debería haber permitido que la señora Ludlow-Burns me convenciera para aceptar esa condición, pero yo le había recordado que, estando a punto de acabarse la temporada de bodas veraniegas, no nos vendría mal un poco más de liquidez.

—No se preocupe, a Fergal le gustará usted —había dicho ella, echándonos otra mirada—. Pero yo no mandaría a su amigo. A él se lo comerán vivo.

Yo miré a Jesse y me pregunté qué había querido decir con eso. Con sus trencitas africanas, que asomaban por debajo del gorro ancho, y sus deportivas de bota, no parecía una persona incapaz de defenderse. Claro que sin duda parecería fuera de lugar en Hawkeswood… igual que yo.

—¡Señora! ¡Sus zapatos! —había gritado yo cuando salió por la puerta.

—Quédenselos —ella había sonreído con frialdad—. A partir de ahora, esa zorra tendrá que comprarse el calzado en otra parte.

 

 

La furgoneta gruñó cuando intenté cambiar otra vez de tercera a cuarta. A veces se atascaba y había que pisar dos veces el embrague. En mi vida no había sitio para los zapatos de tacón. Me había casado en botas de goma, el único día de mi vida, me había dicho Martha con vehemencia, que estaba obligada por tradición a hacer un esfuerzo con el calzado. Y eso había hecho yo: me había comprado un par nuevecito de Hunters a juego con las de Charlie. Mi madre había tensado la boca por lo menos dos veces al verlas aparecer en las fotos de boda.

 

 

Entre el resplandor de los faroles encendidos, una amplia y majestosa verja anunciaba la llegada a Hawkeswood Manor Hall, a un lado de la carretera principal. La entrada no solía estar tan iluminada. Debía de haber alguna fiesta esa noche. Qué raro. Donde hay una tarta, suele haber una fiesta. Tomé la curva despacio para no sacudir el delicado encargo que llevaba en la parte de atrás. Había modelado el zapato de Dior, y se parecía bastante al auténtico, que se había quedado en la tienda. Del cuerpo principal de la tarta se había encargado Jesse, dado que él conocía mejor la fisiología de esa zona.

La furgoneta comenzó a zarandearse violentamente y sentí un arrebato momentáneo de pánico. Lo que le hacía falta a la furgoneta: pasar por encima de rejillas para el ganado.

Por fin, el camino me llevó suavemente por entre unos pilares de piedra enfrentados, hasta el patio de Hawkeswood. Delante de mí, enmarcada por el cálido resplandor de numerosos focos encastrados entre los parterres de hierba, se alzaba la impresionante fachada del priorato gótico, con toda su intrincada filigrana de detalles. Hawkeswood tenía algo especial, algo aparte de su belleza. No era la casa más grandiosa que había visto, aunque era majestuosa, desde luego, pero sí distinta a otras mansiones que había visitado. Parecía vivida, y un hogar tenía siempre algo que un simple escenario no podía emular. Vida, quizá. Y no solo cuando se vestía de domingo.

Aparqué al final de una fila de coches y saqué el teléfono del bolso. Todavía tenía un rato, eran solo las ocho y cuarto, así que me puse a subir la ventanilla como pude.

Vi movimiento debajo de la arcada del vestíbulo principal, donde un tipo joven estaba tranquilamente apoyado contra la pared. Me miró mientras estaba sentada en la furgoneta, y aquello bastó para que me olvidara de la ventanilla hasta que volvió a apartar la mirada. Miré otra vez la hora en el teléfono, y al poco rato un destello de rojo atrajo de nuevo mi mirada hacia él.

La mujer parecía recién salida de una pantalla de cine: una diosa nórdica rebosante de elegancia y ataviada con un vestido de noche rojo sangre que habría hecho desmayarse a Martha. Era impresionante. Si había mujeres como aquella en la casa, nadie se fijaría en mi ropa. Hasta podría haber ido en pijama.

Tenía el cabello tan rubio que parecía casi blanco y lo llevaba recogido hacia atrás en un moño, pero bien hecho. Un moño perfecto. Toda ella era perfecta. Tan deslumbrante, de hecho, que me costaba trabajo dejar de mirarla. Si al hombre también se lo parecía, lo disimulaba muy bien. La rubia encendió un cigarrillo y se inclinó hacia él. Vi que él cambiaba de postura. ¿Una pelea de novios, quizá? Bueno, esas las teníamos todos, hasta la gente guapa, al parecer. Con un poco de suerte volverían a entrar antes de que tuviera que acarrear la tarta pasando a su lado.

Las ocho y veinte. Me quedaría allí sentada tranquilamente unos minutos más, pensando en mis cosas.

Las ocho y veintitrés y seguían allí, ella intentando todavía acercarse a él y él todavía reticente.

Un timbrazo absurdamente severo y estrepitoso rompió el silencio del patio. Di un brinco asustada y la pareja de ensueño giró la cabeza para mirar de dónde venía aquel ruido, que salía por mi ventanilla abierta.

—Maldita sea, Martha —siseé mientras intentaba frenéticamente apretar el botón correcto, cualquier botón que apagara aquel ruido—. ¿Hola?

—Hol, ¿dónde estás? Te he estado llamando —dijo aliviada.

—Estoy trabajando, Martha. ¿Dónde es el fuego? —miré a la pareja de la arcada. La diosa tiró su cigarrillo y volvió a entrar. El novio siguió mirando.

—No hay ningún fuego. Solo estaba preocupada porque no estabas en casa.

—No siempre estoy en casa, Martha. Tengo otras cosas con las que llenar el día, ¿sabes? —las dos sabíamos que aquello era solo verdad a medias—. Mira, te llamo cuando llegue a casa. ¿Dentro de una hora? No te pongas histérica hasta las diez por lo menos, ¿vale?

—Vale —dijo, y empecé a sentirme culpable.

—Vale. Te quiero.

—Yo también a ti, adiós.

Colgamos y, por suerte, el novio se había ido.

Las puertas del vestíbulo, que estaban abiertas, dejaban ver la majestuosa entrada de la mansión, con sus paneles de madera en las paredes y una escalera gigantesca que subía al menos dos plantas más arriba. Una morena atractiva que rondaría los cincuenta se acercó a mí con una sonrisa. Su elegante blusa blanca y su falda negra de tubo daban a entender que formaba parte del servicio.

—Hola, ¿puedo ayudarla? —preguntó.

—Hola, sí. Tengo una entrega para el señor Argyll.

La caja era tan alta que no se podía cerrar la tapa, y la sonrisa de la mujer vaciló cuando vio la tarta.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Y cuál de los señores Argyll está esperando esto?

—Me han dicho que se lo entregue a las ocho y media en punto al señor Fergal Argyll —sonreí.

La señora asintió con la cabeza. Por lo visto le parecía lógico.

—Pues el señor Argyll está en el salón de juegos, cruzando las puertas del final de este pasillo, si hace el favor. Permítame el bolso, querida. Ya va bastante cargada.

No estaba segura de por qué había sacado el bolso. Era improbable que alguien de allí fuera a forzar la camioneta para robármelo.

—Gracias. Solo tengo que sacar el albarán de entrega para el señor Argyll —dije mientras rebuscaba en su interior.

—Bueno, el albarán puedo firmárselo yo —se ofreció ella.

—No, no importa. Tiene que firmarlo el señor Argyll en persona.

Como el pasillo era largo, tuve tiempo de pensar cómo iba a abrir las gruesas puertas cuando llegara hasta ellas. Un señor de aspecto nervioso, vestido con un traje anodino, apareció por una de ellas y salió rápidamente al pasillo.

—¿Me haría el favor de sujetar la puerta? —le pregunté antes de que pudiera escabullirse. Accedió, y yo y mi tarta pudimos cruzar sin tropiezos y penetrar en el griterío del otro lado.

—Buena suerte —dijo el hombre con acento cultivado antes de que la puerta se cerrara entre nosotros.

Al entrar, me encontré en el salón más imponente en el que había estado nunca, decorado con papel pintado y tapices ricamente historiados que contrastaban con los tonos cálidos de los paneles, aún más antiguos, de las paredes. Una enorme chimenea de piedra abarcaba la mayor parte de la pared del fondo. Las demás estaban ocupadas por filas y filas de libros. Era una biblioteca salón de juegos, y olía igual a como tenía que oler: acogedora, vieja y llena de vida. Charlie se habría vuelto por un salón así.

Ninguno de los veinte o treinta hombres que había dentro, casi todos ellos vestidos de gala, interrumpió su partida de cartas cuando coloqué la tarta con cierta dificultad sobre la mesa más cercana. Las risas palpitaban a mi alrededor, junto con el humo de los puros y la algarabía general. Aquello era sin lugar a dudas un club de chicos, sin sitio para las chicas.

«¿Cuál será Fergal Argyll?», me pregunté mientras escudriñaba el salón en busca de una cara que encajara con el nombre, o quizá con la tarta. Cerca de la chimenea, el color del peligro volvió a llamar mi atención. La presencia de la diosa, la única otra mujer presente en el salón, me tranquilizó al instante. La miré a través del humo y las risas, y esbocé esa sonrisa de hermandad que las mujeres nos dedicamos unas a otras. Levantó la barbilla y desvió la mirada, y así como así me quedé sola. La vi deslizarse entre sus admiradores para acercarse al caballero más bullicioso de la sala.

Estaba hablando a gritos a sus compañeros de partida, pero se levantó cuando la diosa—doncella de hielo se acercó a su mesa.

—Cuidado, chicos, aquí viene mi talismán de la suerte —declaró con un suave acento escocés. Apoyó la mano sobre sus riñones, en el extremo de su escote trasero. Era guapo, con su chaqueta y su kilt, y encajaba a la perfección en el abigarrado escenario que lo rodeaba. Calculé que tenía unos cincuenta años, aunque había algo en él que lo hacía parecer al mismo tiempo más joven y más viejo.

La doncella de hielo le obsequió con una sonrisa y luego me miró. Él siguió su mirada.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó—. ¿Otro regalo del dragón, quizá?

Era él. Tenía que ser él.

—¿Señor Argyll? —dije.

—A sus pies, corazón. ¿Qué puedo hacer por usted? —su barba corta y bien cuidada le daba un aire de lord escocés, pero el pelo más oscuro que le caía sobre los ojos serios le hacía parecer más bien un boxeador arrabalero.

—Tengo que entregarle una cosa. ¿Podría firmar aquí, por favor?

Argyll se acercó a la mesa y miró su tarta. Su carcajada me hizo dar un brinco por segunda vez esa noche.

—Me imagino que es para celebrar los papeles de mi divorcio, ¿no? —preguntó con una mirada de alborozo en sus ojos oscuros—. Tengo que reconocerlo —añadió—. Esa mujer tiene ingenio. Echad un vistazo a esto, chicos —gruñó alegremente y, sacando la tarta de su caja, se la enseñó a sus invitados—. Siempre ha dicho que me las arreglaba para salir adelante no por el tamaño de mi cerebro, caballeros, ¡sino por el tamaño de mis pelotas!

Dio la espalda a su público trajeado y fijó sus ojos serios en mí. Era un hombre guapo, incluso llamativo, y olía a una mezcla embriagadora de humo de cigarro y brandy.

—Señorita, ha acertado usted de lleno con el tamaño. —sonrió mirando el par de testículos que sostenía entre las manos.

—Me alegro de que le guste, señor Argyll. ¿Le importaría firmar esto?

Dejó la tarta sobre la mesa, cerca de mí, y le ofrecí mi boli. Sus ojos aún no se habían apartado de los míos.

—No parece usted muy convencida, querida. Espere, permítame demostrárselo.

Lo vi ladear la cabeza con una sonrisa antes de que mi cerebro procesara lo que estaba a punto de pasar. La doncella de hielo desapareció de la vista cuando Argyll se levantó la falda. La barba no era lo único que tenía gris. Levanté los ojos y los fijé en sus manazas. Tenía manos de obrero, como las de Charlie o las mi padre. En aquellos nudillos había grabados muchos años de trabajo duro.

Era hora de irme.

Dejé el albarán junto a la tarta y me di la vuelta tranquilamente para salir de allí. No me hacía tanta falta el dinero de la señora Ludlow-Rompepelotas.

El novio de la doncella de hielo se quedó mirándome. Sus ojos me siguieron cuando crucé la habitación, hacia él. No me sonrojé de vergüenza hasta que lo vi mirándome tan atentamente. No era de extrañar que Fergal Argyll estuviera tan seguro de sí mismo: a juzgar por su hijo, de joven las mujeres debían de haberse disputado su atención.

Una voz con acento escocés me siguió por la puerta, saliendo de la boca llena de tarta del señor Argyll.

—¡Con razón me adoran las mujeres, chicos! ¡No sabía que supiera tan bien!

Allí podía sonreír sin arriesgarme. Ya casi había salido.

Charlie se habría partido de risa. Los hombres como Argyll, campechanos y con mucha personalidad, siempre lo atraían hacia su órbita.

El vestíbulo de entrada estaba desierto cuando llegué. Debería haber dejado mi bolso en la furgoneta. Me asomé a la escalera, buscando señales de vida. Nada. Detrás de mí, oí que las puertas del salón de juegos se abrían y volvían a cerrarse. No miré, ni siquiera cuando fueron acercándose unos pasos pesados.

Desde el otro lado oí acercarse el tableteo de unos pasos de mujer.

—¿Lo ha encontrado? —preguntó la mujer. Qué eficiente era el servicio.

—Hola otra vez. Sí, gracias. ¿Puede traerme mi bolso, por favor?

—Ah, claro. Un minuto, querida.

Y aquella señora tan amable desapareció otra vez.

Argyll hijo había recorrido tranquilamente el pasillo y se había apoyado contra una de las columnas decorativas que había cerca del pie de la escalera. Iba elegantemente vestido con un traje gris oscuro bien cortado y camisa blanca con el cuello desabrochado. Vestía bien, sí, pero con un estilo menos formal que su padre, aunque ambos parecían tener el mismo aplomo.

Intenté no ponerme nerviosa mientras esperaba el regreso de mi bolso.

—¿Trabajando hasta tarde? —intentaba ser amable. Yo no me lo esperaba.

—Sí —sonreí, consciente de que mis ojos no sonreían. Los desvié hacia el complicado diseño de las baldosas del suelo.

—Lamento que Fergal la haya avergonzado —dijo con una voz firme y tersa que tenía solo una leve nota del acento celta de su padre.

Antes siempre me azoraba cuando se producía un silencio incómodo, pero había sobrevivido a muchos y no sentía la necesidad de llenarlos inmediatamente, como les pasaba a otros.

—Le entusiasman las tartas —dijo con sorna, entornando los párpados.

—No lo ha hecho con mala intención —comenté, mirando la puerta por la que se había marchado la señora.

—Tienes razón: no lo ha hecho con mala intención.

Volví a mirarlo. Tenía el pelo un poco más largo que su padre por arriba, pero le caía hacia delante casi en el mismo lugar.

Allí fuera, sin las nubes de humo de tabaco, no había nada que pudiera competir con el olor de los suntuosos paneles de madera, con el aroma a sabrosos manjares que se preparaban en alguna parte de la casa y, por encima de aquellos olores, con la dulzura sutil de la colonia del más amable de los Argyll. No era como el frasco que yo solía meter bajo la almohada de Charlie cada Nochebuena. Ni mucho menos tan familiar. Esta tenía un toque más dulce, la diferencia entre las flores y las bayas.

—Bonita tarta, por cierto —comentó, intentando otra vez trabar conversación—. Nunca había visto una así —entonces sonrió. Una buena sonrisa, pero que tampoco se reflejó en sus ojos.

—Ciaran, tu padre está listo —ronroneó la doncella de hielo, acercándose a nosotros por el pasillo.

Yo no había oído abrirse las puertas. A aquella distancia, vi que había enfriado su mirada azul con sombra de ojos de color humo.

—Aquí tiene, querida —aquella señora tan amable sonrió, acercándose otra vez.

—Gracias. Buenas noches —sonreí al tomar mi bolso.

—Buenas noches —dijo Ciaran Argyll levantando la voz cuando salí al aire fresco de la noche.

Miré a la pareja perfecta por encima del hombro y le lancé una sonrisa agradecida.

La doncella de hielo se arrimó a él para marcar su territorio y ni siquiera me miró.