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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Deborah Rather

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un hombre rico, n.º 1309 - junio 2015

Título original: The Man with the Money

Publicada originalmente por Silhouette© Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6369-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Cincuenta dólares. Cincuenta míseros dólares. Charlene Bellamy tuvo que hacer un esfuerzo para no restregar los arrugados billetes en la cara de su jefe.

El bufete de Dallas en el que trabajaba como abogada era uno de los más prósperos del estado de Texas, de modo que cuando Pratt le prometió aportar fondos para el equipo de fútbol de su hijo de acogida pensó que tenía resuelto el problema. Y no podía creer que, al final, la contribución económica fuera tan miserable.

Necesitaba cientos de dólares para equipar a dieciséis niños de cuatro y cinco años, todos ellos de familias pobres o con problemas, pero cuando se lo mencionó a Pratt, este sugirió que no se tomara tanto tiempo con los casos de oficio y empezase a ingresar algo de dinero en el bufete. Así, la próxima vez que pidiera una contribución económica para sus «proyectos benéficos», esta podría ser más abultada.

El tipejo sabía muy bien que los casos de oficio también habían dejado su cuenta corriente en las últimas. Y que su último caso, defender un albergue para mujeres y niños maltratados que una inmobiliaria quería convertir en apartamentos de lujo, no había llenado las arcas del bufete, pero les había conseguido mucha y buena publicidad en los medios de comunicación.

Desgraciadamente, la buena publicidad significaba poco para el bufete de Bellows, Cartere, Dennis y Pratt. Desde luego, mucho menos que los billetes de mil dólares.

Pero lo que realmente había puesto furiosa a Charly había sido que Richard Pratt, su inmediato supervisor en la firma, sugiriese que la contribución podría ser mayor si «era amable» con él. Y, además, lo había dicho mirando descaradamente sus pechos.

No era la primera vez que Pratt le hacía ese tipo de sugerencia y, desgraciadamente, no sería la última, ya que sus quejas solo habían despertado en los otros socios sonrisas comprensivas, charlas, reprimendas y veladas amenazas. En ese orden.

La ironía del asunto era que el bufete solía defender casos de acoso sexual... la mayoría de ellos con éxito.

El problema era que la mentalidad masculina de «colegas para todo», unida a la experiencia de los abogados, impedía que Charly pudiera ponerles una demanda. Además, estaba segura de que cuando expirase su contrato, diez meses más tarde, la echarían del despacho.

Y entonces el futuro sería incierto. Su afición a defender casos de oficio, en muchas ocasiones de resolución imposible, no la hacía candidata a encontrar trabajo en ningún bufete de prestigio. Todo lo contrario.

Pero así era ella. Y no podía cambiar.

Media hora más tarde se encontraba frente a una tienda de la cadena Ru.com Electrónica, donde tenía asuntos más urgentes que atender. Ponce y sus amigos contaban con ella.

Suspirando, Charly empujó la puerta. Su ex marido era el encargado y estaba segura de que podría convencerlo para que aportase algo de dinero.

El sonido de sus tacones la seguía mientras pasaba al lado de ordenadores, estéreos y móviles. La cadena de tiendas era famosa por vender más barato que ninguna otra y, sobre todo, por sus enormes márgenes de beneficio. Y eso le daba esperanzas de que David le echase una mano.

Aunque el carácter tranquilo de su ex marido permitía que la relación entre ellos siguiera siendo amistosa, también hacía que el fracaso de su matrimonio le doliese más. Después de solo un año de convivencia, se quedó sorprendida cuando David anunció que había sido un error. Charly no sabía que era infeliz, ni que la culpaba por trabajar demasiadas horas. Mientras ella pensaba en tener un niño y en cómo arreglárselas para no dejar el bufete, David estaba pensando en el divorcio.

Dos años después le seguía doliendo el asunto, aunque su ex marido había dejado de importarle.

Lo que de verdad le dolía era haber perdido la oportunidad de tener hijos. Tanto que enseguida empezó a estudiar la idea de la adopción. Tener en su casa un niño de acogida había sido el primer paso y su deseo más ferviente era que le permitiesen adoptar a Ponce Jack, el angelito de cinco años con quien llevaba un año compartiendo su vida.

Era por Ponce por lo que había ido allí.

Charly observó al hombre de mediana edad que estaba tras el mostrador. Normalmente, los dependientes de Ru.com Electrónica eran adolescentes llenos de granos, pero aquel tipo parecía más bien un ejecutivo.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes. Me gustaría hablar con David Bellamy.

—Lo siento, pero hoy libra todo el mundo.

—¿Por qué?

—Porque es el día de agradecimiento al personal que trabaja cara al público —suspiró el hombre, señalando un cartel.

—¿Puedo ayudarla? —oyó Charly una voz tras ella. Era un hombre alto, moreno, de ojos castaños y mentón cuadrado—. Hoy soy yo el encargado de la tienda.

Era guapísimo, seguramente de su edad, treinta y pocos años. El otro hombre se apartó del mostrador para dejarlo entrar, en un gesto cargado de deferencia. El recién llegado llevaba pantalones de color caqui y una camisa blanca, sin la chapita de identidad que solían llevar los dependientes de Ru.com Electrónica.

La mirada del hombre le produjo un estremecimiento, pero necesitaba pagar la ficha del equipo de fútbol al día siguiente o no entrarían en la liga infantil. Si no conseguía el dinero, tendría que tirar de su tarjeta de crédito y... eso sí que sería un problema.

De modo que lo mejor sería intentarlo.

—Me llamo Charlene Michman Bellamy —se presentó, sonriendo.

El hombre estrechó su mano, con un brillo burlón en los ojos.

—Darren... Rudd.

—Encantada de conocerlo, señor Rudd —el apretón de manos le produjo un escalofrío que la hizo cambiar el peso del cuerpo de un pie a otro, pero intentó disimular—. Tengo un problema y espero que usted pueda ayudarme. En realidad, son dieciséis niños de cuatro y cinco años los que necesitan su ayuda. Son niños huérfanos o con familias de renta muy baja que no pueden comprar botas y camisetas para jugar al fútbol.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

—Yo esperaba que, a cambio de un anuncio publicitario en las camisetas, ustedes pudieran patrocinar al equipo.

El hombre la miró de arriba abajo y Charly tuvo que cambiar de pie otra vez, apartando de su frente un mechón de pelo rojo.

—Su marido es el entrenador, supongo.

—¿Mi marido? No, la entrenadora soy yo.

Darren apoyó los codos en el mostrador, sonriendo.

—Ah, ya veo. Normalmente es el padre quien busca dinero para los equipos infantiles.

—En este caso, no hay ningún padre. Lo que hay son dieciséis niños, entre ellos el mío, que no podrán jugar al fútbol si no consigo fondos para la ficha deportiva y los uniformes.

—Y son niños cuyas familias no tienen dinero.

Charly asintió.

—Son gente de renta muy baja, pero no pienso permitir que uno solo de esos niños se quede sin jugar.

—Aunque tenga que recaudar los fondos y entrenarlos usted misma.

—Efectivamente.

Darren se cruzó de brazos.

—¿Ha entrenado un equipo de fútbol alguna vez?

—No, pero he leído mucho sobre ello y...

—¿Cree que puede aprender algo sobre fútbol en un libro? —la interrumpió él, escéptico.

Charly levantó la barbilla, orgullosa.

—Lo más importante es que jueguen, señor Rudd.

—Entonces, no espera que ganen.

Así era, pero no pensaba admitirlo. Algunos de los equipos de la liga llevaban uniformes en los que no faltaba de nada y tenían entrenadores profesionales con tiempo y experiencia, de modo que no había muchas posibilidades de ganar. Pero ese no era el asunto.

Charly miró directamente aquellos ojos castaños. Un par de ojos muy bonitos, por cierto.

—¿Puede ayudarme o no?

—Me temo que no podemos, señora —contestó el hombre de más edad—. Las normas de Ru.com Electrónica...

—Yo soy el encargado, Stevens —lo interrumpió Darren. Stevens se quedó callado, pero lo miró con expresión sorprendida—. No tenemos por costumbre hacer donaciones, pero siendo para tan buena causa creo que podemos hacer una excepción.

Charly sonrió, aliviada.

—Gracias. Ese dinero es muy importante para los niños. Si quiere comprobar lo que le he dicho, puede llamar al delegado de la Asociación deportiva...

—No creo que sea necesario —la interrumpió Darren, acercándose a la caja registradora—. Tengo la impresión de que puedo confiar en usted. ¿Quinientos dólares serán suficientes?

¡Quinientos dólares! Era más que suficiente para pagar las fichas y comprar uniformes y botas para todos.

—Sí, muchísimas gracias.

—Pero, señor... —empezó a protestar Stevens.

—Si alguien tiene algo que objetar, pondré el dinero de mi propio bolsillo. ¿De acuerdo?

Stevens asintió con la cabeza, nervioso.

Darren le dio el dinero y Charly sonrió, pensando que había encontrado a su alma gemela. Quizá en todos los sentidos. Pero cuando lo miró bien, decidió que no. Aquel hombre era de cine. No solo tenía unos ojos preciosos y unas facciones perfectas, tenía también un increíble aire de autoridad y de seguridad en sí mismo.

Darren Rudd no estaría interesado en una mujer como ella. Si no había podido mantener el interés de David, sería imposible mantener el interés de un hombre como aquel.

Parecía estar tonteando con ella, desde luego. Pero eso era algo muy típico en los hombres. Seguramente ni siquiera se daba cuenta de que estaba haciéndolo.

—Los niños darán saltos de alegría cuando se enteren. Y en las camisetas pondremos «Tienda 796 de Ru.com Electrónica».

—Ru.com Electrónica será suficiente. Así le saldrá más barato —sonrió él.

Charly sonrió también.

—De acuerdo.

—Por cierto, ¿cómo se llama el equipo?

—Pues... aún no lo hemos decidido.

—Ah, estupendo. Yo podría darle alguna idea.

—Sí, bueno... los propios niños tendrán que votar el nombre, claro.

—Muy bien. ¿Cuándo podemos tener una reunión con el equipo?

—El jueves por la tarde. Entrenamos en un descampado entre la calle Arroyo y Lovers Lane. A las seis.

Darren Rudd sonrió.

—Entonces, nos veremos el jueves. Pero llegaré a las seis y media.

—Puede ir después del entrenamiento, a las siete.

—Intentaré ir antes —sonrió él—. ¿Le importa darme un número de teléfono para que pueda localizarla?

—No, claro.

Charly tomó un folleto de ordenadores y anotó el número de su casa, sabiendo que Bellows, Cartere, Dennis y Pratt no veían con buenos ojos sus «proyectos benéficos».

—Charlene, bonito nombre.

—En realidad, todo el mundo me llama Charly.

Darren levantó una ceja.

—¿Ah, sí? Pues no se parece a ningún Charlie que yo haya conocido. Es mucho más guapa.

Ella se puso colorada como un tomate. Y con una piel tan clara era imposible disimularlo.

—Sí, bueno... nos veremos el jueves. Gracias, de verdad. Y me llamo Charly, con «y» griega.

—Charly, con «y» griega —repitió Darren Rudd.

Ella salió de la tienda como alma que lleva el diablo. Pero cuando llegó a la acera, pensó que aquel era su día de suerte.

David nunca le habría dado quinientos dólares. Le habría dado algo seguramente, pero no tanto. De modo que estaba dispuesta a besar los pies de quien hubiera inventado eso del «día de agradecimiento al personal que trabaja cara al público».

Solo una cosa la molestaba.

¿Por qué le había dicho a Darren Rudd que la llamase Charly? Solo su familia y sus amigos íntimos la llamaban así. Profesionalmente era Charlene. Charlene era la abogada. Charly era una mujer. Charlene era una amazona en los juzgados. Charly, un alma vulnerable, una mujer que necesitaba desesperadamente tener familia propia.

Y algo le decía que no debía ser vulnerable con Darren Rudd.

Debía ser un ejecutivo que, a fuerza de trabajo, había llegado a tener un buen puesto en Ru.com Electrónica, pero parecía un hombre acostumbrado a mandar. Si no tenía cuidado podría llevársela por delante y el equipo de fútbol acabaría siendo suyo.

Si no tenía cuidado, se tomaría sus coqueteos en serio y eso sí que sería un desastre.

Quizá la llamaría Charly, pero cuando tratase con Darren Rudd, sería Charlene.

 

 

Darren cerró la caja registradora, en la que acababa de meter unos billetes.

—Venga, Stevens. Solo tenía trescientos dólares. Mañana pondré lo que falta.

—No es el dinero —suspiró el hombre, sacando doscientos dólares del bolsillo—. Es que no puedo creer que precisamente usted haya contravenido las normas de la empresa... unas normas que dictó usted mismo, por cierto. Ya sabía yo que no saldría nada bueno de este día de agradecimiento al personal.

Darren metió los billetes en la caja registradora, sonriendo.

—Seré sincero, Stevens. Que los ejecutivos de la empresa atiendan las tiendas una vez al año es más para que salgan de su torre de marfil que para darle un día libre al personal que trabaja cara al público. Aunque se lo merecen; al fin y al cabo, ellos son los que llevan dinero a la caja.