Editado por Harlequin Ibérica.
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28001 Madrid
© 2015 María García Peche
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Ángel con ojos color miel, n.º 85 - agosto 2015
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Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-6844-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Sin abrir los ojos, Julianna sabía que había llegado el mediodía. Notaba el calor del sol rozando su mejilla mientras la otra permanecía apoyada sobre la almohada. No había dormido nada en toda la noche, aunque llevaba varias horas con los ojos cerrados intentando conciliar el sueño. Intentó recordar lo sucedido los días anteriores. Se frotó los ojos, que notaba hinchados de tanto llorar y haber pasado varios días sin verdadero descanso. Sentía el cuerpo pesado, torpe y casi entumecido del largo tiempo transcurrido acurrucada bajo la manta.
La muerte de su padre, al caerse de la montura la mañana que iba al mercado de abastos a negociar con los comerciantes los precios del maíz que estaba a punto de ser recogido en la finca, había supuesto la pérdida del cabeza de familia, del padre cariñoso y comprensivo que la acompañó toda su vida, pero, además, de la única persona que la quiso de veras desde que era un bebé regordete y torpón.
Timón McBeth era un granjero honrado y trabajador. Era irlandés de origen, pero años atrás, cuando aún era un niño, marchó de su querida Irlanda hacia Inglaterra junto a sus padres, sus hermanos y su única hermana en busca de mejores oportunidades. Con el transcurso de los años, había decidido regresar a la tierras verdes y fértiles de Irlanda buscando un futuro mejor que el que parecía tener en el pequeño pueblo costero donde se instaló su familia, y en el que apenas había trabajo y futuro para unos pocos hombres dispuestos a trabajar en la pesca de pequeño calado. Nada más llegar al pequeño pueblo del condado irlandés, del que eran oriundos todos los McBeth, supo que quería instalarse en él y dedicarse al cultivo de maíz o de algodón, o de cualquier cosa que no implicase salir a pescar, limpiar pescado y tener que sortear los peligros del mar embravecido tras largas horas de faena en la cubierta de un barco, rodeado de hombres cansados de trabajar de sol a sol por el mísero salario que les ayudaba a mantener a sus familias. Además, él se prometió a sí mismo, al cumplir los 18 años y dejar ese pueblecito costero inglés, que buscaría un trabajo que le permitiese tener una familia propia, una esposa que lo pudiese recibir todos los días a la hora de cenar y unos hijos a los que ver crecer y enseñarles cómo vivir de manera digna y honrada.
Durante unos años, trabajó duro en los empleos que le iban surgiendo, desde maderero hasta techador, cualquier cosa que le permitiese subsistir mientras ahorraba lo suficiente para arrendar una de las granjas de la zona alta del pueblo, que eran las más fértiles y productivas. Sabía que, aunque lograse el dinero para ello, llevar una granja requería una gran fortaleza y mucho trabajo, pero ello no le asustaba, así como tampoco pasar unos primeros años vigilando cada penique que gastaba. El día que llegó a la gran mansión del conde de Worken con su propuesta bajo el brazo para el arrendamiento de una de las zonas de cultivo, propiedad del conde, fue unos de los más felices de su vida, no solo porque parecía haber logrado poner la primera piedra de un futuro prometedor y estable, sino porque ya tenía algo a lo que aferrarse para pedirle a la pequeña Emily Thompson, hija del pastor, que se casase con él. Emily era una jovencita atractiva, vivaracha y con un espíritu soñador y tan luchador como el suyo, por lo que sabía que era la perfecta pareja para él y una perfecta madre para sus futuros hijos.
Durante los primeros años, estuvo muy ocupado reconstruyendo el caserón central de la finca, convirtiéndolo en un hogar y preparando una primera recogida de maíz, cultivo que muchos de sus vecinos decían que no lograría sacar adelante por lo arriesgado que era en esas tierras y por lo duras que eran tanto su siembra como su recogida. Pero no le importó, luchó y, tras unos meses de duro trabajo, consiguió lo suficiente para el pago del arrendamiento, unos arreglos para la casa y su boda con Emily. Se casaron en una ceremonia íntima pero llena de amor. Mantuvieron el nombre originario del lugar, Landscorp, que se convertiría, desde ese momento, en su hogar, sintiéndolo, así, parte de ellos.
En los cinco años siguientes, vinieron los tres hijos varones de la pareja, Timón, Bevan y Ewan. Y, cuando creían que no tendrían más hijos, vino Julianna. Su madre tuvo un embarazo complicado y, tras dar a luz a la pequeña Julianna, se había quedado muy débil, muriendo un año después por una neumonía que no pudo superar.
Julianna se crio entre varones, tres chicos que apenas le hacían caso y que, en ocasiones, la acusaban de ser la razón por la que crecieron sin una madre. Durante los primeros años de su infancia, sus hermanos mayores fueron, en exceso, mimados por su madre y los padres de esta, y eso les marcó el carácter caprichoso, egoísta y veleidoso del que hicieron gala de adultos. O, al menos, así lo creía Julianna. Sus abuelos maternos, el pastor y su esposa, la miraban con recelo por la misma razón que sus hermanos, la culpaban directamente de la muerte de la bella hija e hijastra, respectivamente, y no dudaban en criticarla a la menor ocasión. Por ello, Julianna solía evitarlos y procuraba solo coincidir con ellos cuando iba a los oficios. Su padre solía ayudarle a esquivar las malas miradas y las palabras de condescendencia y doble sentido de sus abuelos.
Toda su vida había escuchado de todos los que la rodeaban que era una niña torpe, regordeta, con escasas dotes sociales y sin ninguna belleza. Hasta ella misma, cuando se miraba al espejo, cosa que evitaba casi siempre, se veía de esa manera. No podía negar que, tanto sus hermanos como el resto del pueblo, tenían razón. Carecía de atractivo. Hasta los 7 años había sido regordeta y siempre fue tan despistada que solía tropezar hasta con su sombra. Evitaba las reuniones sociales ya que, además de ser extremadamente callada y tímida, le resultaba muy incómodo, casi violento, que la mirasen, que la observasen y juzgasen, porque sabía que nunca escucharía palabras agradables dirigidas a ella, más bien lo contrario. Los comentarios de la gente solían ser más de compasión o desdén que amistosos o gentiles. Se había acostumbrado y ya casi los ignoraba, aunque, en el fondo, siguiesen resultando dañinos y crueles.
Pero a ella la única opinión que de verdad le importaba era la de su padre, a quien ella creía que se parecía en el carácter y también en el físico. De pequeña, se había imaginado cómo sería si tuviese el aspecto y los rasgos de su madre, pero con los años le gustaba parecerse cada vez al padre al que adoraba. Era su protector, el hombre que la arropaba de niña y le daba un beso en la frente tras escuchar de labios de su hijita lo que había hecho en el día. A su padre le agradaba que estuviese siempre ávida de conocimientos, que le gustase leer todo lo que caía en sus manos, que se pasase horas en la cocina preparando dulces y platos cuyas recetas había leído o escuchado a alguna señora en el mercado. No le importaba que montase el caballo a horcajadas cuando sabía que no la veían, ni que se escapase de noche por la ventana para tumbarse en medio del campo de maíz a mirar las estrellas y soñar despierta. Tampoco le molestaba que ella diese su opinión, al igual que sus hermanos, sobre los temas que se trataban en la cena. Ella tenía su punto de vista y a su padre le agradaba escucharlo, ya que Julianna tenía una mente despierta, sensata y con gran sentido del humor, pero que no mostraba en público por su arraigada timidez y por su miedo al rechazo, que siempre parecía haber recibido de todos menos de su padre. Su padre la quería y se lo hacía saber. La trataba con cariño y era compasivo con ella. Le solía decir por las noches, antes de cerrar los ojos, que no escuchase a los demás, que siempre escuchase su corazón y que, cuando fuese una mujer fuerte y de una belleza natural e impactante, podría mirar con una sonrisa a todos aquellos que de pequeña la infravaloraban. No debía mirarlos con reproche o con ganas de venganza, le decía, pero sí con una sonrisa de felicidad por haber logrado hacerse una mujer adulta, inteligente y deseable. Ella sonreía al escuchar esas palabras, sabiendo que en ellas solo había amor de padre, pero, aun así, tenían un efecto calmante y esperanzador en ella. Y lo más importante, su padre le había prometido no obligarla a casarse con nadie que ella no hubiese elegido por amor. Él se casó enamorado de su madre y creía que Julianna no merecía menos.
Ahora que, con 20 años, había perdido a su ser más preciado, se encontraba confundida, dolida y casi enfadada con el mundo por privarle de la única luz de su vida.
Sus hermanos, a lo largo de los años, habían seguido tratándola más como una carga que tenían que soportar que como una hermana pequeña. El mayor, Timón, se había marchado hacía unos años para ingresar en el ejército. Siempre había sido algo pendenciero y parecía destinado a las armas desde chico, por lo que su padre apoyó su decisión. El segundo, Bevan, siguió los pasos de su abuelo y se ordenó pastor, marchándose al destino que le asignaron al terminar sus estudios, en un pequeño pero prometedor pueblo lleno de comerciantes y viajeros cerca de Dublín. Ewan, por su parte, siguió los pasos de su padre y se quedó ayudándole en la granja, sabedor de que, tarde o temprano, él seguiría la explotación de la finca en la que había crecido y que conocía como su propia mano.
Su padre estableció en su testamento que los fondos que había ahorrado toda su vida se entregasen a Julianna a modo de dote y, hasta casarse, como pequeña asignación, pidiendo a su hijo Ewan que, en caso de permanecer en la granja, permitiese que ese siguiese siendo el hogar de Julianna hasta su matrimonio. Cuando se abrió el testamento y Julianna escuchó esto último no pudo sino pensar que su matrimonio, en realidad, no dejaba de ser una esperanza de su padre para que en el futuro encontrase a alguien que la amase tanto como él, que viese en ella algo más que una joven tímida y torpe. Alguien que podía ser el centro de la vida de un hombre bueno, honrado y cariñoso al que Julianna amase del mismo modo.
Lo que Julianna no parecía ver es que, a sus 20 años, se había convertido en una belleza natural e interesante como le había dicho su padre. Aun cuando solía vestir de un modo sencillo, casi monacal, ya que ella no creía tener nada que destacar, era una mujer realmente atractiva, si bien parecía insistir en ocultarlo de la vista de todos, incluida ella misma. Tenía una bonita melena castaña, ondulada y espesa, que solía recoger con una trenza hasta los hombros dejando el resto suelto, costumbre que la esposa del pastor y las amigas de esta le criticaban por considerar que era poco elegante y, sobre todo, poco adecuado para una joven que aspirase a llamar la atención de caballeros casaderos. Tenía, también, unos bonitos ojos marrones que, a la luz del sol, se aclaraban tanto que mostraban su verdadero color, un claro y extraño ámbar, y que solían brillar con una intensidad increíble cuando algo llamaba su atención y cuando se enojaba. Además, con los años, se habían desarrollado sus rasgos hasta lograr una preciosa cara redondeada, pero con unas bonitas facciones femeninas bien marcadas y cierto aire aniñado, sobre todo cuando sonreía. Había dado un buen estirón, lo que le había permitido dejar atrás las redondeces propias de una niña regordeta, dando paso a unas curvas de mujer sensuales y bonitas. No obstante, ella seguía viéndose a sí misma como la gordita que se escondía tras un libro cuando salía a la calle, a modo de escudo y de protección.
En su vida no se había permitido pensar en ningún chico, ya que sabía que todos la rechazarían. Sin embargo, el día de la apertura del testamento, unos días después del fallecimiento de su padre, Julianna recordó un incidente en el que no había pensado desde hacía muchos años y que tenía como protagonista al segundo hijo del conde de Worken.
La primera vez que Julianna lo vio, ella tenía casi 10 años. Fue una noche que se escapó, como solía hacer las noches de luna llena, para ver el cielo desde el maizal. Estaba tumbada en camisón y bata, con la capa de lana extendida sobre el suelo para evitar el frío del campo húmedo. Aunque estaba un poco resfriada, no le importaba pasar algo de frío con tal de respirar y disfrutar de esos momentos de libertad y soledad. Se había colocado justo en la parte central de la ladera norte, la que quedaba a la espalda del inmenso y frondoso bosque que separaba los campos de maíz de la mansión del conde. Escuchó ruidos en el bosque y, sin apenas moverse, giró el cuerpo para quedar mirando en esa dirección. Escuchaba las voces de los hijos del conde, nunca los había visto de cerca pero reconocía sus voces de escucharlas en la iglesia, cuando se sentaban en los palcos, donde ella no alcanzaba a verlos. Aun así, reconocería esas voces en cualquier sitio. Se oían también otras que le eran desconocidas, pero que parecían las de otros muchachos. Estaban montando a caballo, porque oía los cascos y las llamadas de jinetes azuzando a sus monturas. Al cabo de un rato, las voces se fueron alejando, así como los ruidos de los cascos.
Se quedó un rato quieta cuando, de repente, apareció a su derecha, a escasos metros, un caballo sin jinete. Parecía haber perdido la montura. Se levantó rápidamente del suelo esperando ver cerca de allí algún jinete tendido en el suelo o alguien andando para recuperar el caballo, pero no vio a nadie. Aguzó el oído y, de pronto, escuchó como un pequeño gemido en el bosque. No sabía qué hacer, si ir a buscar ayuda o adentrarse ella sola a investigar, pero algo parecía decirle que fuese, que alguien necesitaba su ayuda. Respiró hondo, se colocó la capa y empezó a andar en línea recta por donde parecía haber salido el caballo. Al cabo de un rato, vio a un muchacho tumbado en el suelo, apenas se movía. Se acercó, lo giró suavemente y se quedó durante unos instantes casi sin respiración observando el rostro de un chico de unos 18 años extremadamente guapo. Era alto, musculoso e iba con ropas de aristócrata, así que supuso que sería uno de los hijos del conde. Pero, al fijarse en su costado, tenía la ropa ensangrentada. Sin pensárselo dos veces, le abrió la levita del todo para ver de dónde provenía tanta sangre y vio que tenía clavado lo que parecía una rama de un árbol. De inmediato se imaginó que habría estado cabalgando entre los árboles y que una rama saliente se le habría clavado sin poder esquivarla, tirándole, con el impacto, del caballo. Parecía, además, que tenía un pequeño golpe en la parte lateral de la cabeza, que también comenzaba a sangrarle. Sin dudarlo, rasgó su capa, tapó la herida de la cabeza y sacó de golpe la rama para poder taponar la herida, ya que sangraba demasiado. Volvió a rasgar lo que quedaba de su capa y la partió en dos. Colocó una parte sobre la herida, taponándola, y anudó como pudo el resto para hacer presión, apretando tanto como fue capaz. Había visto una vez a su padre hacer algo parecido cuando uno de los trabajadores se hizo un corte profundo en una pierna, recordando lo importante que era que no perdiese sangre. El chico, de repente, abrió esos enormes ojos verdes que se veían iluminados con el reflejo de la luz de la luna llena. La miró fijamente a la cara mientras ella terminaba de anudar el improvisado vendaje. Escuchó un leve gemido de dolor y, sin que le diese tiempo a decir nada, Julianna se quitó la bata, se la puso detrás de la cabeza, a modo de almohada, y le dijo con el tono más dulce y tranquilizador que su voz pudo soltar, que no se moviese, que iba a buscar ayuda. Enseguida él volvió a desmayarse, lo que a Julianna le provocó un vuelco extraño en el corazón. Le puso la oreja a pocos centímetros de la boca y sintió su aliento caliente y profundo.
Sin pensárselo más, corrió por el bosque hasta la casa del conde. Llevaba solo el camisón, que estaba manchado de sangre, estaba empapada y con algunos cortes y golpes de tropezar y caer varias veces al tener que correr sin apenas luz. Iba maldiciéndose por su torpeza cada vez que caía o perdía algo de equilibrio, pero apenas si sentía los golpes y sí, en cambio, el martilleo brusco del corazón que parecía querer salírsele del pecho y, también, el frío casi helado por las aguas de las zonas húmedas del bosque, que la estaban dejando entumecida. Pero a cada tropiezo, a cada caída, a cada golpe, le venía la imagen del rostro de ese chico y eso le daba fuerzas para levantarse y continuar corriendo sin parar. El chico estaba sangrando y solo ella sabía dónde estaba. Cuando llegó a la mansión, no sabía dónde estaba la puerta principal así que se dirigió a la zona donde había visto luz desde lejos. Entró por unas puertas acristaladas que daban a una terraza. Abrió de golpe aquellas puertas haciendo un considerable ruido. Estaba jadeante, temblorosa y asustada, y se encontró de bruces con una sala llena de caballeros y damas elegantemente vestidos, que se giraron bruscamente al escuchar su irrupción y el golpe de las puertas de cristal chocando contra la pared por el brusco empujón que Julianna les había dado. Ella se quedó unos instantes allí de pie, respirando trabajosamente, con la cara empapada, con las piernas y brazos llenos de cortes y magulladuras que se veían a lo largo de las mangas y la falda rasgada del camisón que, además, debía estar cubierto con la sangre de aquel muchacho. Se le acercó un hombre que a ella le pareció el más grande y alto que había visto en su vida. Era tan guapo como el chico y, al instante, reconoció los rasgos de la cara de él en aquel apuesto caballero.
Con gesto de preocupación se agachó, puso su cara a la altura de la de Julianna y, con voz dulce y tranquilizadora, le dijo:
—¿Qué ha pasado, pequeña? ¿Estás herida? ¿Necesitas ayuda?
Julianna tardó unos segundos en recobrar el aliento y, mirando fijamente los enormes ojos verdes de aquel señor, alcanzó a decir con voz decidida:
—En el bosque. Un muchacho… Se ha caído de un caballo. Está gravemente herido. Le… le he intentado tapar la herida pero sangra mucho. ¿Puedo llevaros con él?
El caballero se puso rápidamente en pie, se quitó su chaqueta, se la puso a ella y llamó a un lacayo para que avisase al doctor y a algunos hombres para que los ayudasen. La tomó en brazos y le dijo:
—Está bien, pequeña. Guíanos.
Julianna le fue indicando el camino. Los seguían bastantes hombres con lámparas de aceite, y escuchaba tras ellos algunos caballos. Cuando estaban muy cerca le indicó:
—Es allí abajo. Tras esos dos árboles… Se clavó una de las ramas.
Al llegar el caballero gritó:
—¡Cliff! Rápido. Ayudadnos. Traed los caballos, hay que llevarlo a casa. ¡Aprisa!
Cuando lo hubieron agarrado entre varios, el caballero se giró y le dijo:
—¿Cómo te llamas, pequeña? Yo soy el conde de Worken. Le acabas de salvar la vida a mi hijo. Te llevaremos a mi casa y, después, alguien te acompañará a la tuya, pero… —Le echó un rápido vistazo—. Primero, habrá que curarte esos cortes, secarte y darte un chocolate caliente.
Julianna lo miró con los ojos abiertos, le recordaba a su padre. La había mirado como lo hacía él cuando estaba asustada y quería que se sintiese a salvo. Ella se limitó a asentir.
En la mansión, una joven criada le ayudó a quitarse el camisón y le puso una camisola enorme que suponía sería de uno de los hijos del conde. Le limpió solo un poco las heridas, después la sentó cerca de la chimenea más grande que Julianna había visto en su vida. Era tan grande como su dormitorio, o al menos eso le pareció. Aun así, ella no conseguía entrar en calor, temblaba como nunca y el pecho le dolía al respirar. A los pocos minutos de sentarla allí, llegó otra criada con una taza de chocolate para que entrase en calor, pero no consiguió tomar ni un sorbo, no hacía más que recordar el bello rostro de aquel chico y su sangre en sus manos.
Al cabo de lo que a ella le pareció una eternidad, apareció una dama muy elegante y bellísima que le ordenó a la criada que llamase al cochero para que la llevase de vuelta a casa. La miraba con cara de agradecimiento, pero no le dijo nada. Enseguida apareció el conde que, con andares decididos y firmes, se le acercó. Julianna se levantó como un resorte, temblaba como una hoja, de miedo pero, sobre todo, de frío, y antes de que él le dijese nada, preguntó con un hilo de voz:
—¿Está bien? ¿Se salvará? No corro muy deprisa y, además, no hacía más que caerme… lo lamento.
Julianna se sorprendió por lo que acababa de decir. El conde se le acercó un poco más y, con una sonrisa en los labios, contestó:
—Se pondrá bien, gracias a que su pequeña salvadora no solo lo ha encontrado, sino que le ha tapado la herida y le ha llevado ayuda a tiempo. Te debemos su vida. Pequeña, ¿cómo sabías qué hacer?
Casi en un susurro y bajando un poco la cara para no mirarlo a los ojos directamente, contestó:
—Vi a mi papá hacerlo un día en el campo, con uno de los trabajadores… Y… no sé, creí que…
No llegó a terminar la frase, pues todo empezó a darle vueltas, se sintió mareada y comenzó a tambalearse. Lo siguiente que recordaba era estar en su casa, calentita en su cama y con su padre sentado a su lado, poniéndole algo en el pecho y diciéndole que eso la ayudaría a respirar.
Estuvo varios días en cama con fiebre muy alta. Su padre le dijo que había estado bastante grave, y le dolía todo el cuerpo de los cortes y los golpes, habían sido más graves y profundos de lo que a ella le parecía mientras corría, pero lo único que le importaba era que ese chico tan guapo estaba vivo y que su padre le había dicho que estaba muy orgulloso de ella.
Ella aún tenía una pequeña cicatriz en la parte interna de la muñeca de uno de esos cortes. De vez en cuando, la miraba para recordar que su padre estaba orgulloso de ella. Días después del accidente, su padre recibió como regalo del conde un magnifico caballo negro. Fue a devolvérselo, pero el conde se negó a aceptarlo de nuevo. Consideraba que estaba en deuda con su pequeña hija por salvarle la vida a uno de sus hijos e insistió tanto que su padre temió ofenderlo si no lo aceptaba finalmente. Su padre le dejó que pusiese ella el nombre al caballo, ya que ella era la razón de que lo tuviesen, cosa que enfadó sobremanera a sus hermanos. Lo llamó Alazán, el nombre del caballo del guerrero español de una novela que había leído ese invierno. Un guerrero de ojos verdes, pensó…
Estando tumbada en la cama, mirando la ventana cuando le volvió de nuevo ese recuerdo. «Alazán», pensó Julianna, «¡qué caprichoso e injusto es el destino! Al final, ese caballo fue el que mató a papá». Julianna sacudió la cabeza: «No, no, eso no es justo. Fue mala fortuna simplemente, fue un accidente nada más… Pero, ¿por qué he recordado eso ahora?». Julianna se sorprendió al tener ese recuerdo tan vívido tras unos días tan duros y agotadores.
De repente, le sobrevino otro recuerdo. Durante los años siguientes al incidente, el conde los invitó, a las fiestas que daba en San Patricio y el Día de la Cosecha, a su padre, a sus hermanos y a ella. El conde abría la mansión a amigos y algunos vecinos escogidos, y solían acudir desde aristócratas y gente acaudalada hasta algunos de los arrendatarios más prósperos de la zona. Sus hermanos estaban encantados de poder asistir y codearse con todos ellos, y su padre, aunque no era tan entusiasta como sus hijos, entendía que no podía simplemente declinar la invitación. Sin embargo, Julianna siempre evitó acudir. Sabía que su padre la excusaba y que el conde nunca hizo ademán de molestarse o considerarlo una ofensa porque, de lo contrario, su padre le habría pedido que asistiera en alguna ocasión. Además, le dejó claro al conde, en la primera ocasión que tuvo, que a ella le causaba verdadero pavor tener que socializar como lo hacían las jovencitas, y suponía que el conde le perdonaría ese «defecto» a la pequeña que una noche irrumpió en su casa con aspecto de haber sobrevivido a un motín pirata. Una ligera sonrisa apareció en el rostro de Julianna, «¡Qué extraña es la mente… suele traer los recuerdos y pensamientos más increíbles en los momentos más sorprendentes», pensó para sí.
Durante los siguientes días, Julianna se dedicó a contestar las cartas de condolencias de familiares, amigos y conocidos de su padre, a ordenar sus pertenencias y a cualquier cosa que la mantuviese ocupada. Su hermano Ewan le había pedido que se reuniese con él en el salón a primera hora de la tarde. Aquella petición extrañó sobremanera a Julianna, pero no había intuido lo que se le venía encima.
Al entrar, se encontró con su hermano Ewan, de pie junto a la chimenea, a Bevan sentado cerca de él bebiendo un oporto y a Timón, con su elegante uniforme, mirando por la ventana.
—Julianna, siéntate —le dijo Bevan en cuanto la vio—. Tenemos que hablar.
Julianna sintió un escalofrío. Sus hermanos en contadas ocasiones se molestaban admitir siquiera su existencia y, ahora, los tres querían hablar con ella. Se sentó en el sillón cercano a la puerta y, mirando fijamente a Ewan, preguntó:
— Decidme, ¿ocurre algo?
—Julianna… Bueno… —Ewan se giró del todo para tenerla cara a cara—. Verás, en su testamento, padre me pidió que siguiera acogiéndote en esta casa, pero… quiero casarme y, comprenderás, no puede haber dos señoras en un mismo hogar. —Tras una pequeña pausa para beber de su copa continuó—. No quiero ir contra los deseos de padre, pero, bueno, tienes asignados fondos suficientes para que vivas dignamente hasta que te cases y podrías… ejem… buscar un hogar y costearlo con esos fondos.
Julianna abrió los ojos de par en par sin atinar a decir nada. Al cabo de unos minutos señaló:
—Es decir, quieres que me vaya.
Los tres hermanos se giraron hacia ella como sabiendo que debían avergonzarse, pero ni haciéndolo ni mostrando gesto alguno de asombro o reprobación ante aquel anuncio.
—Verás, Julianna —continuó Timón—. Ewan está en edad de casase. Tiene casa, unas tierras que atender y un futuro ante sí. Comprenderás, en fin, que no sea justo que tenga que preocuparse por encontrarte marido.
Julianna respondió de manera inmediata sin casi pensar:
—Padre ha dejado una asignación que me permite vivir de manera independiente, como ha recalcado Ewan, lo que significa que él no ha de buscarme marido alguno, sin mencionar que, padre también dejó claro, tanto en el testamento como en vida, que sería yo misma la que podría elegir, llegado el caso, a mi marido.
Estaba tan furiosa que no sabía cómo no se levantó y se marchó inmediatamente.
—Julianna, eres nuestra hermana y, después de todo, crecer te ha favorecido, más de lo que nos esperábamos.
«Vaya, una especie de cumplido», pensó Julianna.
—A lo mejor no es tan difícil encontrarte un buen marido… —dijo Timón.
«Vale, no es un cumplido, sino un insulto velado», pensó de nuevo ella.
—Y, para bien o para mal, nosotros hemos de velar porque consigas un matrimonio provechoso —continuó Bevan.
—¿Provechoso? ¿Provechoso? —Empezaba a estar de veras furiosa—. ¿Provechoso para quién? ¿Para vosotros?
Era increíble. Querían deshacerse de ella y, al mismo tiempo, sacarle provecho a su matrimonio. Se levantó de golpe para forzar que los tres la mirasen y, levantando la barbilla e intentando no parecer indecisa, dijo firmemente:
—Bien, hermanos, tengo edad suficiente para solicitar la independencia legal y ser yo la que tome las decisiones de mi vida. Si así lo queréis, lo solicitaré. —Los ojos de sus tres hermanos se agrandaron de asombro, pero ella no se amilanó—. Como habéis dicho, tengo fondos para vivir sin vuestra ayuda. Recogeré mis cosas y buscaré un nuevo hogar donde no sea una carga para ninguno de mis queridos hermanos mayores.
Julianna sabía que su futuro no era nada que preocupase a sus hermanos más allá de lo que ellos pudiesen obtener de él, si es que eso era posible, o de lo que pudiesen pensar vecinos y amigos. Al darse cuenta de que hablaba en serio, y sabiendo, como sabían, lo que eso supondría para la imagen de los tres —hermanos que se desentienden de su hermana pequeña nada más fallecer el padre, con las posibles habladurías del pueblo que ello generaría—, Ewan dio un paso al frente y se apresuró a tomar la palabra.
—Está bien, Julianna. Creo que hemos enfocado… planteado mal el asunto. No te obligaremos a casarte si no es tu deseo, pero no llevemos esto más allá de lo que es, un privado asunto familiar. No hay necesidad de involucrar a ningún magistrado o tribunal.
Con ello quedaba claro que harían lo que Julianna decidiese, al menos de momento, con tal de que ella no plantease ante los tribunales la cuestión de la independencia haciendo público tal asunto. De cualquier modo, Julianna sabía que ya no era bien recibida en el que, hasta entonces, había sido su hogar, por lo que resolvió en ese preciso instante que debía marcharse cuanto antes.
Julianna suavizó un poco el tono de su voz y señaló:
—Está bien. No lo solicitaré formalmente, al menos, de momento, pero, por lo que a mí respecta, ya no soy responsabilidad de ninguno de los tres. —Esperó unos segundos para tomar aire y no sonar demasiado alterada. Le molestaba que sus hermanos pudiesen pensar que le importaba lo que ellos le dijesen. Ya la habían degradado y menospreciado bastante desde niña como para darles esa última satisfacción—. Buscaré una casa apropiada y alguna mujer que me acompañe y me marcharé. —Se giró y agarró el pomo de la puerta. Se volvió a girar resuelta para poder mirarlos a la cara y terminó diciendo—: En unos días, podréis seguir como hasta ahora, ignorando que tenéis una hermana, o, mejor, olvidándolo por completo.
Se marchó de la habitación sabiendo que sus tres hermanos se habrían quedado mirándola con asombro, probablemente molestos e incluso algo enfadados. En ese momento no supo si era aplomo lo que de repente le había surgido o, simplemente, la rabia contenida de tantos años, pero, mientras subía las escaleras que daban a su habitación, no pudo dejar de sonreír.
Durante los tres días siguientes, anduvo a la búsqueda de una casa adecuada y no excesivamente cara, porque era verdad que su padre le había dejado los ahorros de su vida, pero no debía derrocharlos, ya que no eran una fortuna. Debía ajustarse a un presupuesto mensual y todo iría bien, pensaba ella. Se le daba bien llevar una casa y ajustar los gastos cuanto era necesario. Llevaba muchos años haciéndolo para su padre.
En el correo, dos días después de la conversación con sus hermanos, recibió carta de su tía Blanche, la hermana pequeña de su padre. Ella no la conocía personalmente pero, desde pequeña, su padre la había alentado a mantener contacto epistolar con ella y Julianna sentía cierto cariño hacia esa desconocida, cariño que ella vislumbraba era mutuo, por el amor que parecían transmitirle siempre sus cartas. Era una viuda con ciertos recursos económicos gracias a su matrimonio con un viudo que hizo una fortuna principalmente en el comercio con países orientales, o al menos, eso creía, ya que su padre solo le había dicho que su difunto marido fue muy generoso con su hermana cuando falleció. Tía Blanche perdió a su único hijo siendo muy pequeño, lo que había llevado a sus hermanos a intentar acercarse a ella para convertirse en herederos, pero ella era una mujer astuta y los vio venir de lejos, pensaba Julianna cada vez que escuchaba a sus hermanos despotricar sobre ella. Tanto su padre como ella se habían asegurado de que sus hermanos no conocieran la buena relación de Julianna y tía Blanche. Eran muy egoístas, y su padre temía que hiciesen algo que estropease la única relación sincera y pura que Julianna había tenido desde niña lejos de los brazos de él. Julianna sentía verdadero cariño por ella, sobre todo porque su padre siempre le decía que ella se parecía a tía Blanche, tanto físicamente como de carácter. De niña, Blanche había sido muy tímida, como ella, y siempre se colocaba tras las piernas de su hermano Timón, el padre de Julianna, para que la protegiese del mundo. «De chica», le decía su padre al recordarla, «era como tú, regordeta, pero con una belleza que hacía que brillase en una noche oscura». Julianna siempre pensó que él miraba a su hermana con los mismos ojos de cariño que a ella, poco realistas pero de amor incondicional, por eso le agradaba aún más esa interesante mujer.
En esa última carta la invitaba a pasar unos días con ella. Conocía bien el cariño que sentía por su padre y la soledad que le provocaba la situación con sus hermanos. Julianna se apresuró a contestarle, aceptando su invitación. Iría a visitarla, por fin, tan pronto encontrase una casa y dejase todo listo antes de partir.
Se puso a tamborilear con los dedos antes de levantarse del escritorio, era una costumbre que no había conseguido eliminar. Lo hacía cuando soñaba despierta. Entonces se dio cuenta de que había recibido otra misiva. Se trataba de la carta de un administrador del condado, el señor Pettiffet. En ella, le indicaba que le habían hecho llegar el interés de la señorita McBeth por alguna propiedad de la zona, que pudiese ser ocupada por ella a cambio de un alquiler justo, y creía tener lo que andaba buscando. Uno de los propietarios a los que representaba le había hecho saber que quería arrendar una casa, situada cerca de los terrenos que bordeaban el Gran Bosque que rodeaba la parte más alejada del pueblo, y que poseía, además, una pequeña huerta en la parte trasera.
A Julianna le dio un brinco el corazón. ¿Habría tenido suerte, por fin? ¿Podría ser eso lo que estaba buscando? Rápidamente contestó a la carta y concertó una cita con él para visitar la propiedad. Al día siguiente, un caballero, acompañado de un guarda de la zona exterior del bosque, la recogió cerca de casa de su padre para enseñarle la propiedad. Julianna estaba tan nerviosa esa mañana que, muy temprano, hizo dos pasteles para templar sus nervios. Como siempre, enfrascarse en la cocina le servía de distracción y la calmaba.
—¿Señorita McBeth? Soy el señor Pettiffet. Es un placer conocerla en persona —le iba diciendo mientras se bajaba del carruaje para ayudarla a subir.
—Encantada —contestó Julianna en el tono más amable que pudo.
—Él es el señor Cartem, guarda de la zona norte del bosque, la más cercana a la casa. Le he pedido que nos acompañe para que nos enseñe mejor la zona, espero no haber sido demasiado impulsivo.
«Habla en un tono afable y bastante agradable», pensó Julianna.
—No, por supuesto que no. Ambos han sido muy amables. Encantada, señor Cartem— lo saludó, tras tomar asiento en el coche, con un suave movimiento de cabeza.
Recorrieron los pocos kilómetros que había desde el pueblo hasta el camino de entrada del bosque en silencio. Al llegar a un bonito sendero rodeado de unos árboles, que a Julianna le parecieron sacados de un cuento de hadas, el señor Cartem señaló al fondo:
—Está allí arriba, señorita… Tiene el estanque a la derecha, y un pequeño huerto detrás de la casa, aunque puede que esté un poco abandonado… Y justo al final del sendero hay un camino de piedra que lleva directamente hacia el centro del bosque y, desde ahí, hasta la propiedad del conde.
En ese momento, Julianna recordó el bellísimo rostro del hijo del conde y se preguntó dónde estaría. Al llegar a la casa, casi se queda sin respiración. Realmente el entorno era de cuento de hadas y aquella casa era preciosa, pequeña pero muy proporcionada, de piedra con un tejado de terrazo rojo. Parecía en perfecta armonía con el entorno. Se había quedado mirándola tan fijamente que no notó que el coche se había parado.
—¿Señorita McBeth? —la llamó el señor Pettiffet, ofreciéndole, además, la mano para ayudarla a bajar.
—Gracias —repuso Julianna mientras lo seguía.
Ella no paraba de mirar para todos lados. La casa tenía un salón pequeño pero muy acogedor, con un gran ventanal que daba al estanque del que habló el señor Cartem, una sala de estar espaciosa y muy luminosa que daba al camino de la entrada, una cocina de leña y dos hornos de piedra parecidos a los que ella usaba en casa de su padre, con una puerta a la zona trasera de la casa y con unas ventanas que le hicieron imaginar sin dificultad lo agradable que sería cocinar allí con la luz de la mañana entrando por ellas y tomar una taza de té en compañía de Amelia, la joven que había contratado y que le parecía tenía un carácter amable y tranquilo como el suyo. Sabía, desde el principio, que se llevarían bien. Iba cavilando mientras seguía inspeccionando la casa. Tenía dos dormitorios que daban a la otra parte del bosque y al camino que daba al centro del mismo. «Es una vista preciosa para despertar por las mañanas», pensó. El otro dormitorio luminoso y espacioso cerca de la cocina, sería adecuado y agradable para una jovencita como Amelia. Ya que iba a ser su única compañera y quizás amiga, sería mejor que lograse que estuviese lo más cómoda posible, sobre todo, si la arrastraba con ella al bosque. La decoración, aunque antigua, era sencilla, acogedora, le gustaba. «Basta con hacerle unos pequeños arreglos, un poco de limpieza, unas telas aquí, unos sencillos cojines allá, algunos cuadros y quizás unos espejos… y quedará perfecta», iba pensando, sin dejar de observarlo todo.
—Señorita —la llamó de nuevo el señor Pettiffet, sacándola de sus cavilaciones—. La chimenea del salón no tira bien, pero no se preocupe, mandaríamos a alguien a arreglarla antes de que se instalase.
Julianna se giró suavemente y le señaló abiertamente:
—Señor Petiffet, esta casa es perfecta y, salvo unos pequeños arreglos, es inmediatamente habitable, pero… —Se quedó un poco dubitativa, estaba haciendo un rápido cálculo mental de lo que le costaría alquilar de manera permanente un pequeño coche con un caballo de tiro para tenerlo allí—. En fin, que no se si podré costearla.
—Bueno —continuó él—. El propietario insiste en que se la alquile a una persona responsable que cuide de la propiedad. No le interesa tanto el precio como saber que queda en buenas manos. Se trata de una pequeña joya familiar con un valor… digamos que sentimental.
La miraba, en todo momento, directamente. Julianna lo miró con asombro.
—¿Quiénes son los propietarios? ¿Me conocen?
Había despertado su curiosidad pero, también, algo de recelo, que le decía que se pusiese en guardia, ya que eso no era algo usual. Además, en ningún momento pareció extrañarles que fuese sola a inspeccionar la propiedad, sin la compañía de ninguno de sus hermanos, sabiendo que estaba soltera y en edad, en teoría, de casarse.
—Señorita McBeth, los propietarios quieren permanecer en el anonimato, algo común en muchos casos —le aclaró él como restando importancia al asunto, caminando hacia ella—. Además, es usted vecina de esta zona desde siempre. Las referencias de sus vecinos son excelentes y, por ello, los propietarios creen que es una persona responsable y de fiar y, dado que no necesitan el dinero sino más bien la tranquilidad de saber que la casa queda en buenas manos… —Hizo una pausa y continuó—. Si le gusta, no veo por qué no podamos alcanzar un acuerdo satisfactorio para todos los interesados.
Julianna le creyó ya que, si bien la gente del pueblo, sobre todo las mujeres, la consideraban sosa y excesivamente tímida, poco dada a las relaciones sociales, eso les venía de perlas para desestimar una posible competencia a sus hijas casaderas. También sabía que la tenían por una joven decente, trabajadora, amable, ajena a todo escándalo o rumor y que ayudaba siempre que estaba en su mano. De hecho, colaboraba con las hermanas de Saint Joseph dando clases de lectura en la escuela parroquial y el orfanato, y solía prepararles dulces en las fiestas y algún cumpleaños. Aunque siempre querían pagarle por esos dulces, ella siempre se negó a aceptar el dinero, insistiendo en que lo pusieran en el cepillo destinado a comprar ropa y libros para los más pequeños y sin recursos. Julianna suspiró y, con una sonrisa abierta de verdadera alegría, le contestó:
— En ese caso, lleguemos a un acuerdo.
El resto de la mañana la pasaron inspeccionando el terreno, hablando de la conveniencia de ciertos arreglos y, cómo no, del precio. Cuando lo cerraron, pensó que no era posible, prácticamente le dejaban vivir gratis en aquella preciosa casa y sin exigirle más que la cuidase bien. «La única condición es que la cuide como si fuese suya» señaló en más de una ocasión el señor Pettiffet. A lo que Julianna no pudo sino contestar con auténtica sinceridad:
—Ya la estimo de esa manera y le prometo que la cuidaré como tal. Muchas gracias, señor Pettiffet.
En cuanto lo dijo acordó consigo misma hacerle una tarta y algunos dulces en agradecimiento, así como al señor Cartem y a los hijos de este, de los que había hablado mientras recorrían el sendero ya que, le comentó, solían acudir cuando hacía buen tiempo a nadar al estanque.
—Pero no se preocupe, les diré que la propiedad está ocupada y que ya no pueden hacerlo.
— No, no, por favor, señor Cartem, me encantará que vengan. Y, cuando lo hagan, que entren a verme y les daré bizcocho o algo de merendar, por favor.
Le encantaban los niños y tenerlos por allí jugando y haciendo diabluras le gustaría tanto o más que a ellos. El señor Cartem la miró y, tras fruncir el ceño, aceptó.
—Bueno, si no le molesta, les diré que vengan, pero si empiezan a hacer travesuras o a importunarla en algún modo, ha de prometerme, señorita McBeth, que me lo dirá de inmediato.
—Lo prometo, señor Cartem. Además, usted se ha ofrecido amablemente a ayudarme cuando lo necesite y es lo menos que puedo hacer para agradecer su generosidad.
El señor Cartem le hizo un gesto con la cabeza antes de marchar, pues debía continuar con su trabajo y revisar los linderos del bosque y no quería que se le hiciese tarde. Se disculpó y se marchó.
Mientras caminaban de regreso por el sendero para subir al coche y regresar el pueblo Julianna miraba ensimismada el entorno. «Esto te habría encantado, papá. Me habrías dicho que este lugar era perfecto para mí, seguro, porque es el corazón el que me dice que este sitio está hecho para mí». Julianna se sorprendió sonriendo. Era la primera vez que pensaba en su padre sin que se le saltasen las lágrimas o sin sentir una opresión en el pecho que la paralizaba. Por un momento, sintió cierta paz.