Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Abby Green. Todos los derechos reservados.
LOS SECRETOS DEL OASIS, N.º 2121 - diciembre 2011
Título original: Secrets of the Oasis
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9010-101-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
HAY UNA niña delante de la tumba, sola. Su rostro es muy pálido, tiene unos ojos azules enormes y que brillan con las lágrimas que no ha derramado, su pelo es una cascada oscura y brillante que le llega a la cintura. Un chico moreno, guapo, Salman, se separa del grupo y se acerca a ella para darle la mano.
La mira muy serio. Demasiado serio para tener sólo doce años.
–No llores, Jamilah, ahora tienes que ser fuerte.
Ella se limita a mirarlo. Sus padres han muerto en el mismo accidente aéreo que los de ella. Si él puede ser fuerte, ella también. Contiene las lágrimas y asiente brevemente, una vez, y ni siquiera aparta los ojos del chico cuando éste mira hacia donde acaban de enterrar a sus propios padres. Sus manos se mantienen unidas.
Seis años antes, París
Jamilah Moreau tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a dar saltos al ver la torre Eiffel a lo lejos. Hizo una mueca. Sabía que era un tópico, pero estaba en París, en primavera y estaba enamorada. Deseó tirar las bolsas que llevaba en las manos por los aires, reír a carcajadas y levantar el rostro hacia las flores de los árboles.
Tenía ganas de abrazar a todo el mundo. Luchó contra una sonrisa irreprimible. Siempre había pensado que la gente exageraba cuando hablaba de lo romántico que era París, pero en esos momentos sabía por qué. Había que estar enamorado para darse cuenta. No era de extrañar que su padre, francés, y su madre, originaria de Merkazad, se hubiesen enamorado allí.
No era consciente de las miradas que atraían su pelo oscuro, su tez color aceituna y sus brillantes ojos azules, tanto de hombres como de mujeres que pasaban por su lado. Le latía con tanta rapidez el corazón, estaba tan emocionada, que sabía que tenía que tranquilizarse, pero sólo le apetecía abrir los brazos y gritarle al mundo: ¡Estoy enamorada de Salman al Saqr y él también me quiere a mí!
Sólo de pensarlo apresuró el paso y le remordió la conciencia. En realidad, él no le había dicho que la amase. Ni siquiera cuando ella le había dicho que lo quería esa mañana, estando con él en la cama, tan feliz y saciada que no había podido seguir conteniéndose. Hacía días que quería decírselo.
Tres semanas. Hacía tres semanas que se lo había encontrado por la calle. Ella acababa de salir de la universidad, después de terminar los exámenes finales. Prácticamente había crecido con él, pero habían estado años sin verse y la reacción al encontrarse con el amor de su vida había sido sísmica. Estaba todavía más guapo de lo habitual. Porque se había convertido en un hombre. Alto, fuerte y poderoso.
Salman la había abrazado con fuerza y la había mirado con los ojos brillantes y, luego, de repente, había fruncido el ceño, había entrecerrado los ojos y le había dicho con incredulidad:
–¿Jamilah?
Ella había asentido, con el corazón acelerado y una ola de calor recorriéndole el cuerpo. Había soñado tanto tiempo con que Salman la mirase así…
Habían ido a tomarse un café. Y después, cuando había llegado la hora de separarse, Jamilah se había sentido como si le hubiesen estado arrancando el corazón. Entonces, Salman le había preguntado:
–¿Quieres cenar conmigo esta noche?
Y aquél había sido el principio de las tres semanas más mágicas de su vida. Le había dicho que sí en seguida. Demasiado pronto. Hizo una mueca al darse cuenta de la realidad. Tenía que haberse mostrado más fría, más sofisticada, pero eso habría sido imposible, después de tantos años idealizándolo. Se había enamorado de él siendo una niña, de adolescente, se había convertido en su obsesión y ya de adulta, lo deseaba.
Ese primer fin de semana, Salman la había llevado a su apartamento y le había hecho el amor por primera vez… y en esos momentos todavía sentía calor en el vientre y se sonrojaba al recordarlo.
Sacudió la cabeza y siguió andando. En esos momentos iba hacia casa de Salman, para hacerle la cena. En realidad, él no la había invitado esa noche. De hecho, esa mañana había estado muy callado, pero Jamilah confiaba en que, cuando la viese y descubriese las deliciosas provisiones que había comprado, le dedicaría esa sonrisa tan sexy suya y le abriría la puerta de par en par.
Mientras esperaba para cruzar la calle en la que estaba su impresionante edificio del siglo XVIII, Jamilah pensó en lo serio que se ponía Salman a veces, siempre que le mencionaba Merkazad, donde ambos habían nacido, o a su hermano mayor, el jeque Nadim, que gobernaba el país.
Salman siempre había tenido una personalidad oscura, pero que a ella no le había intimidado. Desde que tenía memoria, se había entendido bien con él y nunca se había cuestionado que fuese un solitario y no tuviese el don de gentes de su hermano. No obstante, durante las últimas semanas, Jamilah había aprendido a evitar hablar de Nadim o de Merkazad.
Se suponía que ella iba a volver a su país natal en una semana, pero esa noche iba a decirle a Salman que, si él quería que se quedase en París, lo haría. No era lo que había planeado, pero todo su mundo había cambiado desde que se había encontrado con él.
Llegó a la ornamentada puerta del edificio de Salman, que vivía en el piso más alto, en un impresionante apartamento de planta abierta. El conserje se acercó a saludarla muy sonriente, pero de repente cambió de expresión y le dijo:
–Excusez-moi, mademoiselle, pero ¿la espera el jeque esta noche?
A Jamilah le extrañó que lo llamase jeque; casi se le había olvidado que Salman ocupaba el segundo puesto en la línea sucesoria de su país, después de su hermano Nadim. Merkazad era un pequeño territorio independiente de la península arábiga, perteneciente al país de Al-Omar. Allí era donde había nacido su madre, donde había sido llevada Jamilah después de haber nacido en París. Su padre, de nacionalidad francesa, había sido consejero del padre de Salman.
Jamilah sonrió de oreja a oreja y levantó las bolsas que llevaba en las manos.
–Voy a hacerle la cena.
El conserje le devolvió la sonrisa, pero parecía incómodo y Jamilah sintió un escalofrío mientras subía en el ascensor. Cuando éste se detuvo y las puertas se abrieron, la sensación de desasosiego aumentó, sobre todo al ver que la puerta de su apartamento estaba entreabierta y que, al empujarla, se oía reír al otro lado a una mujer.
Jamilah tardó un par de segundos en entender la escena que tenía delante. Salman estaba con la cabeza inclinada, a punto de besar a una mujer pelirroja, preciosa, que lo estaba abrazando. De repente, Jamilah se sintió acomplejada, con sus vaqueros y su camiseta.
Los vio besarse y que Salman abrazaba a la mujer por la cintura. Tal y como la había abrazado a ella. Jamilah pensó que había debido de hacer un ruido, no fue hasta más tarde cuando se dio cuenta de que había dejado caer las bolsas de la compra.
Salman rompió el beso y miró a su alrededor, pero sin apartar las manos de la otra mujer, que también la estaba mirando, con los ojos verdes brillantes, enfadada por la interrupción.
Jamilah estaba tan sorprendida que no se fijó en el pelo moreno y grueso de Salman, que estaba despeinado, ni en la intensidad con la que le brillaban los ojos, siempre llenos de sombras y secretos. Ni tampoco en la dura línea de su mandíbula ni en sus pómulos perfectamente esculpidos.
Aturdida, se quedó donde estaba y vio cómo Salman le decía algo en voz baja a la otra mujer, que protestó antes de apartarse y recoger su bolso y su abrigo.
Pasó al lado de Jamilah antes de salir, dejando a su paso una nociva nube de perfume, y dijo:
–A plus tard, cheri.
Hasta luego, cariño.
La puerta se cerró a espaldas de Jamilah y ella empezó a reaccionar. Salman la estaba mirando, con los brazos en jarras, vestido con un traje oscuro, camisa blanca y corbata. Era la primera vez que lo veía así vestido y le daba un aire muy severo. Jamilah sabía que era analista de inversiones, pero no le había hablado nunca de su trabajo. Ella se dio cuenta entonces de que, en realidad, no había hablado de nada personal con ella, sólo la había seducido.
Jamilah notó que le empezaban a temblar las piernas, pero antes de que le diese tiempo a hablar, Salman se le adelantó.
–No esperaba verte esta noche. No habíamos quedado.
¡Tampoco habían quedado en que él le desbaratase la vida entera en tan sólo tres semanas! El cerebro aturdido de Jamilah intentó relacionar a aquel extraño distante y frío con el hombre que le había hecho el amor menos de doce horas antes. El mismo hombre que le había susurrado ternezas al oído mientras la penetraba y ella arqueaba la espalda y gritaba de placer, clavándole las uñas en el trasero.
Intentó sacar todas aquellas imágenes de su mente y sintió ganas de llorar.
–Yo… quería darte una sorpresa. Iba a prepararte la cena…
Jamilah bajó la vista y vio la carnicería. Los huevos se habían roto contra el parqué. Una botella de vino que, afortunadamente seguía entera, estaba tumbada. Ella volvió a levantar la cabeza al oír que Salman le decía:
–No puedes venir aquí cuando te apetezca, Jamilah.
Y, de repente, aquello hizo que saliese de dentro de ella algo que no sabía que tenía, como un instinto de supervivencia que la obligó a levantar la barbilla.
–Por supuesto que no habría venido si hubiese sabido que estabas… ocupado –le contestó–. ¿Estabas…? ¿Estabas con ella a la vez que conmigo?
Salman negó con la cabeza. Parecía impaciente.
–No.
–Entonces, es evidente que has empezado a verla ahora. Está claro que te has aburrido de mí. Tres semanas deben de ser tu límite.
Jamilah no pudo evitar sentirse destrozada. Sólo podía pensar en que había desnudado su corazón y su alma delante de aquel hombre. Le había dicho con voz ronca que lo amaba, que siempre lo había amado.
Y él había sonreído de medio lado y le había contestado:
–No seas ridícula. Casi no me conoces.
–Te conozco de toda la vida –había replicado ella con orgullo–. Y sé que te amo.
Entonces, él se había apartado y había empezado a responder sólo con monosílabos. Jamilah lo entendió en esos momentos.
–¿Qué esperabas exactamente, Jamilah? –le preguntó él entonces.
Jamilah controló la emoción.
–Nada –le respondió–. Habría sido una estupidez esperar algo, ¿no? Tú ya has pasado página. ¿Ni siquiera me lo ibas a decir?
Salman apretó los labios.
–¿Qué querías que te dijese? Hemos tenido una aventura maravillosa. Tú vas a volver a Merkazad dentro de una semana y, por supuesto, yo voy a seguir con mi vida.
Jamilah se sintió como si estuviese retrocediendo por dentro, como si le hubiesen dado un golpe. Aquel hombre había sido su primer amante, y llamar aventura a lo que habían tenido reducía el regalo de su inocencia a nada.
Salman frunció el ceño y dio un paso al frente.
–¿Vas a volver a Merkazad, verdad? –le preguntó antes de jurar entre dientes en árabe–. ¿No esperarías nada más?
Al parecer, a Jamilah debía de haberle traicionado su expresión, porque lo oyó añadir:
–Yo no te he prometido nada. Nunca he hecho nada que te hiciese esperar nada más, ¿o sí?
Ella negó con la cabeza como si fuese un robot. No, no lo había hecho. Jamilah tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantenerse en pie. Salman no podía saber el daño que le estaba haciendo. Ella había jugado con fuego y se había quemado. Todos los días que había pasado con él habían sido emocionantes, mágicos, pero él no le había prometido nada. En ese momento, Jamilah sólo quería marcharse y hacerse un ovillo, lejos de allí, donde pudiese maldecirse por haber sido tan ingenua. Pero no se podía mover.
Salman observó a la mujer que tenía delante. Hacía tanto tiempo que se había obligado a no sentir emociones que, en esos momentos, casi no las reconoció. Notó un fuerte dolor en el pecho, pero lo hizo retroceder. Durante las tres últimas semanas, había disfrutado como de un sueño y había llegado a pensar que tal vez no estuviese condenado, como había creído siempre. Al encontrarse con Jamilah, al volver a verla, tan guapa, se había abierto algo en su interior. Por un segundo, había tenido la desfachatez de pensar que algo de aquella bondad innata que poseía ella se le había podido contagiar.
Cuando la había visto cruzar la calle unos minutos antes, tan sonriente, se había dado cuenta de que era cierto lo que le había dicho esa mañana, que estaba enamorada de él. Salman había intentado no pensar en ello durante todo el día, había intentado convencerse de que no era cierto, había tratado de ignorar la incómoda sensación de culpa y responsabilidad.
Al verla acercarse a su casa se había sentido como si tuviese entre las manos una delicada mariposa, a la que no podía evitar aplastar, ni siquiera si quería proteger su frágil belleza.
Eloise, su compañera, que lo había acompañado a casa con el pretexto de que le diese un documento, se había acercado a él en el momento perfecto. Su sensualidad, confiada y excesivamente desenvuelta, contrastaba con la sutileza de Jamilah. Él había sabido que tenía que dejarla marchar, y por eso se había asegurado de dejarle claro que lo suyo se había terminado. Sabía que iba a aplastar a la mariposa, pero no tenía elección. No podía ofrecerle nada más que un alma llena de oscuros secretos. Él no podía amar.
Por un momento, se quedó en silencio, la miró hasta hacer que ella se marease. Por un segundo, a Jamilah le pareció ver arrepentimiento en sus ojos. Hasta que éste volvió a hablar y le rompió el corazón en dos.
–Sabía que estabas subiendo. El conserje me ha avisado –le confesó, encogiéndose de hombros–. Podría no haber besado a Eloise, pero he preferido que vieses eso, a que averiguases el tipo de persona que soy en realidad. Jamás debí seducirte. Fue una debilidad hacerlo.
Jamilah leyó entre líneas. Lo que Salman quería decirle era que le había sido demasiado fácil seducirla.
–Deberías marcharte. Supongo que tienes que preparar muchas cosas antes de volver a Merkazad. Créeme, Jamilah, no soy la clase de hombre que puede darte lo que tú quieres. Soy muy retorcido, no un caballero capaz de hacerte vivir un romántico sueño. Lo nuestro se ha terminado. Esta noche voy a salir con Eloise y voy a continuar con mi vida. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.
–Pensé que éramos amigos… pensé… –balbució ella, aturdida.
–¿El qué? –replicó Salman–. ¿Que íbamos a ser amigos para toda la vida sólo porque crecimos en el mismo lugar y pasamos tiempo juntos?
Jamilah se dijo a sí misma que lo mejor era no responder a aquello, pero no pudo evitar hacerlo.
–Era más que eso… Lo nuestro era diferente. Hablabas conmigo, pasabas tiempo conmigo, mientras que no lo hacías con nadie más… Estas tres últimas semanas… Pensé que lo que siempre habíamos compartido estaba transformándose en algo…
Salman la hizo callar con su fría mirada.
–Durante años, me estuviste siguiendo como un cachorro y yo no tuve el valor de decirte que me dejases en paz. Estas tres últimas semanas sólo hemos tenido sexo. Te has convertido en una mujer muy bella y te he deseado. Ni más ni menos.
Eso era todo.
–No me digas nada más. He entendido el mensaje. Es evidente que ya no tienes corazón. Eres un desgraciado.
–Sí, lo soy –admitió él.
Jamilah consiguió por fin moverse, se dio la vuelta para marcharse y tropezó con las bolsas que se le habían caído al suelo. Ni siquiera intentó recogerlas.
Estaba en la puerta cuando le oyó decir a Salman con cinismo:
–Saluda a mi querido hermano y a Merkazad de mi parte. No pretendo ir a verlos en mucho tiempo.
Jamilah abrió la puerta y salió. No miró atrás ni una sola vez.
Un año antes
La celebración del cumpleaños del sultán de Al-Omar era tan fastuosa como siempre. Tenía lugar en el palacio Hussein, en el corazón de la magnífica metrópolis de B’harani, en la costa de la península arábiga, a unas dos horas de la montañosa Merkazad.
Uno de los asesores del sultán llevaba años detrás de Jamilah que, por fin, había cedido y había decidido asistir ese año a la fiesta. En esos momentos tenía un nudo en el estómago porque sabía que, si había aceptado la invitación, era porque Salman iba a estar allí.
Todos los años, los periódicos sensacionalistas lo sacaban con alguna belleza nueva. Salman siempre asistía a la fiesta solo, pero se marchaba bien acompañado.
Su acompañante se había alejado de ella un momento y Jamilah estaba sola en el salón de baile. Era la primera noche de celebraciones, así que se suponía que sólo estaban allí los familiares y los amigos más íntimos del sultán, pero había alrededor de doscientas personas en la habitación.
Jamilah notó que le picaba la piel y se arrepintió de haber tomado una decisión tan precipitada. Lo había hecho porque, desde que había visto por última vez a Salman en París, no había podido sacárselo de la cabeza, y hasta había empezado a soñar con él. Soñaba con que ella tenía seis años y estaba delante de la tumba de sus padres, entonces Salman se acercaba y le daba la mano, transmitiéndole una fuerza tan palpable que no podía olvidarse de ella.
Sabía que era ridículo, pero se había enamorado de él en ese momento y a pesar de saber que ese amor infantil jamás se convertiría en un amor adulto, no podía evitar que se le encogiese el corazón cada vez que lo recordaba.
No podía seguir así y esperaba que yendo a la fiesta y viendo a Salman comportarse como un playboy, sentiría asco y conseguiría seguir con su vida.
Se había imaginado saludándolo con practicada sorpresa. Le preguntaría cómo estaba y fingiría aburrirse mientras escuchaba su respuesta. Después se alejaría y lo habría olvidado. Y él se quedaría seguro de que su breve aventura no significaba nada para ella.
Pero no había ocurrido así. Estaba saliendo del salón de baile, distraída, mirando su bolso, cuando había visto a un hombre alto, fuerte y moreno vestido de esmoquin. Había estado a punto de llamarlo pensando que se trataba del hermano de Salman, Nadim. Los dos eran igual de altos y fuertes. Entonces, Jamilah se había dado cuenta de su error, pero no había podido evitar dar un grito ahogado.
Él había fruncido el ceño al verla y la había recorrido de los pies a la cabeza con la mirada.
–Jamilah… por fin nos encontramos. Me preguntaba si estarías evitándome.
Ella había recordado inmediatamente aquella fatídica tarde en París, en su apartamento. Y había luchado por guardar la compostura, agradecida de ir vestida con un traje de diseñador y de estar muy bien maquillada. Se había obligado a andar hacia él por el pasillo vacío para pasar por su lado sin pararse, pero Salman la había agarrado del brazo para detenerla.
Ella lo había mirado, con su traicionero corazón acelerado.
–No seas ridículo, Salman. ¿Por qué iba a querer evitarte?
Una voz en su interior había respondido: «Porque te rompió el corazón y jamás has podido olvidarlo».