Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Rochelle Alers. Todos los derechos reservados.
PADRE SOLTERO, Nº 1432 - enero 2012
Título original: The Long Hot Summer
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9010-446-0
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
–¿Quién diablos es usted?
Sorprendida por la voz que escuchó desde lo alto de la escalera de mano en que estaba subida para colgar una colorida cenefa de animales, una voz resonante que parecía provenir de las profundidades de la tierra, Kelly Andrews perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Su caída fue frenada por el pecho del hombre que tan silenciosamente había entrado en la clase.
Kelly dejó escapar el aliento a la vez que sus ojos se abrían de par en par a causa de la sorpresa. El hombre que la estaba sujetando era su atormentador y su salvador.
No había duda de que era un Blackstone. El rostro anguloso y huesudo era el mismo que el de Sheldon Blackstone. Sus ojos eran grises, pero no con el matiz plateado de los de su padre, sino que eran de un gris oscuro que recordó a Kelly a un cielo invernal antes de la tormenta.
Se preguntó cuál de los hijos Blackstone sería, Jeremy, el agente de la DEA, o Ryan, el veterinario. Fuera quién fuese, la incipiente barba negra de su mandíbula le daba un aspecto formidable. Miró su sensual labio inferior y se preguntó si se distendería alguna vez en una sonrisa espontánea.
La expresión de Ryan Blackstone reflejó la misma conmoción que la de la mujer que sostenía en brazos. Acababa de regresar a Virginia y a los ranchos Blackstone desde la facultad de veterinaria de la universidad de Tuskegee, donde había pasado dos semestres impartiendo diversos cursos como profesor visitante.
Minutos después de aparcar el coche en el garaje cercano a la casa principal se había fijado en las maliciosas sonrisas y los apagados susurros de algunos de los trabajadores que llevaban años empleados allí, pero decidió ignorarlos porque estaba deseando reunirse con su padre. Su hijo de cuatro años se había pasado el viaje de Alabama a Virginia parloteando sin cesar sobre su regreso a la granja de caballos y las ganas que tenía de volver a ver al abuelo.
Sheldon había recibido cálidamente a su hijo y a su nieto y luego le había dicho a Ryan que quería que conociera a la profesora del nuevo centro infantil, que por lo visto poseía una experiencia y unas credenciales magníficas. Ryan se alegró de recibir esa noticia, porque de ese modo los jóvenes que vivían en los ranchos Blackstone podrían contar con un entorno diario estructurado. Durante años habían sido espíritus libres con la granja como patio de juegos. Corrían descalzos por la hierba, trepaban a los árboles, nadaban en una de las lagunas y no paraban de entrar y salir del comedor para picar algo. Que por fin hubiera una escuela diaria en Blackstone era una magnífica noticia, pero no lo era que la mujer que sostenía en aquellos momentos entre sus brazos fuera la profesora.
Kelly apoyó las manos contra su pecho y lo empujó.
–Déjeme en el suelo, por favor, señor Blackstone.
El sonido de su ronca voz hizo que Ryan se sobresaltara. El suave y perfumado cuerpo presionado contra el suyo era tan agradable… Casi había olvidado el placer que suponía abrazar a una mujer, aunque aquella en concreto estuviera decidida a no compartir su cama.
–¿Quién lo pide? –preguntó.
–Kelly Andrews, la nueva profesora de la escuela de día de los ranchos Blackstone. Y espero que no tenga por costumbre hablar como lo ha hecho al entrar, sobre todo cuando haya niños cerca.
Ryan le dedicó una mirada iracunda. ¿Quién se creía que era aquella mujer?
–¿Qué ha dicho?
–Sí tiene el oído afectado puedo decírselo por señas, señor Blackstone. Además de profesora desde infantil a sexto grado, soy titulada en el lenguaje de signos. Y ahora voy a pedirle de nuevo que me deje en el suelo, o me veré obligada a demostrarle en qué otras cosas estoy titulada.
Ryan decidió que le agradaba sostener en brazos a Kelly. Le gustaba el tono ligeramente ronco de su voz y el modo en que su curvilíneo cuerpo se ceñía al suyo. También le gustaba su olor.
–¿Es una forma de decirme que también es titulada en artes marciales?
Kelly sonrió mientras admiraba el rostro que se hallaba a escasos centímetros del suyo. Sus ojos eran preciosos y contrastaban llamativamente con su piel color café.
Lentamente, como en trance, Ryan bajó a Kelly hasta que sus pies tocaron el suelo de roble recién puesto.
De manera que aquélla era la mujer sobre la que todo el mundo había estado murmurando. Era la profesora que iba a asumir la responsabilidad de socializar a los jóvenes del rancho. Contempló sus ojos, del color de un centavo recién acuñado con destellos dorados. Estaban enmarcados por unas largas pestañas negras que parecían realzar su vitalidad. Su rostro de color marrón cobre era exquisito, con unos pómulos esculpidos y una delicada barbilla con la insinuación de un hoyuelo. Ryan no pudo evitar que una ligera sonrisa curvara las comisuras de sus labios. Kelly Andrews era encantadora; no, ¡en realidad era sensacional!
Al entrar en la clase se había encontrado ante un par de piernas increíblemente largas bajo unos vaqueros cortos y una estrecha cintura. La dueña de las piernas vestía también una blusa blanca sin mangas que llevaba sujeta con un nudo a la cintura. Una cinta roja apartaba de su rostro los rizos de su pelo corto.
–¿Cuántos años tiene?
Kelly lo miró con expresión asombrada y tuvo que morderse la lengua para no darle la respuesta que le habría gustado. No quería perder el trabajo antes de empezar.
–Por si no lo sabe, señor Blackstone hay leyes contra la discriminación por la edad en los centros de trabajo.
–Estoy al tanto de la ley, señorita Andrews. Y puedes llamarme Ryan. Mi padre es el señor Blackstone.
Aunque Sheldon Blackstone, era el dueño oficial del rancho, era Ryan quien asumía la responsabilidad de su funcionamiento diario. Su padre había vuelto a ocuparse de todo durante el último año sólo porque él había estado ocupado con sus clases. En su ausencia, Sheldon había entrevistado y contratado a Kelly para que enseñara a los niños.
Y dada la debilidad de Sheldon por las mujeres guapas, era evidente por qué la había contratado.
Kelly se irguió y le dedicó una sonrisa.
–Si estás al tanto de la ley, ¿por qué me has preguntado la edad?
–Pareces tan joven que… que… –balbuceó Ryan, incapaz de acabar la frase.
Había algo en la mirada de Kelly que hizo que se le tensaran los músculos del abdomen. Hacía mucho que una mujer no lograba excitarlo con una simple mirada. De hecho, no le había sucedido desde la primera vez que su mirada se cruzó con la de la mujer que acabó siendo su esposa y la madre de su hijo.
Kelly alzó una ceja y decidió dejar que Ryan se retorciera un poco más. En realidad debería darle la espalda para seguir con su trabajo. A pesar de que ya llevaba un mes allí, aún había mucho que hacer para poder iniciar las clases el lunes.
–Puedo asegurarte que soy lo suficientemente mayor para dar clases, Ryan.
–Es posible que sea así, Kelly, pero tengo intención de vigilarte atentamente durante tu periodo de prueba.
Kelly ladeó la cabeza y le dedicó otra sonrisa cautivadora.
–Supongo que no estás al tanto, pero en mi contrato no hay ninguna cláusula sobre un periodo de prueba.
Ryan cerró los ojos y maldijo en silencio a su padre por haberse dejado camelar por un rostro bonito. Era el propio Sheldon quien había insistido en que todos los empleados del rancho firmaran contratos que incluyeran un periodo de prueba.
Ryan no pudo evitar que su mirada se detuviera en los sensuales labios de la joven profesora.
–¿Qué le has prometido a mi padre?
La frente de Kelly se arrugó.
–¿Disculpa?
Ryan se inclinó hacia ella.
–Ya me has oído Kelly. Espero no tener que ser yo el que acabe utilizando el lenguaje de señas –la miró lentamente de arriba abajo–. Espero que cuando empieces a enseñar lleves algo más de ropa.
Sin darle oportunidad de replicar, giró sobre sus talones y salió del aula. Kelly se quedó mirando un par de anchos hombros que apenas cabían por la puerta. Después se sentó en la escalera, consciente de que el entusiasmo que había sentido aquella mañana se había esfumado. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que a Ryan Blackstone no le gustaban las mujeres… especialmente las jóvenes.
A los treinta años Kelly había experimentado algo que la mayoría de las mujeres de su edad no habían experimentado: era viuda. Acababa de cumplir veintiocho años cuando su marido, Simeon Randall, había resultado muerto en un atropello. La aparición de dos policías en su casa para pedirle que acudiera al hospital local porque su marido había muerto en un accidente de tráfico, había cambiado su vida para siempre. Había perdido a su primer amor, a su alma gemela, a su compañero. Incluso después de enterrarlo se negó a aceptar que no volvería a casa y siguió poniendo un plato en la mesa para él. Cuando su madre acudió a verla y le preguntó por qué seguía poniendo el plato, Kelly se desmoronó y sollozó entre sus brazos como solía hacer de pequeña. Camille Andrews se quedó con ella hasta que se tranquilizó.
Unos días después Kelly fue a ver al director del colegio en que trabajaba y renunció a su puesto. Después viajó a Washington a pasar un mes con su cuñada y su cuñado. El mes acabó convirtiéndose en dos años.
Regresó a Nueva York para poner en venta su apartamento e ingresó las ganancias que obtuvo en un banco de Washington. Conservó sus muebles en un almacén hasta que recibió su contrato oficial para enseñar en la escuela de día de los ranchos Blackstone. La antigua cama de caoba, el armario, las colchas, la mesa de hierro y las sillas que en otra época pertenecieron a su abuela se hallaban ya en el encantador bungalow que iba ser su casa durante el siguiente año.
Aún estaba sentada cuando la puerta volvió a abrirse. En aquella ocasión era Sheldon Blackstone quien acudió a verla.
–No te molestes en levantarte –dijo mientras se apoyaba contra la pared, cruzaba las piernas a la altura de los tobillos y miraba con evidente aprecio a su alrededor–. El aula ha quedado preciosa, señorita Kelly.
Ella asintió.
–Espero terminar de decorarla esta noche.
Sheldon frunció el ceño.
–¿Por qué no dejas eso para mañana?
Kelly observó el perfil de Sheldon y lo encontró bastante atractivo. Alto, fuerte, de brillantes ojos grises, el criador de caballos viudo aún podía atraer fácilmente a mujeres que tuvieran entre treinta y ochenta.
–¿Para qué?
–Esta noche se va a reunir todo el mundo en el comedor a las seis para dar la bienvenida a mi hijo y a mi nieto.
Sheldon había notado que Kelly acudía en raras ocasiones al comedor comunal desde que estaba en el rancho.
Kelly asintió.
–Allí estaré, señor Blackstone.
Sheldon se aparto de la pared a la vez que movía un dedo en dirección a Kelly.
–Ya te he dicho que aquí somos bastante informales. Llámame Sheldon, por favor.
–En ese caso, tú tendrás que llamarme Kelly.
–No –Sheldon negó con firmeza–. Delante de los niños te llamaré señorita Kelly. Tenemos una norma no escrita. Los niños no pueden dirigirse a los adultos por su nombre propio, especialmente a las mujeres. Sé que puede sonar anticuado y bastante sureño para uno del norte, pero es una tradición de Blackstone.
Kelly sonrió.
–Puede que sea de Nueva York, pero también tengo raíces sureñas. De Virginia por parte de padre y de Carolina del Sur por parte de madre.
–¿De qué parte de Virginia?
–De Newport News.
–Recuerdo que ahí comí el mejor marisco que he probado nunca.
–Tengo parientes pescadores en la zona
Sheldon miró su reloj.
–Espero verte luego.
–Me verás.
Kelly sonrió. «Espero verte luego». Aquélla era la sutil manera de Sheldon de ordenarle que comiera con los demás empleados. Desde que había ido a vivir al rancho sólo había utilizado en dos ocasiones el comedor para desayunar. Sheldon le había dicho que el desayuno y la cena eran estilo buffet, mientras que la comida del mediodía era compartida por todos los que trabajaban o vivían en el rancho, pero ella había estado demasiado ocupada a esas horas organizando el local para la clase y había preferido prepararse algo ligero de comer en su bungalow.
Reprimió el impulso de saludar militarmente a su jefe mientras éste salía. «De tal palo, tal astilla», pensó, pero decidió que prefería esperar antes de opinar respecto a los Blackstone. Después de todo eran responsables de una empresa que incluía miles de acres de tierras, millones de dólares en caballos y treinta empleados en nómina.
Tras ver el anuncio en el que solicitaban una profesora de primaria, Kelly había hecho todas las averiguaciones posibles sobre el rancho en Internet. Había averiguado que el rancho Blackstone era uno de los pocos que existían en los Estados Unidos cuyos dueños eran afroamericanos.
Le gustaba aquella parte de Virginia, tan diferente a Nueva York o Washington. Aunque estaban a comienzos del verano, el calor y la humedad eran claramente inferiores. La propiedad, situada al oeste de Blue Ridge y al este de las cordilleras de la sierra de Shenandoah, y asentada en un precioso valle, iba a ser su hogar durante el siguiente año.
Miró su reloj. Eran casi las cuatro y media. Debía terminar de colgar la cenefa y luego ir a casa a prepararse algo de comer.
Salió de la clase veinte minutos después y cerró la puerta. Sheldon ya le había presentado a algunos de los empleados del rancho, pero aquella sería la primera noche que se relacionaría con todos socialmente. También iba a ser la primera vez que iba a conocer a los padres de los niños que iban a asistir a la escuela.
Y acudir al comedor también iba a suponer verse de nuevo con Ryan Blackstone. La había pillado desprevenida cuando había entrado en la escuela, pero no pensaba permitir que volviera a hacerlo.
Kelly aparcó su Honda entre dos baqueteadas camionetas. Aún eran las seis menos cuarto, pero la zona de aparcamiento ya estaba hasta los topes. Apenas había dado unos pasos cuando lo vio.
Ryan iba vestido de negro: camisa de hilo, pantalones y botas. El color le hacía parecer más alto, más impresionante. Aunque había ralentizado el paso para acomodarlo al ritmo de los pequeños que llevaba de la mano, aún era de admirar la fluidez de su proporcionado y bello físico. Había algo en Ryan que le recordaba a Simeon, aunque en realidad los dos hombres no se parecían en nada.
–Hace una tarde magnífica, ¿verdad, señorita Kelly?
La fresca brisa de la montaña agitó las hojas de los árboles, llevando consigo el dulce aroma de las flores que crecían en el valle.
Kelly se detuvo y contuvo el aliento. Ryan también se había detenido y se había vuelto a mirarla. Se hallaba a unos metros de ella, sonriendo.
Kelly le devolvió la sonrisa.
–Desde luego, señor Blackstone –miró al niño que la estaba observando. No había duda de que era un Blackstone. Había heredado los rasgos de su padre. Le ofreció la mano. Según la información que le había dado Sheldon, Sean Blackstone había celebrado hacía poco su cuarto cumpleaños–. Hola –saludó a la vez que se inclinaba.
Ryan apoyó una mano en la cabeza de su hijo.
–Sean, ésta es la señorita Kelly. Ella va a ser tu profesora. Señorita Kelly, éste es mi hijo, Sean.
Sean miró la mano de Kelly y se arrimó a la pierna de su padre con el ceño fruncido.
–No quiero ir a la escuela.
Ryan no se fijó en la protesta de su hijo porque estaba totalmente concentrado en la mujer que tenía ante sí, vestida con una blusa blanca, falda negra y tacones negros.
No se había dado cuenta de que Kelly estaba tras él hasta que había detectado el aroma de su perfume. Sus piernas y brazos expuestos brillaban a causa de una crema aromática que hizo que una descarga de electricidad recorriera el cuerpo de Ryan. Tuvo que morderse el labio inferior para controlarse.
Sean tiró de la mano de su padre.
–¿Tengo que ir a la escuela, papá?
–Sí, tienes que ir.
Sean hizo un puchero.
–Pero yo no quiero ir.
–Ya hemos hablado de ese tema –dijo Ryan con severidad.
–¡No! No quiero ir. ¡Odio la escuela!
Kelly miró al niño unos segundos. Al parecer era tan testarudo como su padre.
–La escuela no es tan mala –dijo para tratar de calmar al pequeño–. ¿Qué te parece si vienes a verla después de la comida para ver si te gusta?
Los ojos de Sean se llenaron de lágrimas.
–¡No!