hc2507.jpg

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Todo el dinero del mundo

Publicada originalmente con el título Painfully Rich

Título original: All the Money in the World

© 1995, 2017, John Pearson

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers Limited, UK

Traductor: Ángeles Aragón

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Diseño de cubierta: Motion Picture Artwork ©2017 Columbia Tristar Marketing Group, Inc. All Rights Reserved.

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-236-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Agradecimientos

Árbol genealógico

Introducción

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Segunda parte

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Tercera parte

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Post Scriptum

Post Scriptum para la edición de 2017

 

 

 

 

 

 

Para mi esposa Linette, cuyo amor vale más que todo el dinero del mundo

 

 

 

 

 

 

El dinero es lo último que nunca será sometido. Mientras hay carne hay dinero o la falta de dinero, pero el dinero está siempre en el cerebro, siempre y cuando haya un cerebro en orden razonable.

Samuel Butler – Los cuadernos

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Escribir un libro tan complejo como la historia de los Getty es incurrir en incontables deudas de gratitud con aquellos cuya generosidad con su tiempo y su dinero me han ayudado a hacerlo posible. Por ello, además de dar las gracias a Gordon Getty por otorgarme permiso para citar de su poema La casa de mi tío, en la página 286 y a E. L. Doctorow por su permiso para citar un pasaje de Ragtime en la página 106, quiero dar las gracias a las siguientes personas por hablar conmigo: Aaron Asher, Adam Álvarez, Brinsley Black, Michael Brown, lady Jean Campbell, Josephine Champsoeur, Craig Copetas, Penelope de Laszlo, Douglas y Martha Duncan, Harry Evans, Malcolm Forbes, Adam Franklan, lady Freyberg, Stephen Garrett, Gail Getty, Gordon Getty, Mark Getty, Ronald Getty, Christopher Gibbs, Judith Goodman, lord Gowrie, Dan Green, Priscilla Higham, James Halligan, doctor Timothy Leary, Robert Lenzner, Donna Long, Duff Hart Davis, John Mallen, Russell Miller, Jonathan Meades, David Mlinaric, juez William Newsom, Juliet Nicolson, Geraldine Norman, Edmund Purdom, John Richardson, John Semepolis, June Sherman, Mark Steinbrink, Claire Sterling, Alexis Teissier, lord Christopher Thynne, Briget O’Brien Twohig, Vivienne Ventura y Jacqueline Williams.

Paul Shrimpton, el más amable de los banqueros, gestionó mis números rojos con una rara humanidad; Julie Powell, mi genio informático, me salvó cuando me fallaba Word Perfect; Oscar Turnhill revisó mis datos y mi puntuación; y Edda Tasiemka, del milagroso Hans Tasiemka Archive, me encontró informaciones de prensa que nadie más sabía que existían. Ted Green, como de costumbre, estuvo siempre ahí cuando lo necesitaba, y Lynette, mi perfecta esposa, ha sido mi inspiración y mi consuelo y ha soportado muy bien ser dolorosamente pobre mientras yo escribía sobre los dolorosamente ricos.

J. P. 1995

 

Introducción

 

 

 

 

 

Jean Paul Getty tenía ochenta y tres años y se había hecho tres estiramientos faciales, el primero a los sesenta años, pero el último había fallado y lo había dejado con un aspecto desmesuradamente viejo. Era presuntamente el hombre vivo más rico de Norteamérica, pero últimamente solo quería que Penelope le leyera las aventuras de los chicos victorianos de G. A. Henty.

Penelope Kitson –él la llamaba Pen– era una mujer alta, atractiva, que había sido su mejor amiga y amante durante más de veinte años y leía bien, con la voz sin florituras de la mujer inglesa de clase alta que era. Tenía una amplia colección de obras de G. A. Henty. Es posible que a él le hicieran pensar en la infancia atrevida que no había tenido… Y en la vida de aventuras físicas que habría deseado llevar.

Getty creía en la reencarnación, pero tenía pavor a la muerte. Convencido de haber sido el emperador romano Adriano en una vida anterior, y después de haber sido tan afortunado en esta, su vida actual, temía que la tercera vez no tuviera tanta suerte.

¿Getty reencarnado en un culi, en el hijo de un suburbio de Calcuta? ¿Tendría Dios un sentido del humor tan retorcido? Era posible, y esa posibilidad lo atemorizaba.

Su hijo superviviente más joven había ido de California a Londres, acompañado de su esposa, y llevaba varios días con él, tratando de persuadirlo de que volviera a «su hogar» con ellos en un Boeing alquilado. El «hogar» de Getty era un rancho en Malibú con vistas al océano Pacífico, pero al anciano le aterrorizaba volar y hacía más de veinte años que no veía Malibú ni Estados Unidos. ¿Qué clase de hogar era ese?

—¿Sabes qué, Pen? Quieren llevarme a casa porque creen que me estoy muriendo.

Lo dijo con la voz plana del medio oeste que parecía contar el coste de cada sílaba y a continuación cerró el tema como un contable cierra una cuenta. J. Paul Getty, multimillonario, se quedaba donde estaba.

También se negaba a irse a la cama.

—La gente muere en la cama —decía, dejando claro que no tenía intención de hacer eso si podía evitarlo.

Últimamente había empezado a vivir en su sillón con un chal sobre los hombros.

La muerte es más difícil de afrontar para un rico que para mortales más humildes, pues los ricos tienen mucho más que perder y que dejar atrás. Aquella casa con corrientes de aire, por ejemplo. Construida entre 1521 y 1530 por sir Richard Weston, un cortesano de Enrique VIII, Sutton Place había sido una de las muchas gangas de Jean Paul Getty cuando se la había arrebatado en 1959 a un duque escocés (Sutherland) con problemas económicos. Era lo más próximo a una casa de verdad que había tenido nunca, y a pesar de todas sus incomodidades e inconvenientes, amaba sinceramente aquella casa Tudor de ladrillo rojo con sus veintisiete dormitorios, su vestíbulo de madera, que incluía una galería de trovador, su granja y su fantasma residente (de Ana Bolena, ¿quién si no?), todo ello situado en la hermosa campiña de Surrey, a treinta kilómetros en autopista de Londres.

Y estaba también Nero, el león de Getty, que gruñía en su jaula fuera de la casa. El anciano quería a Nero tanto como se permitía querer a alguien, y como le daba de comer personalmente, el animal lo echaría de menos.

Después de Nero estaban sus mujeres.

—Jean Paul Getty es fálico —advirtió una vez lord Beaverbrook a su nieta, lady Jean Campbell.

—¿Qué significa eso, abuelo? —le preguntó ella.

—Siempre dispuesto —repuso él.

Siempre había sido así. Desde su adolescencia en Los Ángeles, las mujeres habían sido el único lujo del que el viejo avaro no se había privado. ¡Cómo las había disfrutado en sus tiempos! Jóvenes y viejas, gordas y elegantemente delgadas, majorettes de tambor y duquesas, estrellas y mujeres de la alta sociedad. Hasta poco tiempo atrás había tomado grandes dosis de vitaminas, junto con la llamada droga sexual, H3, para mantener la potencia. Pero ahora todo eso había terminado y ya no era el sexo, sino el rumor de su inminente partida, lo que llevaba a sus amantes a Sutton Place.

No era dadivoso con ellas, como no lo era consigo mismo. Era cortés con las mujeres, pero raramente tenía sentimientos por ninguna durante mucho tiempo.

¿Todo su dinero le había proporcionado la felicidad? Hay un cierto consuelo en pensar que los muy ricos extraen poco placer de su riqueza, y gran parte de la indudable popularidad de Getty tenía su origen en aquel aspecto de aflicción crucificada con la que afrontaba el mundo.

Como decía Claus von Bülow, en otro tiempo alto ejecutivo de Getty, siempre parecía que estuviera asistiendo a su propio funeral. Pero el inteligente Claus se apresuraba a añadir que, tras aquel semblante afligido, su jefe disfrutaba de la vida en secreto y ese contraste formaba lo que él consideraba la comedia esencial de la existencia de Getty. Von Bülow quizá tuviera un sentido del humor un poco especial, pero, según él, Getty siempre veía el lado gracioso de las cosas.

Quizá era así, y nunca sabremos qué placeres risibles encontraba el viejo bromista nocturno con una hoja de balances en la quietud de la noche de Surrey.

Porque su fortuna había alcanzado proporciones surrealistas y, puesto que la mayor parte estaba bien invertida y dando todavía más dinero, ni siquiera Jean Paul Getty sabía con exactitud lo rico que era. Baste decir que su fortuna en aquel momento era casi tan grande como el presupuesto anual de Irlanda del Norte, de donde eran sus antepasados, más de lo que cualquier ser humano podría agotar en una vida entera de los caprichos más extravagantes. Podría dar un billete de diez dólares a todos los hombres, mujeres y niños de Estados Unidos y seguir siendo rico.

Por supuesto, pocas cosas habrían sido más improbables, pues, al contrario que John D. Rockefeller, que entregaba habitualmente una moneda de diez centavos de nuevo cuño a todos los niños que encontraba, Jean Paul era poco proclive a actos de generosidad aleatoria. Mejor dicho, no era proclive a la generosidad, punto. Pero su famosa tacañería no era exactamente lo que parecía.

—Por eso es rico —decía la gente.

Pero se equivocaba. La avaricia sola no podía explicar ni una fracción de una fortuna como la suya, y la tacañería de Getty no era tanto la causa de su exagerada riqueza como un síntoma de algo más fascinante.

Lo cierto es que Jean Paul Getty era un hombre apasionado, que había canalizado esa pasión en la creación de su inmensa fortuna, más o menos como un gran compositor vuelca su alma en una sinfonía. Su verdadero amor no eran las mujeres, que eran algo casual, sino el dinero, que no lo era, y había demostrado ser un compañero fiel y romántico durante su aventura de amor vitalicia con la riqueza, que había adquirido con celo y aumentado en cantidades ingentes a lo largo de un periodo de más de sesenta años.

Su avaricia era un aspecto fortuito de ese amor. ¿Cómo podría soportar alguien perder el objeto de su adoración? ¿Cómo iba a dilapidar esa delectable entidad que, con la proximidad de la muerte, le ofrecía su mayor esperanza de inmortalidad?

Esa gran riqueza rodeaba a Jean Paul Getty como un halo y dispensaba cualidades divinas que no se otorgaban a mortales más pobres. Con dinero podía crear movimiento continuo por todo el mundo, desde los guardas de seguridad que caminaban en la oscuridad próxima a la casa con sus fieros alsacianos, hasta sus refinerías de petróleo, que trabajaban las veinticuatro horas, sus petroleros que recorrían mares lejanos, sus pozos de petróleo que bombeaban riqueza desde las profundidades del mar y los confines más lejanos del desierto.

Pero hay límites a los poderes divinos que otorga la riqueza a los multimillonarios mortales, y nada podía librarlo del acto final que se le exigía. Siempre había sido un hombre tranquilo y solitario y murió, solo y sin hacer ruido, durante la noche del 6 de junio de 1976, sentado todavía en su sillón favorito.

 

 

La muerte es un gran reductor, y era extraño lo insignificante que parecía el hombre más rico de Norteamérica una vez muerto. En consonancia con sus deseos, su cuerpo fue expuesto en el gran vestíbulo de Sutton Place, como si de un noble tudor se tratase.

—Siempre le gustó considerarse el duque John de Sutton Place —comentó una de sus amantes.

Pero un ducado era una de las cosas que su enorme fortuna no podía comprar, y los únicos dolientes que vigilaban al lado del féretro eran guardias de seguridad para evitar que pudieran secuestrar el cuerpo.

Más tarde, y también en consonancia con sus deseos, tuvo lugar un funeral en la iglesia anglicana de St. Mark’s, en la calle North Audley, en Mayfair. Como evento, resultó bastante curioso. Otro duque (esta vez de Bedford) habló a una congregación elegante que no lloraba. Solo consiguió asistir uno de los hijos supervivientes de Getty, aunque padeciendo los efectos severos de la adicción a la heroína y el alcohol. Y el vicario no llegó a cobrar por sus servicios.

Aunque nadie podría culpar a Jean Paul por eso, pues para entonces había hecho ya el viaje que siempre había temido –en avión a California con su ataúd en la bodega de un Boeing– y residía en una sala funeraria del cementerio Forest Lawn de Hollywood, mientras la familia y las autoridades de Los Ángeles debatían dónde enterrarlo.

Pero quedaba todavía un área donde la fuerza vital de ese anciano inescrutable seguía muy viva en su testamento, que había sido debidamente publicado por sus abogados londinenses. Era un documento fascinante –tanto por lo que decía como por lo que dejaba fuera– y servía para enfatizar el misterio de la relación barroca entre el difunto, su enorme fortuna y los miembros de su muy dispersa familia.

Un testamento es una oportunidad de emitir un último juicio contra los seres queridos antes de partir para someterse al propio. Era una oportunidad que Jean Paul apreciaba, después de haber vivido a la sombra del testamento hecho por su padre medio siglo atrás. Y al igual que su progenitor, él también lo aprovechó al máximo.

En los últimos diez años, siempre que su abogado, el enérgico Lansing Hayes de pelo blanco, iba a verlo desde Los Ángeles, había algún cambio que Getty quería hacer en el temible documento, siempre había alguien que añadir –o a quien retirar con rabia– a la lista de beneficiarios. Getty era un hombre de precisión y su testamento se convirtió en una expresión bien afinada de sus deseos.

Nunca se había molestado mucho con la gente humilde, y la gente humilde de su vida recibió pocas migajas de la mesa del hombre más rico de Norteamérica. Léon Turrou, su fiel asesor de seguridad, y Tom Smith, el masajista mitad indio de Getty, en los que se apoyó para aliviar sus dolores en sus últimos años, dijeron que había prometido recordarlos y ambos se llevaron una sorpresa amarga al ver que habían sido olvidados. Los jardineros de Sutton Place recibieron tres meses de sueldo; el mayordomo, el severo Bullimore, seis; y hasta su fiel secretaria, Barbara Wallace, que había cuidado de él durante veinte años, tuvo suerte de recibir cinco mil dólares.

Al recordarlo, ella se muestra más generosa de lo que se mostró él con ella.

—Él era así —dice—. Yo lo quería y lo que contaba no era el dinero, sino el recuerdo de trabajar con el personaje más extraordinario que he conocido.

Otras fueron menos caritativas, pues él también utilizó su testamento para dejar claro lo que pensaba de las mujeres de su vida. Su asesora legal, la casta señorita Lund, recibió doscientos dólares al mes –posiblemente para dar testimonio de lo que pensaba él de la castidad–. Pero, por otra parte, la poco casta nicaragüense señora Rosabella Burch, salió poco mejor parada, así que quizá él tuviera otras razones.

La única amiga a la que le fue bien fue a la señora Kitson, que recibió acciones de Getty Oil. Cuando el valor de esas acciones se duplicó a principios de los años ochenta, pasaría a ser la única persona que se había hecho millonaria en dólares leyendo a G. A. Henty.

De nuevo la frugalidad de esos legados personales estaba en consonancia con su carácter y probablemente intentaba enfatizar la gran sorpresa contenida en aquel documento tan profundamente reflexionado. Porque, en un gran gesto totalmente atípico, Jean Paul Getty había decidido disponer del grueso de su fortuna personal en su totalidad, sin condiciones y sin ninguna reserva.

Siempre había sido un hombre de sorpresas taimadas y, aparte de Lansin Hays, no había dado a nadie ni la más leve pista de cómo abriría las compuertas de su inmensa cantidad de dinero para beneficiar a un heredero insospechado: el modesto museo J. Paul Getty de Malibú, que había ido creando sin mucho alboroto en su rancho, pero que nunca había osado visitar.

El legado de Getty era vasto en términos de museos. A su muerte, su fortuna personal estaba calculada en casi mil millones de dólares (unos dos mil millones de hoy en día por la subsiguiente inflación). Con ese dinero, el extraño museo que había creado meticulosamente con la forma de una villa romana antigua en las orillas del océano Pacífico se convirtió de la noche a la mañana en la institución de su clase con más fondos en la historia moderna.

Según Norris Bramlett, un ayudante del viejo: «Esa era su esperanza de inmortalidad. Quería que el apellido Getty fuera recordado mientras durara la civilización».

También era, como él bien sabía, un modo muy eficiente de cara a los impuestos disponer de una gran cantidad de capital. En California, el museo contaba como obra benéfica y, siempre que sus directores gastaran todos los años un cuatro por ciento del valor del capital en adquisiciones, Hacienda no pediría impuestos. Getty siempre había sido visceralmente contrario a pagar impuestos y, a diferencia de ciudadanos más sencillos que opinaban igual, casi nunca lo hacía.

Más allá de los hechos, el testamento no daba ninguna explicación de por qué había dejado así su dinero ni de por qué no se imponían condiciones sobre el modo en que debían gastarlo los administradores del museo. Cuando Armand Hammer, un empresario del petróleo rival de Getty, creó su propio museo, mucho más pequeño, en Los Ángeles, dejó atado hasta el detalle más mínimo. El barón del acero Henry Clay Frick había hecho que fuera casi legalmente imposible cambiar una hoja en el atrio de la Colección Frick en Nueva York, y mucho menos un cuadro. Pero si los administradores del museo J. Paul Getty decidían de pronto vender toda la colección para crear un museo de bicicletas, el museo J. Paul Getty se convertiría irrevocablemente en un museo de bicicletas.

Pero así como el testamento arrojaba poca luz sobre las razones del anciano para legarlo todo de ese modo, también dejaba a oscuras un misterio más fascinante: el destino económico de los miembros de su familia o, como a él le gustaba llamarlos, la «dinastía Getty» –los hijos y nietos de tres de sus cinco matrimonios fracasados–. Puesto que el testamento los mencionaba tan poco, ¿qué sería de su futuro? ¿Se había olvidado de ellos o los había desheredado colectivamente?

Cuando los arqueólogos desenterraron las tumbas de algunos de los faraones más ricos, a veces encontraron, escondida detrás de la cámara funeraria, otra cámara atiborrada de objetos espléndidos, donde residía el espíritu del muerto. Algo similar había ocurrido con el dinero dejado por Jean Paul Getty, pues era típico de la naturaleza encubierta del viejo que, detrás de su fortuna personal, la que había legado a su museo, había ido creando lentamente una segunda fortuna, aún mayor, que residía en un fondo fiduciario que no aparecía en su testamento.

Ese gigantesco fondo había sido separado completamente de la fortuna personal de Getty y había crecido con las ganancias de toda una vida proporcionadas por el juego secreto que llevaba cuarenta años jugando con el mundo. Ahí era donde almacenaba las grandes cantidades de dinero que, según las reglas complejas por las que se regía aquel juego, algunos de sus descendientes heredarían y otros, claramente, no.

Aunque ese fondo había cumplido los propósitos de Jean Paul Getty como una especie de caja del dinero monstruoso a prueba de impuestos, había sido creado en un principio como un supuesto «fondo de despilfarro» para aplacar a su formidable madre, Sarah, que lo conocía lo bastante bien para desconfiar de su buena fe. A instancias de ella, habían creado el fondo fiduciario a mediados de la década de los años treinta para proteger los intereses de sus nietos de lo que ella consideraba las tendencias «despilfarradoras» de Getty, y por eso el fondo llevaba su nombre: Fondo Sarah C. Getty.

Era extraño ver calificado públicamente de «despilfarrador» al avaro más rico del siglo. Y más extraño todavía era el modo en el que él parecía verse obsesivamente compelido a aumentar el fondo, creando ese prodigioso montón de capital libre de impuestos. Cuando se repartió por fin entre sus beneficiarios en 1986, el fondo tenía más de cuatro mil millones de dólares. Y desde entonces, el capital resultante se ha más que duplicado de nuevo.

Uno podría pensar, como probablemente pensó Sarah, que ese fondo del despilfarro garantizaría a sus descendientes todos los beneficios y placeres que puede proporcionar el dinero a aquellos que recorren el pedregoso camino de la vida: librarlos de ansiedades y cuidados, darles lo mejor de lo mejor, ayudarles a tener amigos fieles y –¿nos atrevemos a susurrarlo?– la felicidad.

Lector, no estés tan seguro.

 

 

El gran misterio no resuelto de la fortuna Getty es por qué ha devorado en apariencia a tantos de sus beneficiarios.

¿Por qué ese depósito inmenso de dinero ha demostrado ser, no solo la más grande, sino también probablemente la fortuna más destructiva de nuestro tiempo? ¿Y por qué, cuando mueren millones por falta de dinero, e incontables millones más trabajan como esclavos, conspiran, asesinan, sufren, se subyugan por cantidades patéticas, algo tan placentero como el dinero puede causar tanta desgracia y caos como ha causado a los herederos Getty?

Las ruinas humanas empezaron a amontonarse ya durante la vida del viejo. Uno de sus hijos se suicidó tres años antes de su muerte. Para entonces, otro parecía empeñado en hacer lo mismo mediante su adicción a la heroína y el alcohol. Un tercer hijo, desheredado en la infancia, sentía cada vez más amargura por el modo en el que lo había tratado su padre. Solo el cuarto hijo, el más joven, disfrutaba en ese momento de lo que se podía considerar una vida razonablemente plena, según el estándar habitual –pero al precio de haberse apartado completamente de todo lo relacionado con Getty Oil o los demás negocios de su padre–.

Cuando murió el viejo, la plaga empezaba a alcanzar también a la generación siguiente. El nieto mayor de Getty había sido secuestrado por la mafia italiana, perdido la oreja derecha en el proceso y se había embarcado después en una vida de drogadicción y alcohol que acabaría casi con su destrucción total. Más tarde su hermana desarrollaría sida.

En verdad, en los años siguientes a la muerte de Jean Paul Getty, hubo veces en las que la familia parecía empeñada en autodestruirse, mientras los hermanos luchaban en los tribunales por aquel enorme legado envenenado. Como dijo un periodista, en los años ochenta el apellido Getty se había vuelto «sinónimo de disfunción familiar».

Las grandes fortunas pueden, claramente, tener efectos desastrosos en sus herederos… Generalmente al inundarlos con demasiado dinero a una edad temprana. Pero en la familia Getty, el lucro excesivo nunca estuvo en la raíz de todas sus desgracias. Ninguno de los hijos de Jean Paul Getty se crio en el lujo ni con la expectativa de heredar una inmensa fortuna. Los nietos tampoco. Más bien al contrario.

Balzac, al que fascinaban las grandes fortunas y el caos que vio que causaban entre las familias nouveaux riches del Segundo Imperio Francés, creía, y así lo dejó escrito, que «detrás de cada gran fortuna yace un gran crimen».

Pero los Getty lo habrían confundido también en eso. Porque, aunque pudo haber un mínimo de juego sucio y perfidia en la creación de la fortuna Getty, no hubo ningún crimen real que señalar y, desde luego, ningún «gran» crimen.

Hubo, sin embargo, algo más fascinante, que habría encantado a Balzac: la personalidad infinitamente compleja del propio Getty. La historia de su fortuna es fundamentalmente la historia de su vida, y las contradicciones y obsesiones de este californiano de lo más excéntrico siempre jugaron un papel crucial en sus logros. Jugaron un papel aún mayor en la problemática herencia que dejó tras de sí, hasta tal punto que lo que les pasó a sus hijos y a los hijos de sus hijos forma parte también del legado de Jean Paul Getty. Ese legado destruyó a algunos. Otros, aunque con muchas cicatrices, han conseguido asumirlo. Y algunos de la generación más joven, muy conscientes de lo que ha ocurrido, intentan ahuyentar los peligros para el futuro.

Cómo ocurrió todo eso conforma una crónica extraordinaria del efecto de grandes cantidades de dinero sobre un grupo de seres humanos muy vulnerables. Para entenderlo, hay que empezar por la extraña creación de la fortuna y por la personalidad del puritano solitario, asustado y mujeriego que se hizo a sí mismo el ser humano más rico de Norteamérica.

 

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

PADRE E HIJO

 

 

 

 

Jean Paul Getty no era ningún novicio en lo referente a la riqueza y los problemas que puede causar a los que la poseen. Era, de hecho, millonario de segunda generación. Su padre, George Franklin Getty, había iniciado la fortuna familiar con los beneficios del boom del petróleo de 1903 en Oklahoma. Pero igual que en un árbol grande es difícil imaginar el esqueje del que creció, la amplitud de la fortuna de Jean Paul Getty oscurece casi por completo la fortuna menor que la precedió. También oscurece el hecho de que, sin su padre y la fortuna de este, los miles de millones de Getty quizá no habrían existido.

Cuando Jean Paul pasaba ya de los sesenta años, rico como Creso e inmensamente orgulloso de acostarse con una duquesa, con la hermana de un duque y con una prima lejana del zar de Rusia, una de sus costumbres más raras era recitar parte del Discurso de Gettysburg de Lincoln, que se sabía de memoria, a las personas a las que quería impresionar. Al concluir, mencionaba como por casualidad que el nombre de Gettysburg procedía de un antepasado suyo, James Getty, que había comprado los terrenos de la histórica ciudad a William Penn en persona y les había puesto su nombre.

Podría resultar extraño que el hombre más rico de Norteamérica se sintiera obligado a mostrar esa clase de méritos. Y es todavía más raro porque la historia era completamente falsa. Gettysburg recibió su nombre de una familia apellidada Gettys y los antepasados de Jean Paul no tuvieron ninguna relación con ese lugar.

Más todavía, la historia de su padre, lejos de necesitar embellecerse con ese tipo de orígenes falsos en los que se enreda a veces la aristocracia inglesa, contenía muchos logros de los cuales cualquier hijo, particularmente uno estadounidense, podía sentirse extremadamente orgulloso. Pero, por otra parte, Jean Paul tenía razones para sentirse ambivalente hacia su padre y hacia la parte que la relación entre los dos había jugado en la estrambótica creación de su fortuna.

 

 

Jean Paul nació en Minneapolis en 1892. Su padre, George, un hombre fuerte y piadoso, tenía treinta y siete años. Su madre, Sarah, nacida Risher –ojos oscuros, pelo recogido en un moño severo y la boca despectiva, prueba de su carácter insatisfecho–, era tres años mayor, de lejana procedencia holandesa y escocesa.

Los Getty, a su vez, procedían de Irlanda del Norte y habían llegado a Norteamérica a finales del siglo xviii y pasado por el crisol de la experiencia del inmigrante estadounidense. Como resultado, George empezó su vida como hijo de una familia pobre de granjeros de Maryland. Su padre murió cuando él tenía seis años y el chico tuvo que trabajar los campos con su madre hasta que su tío, Joseph Getty, famoso como predicador local de la templanza del fuego del infierno, lo envió a la escuela a Ohio.

George era un chico fuerte y trabajador y la adversidad que había seguido a la muerte de su padre le había creado una determinación de acero de salir de la pobreza. Y de su tío Joe aprendió los rígidos preceptos de la cristiandad fundamentalista, junto con un odio vitalicio al demonio de la bebida y una fe firme en la gracia salvadora de Dios para sacar a la humanidad de la pobreza y el pecado.

Cuando estaba en la universidad de Ohio, estudiando para ser profesor, conoció a Sarah Risher. Ella no tenía intención de pasarse la vida casada con un maestro de escuela e hizo prometer a George que sería abogado, para lo cual ofreció el dinero de su dote para pagar las clases de la Facultad de Derecho.

Es apropiado que el nombre de Sarah Getty siga consagrado en el gigantesco fondo que llegó a dominar la fortuna de su familia, pues la avispada Sarah fue en todo momento la impulsora, empujando a su diligente y esforzado compañero, más joven que ella, a ganar dinero y a triunfar.

Menos de un año después de su matrimonio en 1879, George ya se había licenciado en Derecho en la Universidad de Michigan y Sarah lo empujó a mudarse a la floreciente Minneapolis, donde su esposo empleó su talento legal en el negocio de los seguros y empezó a prosperar.

Con treinta y pocos años, George y Sarah eran propietarios de una casa en la parte más de moda de Minneapolis, tenían un carruaje y dos caballos y eran personas acaudaladas y prometedoras de la floreciente capital de Minnesota, el estado de la Estrella del Norte.

 

 

Lejos de debilitar sus ideas puritanas, el éxito incrementó la fe religiosa del matrimonio. El puritano tío Joe había imbuido a George con un sentido calvinista del bien y del mal, y la riqueza mundana se consideraba una prueba del favor divino. Según esa creencia pragmática, Dios recompensaba a aquellos que escuchaban su palabra… Y sonreía a aquellos cuyo modo de vida renunciaba al diablo y sus obras.

Como metodistas fervientes, George y Sarah eran serios y abnegados. George, que había firmado ese juramento con poco más de veinte años, fue toda su vida un abstemio convencido. Y hasta los treinta y cinco años, su vida habría parecido un ejemplo del libro de relatos de los beneficios que fluyen de la conducta cristiana. Había respondido a la palabra de Dios y había trabajado en la viña. Ahora había llegado el momento de que él, como Job, afrontara su época de tribulaciones.

 

* * *

 

Cuando lo aclamaban como el ser humano más rico de su país, una de las pocas posesiones que Jean Paul Getty valoraba de verdad era una fotografía en sepia de una niña a la que nunca había visto. Tenía bucles, un lazo grande en el pelo y ojos enternecedores.

Era su hermana, Gertrude Lois Getty, que nació en 1880, poco después de la boda de George y Sarah, y murió en la epidemia de tifus que barrió Minnesota en el invierno de 1890. Sarah también contrajo la temible enfermedad y, aunque se recuperó, se quedó con una tendencia a la sordera que fue empeorando poco a poco y la dejó completamente sorda a los cincuenta años.

Para George y Sarah, la muerte de su única hija, «el rayo de sol de la familia», fue una pérdida que puso a prueba su fe como cristianos. De los dos, George parecía el más afectado, y durante un tiempo recurrió al espiritismo en un intento por encontrar a su hija, y pasó una crisis religiosa profunda.

Cuando por fin salió de ella, su fe era más fuerte que nunca e incluso abandonó el metodismo por el credo más estricto de la Ciencia Cristiana, a cuyos principios se adhirió firmemente hasta el final de su vida.

Como si Dios quisiera demostrar que aprobaba ese cambio de credo, poco después de eso Getty recibió una señal. Sarah, que solo había concebido una vez antes, descubrió a los cuarenta años que estaba embarazada. Y el 15 de diciembre de 1892, la llegada de un hijo fue como una especie de regalo de Navidad adelantando para reemplazar a su hija.

En su gratitud para con Dios, ¿cómo no iban los Getty a adorar a un niño así? Y George tenía aún más motivos para regocijarse con el recién nacido Jean Paul Getty. Por fin tenía un heredero que continuara su apellido y heredara lo que él acumulaba ininterrumpidamente con el lucrativo negocio de los seguros en las florecientes ciudades del Medio Oeste estadounidense.

 

 

Sarah le puso al niño el nombre de John, por un primo de su esposo, pero entraba en su carácter darle también al niño un toque de sofisticación europea poniéndole el nombre, pero no como «John» sino como «Jean». Con el tiempo, el nombre se comprimiría a la inicial «J.» en J. Paul Getty, y la familia se referiría normalmente a él como Paul. Pero había algo más profético de lo que Sarah podía entender cuando le dio a su hijo esa conexión personal con Europa. Y Europa y su cultura actuarían como imanes para su hijo y otros muchos miembros de su familia en los años siguientes.

 

 

A pesar de la prosperidad de clase media de Getty, la vida con padres estrictos y mayores, atormentados por una hija muerta, ofrecía poca alegría y pocas relaciones sociales, y Paul, aunque mimado y protegido, tuvo una infancia solitaria y sin amor. Su madre desalentaba activamente el contacto con otros niños por miedo a un contagio. Y aunque sobreprotegía a su hijo, se cuidaba de no mostrarle demasiado amor por si lo perdía como había perdido a su hermana.

Años después, Paul le dijo a su esposa que nunca lo habían abrazado de niño, ni nunca había tenido una fiesta de cumpleaños ni un árbol de Navidad. Su mayor interés era su colección de sellos postales, y su mejor amigo, un chucho llamado Jip.

Sin duda, esa infancia claustrofóbica le dejó marca, y siempre sería un solitario que recelaba de sus compañeros y se guardaba para sí lo que pensaba.

Desde hace mucho he podido ejercer un considerable grado de control sobre la demostración de mis sentimientos, escribió con orgullo cuando tenía más de ochenta años.

Pero en la infancia, el tedio de la vida en esa familia pequeña y severa lo afectó también de otros modos. En lugar de aceptar pasivamente el horizonte gris de la Norteamérica puritana del siglo xix, se rebeló en secreto y, durante toda su vida, una parte de él lucharía siempre por huir del aburrimiento y la restricción de la rutina doméstica. Nunca estaría totalmente a gusto dentro de una familia. En lugar de eso, siempre estaría en movimiento, y hasta la llegada de la vejez, nunca se asentaría mucho tiempo en ninguna parte. Si hubiera podido, Paul Getty habría sido un nómada.

 

 

Con su negocio floreciendo, Dios apaciguado y su hogar de Minneapolis en orden, George Franklin Getty tenía muchos motivos para ser feliz, en particular cuando de pronto recibió una muestra más de la aprobación celestial.

En 1903, cuando Paul tenía diez años, el Señor dirigió a George a Bartlesville, un pueblo de mala muerte en lo que era todavía legalmente territorio indio en Oklahoma, a resolver la reclamación de un seguro. En aquel momento no podía saber el estupendo resultado de aquel viaje poco emocionante. Bartlesville hervía con los inicios de la bonanza del petróleo en Oklahoma. Bajo aquel paisaje árido yacían algunas de las reservas de petróleo más grandes dentro de Estados Unidos. Y George había llegado justo a tiempo para beneficiarse de ellas.

Hay hombres, escribió su hijo, que parecen tener una afinidad sorprendente con el petróleo en su estado natural. Me inclino a pensar que mi padre tenía un toque de eso.

Quizá sí, pero, para empezar, fue solo especulación lo que llevó a George a invertir quinientos dólares en el «Lote 50», una concesión por los derechos petrolíferos de cuatrocientas cuarenta y cinco hectáreas de pradera virgen en las afueras de Bartlesville.

Pero el Señor había dirigido bien a George. Cuando en octubre de aquel año empezó la perforación en el Lote 50, casi enseguida encontraron petróleo, y un año después, George tenía seis pozos produciendo. El precio del crudo era en ese momento de cincuenta y dos céntimos el barril y el Lote 50 sacaba una media de cien mil barriles al mes.

Aparte de la guía celestial, hubo otros factores más prosaicos en la rápida creación de la fortuna de George. Había ahorrado ya reservas considerables de capital del negocio de los seguros, conocía la ley y llevaba sus asuntos de un modo honrado y abnegado.

En los tres años siguientes, George convirtió su empresa, a la que llamó Minnehoma Oil (un nombre confeccionado, no por una doncella romántica de piel roja, sino por la combinación pragmática de dos palabras, Minnesota y Oklahoma), en una empresa próspera. En 1906, George Getty era millonario.