Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Alyson Noel, n.º 2 - enero 2018
ISBN: 978-84-9139-307-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Para Jackie y Michelle, mis mejores amigas desde hace tantas décadas que he perdido la cuenta.
No es oro todo lo que reluce.
William Shakespeare
LOST STARS
Adam Levine
A pesar de la muchedumbre de turistas que abarrota las aceras año tras año, Hollywood Boulevard es un lugar que conviene ver a través de unas gafas de sol polarizadas y sin demasiadas expectativas.
Entre la hilera de destartalados edificios en diversas fases de decadencia, las tiendas de souvenirs horteras precedidas por estatuas de plástico de Marilyn con su vestido blanco volando al viento y el desfile inacabable de yonquis, jóvenes huidos de casa y transeúntes desprovistos de todo glamour, las masas de turistas calzados con playeras blancas no tardan mucho en darse cuenta de que allí no van a encontrar esa ciudad de Los Ángeles que andan buscando.
En una urbe que se alimenta de la juventud y la belleza, Hollywood Boulevard se asemeja más a una antigua diva de la gran pantalla que ha conocido mejores tiempos. El sol incesante es un compañero brutal y desabrido, empeñado en poner de relieve cada arruga, cada mancha de la piel.
Y, sin embargo, para aquellos que saben mirar (y para los afortunados que tienen su hueco en la lista de invitados), también sirve de oasis: un oasis poblado por los clubes nocturnos más codiciados de la ciudad, una especie de puerto de abrigo hedonista para jóvenes fabulosamente ricos.
En el caso de Madison Brooks, el bulevar era tal como lo había soñado. Quizá no se pareciera a la esfera de nieve que había tenido de niña, esa en la que caían trocitos de brillantina dorada sobre una reproducción en miniatura del famoso cartel de Hollywood, pero tampoco esperaba que se pareciera. A diferencia de esos turistas ingenuos que esperaban ver a sus actores favoritos esperando junto a las estrellas del Paseo de la Fama, repartiendo autógrafos y abrazos a todo el que pasara, Madison sabía muy bien lo que iba a encontrarse.
Se había informado de antemano.
No había dejado nada al azar.
A fin de cuentas, cuando se planea una invasión, conviene familiarizarse con el terreno.
Y ahora, apenas un par de años después de salir de aquella sucia estación de autobuses en el centro de Los Ángeles, su cara aparecía en la portada de casi todas las revistas y tabloides. La ciudad era oficialmente suya.
Aunque el camino había sido mucho más arduo de lo que aparentaba, Madison se las había arreglado para sobrepasar las expectativas de todo el mundo, excepto las suyas propias. La mayoría solo esperaba que sobreviviera. Ni una sola persona de su vida anterior tenía confianza en que consiguiera ascender a la cumbre a la velocidad del rayo; en que, pasado un tiempo, fuera tan conocida, tan aclamada y tuviera tantos contactos que estuviera en situación de acceder, sola y sin que nadie cuestionara su derecho a estar allí, a uno de los clubes nocturnos más afamados de Los Ángeles mucho después de su hora de cierre.
En uno de sus raros instantes de soledad, se acercó al borde de la azotea desierta de Night for Night. Los tacones de aguja de sus Gucci se deslizaron delicadamente por el suelo de piedra lisa. Llevándose una mano al corazón, se inclinó hacia la línea del horizonte y se imaginó que aquellas luces parpadeantes eran un público formado por millones de personas: teléfonos móviles y encendedores alzados en su honor.
Aquella fantasía le recordó un juego al que solía entregarse de niña, cuando representaba complicados números musicales ante una multitud de peluches sucios, tullidos y con el pelo apelmazado. Sus ojos de botón, fijos y deslustrados, la miraban sin pestañear mientras bailaba y cantaba ante ellos. Aquellos ensayos incansables le habían servido de preparación para el día en que sus peluches de segunda mano se convirtieran en fans de carne y hueso que la aclamarían entre gritos de júbilo. Nunca, ni una sola vez, había dudado de que su sueño se haría realidad.
No se había convertido en la estrella más candente de Hollywood solamente por hacerse ilusiones, fantasear o recurrir a la ayuda de otros. Su ascenso había estado guiado en todo momento por la disciplina, el autocontrol y una férrea determinación. Aunque los medios se complacían en retratarla como una chica frívola y amante de las fiestas (si bien con evidente talento para la actuación), bajo los jugosos titulares se escondía una joven enérgica y decidida que había tomado las riendas de su destino y lo había sometido a su voluntad.
Ella jamás lo admitiría, desde luego. Era preferible dejar que el gran público la creyera una princesa cuya vida fluía sin ningún obstáculo. Era una mentira que le servía de escudo y que impedía que se supiera la verdad. Quienes se atrevían a rascar bajo la superficie nunca llegaban muy lejos. La carretera hacia el pasado de Madison estaba tan llena de barricadas que hasta los periodistas más decididos acababan por desistir y escribían acerca de su inigualable belleza, como el tipo que la había entrevistado recientemente para Vanity Fair, según el cual su cabello era del color de las castañas maduras en un frío día otoñal. También había descrito sus ojos violetas como envueltos en un nimbo de espesas pestañas que servía unas veces para velar y otras para desvelar. ¿Y acaso no había calificado también su cutis de opalino o de evanescente, o empleando algún otro sinónimo de «radiante»?
Tenía gracia que hubiera empezado la entrevista como cualquier otro periodista curtido, seguro de que podría hacerla resquebrajarse. Convencido de que su gran diferencia de edad (ella tenía dieciocho; él superaba ampliamente los cuarenta: un anciano en comparación), junto con su superior cociente intelectual (cosa que él daba por sentada, no ella) significaban que podía engatusarla para que revelara algo comprometedor que hiciera tambalearse su carrera. Sin embargo, había salido de la entrevista completamente frustrado y un poco enamorado de ella. Igual que todos sus predecesores que, aun a regañadientes, habían tenido que reconocer que Madison Brooks tenía algo distinto. No era una estrella al uso.
Se inclinó un poco más hacia la oscuridad, se pasó los dedos por los labios y describió un amplio arco con el brazo, lanzando una rociada de besos a sus fans imaginarios, que brillaban y relucían allá abajo. Embriagada por la euforia sin límites que le producía todo cuanto había logrado, levantó la barbilla con aire triunfal y soltó un grito tan atronador que ahogó el ruido incesante del tráfico y las sirenas de la calle.
Era agradable desinhibirse.
Dejarse ser tan salvaje e indomable como había sido de niña, aunque solo fuera por un instante.
—¡Lo he conseguido! —se dijo en voz baja mientras las lucecitas de sus seguidores imaginarios seguían brillando a lo lejos.
Pero se lo decía, sobre todo, a quienes habían dudado de ella e incluso habían intentado frustrar sus sueños.
La segunda vez que lo dijo, dejó que aflorara el llamativo acento que había abandonado hacía mucho tiempo, y le sorprendió que todavía le fuera tan fácil evocarlo: era otro vestigio de su pasado del que nunca podría librarse por completo. Y, teniendo en cuenta la temeridad que había demostrado últimamente, se preguntaba si de veras quería librarse de él.
El recuerdo del chico al que había besado seguía aún fresco en sus labios. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se había permitido a sí misma relajarse, bajar la guardia y mostrarse tal y como era.
Aun así, no podía evitar preguntarse si no habría sido un error.
La sola idea de que lo fuera bastó para acongojarla, pero fue al echar una ojeada a su Piaget incrustado con diamantes cuando encontró verdaderos motivos de preocupación.
La persona con la que estaba citada ya debería estar allí y su tardanza, junto con el silencio del club cerrado y desierto, empezaba a parecerle más opresiva y fantasmagórica que liberadora. A pesar del calor de la noche de verano en California, se ciñó un poco más el chal de cachemira. Si había algo que le hacía estremecerse, era la incertidumbre. Conservar el control era para ella tan necesario como respirar. Y sin embargo allí estaba, dudando del mensaje que le había enviado él.
Si eran buenas noticias, como le había asegurado, se olvidaría de aquel incordio y no volvería a echar la vista atrás.
Si no lo eran… Bien, también tenía un plan para esa eventualidad.
Confiaba, sin embargo, en que no fuera necesario. Odiaba que las cosas se complicaran.
Se agarró con sus dedos delicados a la fina mampara de cristal, lo único que la separaba de una caída de doce metros, levantó la mirada al cielo e intentó encontrar una sola estrella que no fuera en realidad un avión. Pero en Los Ángeles las estrellas eran de un solo tipo.
Aunque normalmente procuraba no pensar en el pasado, esa noche, por un instante, se permitió el lujo de rememorar un lugar en el que abundaban las estrellas auténticas.
Un lugar que debía permanecer enterrado.
Una brisa acarició su mejilla, llevándole el ruido de unos pasos ligeros y un olor extrañamente familiar que no alcanzó a identificar. Esperó, sin embargo, unos segundos antes de volverse y aprovechó aquel instante para pedir un deseo a una estrella fugaz que al principio confundió con un avión. Cruzó los dedos al tiempo que el meteoro describía un amplio y reluciente arco a través del cielo negro y aterciopelado.
Todo saldría bien.
No había por qué preocuparse.
Se volvió, lista para enfrentarse a todo, fuera lo que fuese, y se estaba diciendo que de todos modos podría controlarlo cuando una mano firme y fría le tapó la boca y Madison Brooks desapareció como por arte de magia.
HYPOCRITICAL KISS
Jack White
Layla Harrison no podía estarse quieta. Primero se hundió en su tumbona y enterró los pies en la arena de la playa. Luego se retrepó en el asiento y estuvo así un rato, hasta que el roce de la lona empezó a producirle un incómodo hormigueo en los hombros. Finalmente se dio por vencida y, entornando los ojos, miró hacia el océano, donde Mateo, su novio, aguardaba la llegada de una ola decente: un empeño tedioso que Layla no lograba entender y que en cambio para él era fuente de felicidad infinita.
A pesar de lo mucho que lo quería (y lo quería de verdad: qué demonios, era tan mono, tan sexy y tan tierno que habría estado loca si no lo quisiera), después de pasar tres horas esquivando el sol bajo su sombrilla gigantesca mientras luchaba por escribir un artículo más o menos pasable que contuviera la dosis correcta de humor y sarcasmo, deseó que Mateo lo dejara de una vez y emprendiera el largo camino de vuelta a la playa.
Estaba claro que su novio ignoraba lo insoportablemente incómodo que era pasar horas sin fin sentada en la tumbona vieja y endeble que le había prestado, pero ¿cómo iba a saberlo? A fin de cuentas, nunca la usaba. Siempre estaba en el mar, con su tabla y ese aire de estar totalmente en paz, tan guapo y tan zen, mientras ella, Layla, hacía todo lo posible por escapar al esplendor de Malibú. La enorme sombrilla bajo la que se ocultaba era solo el principio.
Debajo de la voluminosa sudadera y la toalla extra que se había echado sobre las rodillas llevaba una gruesa capa de protector solar, y naturalmente jamás se aventuraba a salir sin sus grandes gafas de sol y sin el arrugado sombrero de paja que le había traído Mateo de uno de sus últimos viajes a Costa Rica para hacer surf.
En opinión de Mateo, aquel empeño ritual en taparse y protegerse del sol era, como mínimo, inútil. «No se puede dominar el entorno», decía. «Hay que respetarlo, apreciarlo y jugar conforme a sus normas. Es una locura pensar que tú mandas: la naturaleza siempre tiene la última palabra».
Era fácil decirlo cuando uno tenía una piel inmune a las quemaduras del sol y prácticamente se había criado sobre una tabla de surf.
Layla volvió a fijar la mirada en su portátil y arrugó el entrecejo. Escribir un blog de cotilleos cutres distaba mucho de la columna fija en el New York Times con la que soñaba, pero por algún sitio tenía que empezar.
Desarrollo interrumpido
No, no me refiero a Arrested Development, la serie de culto que dejó de emitirse por ser demasiado ingeniosa (¿Cómo pudieron dejar de emitirla? ¡Ay, qué duro es estar rodeada de idiotas!). Hablo, gente, del verdadero desarrollo interrumpido, de ese del que hablan los manuales de introducción a la Psicología (y esto va para aquellos de vosotros que leéis algo más que tuits y blogs de cotilleos). Una servidora presenció anoche un ejemplo clarísimo en Le Château, cuando tres de las estrellas más jóvenes y explosivas de Hollywood (si bien no las más brillantes) llegaron a la conclusión de que las aceitunas servían para algo más que para quedarse tontamente en el fondo de un vaso de Martini y…
—¿Sigues con eso?
Mateo se erguía ante ella con la tabla bajo el brazo y los pies hundidos en la arena.
—Solo estoy haciendo unas correcciones de última hora —masculló Layla mientras lo veía soltar la tabla sobre la toalla.
Mateo se pasó la mano por el pelo descolorido por el sol y el salitre y se bajó la cremallera del traje de neopreno. Se lo bajó tanto que Layla no pudo evitar tragar saliva y quedarse muda de asombro al ver el increíble cuerpo de su novio desnudo ante ella, brillando al sol.
Mateo demostraba una indiferencia por su belleza natural muy extraña en una ciudad rebosante de egos desmesurados, de vanidades excesivas y de devotos de la secta de los zumos de verduras, y a Layla le costaba casi siempre entender qué veía en una chica tan paliducha y descreída como ella.
—¿Puedo ayudarte?
Él recogió su botella de agua como si nada le interesara más que leer su opinión acerca de tres celebrities de primera fila que, atiborradas de martinis, habían decidido rememorar sus travesuras de instituto arrojando aceitunas a todo el que se les pusiera a tiro.
Típico de él. Había sido así desde la noche en que se conocieron, hacía poco más de dos años, el día en que ella cumplía dieciséis. A los dos les asombró descubrir que, pese a llevarse apenas un año y diez días de diferencia, eran de signos zodiacales distintos, casi opuestos.
Mateo era Sagitario, es decir, un soñador de espíritu libre.
Layla, en cambio, era Capricornio, lo que la convertía en ambiciosa y un poquitín controladora. Si uno creía en esas cosas, claro, y ella, por supuesto, no creía. Solo era una curiosa coincidencia que en su caso fuera cierto.
Le pasó el portátil a Mateo y se hundió más aún en la tumbona. Escuchar a Mateo leer su trabajo en voz alta era para ella como un subidón de crack.
Le sentaba bien a su proceso creativo. La ayudaba a corregir y a pulir su prosa. Pero Layla era lo bastante lúcida como para saber que, en lo tocante a su forma de escribir, estaba siempre deseosa de halagos, y normalmente Mateo siempre encontraba algo agradable que decirle, por insulso que fuera el contenido.
Con la botella de agua en una mano y el MacBook Air de Layla en la otra, empezó a leer. Cuando llegó al final, la miró y dijo:
—¿Pasó de verdad?
—Me guardé una aceituna como recuerdo.
Él entornó los párpados como si intentara imaginarse una pelea de aceitunas entre celebrities.
—¿Hiciste fotos? —Le devolvió el portátil.
Layla negó con la cabeza, hizo una pequeña corrección y guardó al archivo en vez de pulsar la tecla de Enviar.
—En el Château se toman muy en serio lo de no hacer fotografías.
Mateo meneó la cabeza y vació la botella de agua de un solo trago mientras ella seguía mirándolo con ojos de deseo, a pesar de sentirse un poco perversa por reducir a su novio al papel de hombre objeto.
—¿Vas a mandarlo? —preguntó él—. Parece que ya está listo.
Ella guardó el ordenador en su bolsa.
—Ya sabes que últimamente no paro de hablar de crear mi propio blog, Bellos ídolos. —Lo miró, indecisa—. Pues estoy pensando que esta podría ser la entrada perfecta para lanzarlo.
Él se removió, jugando con el tapón de la botella.
—Es una buena entrada, Layla. —Hablaba como si escogiera con todo cuidado cada palabra—. Es divertida, y precisa, pero… —Se encogió de hombros y dejó que el silencio dijera lo que él no se atrevía a decir: que no era, ni de lejos, una pieza del calibre del que ella era capaz.
—Sé lo que estás pensando —contestó Layla poniéndose a la defensiva—. Pero ninguna de las mierdas sobre las que escribo pueden considerarse noticias capaces de cambiar la historia, y estoy harta de trabajar a cambio de unas migajas. Si quiero trabajar por mi cuenta, tendré que empezar por alguna parte. Y aunque puede que el blog tarde un tiempo en despegar, cuando por fin despegue puedo ganar un montón de dinero solo con la publicidad. Además, he ahorrado más que suficiente para mantenerme hasta entonces.
Este último comentario, hecho atropelladamente, podía no ser cierto pero sonaba bien y pareció convencer a Mateo, que respondió tirando de ella y estrechándola entre sus brazos.
—¿Y qué vas a hacer exactamente con todo ese dinero de la publicidad?
Ella pasó un dedo por su pecho, intentando ganar tiempo. Aún no le había contado que soñaba con ir a Nueva York a estudiar Periodismo, y contárselo en ese momento les habría puesto en una situación violenta que prefería evitar.
—Bueno, imagino que casi todo irá a parar al fondo para burritos.
Mateo sonrió y rodeó su cintura con los brazos.
—La receta perfecta para una vida feliz: tú, buenas olas y un fondo para burritos bien nutrido. —Tocó con los labios la punta de su nariz—. Por cierto… ¿Cuándo vas a dejar que te enseñe a hacer surf?
—Nunca, seguramente.
Dejó que su cuerpo se derritiera contra el de él y escondió la cara en el hueco de su cuello, donde aspiró un olor embriagador a mar, a sol y a honda felicidad, aderezado con una nota de honor, sinceridad y una vida vivida en equilibrio. Era todo cuanto Layla deseaba ser (y sabía que nunca sería), condensado en un solo aliento.
Sin embargo, y pese a sus enormes diferencias, Mateo la aceptaba tal y como era. Nunca intentaba cambiarla ni hacerle ver las cosas a su manera.
Layla habría deseado poder decir lo mismo.
Cuando él le puso un dedo bajo la barbilla y bajó la cabeza para besarla, ella respondió como si hubiera pasado las tres horas anteriores esperando aquello (y así había sido). Al principio, el beso fue suave y juguetón. La lengua de Mateo se deslizó suavemente por la suya. Hasta que Layla frotó las caderas contra las suyas y le devolvió el abrazo con una pasión que le hizo gruñir su nombre con voz ronca.
—Layla… Uf… —balbució—. ¿Qué te parece si buscamos un sitio donde seguir con esto?
Ella enlazó una pierna con la suya atrayéndolo hacia sí hasta donde lo permitían sus vaqueros cortados y el traje de neopreno de él. Solo era consciente del calor que recorría su cuerpo cuando Mateo deslizó las manos bajo su sudadera. Estaba tan embriagada por sus caricias que de buena gana le habría tumbado sobre la arena caliente y dorada y se habría sentado a horcajadas sobre él. Por suerte, Mateo tuvo la prudencia de apartarse antes de que los detuvieran por culpa de Layla.
—Si nos damos prisa, podemos tener la casa para nosotros solos.
Tenía una sonrisa floja, una mirada lánguida y vidriosa.
—No, gracias. —Layla lo apartó, malhumorada de pronto—. La última vez que Valentina estuvo a punto de pillarnos, el pánico que sentí acortó mi vida una década. No puedo arriesgarme a que eso vuelva a suceder.
—Así que vivirías hasta los ciento cuarenta en vez de hasta los ciento cincuenta. —Mateo se encogió de hombros e intentó volver a abrazarla, pero Layla se desasió—. En mi opinión merece la pena.
—Para ti es fácil decirlo, señor Maestro Zen. —Era uno de los muchos motes que le había puesto—. Vamos a mi casa. No hay hermanas pequeñas y, aunque mi padre esté en el estudio, no creo que vaya a molestarnos. Está muy metido en su nueva serie de pinturas, aunque yo todavía no las he visto. Me alegro de que esté trabajando. Hacía siglos que no vendía una obra.
Mateo hizo una mueca. Evidentemente quería estar con ella, pero la sola mención de su padre bastaba para desinflar su entusiasmo.
—Es que no me acostumbro. —Se entretuvo guardando sus cosas, desmontando la sombrilla y guardándola en su funda—. Es demasiado raro.
—Para ti, solamente. No olvides que mi padre se describe a sí mismo como un bohemio de mentalidad abierta que cree en la libre expresión. Y, lo que es más importante, confía en mí. Y tú le caes bien. Piensa que eres una influencia tranquilizadora para mí.
Esbozó una sonrisa. Era indudablemente cierto. Luego, echándose la bolsa al hombro, se dirigió al Jeep negro de Mateo. Quitó un folleto del parabrisas y leyó: Preséntate a las pruebas para trabajar este verano como relaciones públicas de Unrivaled Nighlife Company, la empresa de Ira Redman, y consigue un increíble premio en metálico.
Aquello picó su curiosidad al instante.
Tenía puestas sus miras en la facultad de Periodismo de Nueva York desde su primer año de instituto y, aunque estaba eufórica porque la hubieran aceptado, no tenía ninguna posibilidad de asistir: la matrícula astronómica y el alto coste de la vida en la gran urbe eran como un muro de ladrillo que se interponía en su camino. Y dado que el bache económico que atravesaba su padre estaba durando más de lo normal, pedirle ayuda estaba descartado.
Su madre podía facilitarle cualquier cantidad que necesitara (o, mejor dicho, podía facilitársela el marido rico de su madre, porque la madre de Layla era solo una más de las muchas zombis de Santa Mónica que iban del gimnasio a la peluquería de moda arrastrando los pies). Pero lo cierto era que Layla no se hablaba con su madre desde hacía años, y no pensaba empezar a hacerlo ahora.
En cuanto a Mateo… Su sueldo como monitor de surf en algunos de los hoteles más caros de la playa no daba para mucho (y aunque no fuese así, Layla tampoco estaba dispuesta a aceptar su ayuda). Además, todavía no le había contado que quería irse a vivir a Nueva York, principalmente porque estaba segura de que insistiría en acompañarla y, aunque sería muy agradable tenerlo cerca, la distraería de su objetivo. Mateo no compartía su ambición y, por dulce y tierno que fuera, Layla se negaba a ser una de esas mujeres que dejaban que un chico mono le impidiera alcanzar sus sueños.
Echó otro vistazo al folleto: un trabajo así podía ser justo lo que necesitaba. Tendría acceso directo a la escena nocturna de Hollywood, dispondría de mejor material para sus artículos en el blog, ¿y quién sabía adónde podía conducirla aquello?
Mateo pasó a su lado y le quitó el folleto de las manos.
—Dime que no te interesa esto.
Se volvió para mirarla, entornando sus ojos marrones. Layla respondió mordiéndose el labio. No estaba dispuesta a reconocer que era lo más emocionante que le había pasado en todo el día (aparte de aquel beso en la playa).
—Nena, créeme, no te conviene meterte en esto —añadió él en un tono severo que Layla escuchaba rara vez—. La vida nocturna es muy estresante, como mínimo. Acuérdate de lo que le pasó a Carlos.
Ella se miró los pies cubiertos de arena, avergonzada por haberse olvidado del hermano mayor de Mateo, que murió de sobredosis justo delante de un club de Sunset Boulevard, igual que River Phoenix delante del Viper Room, solo que en su caso nadie construyó un monumento conmemorativo. Aparte de su familia más cercana, nadie se detuvo siquiera a llorarle. En el momento de su muerte, había caído tan bajo que los únicos amigos que le quedaban eran camellos, y ninguno de ellos se molestó en asistir a su entierro. Aquella era la mayor tragedia de la vida de Mateo. De niño había idolatrado a su hermano.
Pero ¿y si aquella era la manera perfecta de rendir homenaje a Carlos, tal vez incluso de reivindicar su figura?
Rozó con los dedos el brazo de Mateo antes de echar a andar a su lado.
—Lo que le pasó a Carlos fue la peor de las tragedias porque podría haberse evitado —afirmó—. Pero quizás el mejor modo de reivindicar a Carlos y a otros chicos como él sea poner al descubierto lo que de verdad pasa en ese mundillo. Y este tipo de empleo me permitiría hacerlo.
Mateo arrugó el ceño. Layla iba a tener que poner más empeño si quería convencerlo.
Miró el folleto que él tenía entre las manos, convencida de que tenía razón. La resistencia de Mateo solo consiguió aumentar su determinación.
—Odio el culto a la fama de nuestra cultura tanto como tú, y estoy totalmente de acuerdo en que el ambiente de los clubes nocturnos es un asco. Pero ¿no te gustaría que hiciera algo para airear un poco todo ese mundo? ¿No es mejor eso que quedarse de brazos cruzados, quejándose?
Aunque no le dio la razón, Mateo tampoco le llevó la contraria. Una pequeña victoria que Layla se apresuró a aprovechar.
—No me hago ilusiones, sé que no voy a ganar la competición. Qué digo, ni siquiera me importa. Pero si puedo meterme en ese mundillo tendré la munición necesaria para sacar a la luz todas sus falsedades. Y si puedo conseguir que un solo chico o chica deje de reverenciar a esos gilipollas que no se merecen su admiración, si consigo convencer a un solo adolescente de que el mundo de los clubes nocturnos es peligroso y sórdido y de que conviene evitarlo, habré cumplido mi misión.
Mateo miró hacia el océano y estuvo un rato observando el horizonte. Al verlo así, de perfil, silueteado por los últimos rayos de sol, Layla se enterneció. Mateo la quería. Solo deseaba lo mejor para ella. Por eso quería mantenerla alejada del mundo que le había arrebatado a su hermano. Pero, a pesar de lo mucho que lo quería ella, no estaba dispuesta a dejarle ganar.
Mateo siguió contemplando un momento el atardecer en el océano, perfecto como una postal, antes de volverse para mirarla.
—No soporto pensar que puedas mezclarte en todo eso. —Cerró el puño, arrugando ruidosamente el folleto—. Todo ese mundo es mentira, e Ira se ha ganado a pulso su fama de ser una alimaña. Le importan una mierda los chicos que le han hecho rico. Solo piensa en sí mismo. Echaron a Carlos y le dejaron morir en la calle para no tener que llamar a una ambulancia y cerrar el local esa noche. Pero luego no se cortaron un pelo cuando llegó el momento de beneficiarse del escándalo.
—Pero no fue en el club de Ira.
—Son todos iguales. Carlos era un chico listo y mira lo que le pasó. No puedo permitir que eso te pase a ti.
—Yo no soy Carlos. —En cuanto lo dijo, se arrepintió de sus palabras. Habría dado cualquier cosa por retirarlas y volver a tragárselas.
—¿A qué viene eso?
Layla se detuvo, no del todo segura de cómo iba a explicarse sin ofender aún más a Mateo.
—Yo entraría en ese mundo con una misión, con un objetivo…
—Hay otras formas mejores de hacerlo.
—Dime una. —Levantó la barbilla, confiando en hacerle entender con una mirada que, pese a que lo quería, habían llegado a un callejón sin salida.
Mateo arrojó el folleto a la papelera más cercana y abrió la puerta del copiloto del coche como si diera por zanjado el asunto.
Pero no estaba zanjado.
Ni mucho menos.
Layla ya había memorizado la página web y el número de teléfono.
Se acercó un poco a él. Odiaba que discutieran y, además, era absurdo: ella ya había tomado una decisión. Cuanto menos supiera él a partir de ese momento, mejor.
Sabiendo cómo podía distraerlo, pasó las manos por su muslo. Se negó a detenerse hasta que vio que cerraba los párpados, que su respiración se agitaba y que se olvidaba por completo de que había mostrado interés por trabajar en los clubes de Ira Redman.
WHILE MY GUITAR GENTLY WEEPS
The Beatles
—Vamos, tío, tienes que mojarte. No nos marcharemos hasta que te mojes.
Tommy levantó la vista del número de Rolling Stone que estaba leyendo y miró con expresión aburrida a los dos aspirantes a roqueros que tenía delante. Llevaba cuatro horas y media trabajando, algo más de la mitad de su turno, y aún no había vendido ni una púa de guitarra. Por desgracia, aquellos dos tampoco iban a comprar nada.
—¿Eléctrica o acústica? —preguntaron los dos a coro.
Tommy miró detenidamente una foto de las larguísimas piernas de Taylor Swift antes de pasar la página y dedicar igual atención a una foto de Beyoncé.
—Son las dos igual de buenas —contestó por fin.
—Eso es lo que dices siempre. —El del gorro de lana lo miró con desconfianza.
—Y aun así seguís preguntándome. —Tommy arrugó el ceño, preguntándose cuánto tiempo insistirían antes de marcharse.
—En serio, tío, eres el peor vendedor de la historia —dijo el de la camiseta de Green Day, que quizá se llamaba Ethan, aunque Tommy no estaba seguro.
Tommy apartó la revista.
—¿Cómo lo sabéis? Nunca habéis intentado comprar nada.
Los dos amigos pusieron los ojos en blanco, parados uno junto al otro.
—¿Es que lo único que te interesa es la comisión?
—¿Tan capitalista eres?
Tommy se encogió de hombros.
—Cuando se debe el alquiler, todo el mundo es capitalista.
—Pero tendrás alguna preferencia —insistió el del gorro.
Tommy los miró a ambos y se preguntó cuánto tiempo podría seguir dándoles largas. Se pasaban por la tienda al menos una vez por semana, y aunque él siempre actuaba como si sus preguntas continuas y sus payasadas le irritaran, la mayoría de los días eran el único entretenimiento que encontraba en su aburridísimo trabajo.
Pero lo del alquiler era cierto. Lo que significaba que no estaba de humor para aguantar a gamberros que le hacían perder el tiempo y que se marchaban sin comprar ni siquiera una partitura.
Iba a comisión y, si no podía vender nada, prefería invertir el tiempo que pasaba en la tienda hojeando ejemplares de Rolling Stone y soñando con el día en que su cara aparecería en la portada, o buscando trabajo en Internet: el mínimo esfuerzo a cambio del salario mínimo. A él le parecía un trato justo.
—Eléctrica —dijo por fin, y le sorprendió el silencio asombrado que se produjo a continuación.
—¡Sí! —El de la camiseta de Green Day levantó el puño como si su opinión fuera muy importante.
Resultaba un poco inquietante que le admiraran tanto. Sobre todo porque su vida no merecía precisamente admiración.
—¿Por qué? —preguntó el del gorro, visiblemente ofendido.
Tommy agarró la guitarra acústica que sostenía el chico y tocó el riff inicial del tema Smoke on the water, the Deep Purple.
—¿Oyes eso?
El chico asintió con cautela.
Tommy le devolvió el instrumento y agarró la guitarra eléctrica de doce cuerdas con la que soñaba desde que había empezado a trabajar en Farrington’s. La guitarra que tal vez fuera suya algún día, si aquellos inútiles tenían la bondad de comprar algo alguna vez.
Tocó el mismo fragmento mientras los chicos se inclinaban hacia él.
—Suena más alto, tiene más cuerpo, es más brillante. Pero es solo mi opinión, no vayáis a creer que es el Evangelio ni nada por el estilo.
—Lo haces muy bien, tío. Deberías pensar en unirte a nuestra banda.
Tommy se rio y pasó la mano con delicadeza por el mástil de la guitarra antes de devolverla a su soporte.
—Bueno, ¿cuál vais a comprar? —Volvió a mirarlos.
—¡Todas! —El del camiseta de Green Day sonrió.
A Tommy le recordó a sí mismo a su edad: una mezcla letal de inseguridad y chulería.
—¡Sí, en cuanto venda en eBay su colección de pelis porno de maduritas! —El del gorro se rio y corrió hacia la puerta perseguido por su amigo, cuyos insultos no eran, ni mucho menos, tan buenos como la pulla que había recibido.
Tommy los vio salir, oyó el tintineo de la campanilla de la puerta y se alegró de poder pasar por fin un rato solo.
Y no porque le desagradaran sus clientes: la tienda de guitarras vintage Farrington’s era conocida por atraer a una clientela muy específica y obsesionada con la música, pero aquel no era precisamente el trabajo con el que fantaseaba cuando había pisado Los Ángeles por primera vez. Tenía algunos talentos que, como siguiera así, iban a desperdiciarse. Si las cosas no mejoraban, no le quedaría más remedio que ir en busca de aquellos chicos y suplicarles que le hicieran una prueba.
Aparte de tocar la guitarra, también sabía cantar. Aunque eso a nadie le importaba una mierda. Su último intento de conseguir trabajo como cantante había sido un completo fracaso. Los más de cien carteles que había colgado por toda la ciudad (en los que aparecía vestido con unos vaqueros descoloridos de cintura baja y la guitarra cruzada sobre el pecho desnudo) solo habían obtenido dos respuestas: una de un pervertido que le había ofrecido una «prueba» (la risilla lasciva que acompañó la llamada le había hecho pensar seriamente en cambiar de número de teléfono) y otra la de una cafetería que ofrecía actuaciones en directo. Esta última parecía prometedora hasta que el gerente, desdeñando sus temas originales, se empeñó en que se pasara tres horas seguidas tocando versiones acústicas de los grandes éxitos de John Mayer. Al menos había conseguido una fan: una rubia de cuarenta y tantos años que le había pasado una servilleta arrugada con el nombre de su hotel y su número de habitación escritos en tinta roja y le había guiñado un ojo al salir por la puerta contoneando las caderas (no había otra forma de describirlo), convencida de que iría tras ella.
Cosa que no había hecho.
Aunque tenía que reconocer que le habían dado tentaciones. Los seis meses que llevaba en Los Ángeles habían sido deprimentes, y aquella rubia era guapísima. Y además estaba en forma, a juzgar por las curvas que marcaba su vestido ajustado. Pero, aunque agradecía su franqueza, y a pesar de que seguramente tenía un cuerpo paradisíaco, no soportaba la idea de convertirse en un simple entretenimiento para una mujer hastiada de los hombres de su edad.
Más que ninguna otra cosa en el mundo, Tommy deseaba que le tomaran en serio.
Por eso había cruzado medio país con todas sus pertenencias terrenales (una docena de camisetas, varios vaqueros viejos, un tocadiscos que había sido de su madre, su preciada colección de discos de vinilo, un montón de libros de bolsillo y una guitarra de seis cuerdas de segunda mano) metidas en el maletero de su coche.
Imaginaba, claro, que tardaría algún tiempo en establecerse, pero aquella penuria de actuaciones no formaba parte del plan.
Ni tampoco el trabajo vendiendo guitarras, pero al menos así podía decirle a su madre que trabajaba en la «industria musical».
Pasó la página de la revista y vio un artículo a toda página alabando a los Strypes, una banda de chavales de dieciséis años que por lo visto iba a comerse el mundo. De pronto se preguntó si no habría alcanzado el momento álgido de su carrera dos años antes y ni siquiera se había enterado.
Cuando se abrió la puerta Tommy se alegró de tener una distracción, hasta que vio que era un ricachón que parecía totalmente fuera de lugar entre los carteles de Jimi Hendrix, Eric Clapton y B. B. King que adornaban las paredes de la tienda. Seguramente sus vaqueros de diseño y su camiseta costaban más de lo que él ganaba en una semana. Eso por no hablar de su americana de ante, su reloj de oro y sus mocasines (probablemente fabricados a mano en Italia), que seguramente costaban más que todas sus posesionas juntas, incluido su coche.
«Un turista de los bajos fondos».
El barrio de Los Feliz estaba lleno de ellos. Hipsters ricos y con pretensiones artísticas que entraban y salían de los numerosos cafés, galerías de arte y tiendas alternativas de la zona confiando en poder impregnarse un poco de cultura callejera para luego regresar a su barrio de Beverly Hills e impresionar a sus amigos contando anécdotas de su viaje al lado más salvaje de la vida.
Tommy frunció el ceño y siguió hojeando la revista. El artículo sobre los Strypes le había puesto de mal humor.
Esperar a que el cliente completara la vuelta de rigor por la tienda e incluso le pidiera una tarjeta (eran unos souvenirs estupendos: ¡demostraban que uno había estado allí de verdad!) también le estaba poniendo de un humor de perros.
Pero, a diferencia de los Strypes, aquel tipo pasaría por su vida sin dejar ninguna huella. En cambio, todas las bandas que salían en la revista parecían mofarse de él y obligarle a cobrar conciencia de hasta qué punto había sido un fracaso su traslado a Los Ángeles.
Pensando que podía hacer un pequeño esfuerzo y dirigir la palabra a aquel cretino pretencioso que había invadido su espacio personal, se disponía a hablar cuando la voz se le atascó en la garganta y se descubrió mirándolo con los ojos como platos, como una groupie de la peor especie.
Era Ira.
Ira Redman.
El gran Ira Redman, el propietario de Unrivaled Nightlife, uno de los hombres mejor relacionados de Los Ángeles y, casualmente, también padre de Tommy.
Aunque lo de que fuera su padre era en realidad un simple tecnicismo. Ira era más bien un donante de esperma que un padre de verdad.
Por de pronto, no tenía ni idea de que existía Tommy.
Claro que él tampoco se había enterado de que Ira era su padre hasta el día de su dieciocho cumpleaños. Hasta entonces, se había creído la historia que le contaba su madre: que su padre había sido un héroe de guerra muerto prematuramente. Había descubierto la verdad por pura casualidad. Pero, nada más descubrirla, su destino había quedado sellado. Para consternación de su madre (y de sus abuelos, y su exnovia, y su psicólogo), agarró el dinero que tenía ahorrado para la universidad, se graduó antes de tiempo en el instituto y se fue derecho a Los Ángeles.
Lo tenía todo planeado. Primero encontraría un apartamento fantástico (un cuchitril en Hollywood), luego conseguiría un trabajo alucinante (Farrington’s dejaba mucho que desear en ese aspecto) y por último, pertrechado con toda la información que había reunido sobre su padre gracias a Google, Wikipedia y un número antiguo de Maxim, buscaría a Ira Redman y se enfrentaría a él como el joven independiente y prometedor que era.
Lo que no esperaba era sentirse tan intimidado simplemente por estar cerca de él.
Poco después de llegar a Los Ángeles, había buscado y seguido a Ira, espiándolo desde el parabrisas agrietado de su coche, una cafetera que en Tulsa era lo más pero que en Los Ángeles resultaba tan ofensiva que hasta los aparcacoches se sonreían con desdén al verla. Vio el Cadillac Escalade de Ira, conducido por su chófer, aparcar junto a la acera y vio a su padre salir del coche y entrar en un restaurante derrochando soberbia y aplomo a partes iguales, como si en lugar de alimentarse de comida se alimentara de poder. El matiz de calculada crueldad de su mirada severa y penetrante convenció enseguida a Tommy de que Ira Redman estaba muy lejos de su alcance.
El reencuentro soñado que había impulsado su viaje desde Oklahoma a California se evaporó entre la polución de Los Ángeles y, al escapar de allí, Tommy se juró a sí mismo labrarse un nombre antes de volver a intentar enfrentarse a su padre.
Y ahora allí estaba. Ira Redman, aspirando oxígeno como si también tuviera un buen paquete de acciones en la atmósfera.
—Hola —masculló Tommy, y escondió las manos bajo el mostrador para que Ira no viera cómo le temblaban en su presencia, aunque el temblor de su voz sin duda le delataba—. ¿Qué hay?
Era una cuestión bastante sencilla, pero Ira decidió convertirla en un momento de incomodidad. Al menos para Tommy. Ira pareció contentarse con quedarse allí de pie, con la mirada fija en él, como si sopesara su derecho a existir.
«No te muevas, no apartes primero la mirada, no te muestres débil». Tommy estaba tan concentrado en no reaccionar que, cuando Ira señaló con un dedo la guitarra que tenía detrás, su gesto casi le pasó desapercibido.
Estaba claro que había decidido tomarse un rato libre, dejar a un lado su papel de amo del universo y satisfacer una fantasía latente: la de ser una estrella de rock. Lo cual a Tommy le parecía muy bien: necesitaba vender. Pero ni muerto iba a permitir que saliera de allí con la preciosa guitarra de doce cuerdas que había considerado suya desde el instante en que se la había colgado del hombro y había tocado el primer acorde.
Agarró a propósito la que estaba justo encima y ya la había descolgado cuando Ira le corrigió:
—No, la que está justo detrás de ti. La azul metalizada —dijo como si fuera una orden. Como si Tommy no tuviera más remedio que obedecer cada uno de sus caprichos.
Era humillante. Degradante. Y Tommy sintió aún más rencor por él del que ya sentía.
—No está en venta.
Intentó enseñarle otra, pero Ira no se dejó engañar.
Sus ojos de color azul marino, del mismo tono que los de Tommy, se entornaron al mismo tiempo que su mandíbula se endurecía, como le pasaba a él cuando ensayaba un tema que le costaba tocar.
—Todo está en venta. —Observó a Tommy con una intensidad que le hizo estremecerse—. Solo es cuestión de negociar el precio.
—Puede que sí, tío.
¿Tío? ¿Había llamado «tío» a Ira Redman? Antes de que le diera tiempo a pensar en ello, se apresuró a añadir:
—Pero esa es mía y va seguir siéndolo.
Ira fijó en él su mirada de acero.
—Es una lástima. Aun así, ¿te importa que le eche un vistazo?
Tommy dudó, lo cual era absurdo, dado que era poco probable que fuera a robar la guitarra. Y sin embargo le costó un ímprobo esfuerzo pasársela y quedarse allí parado, viendo cómo la sostenía entre las manos como si esperara que su peso le revelara alguna información importante. Cuando se la colgó sobre el pecho y adoptó una pose ridícula de seudoastro del rock, riéndose al mismo tiempo con una carcajada cómplice, como si compartieran los dos una broma privada, Tommy tuvo que contener las ganas de vomitar.
Ver a Ira manoseando su guitarra soñada le hizo sudar hasta empapar su camiseta de Jimmy Page. Y su manera de levantarla y de fingir que la inspeccionaba minuciosamente cuando saltaba a la vista que no tenía ni idea de qué buscar dejaba claro que estaba representando un papel.
Pero ¿con qué fin?
¿Era así como se divertía la gente rica?
—Es una pieza preciosa. —Se la devolvió a Tommy, que, aliviado por verla a salvo de sus garras, volvió a apoyarla contra la pared—. Entiendo que quieras conservarla. Aunque no estoy seguro de que sea tuya.
Tommy se puso tenso.
—Tu forma de manejarla… —Ira puso las dos manos sobre el mostrador, separó sus dedos de uñas impecables y su reloj de oro brilló como una broma cruel, como si dijera: «Esta es la vida que podrías haber tenido, una vida de privilegios y riquezas en la que podrías acosar a aspirantes a estrellas del rock y mearte en sus sueños solo por diversión»—. La tratas con demasiada veneración para que sea tuya. No te sientes cómodo con ella. Es algo ajeno, no forma parte de ti.