Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Los colores del cielo
Título original: The Color of our Sky
© 2017, Amita Trasi
© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductor: Carlos Ramos Malavé
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Mario Arturo
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock
I.S.B.N.: 978-84-9139-096-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Nota de la autora
Agradecimientos
Glosario
Sobre la autora
En recuerdo de mi difunto padre;
para Sameer, mi extraordinario marido;
y, por último, aunque no menos importante,
para chicas como Mukta. Ojalá encontréis siempre
un amigo que os ayude a salir de la oscuridad.
El recuerdo de aquel momento me golpeó con la fuerza de una ola en el océano –atrayéndome hacia él–, el olor agrio de la oscuridad y aquellos sollozos que emergían como el eco en un pozo sin fondo. Había intentado alejarme de allí durante tanto tiempo que había olvidado que los lugares también pueden tener recuerdos. Me hallaba en el pasillo en penumbra frente al hogar de mi niñez e intentaba abrir la puerta. Me temblaba la mano y las llaves cayeron al suelo. Aquello estaba resultando ser más difícil de lo que había imaginado. «Toma aliento y encontrarás el valor», solía decirme mi padre cuando era pequeña. Ahora, a mis veintitantos años, allí estaba, de pie frente a aquella puerta cerrada, como si volviera a ser una niña.
Recogí las llaves y volví a intentarlo. La puerta crujió cuando logré abrirla. El apartamento estaba a oscuras. Fuera sonaban los truenos y la lluvia golpeaba los tejados. Un rayo de sol iluminaba los muebles que habían acumulado polvo durante los años. Y yo me quedé allí, en aquella habitación sin luz, contemplando las telarañas que poblaban los rincones de la que otrora fuera mi casa. Encendí las luces y retiré el polvo de mi escritorio con la mano. «No es más que un apartamento», me dije a mí misma. Pero allí había muchas cosas de mi infancia: mi escritorio, junto al que se sentaba mi padre para enseñarme a escribir, y el sofá donde veíamos la televisión en familia.
En mi dormitorio la cama estaba cubierta, justo como la había dejado. Oía nuestras risas, captaba los olores de mi infancia –la comida que Aai solía preparar para alimentarme–, el aroma floral del azafrán en el pulao, el dal perfumado con cúrcuma, las rasgullas dulces. Ya no había ninguno de esos olores, claro. Lo único que quedaba era el olor a humedad del espacio cerrado y de los secretos enterrados.
Se levantó una nube de polvo cuando abrí las cortinas. Fuera, la lluvia caía con suavidad y las hojas recogían las gotas. La escena seguía siendo igual a cuando mi padre y yo nos mudamos a Los Ángeles once años atrás: el ir y venir del tráfico, el claxon de los rickshaws y los coches, el ladrido lejano de los perros callejeros, los inmensos suburbios en la distancia. Allí de pie, con las maletas en la puerta, entendí por qué mi padre nunca intentó vender o alquilar aquel apartamento. Tras vivir en Estados Unidos durante once años, esperaba regresar algún día para buscar a Mukta. Al fin y al cabo, allí fue donde la secuestraron.
Se dice que el tiempo lo cura todo. No creo que eso sea cierto. A medida que han pasado los años, he comprobado con asombro que las cosas más sencillas pueden recordarte momentos terribles, o que el momento que intentas olvidar por todos los medios se convierte en tu recuerdo más nítido.
Salí del apartamento aquel día decidida a encontrar respuestas. Los taxistas hacían cola, esperando, rezando, rogándote que te subieras en su taxi. Había algo que jamás olvidaría de aquella ciudad. Lo veía en todas partes, lo olía, lo oía: los sueños en las caras de la gente, el olor del sudor y de la mugre, el sonido del caos transportado por el aire. Allí fue donde ocurrió, allí fue donde las paredes saltaron por los aires, los vehículos volaron, los trozos de cristal segaron vidas y nuestros seres queridos se convirtieron en recuerdos. Allí de pie me vino a la mente una imagen de Aai, esperándome en algún lugar, con sus ojos pintados y llorosos. Después se produjeran las explosiones y se la llevaron.
—Señora, la llevo donde quieres ir —me gritó un taxista.
—No, aquí, aquí… —agregó otro.
Señalé a uno de ellos con la cabeza e inmediatamente se puso al volante. Comenzaba a lloviznar cuando me monté. La lluvia caía suavemente a nuestro alrededor.
—Lléveme a la comisaría de policía de Dadar —le dije.
—Señora, vienes del extranjero, ¿no? Lo sé por tu manera que hablas. Te llevo a mejores hoteles de Mumbai. Será…
—Lléveme a la comisaría de policía —repetí con severidad.
El conductor no volvió a hablar en todo el trayecto, se limitó a tararear discretamente la melodía de la música de Bollywood que salía por los altavoces de su taxi. Fuera veía a los habitantes de los suburbios y a los niños callejeros rebuscando en la basura. El calor resultaba sofocante pese a la llovizna y el viento olía a humo, a curry y a desagües. La gente seguía caminando peligrosamente cerca del tráfico, los rickshaws pasaban a toda velocidad y los mendigos golpeaban la ventanilla del taxi pidiendo dinero. Las aceras todavía albergaban a muchos de los pobres que vivían en tiendas de campaña improvisadas, las mujeres regateaban con los vendedores de los bazares y los hombres perdían el tiempo mirando en las esquinas. Tras ellos, los pósteres de Bollywood de las paredes anunciaban las últimas películas.
Cuando era pequeña, mi padre me llevó a dar un paseo por esas mismas calles. En una ocasión acompañé a Aai a los bazares y regateé con los tenderos junto a ella. Y hubo una vez en la que me senté en el asiento trasero de un taxi con Mukta a mi lado cuando mi padre nos llevó a la biblioteca asiática. Recuerdo haberle enseñado emocionada el mar, el jardín, mi mundo. Cuántas veces me había acompañado al colegio, cargando con mi mochila, o se había sentado conmigo en un banco del parque para tomar golas heladas. Ahora, sentada en el asiento trasero de aquel taxi, me ardía el estómago. Aquellos momentos me paralizaban; me costaba respirar, como si el delito que había cometido estuviera estrangulándome poco a poco. Acerqué la cara a la ventanilla abierta y me obligué a respirar.
—Aquí estamos, señora. La comisaría —anunció el taxista mientras frenaba.
Llovía con fuerza cuando el taxi se detuvo y los limpiaparabrisas bailaban a toda velocidad contra el cristal. Metí el pie en un charco al bajarme del vehículo y noté que la lluvia golpeaba mi paraguas. Pagué al taxista. A lo lejos, junto a los cubos de basura, unos niños con chubasquero se salpicaban los unos a los otros entre risas.
En la comisaría, encontré sitio en el banco del rincón y me senté con el bolso en el regazo. Once años atrás, mi padre y yo nos habíamos sentado en un banco así en esa misma comisaría, habíamos esperado durante horas para comprender qué nos había sucedido, intentando encontrarle sentido a todo. Ahora, allí sentada, atrapada entre desconocidos que esperaban su turno, deseé que mi padre estuviera sentado a mi lado. En cierto modo, seguía llevándolo conmigo –sus restos–: sus cenizas, guardadas en una urna dentro del bolso. Las había llevado hasta allí para esparcirlas en el río Ganges, algo que tenía que hacer, algo que figuraba en sus últimas voluntades.
Había un agente sentado a una mesa cercana, con la cabeza oculta tras una montaña de papeles; había otro sentado detrás a otra mesa, escuchando quejas y archivándolas mientras otro leía el periódico en una silla a pocos metros de distancia. Un chaiwalla pasó frente a nosotros con masala chai y fue dejando los vasos con líquido marrón sobre cada mesa. Fuera las sirenas de policía taladraron el aire y los agentes entraron con dos hombres esposados.
La mujer que tenía delante sollozaba y le rogaba al agente que encontrara a su hijo desaparecido. Él bostezó, garabateó algo en el registro y la ahuyentó. Cuando llegó mi turno, me senté frente a él. Se frotó los ojos.
—¿Qué quiere denunciar? —preguntó con hastío.
—Quiero hablar con el inspector jefe.
Apartó la mirada del registro y entornó los párpados.
—¿Sobre qué, señora?
El tablón de madera situado detrás de él tenía una gráfica con el número de asesinatos y secuestros de aquel año y los casos que habían resuelto.
—Sobre un secuestro que tuvo lugar hace once años. Una niña fue secuestrada. Mi padre puso una denuncia entonces.
—¿Once años? —El agente arqueó las cejas—. ¿Y quiere buscarla ahora?
Asentí.
Él me miró con curiosidad y suspiró.
—De acuerdo. Espere —dijo, se acercó a una puerta cerrada y llamó con los nudillos. Un inspector abrió la puerta; el agente me señaló con la mano y susurró algo. El inspector me miró y después se dirigió hacia mí.
—Inspector Pravin Godbole —dijo, me estrechó la mano y se presentó como inspector jefe de la comisaría.
—Quería… estoy… buscando a una niña que fue secuestrada. Por favor, tiene que ayudarme. Acabo de llegar de Estados Unidos después de un largo vuelo.
—Deme unos minutos, por favor. Tengo a una persona en mi despacho. Después repasaremos su caso.
El agente tardó un par de horas en llevarme al despacho del inspector. Entretanto me comí un sándwich que llevaba en el bolso y vi como el agente archivaba algunas denuncias más. La gente entraba, esperaba junto a mí y se marchaba después de que el agente hubiera tomado nota de su denuncia. El chaiwalla me ofreció un vaso de té chai y yo lo bebí agradecida. No me importaba esperar. Sentía alivio, aunque fuera solo por un momento, sabiendo que al fin podría hablar con alguien –alguien lo suficientemente importante en aquella comisaría como para poder ayudarme–.
El inspector Godbole tenía unos ojos inteligentes que confiaba en que pudieran ver lo que otros habían sido incapaces de ver. Me pidió que tomara asiento. Sobre la mesa descansaba su gorra con el emblema Satyamev Jayate, «Solo triunfa la verdad».
—¿Qué puedo hacer por usted?
Me presenté y tomé asiento, abrí la cartera y saqué la fotografía. Qué jóvenes parecíamos entonces –Mukta y yo– frente a la biblioteca asiática. Me la quitó y se quedó observándola.
—Estoy buscándola, a la chica de la foto —dije.
—¿A cuál? —preguntó él contemplando la fotografía con los párpados entornados.
—La de la derecha soy yo. La otra. Fue secuestrada hace once años.
Él enarcó las cejas.
—¿Once años?
—Mmm… sí. Fue secuestrada en nuestra casa poco después de la explosión de las bombas en 1993. Yo estaba en la habitación con ella cuando sucedió.
—¿Así que vio al secuestrador?
Me quedé callada durante unos segundos.
—No… en realidad no —mentí.
El inspector asintió con la cabeza.
—Se llamaba… se llama Mukta. Era una niña… una huérfana que acogieron mis padres —le expliqué—. Mi padre era un buen hombre. Trabajaba con diferentes ONG y orfanatos en su tiempo libre para buscarles un hogar a los niños abandonados. A veces los llevaba a nuestro apartamento. Rescataba a niños de la calle o a niños pobres de los pueblos –uno o dos cada vez– y dejaba que se quedaran en nuestra casa. Dormían en la cocina, comían la comida que preparaba Aai y, a los pocos días, mi padre les encontraba sitio en algún orfanato. Aprovechaba cualquier oportunidad que tuviera. Con Mukta… se esforzó mucho. Le ocurrió algo en su pueblo. Estuvo mucho tiempo sin hablar. Se…
—Entiendo, entiendo —me interrumpió—. Trataremos de encontrarla.
Quería decirle que, al contrario que otros niños que habían vivido con nosotros durante una o dos semanas, Mukta estuvo en nuestra casa cinco años. Y que era una buena amiga. Quería decirle que le gustaba leer poemas y le daba miedo la lluvia… y que deseábamos crecer juntas.
—¿Señorita Tara?
—Mi… mi padre denunció entonces el secuestro.
El inspector tomó aliento, se rascó la barba incipiente de la barbilla, se acercó la foto a la cara y se quedó mirándola. La fotografía estaba gastada y arrugada por el paso de los años, como un recuerdo valioso congelado en el tiempo, ambas sonriendo a la cámara.
—Señorita Tara, esto sucedió hace mucho tiempo. Ella ya… será mayor. Y no tenemos una foto reciente. Será muy difícil buscar a alguien sin una fotografía actual. Pero déjeme echar un vistazo a su informe. Tendré que ponerme en contacto con la oficina de personas desaparecidas. ¿Por qué buscar a una niña pobre de pueblo después de todos estos años? ¿Robó algo valioso de su casa? ¿Alguna herencia familiar o algo así?
—No. No… es que… mi padre trabajaba mucho para darles un hogar a los demás niños. Supongo que pensaba que Mukta fue la única que se le escapó… alguien a quien no pudo proteger. Nunca se perdonó a sí mismo por ello. En su momento la policía nos dijo que la habían buscado. Mi padre me dijo que estaba muerta. Quizá se lo dijo a él algún inspector de policía. No lo sé. Mi padre me llevó a Estados Unidos después de eso. Yo no… no sabía que estuviera viva. Encontré unos documentos en su cajón después de que él muriera. Había estado buscándola durante mucho tiempo. Y, durante todo ese tiempo, yo pensaba que estaba muerta. Él habría querido que yo la buscara.
—Nadie busca a los niños que han desaparecido, señorita. Mire a todos los niños que viven en los suburbios, no hay nadie que cuide bien de ellos y mucho menos que se preocupe por lo que les pasa si desaparecen.
Lo miré sin decir nada. En los últimos once años no había habido un solo momento en el que no deseara regresar a aquella noche de verano, a aquel instante en el que podría haber hecho algo para impedirlo. Yo sabía quién era el secuestrador; siempre lo había sabido. Al fin y al cabo yo lo había planeado, pero eso no se lo dije al inspector, no podía. Entonces tendría que revelar muchas más cosas. En cualquier caso, no quería concentrarme en por qué lo hice ni en quién era el secuestrador; lo único que deseaba hacer ahora era buscar a Mukta.
El inspector se pasó la fotografía entre los dedos y suspiró.
—Deme unos días. Revisaré los archivos. Ahora estamos desbordados con muchos casos. Puede darle todos los detalles al agente. —Lo señaló con la mano y le pidió que me acompañara fuera.
—Muchas gracias —dije mientras me levantaba.
Al llegar a la puerta me volví de nuevo hacia él.
—Sería fantástico que pudiera ayudarme a encontrarla. —Él levantó la cabeza un instante y asintió levemente antes de volver a su trabajo. El agente tardó unos minutos en anotar todos los detalles.
Abandoné la comisaría y me quedé en la entrada mirando los coches de policía aparcados fuera, a los agentes que llevaban informes, a la gente que esperaba con impaciencia, y de pronto me pareció inútil haber ido hasta allí, haberles pedido ayuda a ellos. Ni siquiera me habían hecho las preguntas adecuadas: ¿Recordaba el día en el que sucedió? ¿Qué eran los sonidos que oí antes de darme cuenta de lo que estaba pasando? ¿La hora exacta que marcaba el reloj del dormitorio? ¿Por qué el secuestrador no me secuestró a mí en su lugar? ¿Por qué no grité? ¿Por qué no desperté a mi padre, que dormía en la habitación de al lado? Si me hubieran hecho esas preguntas, temía que la verdad habría salido sin poder evitarlo.
Encendí un cigarrillo, di un par de caladas y dejé que el humo se me metiera por la nariz. Las dos agentes de policía que había en la entrada me miraron con odio. Yo sonreí para mis adentros. Allí no muchas mujeres fumaban. Mi primer cigarrillo me lo fumé en Estados Unidos con Brian cuando tenía dieciocho años. Brian, mi prometido, había sido en otro tiempo el amor de mi vida y yo lo había dejado convenientemente en Los Ángeles. Si las cosas no hubieran cambiado, Brian y yo estaríamos ahora tumbados perezosamente en una playa, contemplando el vaivén de las olas. Pero se había acabado. Suspiré al fijarme en que no llevaba anillo en el dedo, tiré la colilla del cigarrillo al suelo y la aplasté con el pie.
Una brisa fría y húmeda me golpeó al salir a la calle ruidosa. Una niña de seis años con ropa harapienta se me acercó, ajena a sus pies ensangrentados y sucios, extendió la palma de la mano y me miró suplicante. Yo miré aquellos ojos esperanzados durante un segundo. Ella me mantuvo la mirada. Un grupo de niños mendigos me miraba con curiosidad desde la distancia. Saqué del bolso un puñado de billetes de rupias y se los entregué. En cuestión de segundos todos los mendigos me rodearon y empezaron a pedirme dinero. Les repartí algunos billetes y vi que gritaban de alegría al alejarse.
—¿Hay algún restaurante por aquí cerca? —le pregunté a uno de ellos. Él sonrió; sus dientes blancos resaltaban sobre la oscuridad de su piel.
—Allí, señorita, el mejor masala chai… zhakas muy buenos —dijo antes de despedirse con la mano.
El restaurante no estaba muy concurrido a esa hora del día. Dejé el bolso en una silla y pedí un sándwich y un té. Unos niños de entre diez y doce años limpiaban las mesas. Las superficies húmedas estaban plagadas de moscas. Un camarero me trajo un vaso de chai. Fuera el cielo empezaba a despejarse y las nubes daban paso al azul claro. Al poco de llegar Mukta, con frecuencia me la encontraba sentada en nuestro lóbrego almacén, a oscuras, mirando por la ventana y contemplando las estrellas en el cielo como si buscara algo en ellas. Recuerdo una noche en la que mis padres estaban durmiendo y yo me había acercado a su habitación de puntillas y la había encontrado mirando al cielo. Ella se dio la vuelta, sorprendida al verme aparecer en la oscuridad.
—¿Qué buscas en el cielo? —le había preguntado yo.
—Mira —respondió señalando al cielo—. Puedes verlo tú misma.
Entré en la habitación, me senté a su lado y contemplé las estrellas, que resplandecían como diamantes en el cielo nocturno.
—Amma solía decir que, cuando morimos, nos convertimos en estrellas. Decía que cuando ella muriera se convertiría en estrella y me vigilaría desde el cielo. Pero, mira, hay muchísimas. No sé cuál de ellas es Amma. Probablemente, si me esfuerzo lo suficiente, podré verla. Puede que me envíe una señal. ¿Tú no lo crees?
Me encogí de hombros.
—No sé. Si tú te lo crees, puede que sea cierto.
—Claro que es cierto —me susurró ella—. Solo hay que mirar con atención.
Nos quedamos allí sentadas durante algún tiempo, contemplando las estrellas en el cielo sin nubes.
Me quedé con ella hasta tarde aquella noche y muchas otras noches después de esa. Durante muchas noches a lo largo de los años nos sentábamos bajo la luz de la luna en aquella habitación oscura y sucia y hablábamos de nuestra vida. Se convirtió en nuestra manera de escapar del mundo. Fue Mukta la que me enseñó que el cielo era como un escenario donde las nubes representaban personajes, adquirían formas diversas y se acercaban las unas a las otras. El cielo nos contaba más historias de las que jamás podríamos leer, más de las que nos permitía nuestra imaginación.
Somos como las flores de Datura que se abren por la noche –embriagadoras–, florecen al anochecer y se marchitan al amanecer. Es algo que mi abuela, Sakubai, solía decirme cuando era pequeña. Entonces me parecía algo muy poético. Me gustaba escucharlo e incluso me reía sin comprender su significado. Es lo primero que me viene a la mente cuando la gente me pregunta por mi vida.
Durante mucho tiempo no supe que era la hija de una prostituta, que nací en una comunidad que seguía la tradición sagrada de entregar a sus hijas a la diosa Yellamma. Cuando los británicos gobernaban nuestro país, según me contaba Sakubai, los reyes y los zamindares eran nuestros clientes y nos mantenían con su dinero. La gente solía venerarnos como si fuéramos sacerdotes. Bailábamos en los templos, cantábamos oraciones y los aldeanos buscaban nuestra bendición para las ocasiones importantes. La tradición es igual hoy en día. Salvo que entonces los clientes nos poseían y nos mantenían, pero ahora no hay reyes y muy pocos hombres de las castas superiores dispuestos a mantenernos. Las niñas de castas inferiores se casan a los ocho años con la diosa en una ceremonia de compromiso. En este pequeño pueblo del sur de la India también nos llaman devdasis, sirvientas de Dios.
Descendiente de una larga estirpe de devdasis, yo estaba destinada a convertirme en una algún día. Pero de niña eso no lo sabía. No sabía que mi cuerpo no me pertenecía. A veces me olvido de que una vez fui niña, de que a mis ojos todo era ingenuo y tonto. Huele como un sueño, esas mañanas tranquilas en las que me despertaba en el pueblo y lo único que veía era el cielo despejado y la luz del sol, unos rayos tan gruesos que pensaba que la vida no podía ofrecerme nada más. Nuestro pueblo tenía muchas granjas llenas de arroz, maíz y mijo. Había vegetación en cada rincón del pueblo. A cada soplo de brisa que acariciaba mis mejillas, Amma decía que eran las manos de Dios, que me acariciaban. Me decía que Dios vigilaba todos mis movimientos. Yo me lo creía entonces y temía que Dios fuese a castigarme cada vez que arrancaba mangos de los árboles que no nos pertenecían. Llevaba una vida muy diferente de niña, cuando todavía no sabía lo que me esperaba.
Mi Amma era una mujer muy guapa. Una vez le dije que su piel clara del color de la miel era como el oro deslumbrante y que el blanco de sus ojos brillaba como diamantes incrustados en ese oro, y ella se rio. Yo no me parecía en nada a ella. Sakubai decía que yo era demasiado rubia para una casta inferior y estaba claro que había heredado mi aspecto y mis ojos verdes de mi padre, que era un brahmán de casta superior.
Cuando pienso en aquella época, pienso en los ojos marrones de mi Amma y en las historias que me contaba y las canciones que me cantaba. Sus ojos transmitían todas las emociones de la historia, se movían al ritmo de la música de su voz. Me cantaba con aquella voz suave y melódica. Todavía la oigo a veces.
El viento vuela por el bosque,
Por las montañas y sobre el mar,
Y yo lo oigo con claridad,
Porque me susurra al oído,
Me habla de reinos y reyes valientes.
De bellas princesas y apuestos caballeros.
¡Oh! El viento me habla.
Cuando la escuchaba, mis pensamientos se dejaban llevar por el viento, cruzaban el pueblo, recorrían las montañas, esquivaban las rocas, acariciaban las hojas de los árboles, volaban con los pájaros y llegaban hasta la ciudad en la que vivía mi padre. Y me preguntaba qué estaría haciendo mi padre en ese preciso instante. ¿Estaría mirando por la ventana buscando mi cara, cruzando la calle pensando en mí, o iría de camino al pueblo para conocerme?
Yo nunca conocí a mi padre. Lo poco que sabía de él era a través de Sakubai. Amma nunca hablaba mucho de él. Cuando lo hacía, su rostro adquiría una expresión ausente y anhelante, era el brillo del amor. A veces, cuando Amma me llevaba al pueblo, yo veía a las familias que compraban en el bazar y sabía que en la nuestra faltaba algo. Había niñas como yo que iban de la mano de su padre, o sentadas sobre sus hombros. Parecían felices y protegidas. Amma me decía que los padres hacían cualquier cosa para proteger a sus hijas. Era algo que decía que a mí me faltaba; algo que sabía que al final me sucedería. ¡Solo teníamos que esperar! Jamás le pregunté a Amma dónde estaba mi padre ni quién era, aunque ansiaba preguntárselo. Siempre me daba miedo decir algo que le recordara a él y, a veces, cuando sí le preguntaba, sus ojos adquirían una mirada lejana y devastada. Así que dejaba que siguiese con sus historias y jamás la interrumpía para preguntarle si mi padre deseaba conocerme. Me decía a mí misma que sería mejor esperar.
Vivía con Amma y con Sakubai en una casa situada a las afueras de nuestro pequeño pueblo, Ganipur, en las colinas de las Sahyadri, cerca de la frontera de Maharashtra y Karnataka. Era una casa muy antigua que le había construido a Sakubai muchos años atrás el zamindar dueño del terreno, que por entonces era cliente suyo. No era una casa muy grande, tenía solo dos habitaciones. Una de las habitaciones pertenecía a Sakubai y la otra era donde dormíamos por la noche Amma y yo. En un rincón de nuestra habitación había una cocina, un pequeño espacio con paredes ennegrecidas donde avivábamos la estufa. La casa estaba vallada, pero la verja de madera del jardín de atrás se había podrido y caído mucho antes de que yo llegara. Ahora el jardín no era más que un espacio abierto y vacío.
Una vez Sakubai abrió un viejo baúl y sacó una fotografía gastada en blanco y negro donde aparecía una casa muy diferente, una que no tenía nada que ver con la que habitábamos nosotras. Cuando me la mostró, contemplé con la boca abierta la casa de la fotografía y me negué a creer que fuese la nuestra.
—Esa casa no es esta —dije con testarudez.
—Sí que lo es —insistió Sakubai. Miró por la ventana como si observara un mundo diferente y yo seguí la dirección de su mirada.
—Ahí —dijo— es donde estaba el jardín. ¿Ves las rosas que hay junto a la puerta y esas franjas de flores blancas a un lado de esta verja?
Miré, pero no vi nada. Nada era tan bonito como la casa de la fotografía. Sakubai me dijo que esa casa –la casa de la fotografía– tenía un tejado precioso de tejas rojas y las paredes pintadas en color crema. Cuando me dijo aquello, me imaginé que la pintura estaba tan fresca que casi podía olerla. La casa en la que vivíamos ahora… tenía el tejado roto y con goteras, y el color de las paredes estaba gastado. Cada vez que miraba la casa desde lejos, veía las enredaderas que trepaban por las paredes hasta el tejado; las grietas de la pared parecían un cuadro que viniera con la casa.
Por alguna razón, siempre me pareció que la casa en la que vivíamos era muy triste. No sé por qué nunca pude ver esa casa como la veía Sakubai, como aparecía en la fotografía. La ventana que daba a la entrada estaba rota y descolgada de un lado como si fuera una flor marchita, casi como una cara triste. Y, cuando llovía, teníamos que poner un cubo debajo del tejado. De niña veía las gotas de lluvia caer como lágrimas en aquel cubo y me imaginaba que el tejado estaba llorando. Y me parecía que era lógico, porque nadie lo cuidaba en condiciones.
Me daba cuenta de que Sakubai siempre se ponía triste cuando hablaba de nuestra casa.
—Me dejó por las devdasis más jóvenes —dijo una vez entre suspiros. Cuando la miré a los ojos, agachó la cabeza y se secó las lágrimas con el pallu de su sari. Amma me explicó que nuestra casa destartalada le recordaba al amor que había tenido en otra época, un amor que se había marchitado.
Los días en que yo lo veía de ese modo, también me ponía triste.
Nunca le dije a Amma que las noches eran la parte que más odiaba del día. Cada noche las sombras se acercaban a nuestra puerta –hombres de casta superior, con frecuencia uno distinto cada noche– y le ofrecían a mi madre una bolsa de grano o algo de ropa. Algunos le llevaban dulces o pequeños cuencos o una bolsa de cocos. Yo me preguntaba si alguno de esos hombres vería alguna vez a Amma como ella deseaba que la vieran. Estaban demasiado borrachos para darse cuenta de que se había dejado el pelo suelto, de que llevaba una pulsera de flores de jazmín en la muñeca, o de que la fragancia de nuestra casa se debía a las flores de loto que ella había extendido por el suelo.
En esas ocasiones, Sakubai desaparecía durante la noche. Me decía que iba al pueblo a visitar a una amiga y que no podía ir con ella. No se me permitía entrar en la casa. Tenía que sentarme en el jardín, en un frío bloque de hormigón que se convertía en mi cama esa noche. Allí cenaba y allí dormía. Era un ritual que nunca cuestioné. No conocía nada mejor. Pero allí sentada, mirando la luna, que estaba tan sola como yo, a veces advertía un dolor que se me colaba en el corazón. Por la mañana debía entrar en casa solo cuando Amma me daba permiso, solo después de que se marchara el hombre. Pero un día, llevada por la curiosidad, abrí la puerta de atrás y me quedé en silencio en el umbral. Desde allí veía la habitación: la cama revuelta, el olor a perfume mezclado con alcohol, las flores de jazmín desperdigadas por el suelo. También vi los pies y los tobillos peludos de un hombre enredados con los de Amma. No sabía qué pensar o qué sentir. Estaba como anestesiada. Me di la vuelta y me marché. Me quedé sentada en el jardín, esperando a que Amma me dejara entrar. Cuando Amma golpeó la puerta trasera con los nudillos, como de costumbre, la abrió y me llamó, yo corrí hacia ella. Me estrechó entre sus brazos, me dio un beso y se disculpó por la noche que había tenido que pasar. Generalmente eso habría sido suficiente. En un minuto mi dolor desaparecía; cualquier rabia o cualquier pregunta que pudiera tener se esfumaban. Pero aquel día las preguntas se quedaron y no tuve el valor de hacérselas a Amma. Así que decidí que Sakubai tendría que respondérmelas.
Aquella noche, Amma estaba batiendo mantequilla en el jardín; las palas dentro del contenedor de madera batían la nata con fuerza y el sonido de la agitación en aquel aparato se parecía al mío. Sakubai estaba en su habitación, tocando la tanpura y cantando una canción al Señor:
El cielo nocturno está en silencio,
Incluso mientras el mundo duerme,
Mi señor, mi Parameshwara
Tu voz nos llega,
Ven a nosotros, a nuestro humilde hogar.
Fui de puntillas hasta su habitación y esperé fuera. Había días en los que la música resonaba por toda la casa, como si el lugar tuviera corazón, y mis oídos se llenaban de las melodías, mi cuerpo vibraba al ritmo de la música. Pero aquel día me quedé de pie solemnemente, esperando a que terminara.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó Sakubai mientras dejaba la tanpura a un lado. No era una pregunta fácil de hacer, pero sabía que tenía que soltarla cuanto antes.
—¿Por qué vienen esos hombres a visitar a Amma? ¿Alguno de ellos es mi padre? —pregunté suavemente, tanto que sonó como un susurro.
—Ah —respondió Sakubai—. Ya es hora de que lo sepas.
Me hizo un gesto para que me sentara junto a ella sobre el camastro. Parecía extrañamente emocionada por mi pregunta. Se le iluminaron los ojos como cuando cotilleaba con Amma y se llevó un dedo a los labios, como si fuese a revelar algún secreto.
—Te contaré lo que Amma no quiere contarte. Verás, nosotras somos de esas mujeres cuyas bisabuelas juraron entregar a la diosa Yellamma a todas las hijas nacidas en esta familia. Tras la ceremonia de compromiso de tu Amma, empezaron a venir los hombres. Eso es lo que sucede. En la actualidad solo hay una ceremonia y las ceremonias son más cortas, pero, en mi época, había dos ceremonias. Para mi ceremonia de compromiso, tuve que bañarme en tres estanques sagrados y después mi madre y los ancianos del pueblo me llevaron a conocer al sumo sacerdote. Esa era la ceremonia principal. Entonces tenía ocho años. El sacerdote cantó oraciones y me habló de mis deberes para con la diosa y el pueblo.
—¿Qué deberes? —pregunté yo.
—No me interrumpas. Luego está la segunda ceremonia, la Uditumbuvadu. Tenía doce o trece años cuando realicé esa ceremonia. ¡Oh! Resplandecía como una novia con un sari rojo y durante horas el sacerdote cantó mantras y me lanzó arroz por encima de la cabeza. Después de eso… —Dejó escapar un profundo suspiro—. La vida fue distinta después de eso…
No entendía qué tenía que ver aquello con los hombres que visitaban a Amma ni por qué Sakubai no respondía a mis preguntas sobre mi padre. Pensaba que tal vez no me hubiera oído bien y debería repetirle la pregunta, pero estaba tan absorta en el relato de su historia que no la interrumpí.
—… Tenía que bañarme todos los días a primera hora de la mañana e irme al templo, donde el sacerdote realizaba una puja para adorar por la mañana a la diosa Yellamma. Yo barría las instalaciones del templo. Algunos días las devdasis mayores me enseñaban canciones de alabanza a Yellamma. Fueron ellas las que me enseñaron a tocar la tanpura y a realizar el baile del sadhir que se hace en el templo como ofrenda a la diosa. Algunos días íbamos de casa en casa pidiendo. Pero un día el zamindar me vio en el templo, dijo que quería hacerme feliz, incluso me construyó esta casa. La vida era hermosa entonces, cuando el…
—¿Por qué no le cuentas que tu vida era hermosa y aun así metiste a tu hija en el negocio?
Era la voz de Amma. Había entrado desde el jardín y ahora estaba de pie frente a nosotras, con una mano en la cadera. Sus largos pendientes se agitaban mientras hablaba.
—Y, ya de paso, ¿por qué no le cuentas a tu nieta que no se parece en nada a una boda? ¿Boda, lo llamas? ¿Y dónde está el novio?
—No debes hablar de ese modo —dijo Sakubai llevándose las manos a las orejas—. Enfadarás a la deidad. Tendremos que vivir con su maldición si insultas nuestra tradición. Lo decidieron por nosotras el día que nacimos.
—¿Qué tradición? ¿Qué se decidió? ¿Que íbamos a acostarnos con hombres en nombre de Dios, que somos sirvientas de Dios, pero esposas del pueblo entero?
—El padre de Mukta te ha sorbido el seso, a juzgar por tus pensamientos pecaminosos. ¿No te das cuenta? Somos nitya sumangali –libres del mal de la viudedad– porque nunca nos casamos con un hombre. No lo necesitamos. Tenemos el privilegio de casarnos con la diosa. Estás loca por esperarlo durante todos estos años. ¿Crees que regresará al pueblo y te aceptará después de haberte abandonado cuando estabas embarazada de Mukta? ¡Te ha debido de embrujar o algo! —se lamentó Sakubai con un suspiro.
—No me ha embrujado. Y esto no es ningún privilegio. ¿Esta vida te parece un privilegio? Mira a tu alrededor. ¿En qué mundo vives? Cuando estaba aquí, el padre de Mukta solo me ayudó a ver la verdad. Se supone que no hemos de vivir así.
—¿Ah, no? ¿Y cómo se supone que hemos de vivir entonces? No quiero oír ni una palabra. Quedan un par de años para la ceremonia de compromiso de Mukta. Será mejor que la prepares.
—¿Y qué quieres que le cuente? ¿Que todos los hombres del pueblo nos usan y nos tiran? ¿O quieres que le enseñe que no debe esperar que un hombre la ame, que acabará decepcionada, que no tendrá hijos, que no…?
A Amma se le estaba quebrando la voz al intentar contener las lágrimas. Cuando vi las lágrimas en sus ojos, rompí a llorar también y me maldije por haber hecho esas preguntas tan estúpidas.
—Puedes engañarte todo lo que quieras. Las mujeres de nuestra comunidad no saben quiénes son sus padres. No se merecen un padre. ¿Qué te hace pensar que Mukta lo merece? —preguntó Sakubai haciendo un gesto con la mano para que Amma se marchara.
Esas palabras se me quedaron grabadas. Ni siquiera cuando Amma me gritaba o me pegaba por haberme portado mal el dolor era tan horrible como en aquel momento. Salí corriendo y me senté en el jardín a contemplar la noche mientras iba cayendo la oscuridad. Fuera se estaba bien, lejos del ruido de esa casa. No había nadie con quien hablar, así que miré al cielo; la luna llena brillaba con fuerza, como si me sonriera. Hablé con ella y le dije que pensaba que me merecía un padre, que si ella pensaba lo mismo, debería llevarle mi oración a Dios y enviar a mi padre a buscarme. Pensaba que algún día la luna se cansaría de escucharme, de protegerme, y me ofrecería una solución para aliviar mi confusión.
En mi pueblo, cuando no sabía todavía cómo sería mi vida, lo único que hacía era deambular por el terreno rocoso de las Sahyadris. No tenía ninguna amiga. Los aldeanos no permitían a sus hijos adentrarse en la comunidad de devdasis de las afueras del pueblo. Antes de que yo naciera, había una enorme comunidad de mujeres en las afueras que eran como nosotras, mujeres destinadas a ser esclavas. Pero hace muchos años se marcharon tras una sequía que afectó a nuestro pueblo. Amma se había negado a marcharse. Así que nuestra casa se quedó aislada en las afueras, igual que yo. Las montañas Sahyadri eran mis únicas amigas. Escalaba las rocas de las montañas como un mono se sube a un árbol. A Amma siempre le daba miedo que me perdiera, me hiciera daño o incluso me atacara algún animal salvaje, pero esos bosques densos eran mi consuelo… los sonidos, el aire fresco. Paseando con el aroma de las flores silvestres, ¿qué podía temer? Por la noche, las luciérnagas iluminaban mi camino y yo corría tras ellas mientras me sacaban de allí.
Todos mis problemas comenzaron la primera vez que Madame vino a vernos. Por entonces yo tenía nueve años. Llegó a nuestra puerta con sus pulseras chocando entre sí, creando su propia música al llamar a nuestra puerta. La acompañaba un hombre fuerte y robusto. Era un día gris. Las gotas de lluvia habían comenzado a caer a primera hora de la mañana y, a medida que avanzaba el día, empezaron los truenos. La tierra de fuera estaba llena de agujeros producidos por la fuerza de la lluvia. Yo estaba mirando por la ventana, disfrutando del dulce aroma de la tierra, cuando llegaron con sus pies embarrados a nuestra casa.
Sakubai llevaba toda la mañana junto a la puerta. Se retorcía los bordes del pallu de su sari como si estuviera ansiosa esperando a alguien. Cuando los vio a través de la ventana, cojeó apresuradamente hacia la puerta. Se le iluminaron los ojos y sus labios dibujaron una sonrisa. Los hizo pasar y los abrazó a ambos. Yo estaba escondida detrás de ella y me asomé un instante. Madame cerró su paraguas y lo dejó al lado de la puerta, después juntó las manos para saludar.
—Namaskar, Sakubai. Han pasado muchos años. ¿Estás bien?
Sakubai asintió. Condujo a Madame a un rincón donde ambas se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas, mirándose. El hombre se quedó de pie en el umbral, apoyado en la puerta. Sus ojos inyectados en sangre deambularon por la habitación y se detuvieron a mirarme. Su cara sin afeitar le daba una apariencia descuidada. Me sonrió mientras se aflojaba el pañuelo que llevaba atado al cuello, luego se acarició el vello del pecho que asomaba entre la camisa a medio abotonar.
—Esta debe de ser Mukta, tu nieta. —Madame ladeó la cabeza para mirarme. Yo me asomé por detrás de Sakubai—. Ven aquí. —Me agarró del brazo e intentó apartarme de Sakubai, pero yo me retorcí y me aferré a su sari.
—No pasa nada. Es nuestra amiga —dijo Sakubai mientras me soltaba la mano de su sari. Me encontré de pie frente a Madame, cuyo sari de color naranja brillante se reflejaba en su piel. Llevaba los labios pintados de un rojo muy intenso, como si rezumaran sangre. Pese al grueso polvo blanco que cubría su cara, sus mejillas rollizas mostraban cicatrices, como si alguien se hubiera tomado la molestia de dibujar en ellas pequeños agujeros.
—¡Mira qué guapa eres! —Me apretó los hombros—. Ojos verdes y piel clara. ¡Sakubai, te ha tocado la lotería!
—Vete dentro, Mukta, y no salgas hasta que yo te llame. —Amma apareció de la nada. Yo me zafé del brazo de Madame y corrí al interior.
Me quedé de pie en la habitación contigua, con la mejilla pegada a la pared, intentando escuchar. De vez en cuando me asomaba desde detrás de la cortina.
—¿Qué es esto? Ni namaskar ni nada. ¿Te has olvidado de quién soy, niña? —le preguntó Madame a Amma.
—No. No me he olvidado en absoluto. ¿Cómo voy a olvidarme? —Amma se cruzó de brazos y la hostilidad de su voz recorrió la estancia.
—Vamos, no tratamos así a nuestros invitados. —Sakubai le tiró del brazo.
—Deberías pensar en enviar a tu hija a Bombay con nosotros; sabes que por eso estoy aquí —le dijo Madame a Amma.
—No pienso enviar a mi hija a ninguna parte. Os ofreceré té y después me gustaría que os fuerais.
Sakubai suspiró, apretó las manos contra sus rodillas, se las masajeó y volvió a suspirar.
—No permitiré que me traten así —le dijo Madame a Sakubai cuando Amma desapareció.
—Ya conoces a mi hija. Tiene mucho temperamento. No sabe lo que dice.
Dentro, Amma preparó el té. Yo la observé mientras servía el líquido marrón en vasitos cortos que tintineaban en su mano al colocarlos sobre una bandeja. Me daba cuenta de que se le había acelerado la respiración y de que parpadeaba con rapidez. Fuera, Sakubai y Madame charlaban como si la grosería de Amma hubiera sido perdonada.
—¿Qué tal va todo por Bombay? —preguntó Sakubai.
El corazón me dio un vuelco. Bombay. Venían de Bombay, el lugar donde vivía mi padre. De pronto, como si me hubiera olvidado de lo que había ocurrido, me entraron ganas de saltar, de salir corriendo y preguntarles si conocían a mi padre. Tenía preguntas, muchas preguntas. ¿Sabían dónde estaba mi padre? ¿Lo habían visto alguna vez? ¿Cómo era esa ciudad, Bombay? Diversos pensamientos se agolpaban en mi mente al mismo tiempo. ¿Habrían ido para llevarme a Bombay? ¿Los habría enviado mi padre a buscarme?
Todo pareció ir bien durante un rato. Amma había servido el té y Madame estaba tomándose el suyo con placer. Sakubai y Madame estaban tan absortas en su conversación que no creo que me vieran escondida tras esa cortina.
—Ven aquí —me llamó Madame.
Miré a Amma y ella me miró como diciendo que me metería en un lío por no hacerle caso.
—¡Ven aquí! —insistió Madame con más fuerza en la voz, casi como una amenaza. Eso me hizo salir de mi escondite y caminar hacia ella.
—¿Qué es lo que deseas? —le preguntó Amma a Madame, deteniéndome a medio camino con las manos en mis hombros.
—¿Que qué deseo yo? —La mujer señaló al hombre, que abandonó el umbral de la puerta, caminó hacia Amma y le sujetó las manos a la espalda. Ella se retorció y le gritó.
—Suéltame —le dijo, y yo me lancé sobre él e intenté atacarlo con golpes que asestaba con manos temblorosas.
nada
—Mmm, eres joven —dijo mientras miraba mi cuerpo desnudo—. ¿Qué te parece? —le preguntó al hombre, que me miró de arriba abajo. Deslizó su mirada lentamente por todo mi cuerpo. Yo sentí la vergüenza en mi interior con la fuerza de una tormenta.
—Me parece que está preparada. Si no, lo estará dentro de un año —respondió mientras me sonreía y me daba una palmadita en la mejilla.
Entonces Madame recogió la blusa y la falda y me vistió con delicadeza, como si no fuera la misma mujer que había sido tan dura conmigo hacía un minuto.
—¿Sabes cuánto dinero puedes ganar si vienes conmigo a Bombay? —me preguntó—. Oh, no llores; mira qué ojos tienes, como esmeraldas. No son bonitos si lloras.
Se acercó a Amma, que seguía atada retorciéndose en el suelo.
—Eres una mujer inteligente por dar a luz a una niña, y además es guapa. Solo la gente de nuestra comunidad se da cuenta de lo importante que es tener una niña para continuar con nuestra tradición, para recibir las bendiciones de la diosa. No puedes escapar a tu destino escondiendo a tu hija.
Cuando ya se iban, Madame se volvió hacia Sakubai.
—Invertiremos nuestro dinero en ella para la ceremonia de compromiso —le dijo.
—Lo que sea que esté escrito en el destino de la chica —respondió Sakubai con resignación. Cuando se marcharon, Sakubai entró cojeando, desató a Amma y le acarició la espalda. Amma le apartó la mano con vehemencia. Yo me fijé en el rastro de lágrimas que habían dejado su marca en sus mejillas. Me tomó en brazos y me dejó llorar allí. Sakubai nos rodeó con sus brazos para intentar consolarnos.
—Los habías llamado tú, ¿verdad, Sakubai? —preguntó Amma.
—Sí. Tú no haces caso. Te quedas parada con la absurda esperanza de que el padre de Mukta regrese. Yo no puedo quedarme de brazos cruzados. Tenemos una tradición que seguir.
—Nunca permitiré que eso suceda —dijo Amma.
—No tienes elección —respondió Sakubai.
Varios días más tarde yo seguía preguntándome si habría sido una pesadilla, si lo ocurrido habría sido producto de mi imaginación. Me habría gustado pensar que sí y que me había despertado de un sueño profundo en el bosque, a la sombra de los árboles y con el sol acariciando mi cara. El aire era cálido y transportaba los ricos aromas del bosque, los sonidos de mi vida antes de aquel día. A decir verdad, no había entendido por qué los desconocidos nos habían tratado tan mal ni por qué Sakubai los había invitado a nuestra casa, pero había empezado a entender el miedo: el corazón se me aceleraba sin razón aparente y sentía en el pecho una presión que nunca se iba; apenas podía respirar en el espacio abierto de mi hermoso bosque.
En nuestra casa se hizo el silencio. Amma y yo mezclábamos las especias mientras cocinábamos. Nuestros ojos habían adquirido una mirada lejana. Temíamos que, si nuestras miradas se cruzaban aunque fuera un segundo, el recuerdo amargo de aquel día nos alcanzaría. Sakubai nos dejaba solas. Generalmente se quedaba en su habitación mirando por la ventana o daba vueltas por la casa sin mirarnos. El silencio invadió nuestras rutinas, permitiendo que nos quedásemos cada una con nuestras pesadillas y con nuestros pensamientos. Nos limitábamos a seguir hacia delante, a fingir que no había ocurrido.
Una mañana oí que me llamaba la dulce voz de Amma.
—Mukta, Mukta, ven aquí, hija mía.
Estaba sentada junto al fuego, con una olla de arroz cociendo a sus espaldas. Me dirigió una sonrisa lenta y cansada y dio una palmada en el suelo para que me sentara a su lado. Me senté, pero me quedé muy quieta, por miedo a que el más leve movimiento por mi parte pudiera alterar lo que parecíamos tener en ese momento. Amma me rodeó las mejillas con las manos.
—He estado pensando en lo que ocurrió aquel día —me dijo, y ambas bajamos la cabeza para no mirarnos—. Llamaré a tu padre. No sé en qué parte de Bombay vive, pero conozco a alguien en este pueblo, la madre de tu padre, tu abuela, y me ha prometido que me dará un número de teléfono donde poder localizarlo. Tú y yo podremos visitar el pueblo y hablar con él entonces. Tu padre no se parece a los demás hombres que he conocido, Mukta. Él siempre ayuda a la gente que lo necesita. La gente acude a pedirle consejo. Estoy segura de que él entenderá lo mucho que deseo que te alejes de esta vida. Quiero que para ti sea diferente. Quiero que sea mejor.
Apartó la mirada con un brillo melancólico en los ojos. Yo asentí, aunque aún me sentía como paralizada. No sabía que la madre de mi padre viviera en nuestro pueblo ni que Amma estuviera en contacto con ella. Y, de nuevo, no pregunté nada.
—Aquel día no pude protegerte —susurró Amma acariciándome el pelo.
Yo la miré entonces y sentí que me iba a explotar el corazón. Las lágrimas comenzaron a resbalar sin descanso por mi cara. Amma me rodeó con los brazos y me aferré a ella. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, junto al fuego, abrazándonos, rodeadas por el calor, con el arroz cociendo a nuestras espaldas. A través de las lágrimas veía las llamas del fuego, que se agitaban imprevisibles, como los cambios que estaban a punto de suceder en mi vida.