Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Los dueños del viento
© 2016, Francisco Javier Irurzun Ilundain
Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria. www.silviabastos.com
© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
ISBN: 978-84-9139-000-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Primera parte: Zugarramurdi
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Segunda parte: Lapurdi
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Tercera parte: La Española
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Cuarta parte: Tortuga
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Quinta parte: La Habana
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Nota
Notas a la novela
Así es como me gusta recordarle: de pie sobre el mascarón de proa y arrojando al mar transparente de la isla Tortuga la joya más valiosa obtenida en el último abordaje.
—Jo ezazu, musikaria![1] —me ordenaba en la lengua de nuestros padres el capitán Kuthun.
Y apenas yo obedecía y hacía redoblar el atabal, su voz de trueno amainaba.
—Recibe este presente como prueba de fidelidad —susurraba con dulzura, y dejaba caer al agua un resplandeciente anillo de oro, un collar de delicadas esmeraldas, los hilos de plata desgarrados de la casulla de un obispo... Y siempre, siempre, emergía una lengua de mar que recibía la ofrenda y la arrastraba a lo más profundo, allá donde descansan los corazones de los filibusteros.
La mar era nuestra única amante, la única a la que guardábamos respeto, en la que nos reconocíamos como iguales los Hermanos de la Costa, tal vez porque era tan cruel e indómita como nosotros. Con ella nos desposábamos cada vez que regresábamos con un botín a nuestra guarida.
—Tú eres, mar amada, nuestra ley, nuestra patria y nuestra religión.
Así lo hacía saber, en nombre de toda la tripulación, el capitán Kuthun.
Y así es como me gusta recordarle; así, en lugar de enloquecido, destazando con su estoque el pecho de los prisioneros incapaces de satisfacer su codicia; así, en lugar de ordenando colgar a alguno de ellos del mástil mayor con un perro muerto amarrado al tobillo; así, en lugar de colgado él mismo en esta plaza de Armas de La Habana, mientras la mujer que siempre he amado sonríe satisfecha y yo veo morir sin mover un solo dedo al hombre que un día, siendo ambos solo unos niños, salvó por primera vez mi vida.
Mi nombre es, vuelve a ser después de tantos años, Joanes de Sagarmin. Durante mucho tiempo me llamaron de muchas otras maneras: «el hijo de la bruja», después de que la justicia decidió –en el famoso auto de fe de Logroño de 1610– que mi madre lo era y debía morir por ello; Cornelius, mientras vagabundeé por los puertos y astilleros entre Hendaya y Bayona, huyendo del terrible juez Pierre de Lancre; simplemente «chico», en la selva y las montañas de La Española; y fui también «el músico de los piratas», para los filibusteros indomables de la isla Tortuga.
Nací en un caserío de Zugarramurdi, un pueblito del norte de Navarra, en el año del Señor de 1600. Dolarenea, nuestro caserío, se asentaba en lo alto de una colina, justo sobre la raya que, decían, desgajaba España y Francia. Yo nunca llegué a saber con exactitud por dónde discurría aquella raya. Por el contrario, en los días soleados desde la cima de la colina podía distinguir el mar, la línea que lo separaba de forma abrupta de playas o acantilados, e imaginaba, tras la frontera de agua, países lejanos y seres extraños. El mar ejercía sobre mí un vértigo enfermizo que me hacía tambalearme entre la atracción y el rechazo. Aquel gran charco de cenizas azules inflamaba mi curiosidad por una parte y por otra me transportaba a un mundo repleto de peligros que quemaban mis entrañas y me hacían retroceder y volver la mirada tierra adentro. Me encontraba entonces con una vista que dominaba todo el valle. Laderas verdes y empinadas se sobreponían hasta sumergirse en un oleaje sereno de robledales y hayedos. Los montes se desgarraban en espectaculares cuevas y simas profundas. Desperdigados aquí y allá, aparecían rebaños de ovejas, bordas, otros caseríos y pueblitos...
Zugarramurdi era una tranquila aldea de cincuenta o sesenta fuegos, habitada por pastores, carboneros y labradores. Muchos de ellos solían venir a Dolarenea al llegar el otoño –y con él la época de la sidra– para exprimir sus manzanas en el lagar que ocupaba la segunda planta del caserío. Derramaban las manzanas alrededor de la gran viga de roble, se colocaban descalzos en hileras de cinco, siete, diez hombres y reventaban la fruta con sus pisones, las pesadas mazas que hacían caer al unísono sobre el suelo de madera.
Recuerdo aquellos golpes como el pulso de un gran corazón –el corazón de las montañas– que usurpaba el mío propio y me ensanchaba el pecho, tal vez porque sus palpitaciones demoledoras duraban horas. A pesar de ello, al anochecer, cuando los hombres terminaban su trabajo, todavía tenían fuerzas para colocar una txalaparta a la puerta de la casa, que tañían al tiempo que entonaban la kirikoketa, una canción que imitaba el ritmo de aquellos pisones y cuyo eco llegaba hasta los rincones más remotos del valle.
En las horas y en los días siguientes, a la llamada de esa canción y del latido de madera de la txalaparta, acudían más labradores con sus carros de manzanas. Y así, en Dolarenea todas las noches se escuchaban risas, y había danzas, y desafíos de versos, y, en definitiva, una música continua que se prolongaba los tres o cuatro meses que duraba la época feliz de la sidra.
Fue una de aquellas noches cuando vi por primera vez a Kuthun.
En aquella época Kuthun debía de tener trece o catorce años –cinco o seis más que yo– y ya por entonces se asemejaba a un pequeño sol que todo lo iluminaba y alrededor del cual giraba el mundo. Era un muchacho rubio de mirada soñadora y atormentada. Sus grandes ojos tenían el mismo color que el mar que yo divisaba desde lo alto de la montaña, aquel azul tiznado de una ceniza turbia, y desprendían el último reflejo de un niño atrapado en el cuerpo de un hombre robusto, preparado ya para pelearse con la vida.
Yo nunca lo había visto, a pesar de que llegó con un grupo de Sara, el primer pueblo al otro lado de la muga, a tan solo una hora de camino. Creo, de todos modos, que si tan solo hubiera visto a Kuthun en aquella ocasión habría bastado para no olvidarlo jamás.
Esa tarde, hasta el caserío se había acercado también un hombre de San Juan de Luz al que llamaban Oncededos, que era quien solía comprarnos la sidra y al que mi padre también recurría cuando, una vez acabada la temporada, se dedicaba al contrabando de trigo, ganado o de la plata que solía traer de las ferias de Pamplona. Oncededos era un hombre gordo y de aspecto sucio, a pesar de los paños finos con los que acostumbraba a vestirse y de los grandes anillos que adornaban grotescamente sus dedos, gruesos y blandos como ristras de longanizas. Casi siempre estaba borracho y reía con una carcajada que solía atragantársele en una tos fea, enredada en flemas, y que sonaba fuera de tono, igual que cuando yo tocaba la flauta y me equivocaba en una nota.
Oncededos nunca me gustó. A menudo sentía que me clavaba la mirada y cuando me atrevía a encararle solía encontrarme con unos ojos pequeñitos, del color de un charco de agua sucia, que se detenían en mí con una intención cuyo propósito todavía, a mi corta e inocente edad, no alcanzaba a desenterrar de aquel fango.
Aquel día yo estaba terminando de tallar una txirula, una pequeña flauta de madera, sentado al calor de una hoguera que había encendido a la puerta del caserío. Anochecía ya y los golpes de los pisones en el lagar se escuchaban cada vez más cansinos y distanciados. En sus intervalos, desde los montes próximos a Zugarramurdi se oían los cencerros de los bueyes, recogiéndose camino de sus establos. Mi abuelo, que era pastor, pronto volvería a casa y se sentaría junto a aquel fuego, alrededor del cual los campesinos de Sara, satisfechos y liberados tras el duro trabajo, ya habrían empezado la fiesta. Yo entonces me colocaría junto a mi abuelo, lo vería como cada noche unir primero su voz a la de los hombres, después su txistu y su atabal, y esperaría el momento en que con un leve codazo me diera la señal para que fuera yo quien me sumara tímidamente a la música con mi pequeña y nueva txirula.
Imaginaba, pues, aquella escena, anticipando el placer que me proporcionaba, cuando de repente oí acercarse a alguien:
—Vaya txirula más bonita, jovencito —dijo.
La figura tambaleante de Oncededos apareció espectral, deformada por las lenguas de fuego. Solo pude distinguirla con claridad una vez que se colocó a un paso de la hoguera.
—¿Me dejas verla? —preguntó, señalando la pequeña flauta.
—Todavía está sin acabar —alcancé a contestar tímidamente, mientras apretaba con fuerza la txirula y con más fuerza todavía, en la otra mano, la navaja con que la tallaba.
El contrabandista estalló en una de sus carcajadas desafinadas. Yo permanecía todavía sentado y desde donde me encontraba veía su gran barriga, agitándose como un odre de vino. Parecía que fuera a reventar en cualquier momento, de no ser por el cinturón de cuero que sujetaba sus calzones y del que colgaban en un extremo una bolsa con monedas y en el otro un machete. Oncededos había introducido los pulgares entre ese cinturón y los calzones y el resto de sus dedos caían sobre su regazo deformados por las piedras preciosas que remataban sus anillos, incrustadas entre pliegues de carne rosada y rebosante.
—¿Estás contándolos, eh? Quieres saber si realmente son once, ¿verdad? —dijo, cuando se dio cuenta de que yo no podía apartar la vista de ellos.
Después desenganchó los pulgares del cinturón, aflojó la hebilla e introdujo las manos por debajo de las calzas hasta juntarlas en su entrepierna, donde se agitaron como una camada de animales extraños y voraces.
—Vamos, adelante, ahora puedes contarlos. Igual es verdad y resulta que tengo once dedos. Vamos, cuéntalos, no tengas miedo —insistía, cada vez con más vehemencia, balanceando su enorme barriga ante mis atónitos ojos.
—No, déjeme —intenté escabullirme, pero él sacó una de sus manos de las calzas e inmovilizó el brazo con el que yo sostenía la navaja.
Sus dedos monstruosos me aferraban como tenazas, pero en realidad no era el dolor lo que más me molestaba sino el sudor que los empapaba y su tacto frío, como el de un muerto.
—¡Suélteme, me hace daño! —me revolví.
Pero Oncededos me atrajo violentamente hacia él. Justo en ese momento a nuestras espaldas terció una voz:
—¡Deja al chico en paz!
Oncededos se volvió sobresaltado. Luego, la silueta avanzó unos pasos y al revelarse como la del joven Kuthun, el contrabandista, envalentonado, soltó otra de sus carcajadas cavernosas.
—Lárgate de aquí, mocoso —dijo.
—Me iré cuando sueltes al chico —contestó Kuthun desafiante.
Oncededos volvió a reír ante el desplante, pero cuando los ecos de su carcajada se extinguieron los grandes ojos azules de Kuthun permanecían todavía fijos en él, en apariencia imperturbables y sin embargo despidiendo una extraña fuerza, que empequeñecía la figura paquidérmica de su oponente hasta el tamaño de una rata inmunda.
La altivez del muchacho enfureció al de San Juan de Luz.
—¡Maldito hijo de Satanás! —chilló, y echando mano a su machete se abalanzó sobre él. Antes, se deshizo de mí con un empujón, que me hizo rodar por la hierba. No sé qué sucedió en ese breve intervalo, pero al recuperar el equilibrio vi el machete tirado junto al fuego y a Oncededos tumbado boca arriba, con Kuthun sentado sobre su pecho. Este le había inmovilizado los brazos con las rodillas.
—¡Trágatelo, bola de sebo! —gritaba enojado, restregándole por la cara puñados de barro—. ¡Cómete la hierba, animal! —le llenaba la boca con matojos que arrancaba del suelo—. ¡Llena tu gorda panza! —le golpeaba en el estómago...
La respiración de Oncededos cada vez era más entrecortada, casi agónica. Yo estaba aterrorizado. Kuthun parecía fuera de sí y pensé que iba a matar al contrabandista, pero no me atreví a pedirle que parara. A pesar de su ira el muchacho sonreía de una manera extraña: una mueca cínica se dibujaba como una leve cicatriz sobre su rostro de niño.
Continuó maltratándole durante un buen rato, sin piedad. Solo se detuvo cuando en el lagar dejaron de oírse por fin los golpes de los pisones y se escucharon pasos bajando las escaleras.
Entonces se puso en pie jadeante y ayudó a incorporar el enorme y maltrecho cuerpo de Oncededos, quien se levantó a duras penas, tambaleándose y tosiendo aparatosamente. Sus ropas elegantes estaban desgarradas y embarradas.
—Vamos, vete de aquí, vuelve a San Juan a ocuparte de tus sucios negocios —le dijo Kuthun.
Justo en ese momento me di cuenta de que Oncededos, además del machete, había perdido también su bolsa con el dinero. Estaba tirada sobre la hierba y no pudo evitar que, entre el fango, la saliva y la sangre que le cubrían la cara, su mirada se abriera paso en esa dirección, despidiendo un destello delator de codicia.
Kuthun también vio el saquito con las monedas. Avanzó rápidamente hacia él y lo pisó con furia; luego se agachó y recogió el machete.
—¡Vamos, lárgate de una vez! —amenazó, blandiéndolo.
Oncededos salió corriendo como un animalito hambriento y aturdido, al que han golpeado en el hocico cuando ha intentando llevarse al mismo un currusco de pan. Sin embargo, antes de verlo desaparecer en la oscuridad de la noche todavía le oímos ladrar una amenaza.
—¡Me las pagaréis! ¡Volveremos a vernos y juro que me las pagaréis! —gritó.
Y sus palabras, una vez más, se ahogaron en la ciénaga de su carcajada terrible.
Una vez que Oncededos hubo desaparecido Kuthun me entregó la bolsa con las monedas.
—No, no, por favor —intenté rechazarlas, pero él me tapó con delicadeza la boca (sus dedos, al contrario que los gélidos y fúnebres del contrabandista, desprendían un calor placentero que convirtió mis labios en dos ascuas).
—Es mejor que los demás no lo sepan —dijo, señalando al grupo de labradores de Sara que se acercaba hacia nosotros—. Será nuestro pequeño tesoro.
Distinguí también entre los hombres a mi padre y, antes de que me viera, eché a correr hacia la parte trasera del caserío. Aquellas monedas quemaban entre mis manos. Me tumbé sobre la hierba, escarbé nervioso bajo un roble que allá había y las enterré. Estaba muy asustado. ¿Y si mi padre me descubría? ¿Cómo iba a explicarle de dónde había salido aquel dinero? ¿Y si –por otra parte– Oncededos no se había resignado a darlo por perdido y todavía andaba rondando por Dolarenea?...
Mi corazón, pegado a la tierra, la golpeaba con fuerza, como si tratara de abrirse paso a través de ella y buscara refugio en sus entrañas, entre las raíces del árbol y los cimientos del caserío. A la vez, tenía la remota certeza de que algo había cambiado, de que aquello que había sucedido comenzaba a apartarme de todo cuanto hasta entonces había sido mi vida; el presentimiento, en suma, de que en aquel agujero, junto con las monedas, estaba enterrando mi niñez.
Tapé, pues, apresuradamente el hoyo y regresé corriendo hacia la hoguera, atraído por su resplandor como un insecto desorientado. Alrededor del fuego se habían sentado ya mi padre y los labradores de Sara, quienes cantaban los primeros acordes de la kirikoketa. Vi también a mi abuelo, acompañándolos con su tamboril y su txistu, y me acomodé junto a él, sigiloso y cabizbajo. No me atrevía ni siquiera a levantar la mirada del suelo, por temor a que se cruzara con la de Kuthun y saltara alguna chispa de complicidad que nos delatara. Él, por el contrario, se comportaba como si nada hubiera sucedido. De pie junto al fuego, tañía de forma rítmica la txalaparta sin que le temblara el pulso.
Yo continué tallando mi pequeña flauta. De vez en cuando me la llevaba a la boca y la hacía sonar, afinándola al compás de las diferentes canciones que iban sucediéndose. Hasta que sentí la señal de mi abuelo. Entonces, de un modo instintivo –y aunque aquella noche no tenía gana alguna–, comencé a tocar. Para mi sorpresa, la música brotó de una manera que hasta entonces me resultaba desconocida. Parecía que mi abuelo, al hundir su codo en mis costillas, hubiera despertado algo dentro de mí, un pajarito que revoloteaba aturdido primero, después buscando una salida y que cuando por fin la encontraba comprendía que era libre y volaba en dirección al cielo hasta convertirse solo en un punto negro que dejaba tras de sí la estela de su trino, hermoso y natural.
Cerré los ojos y me dejé llevar por aquella sensación agradable y reveladora. La música, por primera vez, era algo más que las canciones alrededor de la hoguera o el repique de campanas en la iglesia o en el vecino monasterio de Urdax; más también que el aire agitando la arboleda o el cucharón de mi madre rebañando el fondo de la olla; la música era, podía ser además, una gatera dentro de mí mismo que me permitía escapar cuando el miedo –como entonces– me atenazaba; un agujero secreto en el que enterrar por un momento la tristeza, el dolor, el desamparo...
No sé cuánto tiempo estuve así, tocando por completo ajeno a lo que sucedía a mi alrededor, pero cuando volví a abrir los ojos me encontré con todas las miradas sorprendidas y fijas en mí.
—¡Bravo, pequeño! —exclamó alguien, y los demás le secundaron con palmas y risas.
Supongo que la visión de un mequetrefe como lo era yo entonces, subyugado por completo por la música de su pequeña txirula, debía de resultar asombrosa, incluso cómica; sin duda, fuera de lo común. De hecho, mi intervención interrumpió la fiesta por un momento y los hombres aprovecharon para volver a entrar al caserío a dar cuenta de algunas morcillas y quesos que habían traído y sobre todo de un pellejo de sidra y unas botellas de aguardiente.
Todos menos Kuthun, que permaneció junto a la hoguera.
—¿Cómo te llamas, amigo? —volvió a dirigirse a mí, entonces.
—Joanes. Joanes de Sagarmin. Como mi abuelo.
—Tocas muy bien, Joanes de Sagarmin —dijo, tendiéndome la mano—. Yo me llamo Kuthun.
—¿Kuthun? —repetí extrañado.
Nunca había conocido a nadie con aquel nombre.
—Mi nombre verdadero es Jean-Baptiste Pellot Suhigaraitxipi. Kuthun era como me llamaba mi madre.
Por un momento el azul luminoso de sus ojos se oscureció, cubierto por un nubarrón de tristeza.
—Murió hace algunos meses, en el último brote de peste... Mi padre también me llamaba así, pero él lo hacía de otro modo, como si cada vez que se dirigiera a mí yo le hubiera clavado un cuchillo en las tripas.[2] Tal vez debí hacerlo alguna vez.
—¿Tu padre... también murió? —me atreví a preguntar.
Al lado de Kuthun (tal vez por la forma en que había estrechado mi mano, como si fuera un hombre –nunca nadie lo había hecho de ese modo–) me sentía repentinamente seguro y confiado.
—No; mi padre está vivo; o eso creo. Hace mucho que no lo veo. En realidad, nunca lo he visto demasiado. Es marinero, y siempre está embarcado, en algún ballenero, o en Terranova, con el bacalao, o con los corsarios... Después, cuando regresa, se pasa el día en las tabernas. Hasta que se le acaba el dinero y vuelve a embarcarse —dijo.
Le escuchaba fascinado, pero su historia en realidad no tenía nada de extraordinario. Yo mismo había visto morir a todos mis hermanos, a mi abuela, a algunos de mis tíos, víctimas de la peste negra, el frío o el hambre. Y recordaba a mi padre, siempre lejos de Dolarenea, robando o matando vacas en los montes, cargando de noche –cuando los soldados no pudieran verle– el macho, o descargando de él vino, libros prohibidos... Moviéndose siempre para que la enfermedad o la muerte no volvieran a sorprendernos desprevenidos.
Kuthun, sin embargo, conseguía que todo cuanto decía entrara en la mente de quienes le escuchaban como un rayo deslumbrante, que dejaba en penumbra todo lo demás. Yo, de hecho, ya había olvidado su sonrisa extraña y desagradable, mientras torturaba a Oncededos, hacía apenas una hora, y para mí ahora no había nada más importante que aquello que me estaba contando.
Kuthun me explicó que desde hacía unos meses vivía en Sara. Antes de morir, en cuanto su madre reconoció la peste en los incipientes bubones de sus ingles, lo había apartado de ella, dejándolo bajo la protección del rector de ese pueblo.
—Tal vez lo conozcas.
Pronunció el nombre del rector despacio, con cierto regodeo, como si sajara uno de aquellos bubones y la sangre infecta fuera a salpicarme.
—Pedro de Axular —dijo.
Y en efecto al oír ese nombre un escalofrío recorrió mi cuerpo. Yo, por supuesto, conocía a Axular. Sabía que había nacido en Urdax, y que de joven había viajado como estudiante a Salamanca, donde, decían, había aprendido nigromancia. Y decían también que había estado a punto de vender su alma al diablo, pero que en el último momento se había arrepentido, de modo que el maligno solo había podido arrebatarle la sombra.
—El hombre sin sombra —murmuré.
—Vaya, veo que tú también crees en todas esas habladurías —se rio Kuthun—. Pero no tienes por qué tener miedo. Lo que cuentan sobre él solo son bulos, patrañas que han hecho correr quienes le disputan el puesto. El rector es un buen hombre, piadoso y sabio. A mí me enseña gramática, poesía... También me anima a componer versos, y a que lo haga de la forma en que me resulte más sencilla: en nuestra lengua. Y dicen que no lo hago mal; por eso me han traído con ellos —señaló a los campesinos, que volvían hacia nosotros entre risas en las que despuntaban ya los primeros efectos del aguardiente.
—¡Eh, muchacho, toma unos tragos! —se dirigió a Kuthun uno de ellos, mostrándole una botella—. Te ayudará a soltar la lengua.
Kuthun le contestó con un gesto afirmativo y se volvió hacia mí:
—Ha sido un placer conocerte, Joanes de Sagarmin. Seguro que serás un buen músico. Como tu abuelo.
Estrechó mi mano, pero esta vez ese gesto, la firmeza de su mano apretando la mía, pequeña y delicada todavía, me empequeñeció, me hizo sentir de nuevo un niño, al que apartaba de un mundo –el mundo de los adultos– al que se había asomado unos instantes, casi por accidente. Poco después, de hecho, reconocí en el calor de otra mano que me acariciaba el pelo a mi madre, quien me dijo:
—Vamos, Joanes, es hora de acostarse.
Miré una vez más a Kuthun. Bebía de la botella de aguardiente un trago largo, al cabo del cual en su boca volvió a dibujarse aquella sonrisa que más bien parecía una dolorosa herida y que me provocaba cierta repugnancia, pues no reconocía en ella al muchacho encantador y sensible del que me acababa de despedir.
Fue la última vez que lo vi en mucho tiempo.
Esa noche, sin embargo, todavía pude oír su voz desde mi dormitorio, hasta donde llegaban entrecortados los versos de los hombres y en los cuales las réplicas más ingeniosas debían de ser las suyas, pues culminaban siempre entre aplausos y risas. De aquellos versos a menudo solo reconocía el eco de las palabras prohibidas –sangre, semen, excrementos...–, pero al final de aquella noche, cuando la euforia y la desinhibición del aguardiente fue evaporándose hasta destilarse en una plácida melancolía y ya solo se escuchaban los crujidos de la gran viga en el lagar, desentumeciendo su musculatura de roble, pude oír con total nitidez a Kuthun entonar aquellos otros versos que todavía hoy, tantos años después, soy capaz de recordar, tal vez porque me dormí repitiéndolos una y otra vez, tratando de fijar en mi memoria eso que otra persona había dicho pero me pertenecía a mí:
Ez eman hautatzeko
Itsasoa eta Lehorraren artean.
Gustura bizi naiz itsaslabarrean,
Haizeak mugitzen duen zinta beltz honetan,
Gizandi erratu bati eroritako ile luze honetan
Itsasoarena maite dut batez ere bihotza.
Inozoa, haur handi batena bezain.
Orain temoso, orain ezinezko paisaiak
marrazten.
Lehorrarena berriz
Esku handi horiek ditut gogokoen
Ez eman hautatzeko
Itsasoa eta Lehorraren artean
Badakit hari fin bat dela nire bizilekua,
Baina Itsasoarekin bakarrik galduko nintzateke,
Lehorrarekin ito.
Ez eman hautatzeko. Hemen geratuko naiz.
Olatu berde eta mendi urdinen artean.[3]
No todos los recuerdos de aquellos años de mi vida se mantienen con la misma claridad que el primer encuentro con Kuthun, ni llegan hasta mí con la jovialidad de la música de txistu y atabal. Mi infancia es, por el contrario, una niebla densa que ahoga los pulmones de mi memoria y a través de la cual esos recuerdos se abren paso en la mayoría de las ocasiones con golpes secos y violentos.
Recuerdo, por ejemplo, las peleas de carneros, el sonido de sus cráneos al estrellarse y el crujido estremecedor de sus cuernos rotos.
Buena parte de mi niñez la pasé junto a mi abuelo, aprendiendo el oficio de pastor; o tal vez debería decir el de apostador –o incluso el de músico–. El nuestro era un rebaño pequeño, suficiente para que el Txato, nuestro carnero de pelea, se sintiera arropado y tuviera algún otro contrincante y varias hembras con que desfogarse. El Txato era famoso en todo el Baztán e incluso en otros valles de Navarra, Guipúzcoa y hasta Vizcaya. Algunos de sus combates habían sido legendarios, soportando más de trescientas embestidas antes de ver desplomarse a su contrincante. No era, sin embargo, un carnero robusto, la mayoría de los animales contra los que se enfrentaba lo superaban en talla, pero él los ganaba en valentía y tenacidad y, sobre todo, sus cuernos parecían de piedra.
—El secreto es la sidra —solía decir mi padre, quien cada noche le ofrecía un generoso cuenco, que el Txato esperaba con ansiedad y que, una vez apurado, le hacía caer redondo, sumido en un sueño al parecer milagrosamente reparador. El Txato, al contrario que el resto del rebaño, dormía todo el año a cubierto, en el establo de Dolarenea, sobre una tarima de madera en la que sus patas no se ablandaran, y su dieta se basaba, además de en la sidra, en alubias negras.
—Vive mejor que nosotros —se solía lamentar mi madre, pero lo cierto era que las apuestas ganadas por el Txato contribuían en una gran medida a la manutención de la casa.
Mi padre era quien solía concertar esas apuestas y llevar el carnero a competir a otros pueblos, pero el abuelo se ocupaba de cuidarlo cada día. Y yo le acompañaba al monte la mayoría de las mañanas: hacía correr al animal a paso ligero, esquilaba a otros machos para que el Txato no los reconociera y arremetiera contra ellos... Aquello no me agradaba. Algunas veces mi padre me llevaba con él a las peleas y el espectáculo, ver golpearse, sangrar, tambalearse, sufrir, en definitiva, a aquel animal que yo mimaba casi como a un hijo, me resultaba insoportable. Cada una de las embestidas resonaba como si algo se quebrara en mi interior. Y, sin embargo, esperaba la siguiente, el latido de una fuerza mórbida e insana, que podía ver reflejada en los rostros embrutecidos del público, en sus desaforados gritos y aquella sonrisa poseída que les desencajaba el gesto y que me hacía pensar que en realidad eran ellos mismos, en lugar de los carneros, quienes reculaban unos pasos, tomaban carrerilla y saltaban trazando una espectacular parábola para propinar de arriba abajo un testarazo a su contrincante, y después otro y otro, así hasta conseguir que en el interior de sus cabezas todo se desvaneciera, se convirtiera en una hipnótica marea de sangre, en un magma primitivo que les evitaba el esfuerzo de pensar, y sentir piedad, de cargar en suma con la responsabilidad de sentirse humanos.
Después, a lo largo de mi vida, he visto muchas veces a los hombres arremeter unos contra otros, sin motivo aparente, romperse los cráneos, arrancarse los corazones, y me he preguntado si esa fuerza enfermiza y destructora forma parte de nuestra naturaleza. Todavía hoy no sé la respuesta; o, tal vez, prefiero no saberla.
De todos modos, me gustaba acompañar a mi abuelo al monte con el Txato y las ovejas, porque era allá arriba donde él, como si se tratara de un secreto que solo podía transmitirme en mitad de esa apabullante soledad, me enseñaba a tocar el txistu y a acompañarme con el atabal, de modo que fuera el eco de las montañas quien me dijera si el redoble se había ejecutado a destiempo.
Mi abuelo, Joanes de Sagarmin, además de pastor era un músico conocido en todo el valle. Le llamaban para celebrar bodas y bautizos, venían a escucharle a las famosas fiestas en las cuevas de Zugarramurdi, o a Dolarenea por las noches en la época feliz de la sidra...
—Yo solo soy un humilde txuntxunero[4] —solía decir él.
Pero lo cierto era que tenía la música calada hasta el tuétano y todo en él la revelaba, sus movimientos, su voz, su forma despreocupada y alegre de ver la vida, en la que la melodía siempre volvía a su cauce, a pesar de ser vapuleada por la ventisca o silenciada por la tormenta.
Fue él quien me enseñó a tallar mis txirulas hasta que la madera convirtiera sus heridas en música, y a arrebatarle al viento escarchado un silbido con una piedra afilada amarrada al borde de un cordel. Fue también mi abuelo quien me enseñó a tocar la alboka, aquella alboka que habría de acompañarme como única posesión además de mis recuerdos durante toda mi vida.
La trajo un día mi padre, después de una de sus peleas con el Txato por tierras de Vizcaya. Debía de haber renunciado a buena parte de la bolsa de la apuesta a cambio de aquel extraño y hermoso artefacto, dos cuernos de vaca ensamblados sobre una empuñadura de madera, en la que aparecían talladas algunas escenas cotidianas: un hombre cortando leña, una mujer amasando una torta de maíz, un pastor acariciando a su perro...
—Es para ti, hijo —me dijo.
Yo no sabía qué era, para qué valía una alboka, y mi padre se apercibió de ello, y creo que también de que en cierto modo había decepcionado al abuelo, quien había creído que la alboka era un regalo para él.
—Es un instrumento musical, el abuelo te enseñará a tocar. Seguro que en sus tiempos mozos hizo sonar más de una.
El abuelo cogió la alboka con delicadeza, casi con devoción, la miró y la remiró boquiabierto e incluso la acarició. Después se llevó el cuerno más pequeño a la boca y estuvo tanteando con su lengua en la pequeña espita que había dentro, soplando con suavidad, como si a través de aquel instrumento fuera capaz de reanimar, de insuflar aliento a su juventud –cuando recorría las fiestas y romerías de los pueblos– hasta que, de repente, brotó un sonido desconocido hasta entonces para mí, enérgico y vibrante, que estremeció todo mi cuerpo y lo convirtió en un remolino de hojarasca y arena.
Más tarde, no obstante, cuando el abuelo puso entre mis manos la alboka e intenté tañerla, esta enmudeció repentinamente y yo me avergoncé y me sentí indigno de ella.
—No te preocupes, Joanes, yo te enseñaré, claro que sí —me dijo.
En los días sucesivos aprendí que para hacer sonar la alboka había que aprender a respirar de nuevo. Mi abuelo solía traerme un pequeño cuenco con agua y dos pajitas de trigo. Por una de ellas debía soplar y por la otra aspirar el agua, de modo que siempre emergiera en el agua una columna de burbujitas.
—¿Ves las burbujitas? Que no paren nunca. Las burbujitas son la música, lo que le da vida —me decía, pero a veces en la melodía de la risa con que acompañaba sus palabras yo era capaz de distinguir una cadencia distinta, algo más triste y a la vez más serena, como si el abuelo hubiera comprendido, cuando mi padre me regaló a mí en lugar de a él la alboka, que la música, en efecto, continuaría siempre escuchándose y siendo transmitida, pero ahora había comenzado a fluir en otra dirección.
Recuerdo también el sonido del cuchillo hundiéndose en el pescuezo de las betizu, las vacas salvajes que cazaba mi padre. ¡Zas! Igual que un escupitajo en mitad de una noche oscura. Y después un tímido estertor, tras el que la vida expiraba reducida a nada, solo el chapoteo de la sangre, que borraba la lluvia o se disolvía en la nieve. Años más tarde, en los abordajes y las luchas cuerpo a cuerpo de los filibusteros, reconocería aquel mismo chasquido del acero penetrando en la carne, y la boqueada fatal de los hombres muriendo estúpidamente sobre cubierta, como si nuestra existencia, tan retorcida, tan complicada, tuviera en realidad el mismo valor que la de una vaca degollada.
La primera vez que acompañé a mi padre a matar betizu fue el año en que María de Ximildegi regresó a Zugarramurdi y consigo trajo de la mano la desgracia y la muerte a nuestra aldea.
Aquel invierno hizo un frío descarnado. Nevó como no recordaban los más viejos y el ganado hubo de pasar semanas enteras en los establos. Hubo también abundantes heladas, que echaron a perder las manzanas y los huertos. El hambre se paseaba como un espectro por el pueblo y su presencia continua volvió a los vecinos desconfiados, irritables y crédulos.
—Es cosa de brujas —solía decir la joven María de Ximildegi, y para muchos sus palabras comenzaron a forjar el único alimento con el que combatir los retortijones de sus estómagos.
Mi padre, por el contrario, como hacía siempre que el frío o el hambre acechaban, se echó al monte, a cazar aquellas vacas salvajes que sobrevivían en las laderas más escarpadas, allá donde solo pudiera encontrarlas quien fuera tan bravo y asilvestrado como ellas y supiera que la única manera de arrebatarle la libertad a una betizu era arrebatándole también la vida.
Yo hasta entonces nunca había acompañado a mi padre en ninguna cacería. Mi madre consentía a regañadientes que de vez en cuando viajara con él a San Juan de Luz, para vender la sidra, o a Pamplona, para comprar la plata, y solo porque sabía que durante las largas horas de caminata mi padre me enseñaba a leer y a sumar y porque de ese modo mi oído se acostumbraba al francés o el castellano de los peregrinos y los mercaderes. Pero cuando se trataba del contrabando o de la caza de ganado salvaje se negaba en redondo. En aquella ocasión, sin embargo, mi madre no puso ninguna objeción, como si comprendiera que entonces el peligro se emboscaba más próximo.
Partimos una fría madrugada. Las pezuñas del macho rompían la escarcha, igual que un espejo, y el trineo de madera del cual tiraba esparcía sus esquirlas, que golpeaban en las contraventanas de las casas junto a las que pasábamos y tras las cuales me pareció distinguir ojos que nos espiaban. Fue la última presencia humana que percibí durante varios días.
Al principio no hicimos otra cosa que caminar, siempre monte arriba, abriendo surcos entre la nieve, en los cuales Beltza,[5] el perrillo que nos acompañaba, olisqueaba, en tanto que mi padre buscaba huellas, excrementos que delataran el paso de alguna pequeña manada. Por las noches dormíamos acurrucados dentro del trineo, envueltos en una piel de vaca y en la cálida respiración del macho. Por fin, al cuarto o quinto día, se dibujaron sobre un claro entre la nieve, a lo lejos, media docena de puntitos que conforme nos fuimos acercando se revelaron como betizu, pastando de manera distraída, concentradas en derretir con su aliento el hielo que cubría la hierba.
—Es importante que las sorprendamos, que no nos vean, porque si lo hacen antes de que matemos a una de ellas, embestirán —dijo mi padre.
Yo observé las vacas. No eran especialmente corpulentas, pero su piel tenía un tono rojizo, de una intensidad casi sobrenatural, y, sobre todo, sus cuernos nacarados dibujaban una media luna que parecían haber ensartado con ellos en una de sus acometidas letales.
—Quédate aquí —me ordenó mi padre.
Después se colocó el cuchillo entre los dientes y se acercó sigiloso a la manada, con Beltza, pegado a sus talones, ejerciendo de fiel escudero. Por un momento los perdí de vista y solo los volví a ver emergiendo de un remolino de nieve y sangre, cuando el perrillo salió despedido por los aires, en una serie de aullidos estremecedores y volteretas que iban desplegando la ristra de sus intestinos. Según me contaría más tarde, mi padre había resbalado sobre una placa de hielo y una de las vacas se había revuelto súbitamente, embistiéndolo. Beltza entonces se había interpuesto y eso le había permitido evitar la cuchillada, que había recibido en su lugar el valiente perrito.
Vi cómo una vez que la vaca se deshizo de Beltza, cabeceó buscando a mi padre, pero él ya había tenido tiempo de refugiarse tras un roble y consiguió esquivar la primera cornada, la más peligrosa. Después la betizu arremetió varias veces, furiosa, arrimando las astas de tal modo que, con sus embestidas, levantaba astillas en la corteza del árbol. Cada vez que lo hacía mi padre rodeaba el roble y por unos instantes quedaba colocado tras los cuartos traseros del animal. Ahora mi padre ya no llevaba el cuchillo entre los dientes, sino en una de sus manos, pero a pesar de su –por un brevísimo momento– posición ventajosa, no intentaba hundirlo en el pescuezo de la vaca. Esperaba a que esta se revolviera de nuevo, le clavara primero sus grandes ojos y tras unos instantes en que los dos se observaban, tratara de hacer lo mismo con su imponente cornamenta. Cada nueva embestida reiniciaba aquella danza ridícula e interminable, cuyo siniestro ritmo lo marcaban los estertores de Beltza, agonizando entre los matorrales, y los silencios: el silencio de mi respiración contenida y el silencio de las miradas enfrentadas de la betizu y de mi padre; silencios, estos últimos, cada vez más prolongados.
Por fin, Beltza, nuestro perrito, exhaló su último aliento y con él fue como si se elevara un velo negro sobre los ojos y la frágil memoria de la vaca, que dejó de ver a solo un palmo de su testuz el rostro de su enemigo, se giró y regresó tranquila junto al resto de la manada, como si nada hubiera ocurrido. Corrí entonces junto a mi padre y los dos rodeamos las matas en las que había caído Beltza. Su cuerpo despedazado e inmóvil yacía sobre un lecho de nieve roja.
—Era un buen perro —dijo, casi entre dientes, y después señaló a las betizu, monte arriba—. Lo intentaremos más tarde otra vez. Ahora es mejor dejarlas tranquilas. No hay nada más peligroso que un animal herido o que se sienta amenazado.
Miré las vacas, convertidas de nuevo en lunares sobre la pálida piel de la montaña. La que había matado a Beltza se incorporó al grupo y el resto no le prestó atención, ninguna se interesó por sus cuernos astillados y sucios de sangre. Pensé que no parecían en realidad peligrosas, ni tampoco conscientes de que la muerte las rondaba.
—Los hombres a veces también somos como animales —añadió mi padre.
Y recuerdo que después comenzamos a cubrir el cuerpo de Beltza con montoncitos de nieve limpia, como lágrimas congeladas.