Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
¡Sorprendente!
Título orginal: Surpreendente!
© 2015, Maurício Gomyde
© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
www.harpercollinsiberica.com
Published by special arrangement with The Ella Sher Literary Agency, www.ellasher.com, working in conjunction with Villas-Boas & Moss Literary Agency & Consultancy
Traductora del portugués: Filipa Velosa
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderonStudio
I.S.B.N.: 978-84-9139-069-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Cita
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Parte II
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Parte III
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Parte IV
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Parte V
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Agradecimientos
SI PASAS TODA LA VIDA SIN HACER ALGO EXCEPCIONAL POR ALGUIEN, VIVIR NO HABRÁ MERECIDO LA PENA.
«NO HAY FINAL, NO HAY INICIO. TAN SOLO UNA INFINITA PASIÓN POR LA VIDA»
Federico Fellini
Interior de Brasil-Pirenópolis, Goiás
Abandonando la seguridad del bosque, Pedro prosiguió algunos metros más, se detuvo al borde del punto más alto de la cascada y miró hacia el horizonte. Al cielo del páramo brasileño cabía el honor de atestiguar la escena que se avecinaba desde un ángulo privilegiado; un cielo cargado de nubes espesas y grises que enmarcaban un escenario abrumador. Con la ropa empapada, los brazos abiertos y la cámara subacuática en la mano derecha, él asumía a la vez los roles de director, cámara y actor, a punto de registrar el selfie que eternizaría los últimos momentos de su más ambicioso proyecto.
Fit llegó enseguida y se detuvo, posicionado en tierra firme. Apuntó la cámara al amigo y mantuvo el silencio de un profesional en el plató.
—¡SESENTA METROS DE ALTO, CUARENTA DE ANCHO! —gritó Pedro en medio del estruendo de las aguas que castigaban rocas y árboles. Estalló en espantosas carcajadas frente a la lente de su cámara y siguió gritando—: ¡Yo no tengo miedo! ¡No soy como vosotros, COBARDES! Todos vosotros, desgraciados, con vuestras vidas perfectas, siempre con vuestras burlas, vuestras risas, a quienes por cierto poco os importa si en la vida volveré a ver todo esto. Os creéis con derecho a mentir, fingir, esconder la más elemental verdad. ¡Quedaos con vuestro mundo de mentira, panda de cobardes! ¡Habéis ganado, joder, pero no tendríais el coraje de llegar hasta aquí!
El agua bajaba furiosa por el muelle y rompía en el pozo, trayendo de nuevo el ensordecedor estrépito de ese monstruo de la naturaleza, cuya mandíbula abierta de par en par se disponía a devorar al animal a punto de bajar por su garganta. A pocos metros, última frontera entre lucidez y absoluta irresponsabilidad, una gran roca estriada y afilada avanzaba rumbo a la caída de agua. Pedro se arrastró a lo largo de su extensión y, casi en el límite, se puso de pie.
Cristal y Mayla llegaron corriendo al borde de la cascada. Un trueno retumbó a la vez que el grito de Cristal:
—¡Vuelve, por Dios!
—¡No hagas eso, Pedro! —gritó Mayla.
—¡No pares de grabar, Fit! —ordenó Pedro a su amigo—. ¡No pares de grabar! Pase lo que pase, que no se te olvide nuestro acuerdo.
—No te vayas, Pedro. ¡Por favor! ¡Pedroooo! —Su grito agudo parecía capaz de romper por dentro a la misma Cristal—. ¿También te has vuelto loco, Fit? ¡Ayúdanos!
Fit no se inmutó. Parecía empeñado en cumplir el deseo de su mejor amigo y captar aquel momento único, seguramente hipnotizado por el sonido, la imagen cinematográfica, y el bello y perturbador escenario.
Pedro arrastró los pies por la roca hasta que los dedos le quedaron suspendidos en el aire. Gritó una vez más:
—¡COBARDES! —Se arrancó del cuello la cadena de oro con el colgante del ojo turco. Después, se quitó las gafas. Los tiró ambos a la cascada. Se giró hacia Fit y le tiró la pequeña cámara—. Haz lo que te dé la gana con estas imágenes.
Fit cogió la cámara portátil, se la guardó en el bolsillo y volvió a enfocar a su amigo con la cámara de alta definición.
Fue entonces cuando Pedro se giró una vez más hacia el acantilado y cerró los ojos.
São Paulo, cincuenta días antes
La historia del prodigioso Will y del psicólogo Sean llenaba la pantalla del último cineclub de la ciudad, el legendario SubCultural. Los diálogos se sucedían en un intento por llamar la atención de la pareja de tortolitos que se besaba sin parar desde el principio de la proyección; provocarle algún entusiasmo al hombre sentado en el extremo de la séptima y última fila; atrapar la mirada de la mujer de mediana edad de la butaca del medio; y atraer a la más difícil espectadora de esa noche: la chica que estaba de pie dos o tres minutos, al fondo de la sala, y salía durante quince o veinte. Aparecía y desaparecía, reaparecía y se esfumaba.
Había elegido a conciencia la película El indomable Will Hunting para esa sesión. Era una apuesta segura, una trama que no fallaba nunca, que siempre provocaba en la audiencia las emociones que los clásicos del séptimo arte suelen provocar: incomodidad, reflexión, éxtasis. Al menos esa era la intención de Pedro, el especialista promotor y moderador de los debates sobre cine, cada martes por la noche en el sótano del Café Cultural. Sin embargo, esa sesión vacía le impedía salirse con la suya.
Cuando se deslizaron los créditos finales sobre la escena del viejo coche rojo rumbo al sol, con una triste melodía resonando por los altavoces, Pedro se puso las gafas de cristales ámbar, encendió las luces y se puso delante de la pantalla.
—Miss Misery, composición de Elliott Smith. —Movió los índices, acompañando el ritmo perezoso de la canción—. Buena elección para el final de esta peli que, como os he dicho antes de la proyección, contiene algunos de mis diálogos favoritos en el cine.
Ninguno de los cuatro espectadores reaccionó. La pareja de novios se levantó, aún besándose, y salió de la sala. Pedro se puso la mano sobre la frente y miró al hombre de la última fila.
—¿Y usted, amigo? ¿Le gustaría hacer algún comentario hoy?
El hombre de ropa sencilla y piel oscura, que había asistido a todas las sesiones ese año, hizo una señal positiva con el dedo, aplaudió dos veces, se levantó y subió la escalera, algo que no sorprendió a Pedro. Todavía con la mano sobre la frente, buscó a la chica que aparecía y desaparecía, pero ella estaba en la parte «desaparecida» de la secuencia. Por fin, la última espectadora presente en la sala, la señora de mediana edad, se levantó, se puso el bolso al hombro y comentó:
—Bueno, ya está.
—¡Vaya! Pero si tenemos una opinión aquí en el medio. —Pedro intentó rescatar del inminente ahogamiento el hilo de entusiasmo que todavía mantenía su cabeza fuera del agua. La masacró con preguntas sobre el film:
—¿Qué le parecieron los diálogos? ¿La chica volverá a aceptar a Will? ¿Las provocaciones del psicólogo influyeron en las reflexiones del chico?
—No lo sé… Me… he quedado dormida en esas partes.
—¿Cuál de ellas?
—La del empleo y la del psicólogo.
—Pero si son partes largas de la película y… —se encogió de hombros.
—Lo siento, joven, pero me tengo que ir —contestó la mujer, girándose y saliendo.
—Pero…
Pedro se quedó solo en la sala. Suspiró, apagó el proyector, abrió el DVD y sacó la película. La guardó en su mochila y subió la estrecha escalera hasta la planta baja donde estaba la cafetería. Todas las mesas estaban ya ocupadas por gente que bebía y hablaba en voz alta en ese inicio de noche, al son del grupo de samba contratado para la ocasión.
Se dirigió a la barra y devolvió la llave a Mayla, sobrina de la propietaria y responsable de la caja.
—Otra vez poca gente hoy, ¿no? —La chica guardó la llave en el primer cajón.
—Nada nuevo. Una pareja de novios dándose el lote durante toda la peli. Una mujer dormida. El hombre de siempre que una vez más no dijo nada. Ah, y una chica rara que vio partes de la película.
—¿Qué pusiste hoy?
—El indomable Will Hunting.
Mayla enarcó una ceja.
—¿Nunca has oído hablar de ella? —le preguntó Pedro.
—Soy muy mala con los nombres de las pelis. Seguro que está en Internet. La veré después.
—¡Vaya chasco! ¿Eres de las que te las bajas piratas?
—Todos hacemos eso, ¿no?
—Con semejante actitud de la gente, ¿cómo vamos a sobrevivir los cineastas? ¡Eso es una afrenta al trabajo duro de los artistas! —El discurso empezó inflamado, pero enseguida se desinfló—. No me sorprende que sea tan difícil atraer a gente al cineclub.
—Te prometo intentar no piratear más, solo por ti.
—Te lo agradezco en nombre del gremio. Fue tu cumple el mes pasado, ¿verdad?
—Dieciocho años muy bien vividos. Ahora sí que empieza el juego.
—Bueno, como no te regalé nada, quédatelo. —Pedro le pasó el DVD—. Después lo repongo en mi colección. Un mínimo de cultura en este final de adolescencia es mi aportación a tu vida. Déjate de esas tonterías de las redes sociales y aprovecha para convencer a tu pandilla también de tener más consideración por los pobres cineastas.
—¡Vale! No te preocupes, que lo voy a comentar en mis grupos de WhatsApp. Dudo que no me insulten, pero lo voy a intentar. —Se rio—. En cuanto al cineclub, tengo fe en que mejorará.
—Lo dudo mucho, pero voy a mantener la esperanza mientras doña Rebeca no se decida a transformar el cine en una disco.
—Si aquí arriba trabajamos bien, es muy probable que ella ni se acuerde del cine de ahí abajo.
—Necesito hacerle creer en mi teoría de que el cine, la buena música y la literatura son instrumentos de la Santísima Trinidad que salvarán al ser humano de su derrota como especie.
—Como esa teoría no empiece a llenar la caja del Cultural de dinero, el que no se salva eres tú.
—¿Está doña Rebeca aquí? —Pedro paseó su mirada a lo largo de la barra.
—Mi tía se pasó un poco antes, no se sentía muy allá.
—Si mañana te lo pregunta, no le digas que no acudieron más de cinco personas.
—Prometo defenderte cuando ella venga a cotejar los ingresos. —Mayla cruzó el índice y el corazón de la mano derecha y los besó.
—Cógete un pastelito de queso, anda.
Cogió dos, se puso la mochila a la espalda y las gafas en la nariz. Con la boca llena, se aupó encima de la barra y le dio un beso a Mayla en la mejilla.
—Me tengo que ir; le prometí a mi padre ayudarle en su restaurante esta noche. Uno de los camareros está enfermo y hoy tiene varias reservas.
—Pero si no me has dicho cómo llevas la producción de tu peli. —Mayla se cruzó de brazos e hizo una mueca.
—Ay, lo llevo de maravilla, pero los artistas no debemos nunca desvelar nuestros secretos. Espera y verás una obra maestra.
—Mi sueño es participar en una película. Lo daría todo por verme en la gran pantalla. Ya lo sabes, si necesitas algunas ideas…
Chasqueando los dedos, la señaló.
—Se lo preguntaré a la muchacha más creativa… ¿De dónde era?
—De toda la región.
—Eso es, a la muchacha más creativa de toda la región.
Chocaron los puños, Mayla sonrió y añadió:
—Vete. Nos vemos el próximo martes. Y ten mucho cuidado con el tráfico.
Pedro se encaminó hacia la parada del autobús, serpenteando entre las mesas y silbando Não deixe o samba morrer (No dejes morir la samba) que se oía en la sala.
Cuando Carlo decidió pedir la licencia a las autoridades y emplear sus ahorros de toda la vida en el sueño de abrir su propio negocio, muchos estuvieron en contra. «Cuidado», le decían. «Te meterás en problemas», apostaban. «Cambiar la tranquilidad de un horario fijo por la vida nocturna es una locura», esa era la opinión unánime. Pero el título de chef se le antojó más seductor que los consejos de sus amigos. «¡Chef Carlo!» se decía al espejo, colocándose el tradicional gorro blanco de cocinero, en un intento de convencerse de la necesidad de dar aquel paso, alejarse de la oficina y reencontrarse con la esencia de su propio ser.
Su esposa, Ariadne, encabezaba la lista de los que estaban en contra y no estuvo presente más que en la apertura y media docena de noches más. Pedro, sin embargo, aparecía más a menudo. Le daba pena que su padre se dedicara tanto a su negocio y se beneficiara tan poco. Pero aquella se había vuelto una aventura solitaria para Carlo, y Pedro no sabía si su padre seguía apostando por ello porque creía verdaderamente en el negocio o por el orgullo de probar que estaba en lo cierto.
Carlo’s no era grande, pero no podía tacharse de modesto. Decoración vintage, tres ambientes separados por cristales. Noche tras noche, la disonancia tensa de los acordes de Miles Davis contrastaba con la delicadeza de unos pocos que valen por miles de B. B. King. De sus paredes revestidas con contrachapado imitando madera de derribo colgaban pequeños cuadros en blanco y negro con fotos de maestros del jazz y del blues, ubicados según la orientación del proyecto luminotécnico que había costado un pastizal.
Al fondo del estrecho pasillo, el orgullo de Carlo: la bodega de piedra, con muestras de las más variadas nacionalidades, añadas y uvas.
En el corazón de Vila Madalena, decenas de excelentes restaurantes y bares de ese bohemio barrio paulista se disputaban la atención de los clientes. Ese día la suerte parecía finalmente favorecer a Carlo’s, abierto año y medio antes y acostumbrado a desfallecer noche tras noche por la falta de movimiento.
Pedro se bajó del autobús y recorrió media manzana hasta entrar en el restaurante de su padre por la puerta trasera. La mezcla de olores de los primeros platos invadía ya el local y el chef Carlo corría de un lado a otro de la cocina, gritando órdenes a sus pinches, probando salsas, controlando el punto de la carne y aderezando una olla llena de filetes de pescado en un caldo en ebullición.
—Hola, hijo. Estaba preocupado por si se te olvidaba venir hoy.
—Cuando te prometo algo, lo cumplo. —Se besaron y Pedro metió el dedo en una olla con salsa de tomate—. ¡Riquísima!
—¡Saca la mano de ahí, niño! Y ve a ponerte el uniforme.
—Vale. Pero hoy no soy el hijo del dueño, sino Pedro, el camarero, a sus órdenes. Por cierto, ¿qué órdenes son esas?
—Nada especial. Cortesía, sonrisa, atención a los fallos del portugués. La sugerencia del día es filetto alla parmigiana, que no se te olvide que nuestro punto de la carne es más bien crudo. El vino en oferta es Las Belas.
—No lo olvidaré. Las Belas, Las Belas… —Pedro miró hacia arriba con una mueca.
—¿Qué cara pones?
—La cara de quien está intentando hacer asociaciones con el nombre del vino.
—Ya lo pillo. Nina…
—¿Te has vuelto vidente ahora?
—Todavía no la has olvidado, ¿verdad?
—Fue muy fuerte, papá, lo admito. Pero ya se me pasará, todo se pasa.
—Bien dicho. —Carlo le dio un golpecito a su hijo en el hombro—. Venga, vámonos a trabajar que los clientes ya están llegando. Solo estáis Salustiano y tú de camareros, así que estate muy atento a las comandas. Y que no se te olvide: una vez que pida el cliente, te vienes corriendo aquí y pones en marcha el pedido enseguida. Máxima atención.
—Entendido, don Carlo. Cualquier cosa, grito. —Le hizo un saludo militar y se fue.
Tras ponerse el uniforme, Pedro se sacó la cadena con el ojo turco por fuera de la camisa, lo sujetó entre los dedos durante unos tres segundos y dijo:
—Que hoy sea un día afortunado para Carlo y Carlo’s.
El servicio fue bien, quitando una que otra reclamación por la demora de algunos platos, un fallo en el punto de la carne pedida por una pareja exigente y los líos de Pedro con los nombres italianos de los postres. A las dos de la mañana solo quedaba la última mesa: cuatro chicos jóvenes hablando en voz alta frente a la quinta botella de Las Belas ya medio vacía. Carlo anunció el cierre de la cocina y ordenó al pinche que fregara y guardara el material.
—Ya está, hijo, ya te puedes cambiar. Voy a liberar a Salustiano y termino yo de servir la última mesa.
Pedro dobló su uniforme y guardó el gorro en el armario del personal.
—Hoy ha estado bien, ¿verdad, Salu?
—¡Caramba, sí! Hacía mucho tiempo que no se llenaba como hoy. —Salustiano alzó las manos al cielo—. Si sigue así, te contratarán.
—Bah, no se me da bien. Lo mío es otra cosa.
—El cine, ¿verdad? Tu padre me ha hablado de tu película. Si necesitas a un actor, tengo a un primo muy…
Un alboroto interrumpió la conversación. Pedro y Salustiano salieron corriendo hacia la sala. Cuando empujaron la puerta que separaba los dos ambientes, la escena se les antojó inimaginable: las palabras atropelladas de Carlo y su índice casi pegado a la nariz de uno de aquellos últimos clientes indicaban que la situación se había puesto fea. Con un movimiento rápido, un barbudo pasó por detrás del chico, cogió a Carlo del cuello y empezó a estrangularlo incitado por los gritos de los otros tres. En una fracción de segundo, invadido por un instinto cegador e inconsecuente, Pedro entró en acción con un cinematográfico golpe al vuelo, su golpe favorito desde la época de las peleas del cole.
—¡Nadie toca a mi padre, joder! —Su grito acompañó al vuelo.
Sus dos pies aterrizaron en la espalda del barbudo derribándolo por encima de sus colegas. Pedro rodó sobre el montón de gente, dando puñetazos y recibiéndolos. Nada tenía ningún sentido, y menos cuando surgió el cocinero gordo, espumadera chorreante en mano, pegando golpes a todo el mundo que se cruzaba en su camino. Las gafas de Pedro volaron por los aires, después de que un puñetazo le arrancara uno de sus caninos. Salustiano recibió de lo lindo. Carlo repartía patadas en todas direcciones. Un club de lucha loco, estrafalario, B. B. King con The thrill is gone acariciando los altavoces. Bofetones, patadas, sillas al vuelo, B. B. lamentándose del final de la emoción y los ocho luchadores ejerciendo su sagrado derecho a defender su honor, o sencillamente moliendo a puñetazos el rostro del primero que se les cruzara por delante, como respuesta a algún problema anterior que nada tenía que ver con aquello.
Lograron al fin expulsar a los cuatro gamberros borrachos. Carlo cerró la puerta, escupió sangre en la mano y se dejó caer en la primera silla. Los otros tres se tumbaron en el suelo. Mesas rotas, cristales hechos añicos desperdigados por doquier, sangre escurriendo por las paredes. Un auténtico campo de batalla. Nadie sabía el motivo de la contienda, y mucho menos podía articular ninguna frase con sentido. Al compás de la voz de Simonal entonando Happy day, Carlo se echó a reír. Su hijo lo siguió. Salustiano y el cocinero gordo se reían a carcajadas. La risa se volvió histérica por la ausencia del canino en la boca de Pedro.
Cuatro bobos desparramados por el suelo, sintiéndose a la vez poderosos y una basura. Pedro se pasó la mano por el cuello y comprobó que aún tenía la cadena y el ojo turco. Lo sujetó unos tres segundos y, todavía riéndose a carcajadas, preguntó:
—¿Por qué nos hemos peleado, chef?
Carlo dejó de reírse y la frase le salió teñida de emoción:
—Porque ningún borracho se burla de mi hijo y lo llama «ese pobrecito cegato»…
—¡Atención, alumnos! Ya sé que estáis todos ansiosos por saber el nombre de la película ganadora de este III Festival de Artes Aplicadas del Colegio San Antonio, pero será difícil si no hay silencio. ¡SILENCIO! —gritó la madre superiora al micrófono, perdiendo al unísono la paciencia y la compostura al haber llegado a su límite por el alboroto de los casi trecientos alumnos que llenaban el gimnasio.
El joven Pedro Diniz, a la sazón con dieciséis años, se restregaba las manos sudorosas. Cinco cortos se disputaban el premio. La seguridad se plasmaba en su rostro, al igual que en el de los otros cuatro «cineastas» concursantes. Durante un mes él había dedicado sus mejores ideas a concebir un documental sobre la importancia de las clases de redacción en la formación de los futuros escritores del país. Había entrevistado a profesores, a un especialista en lingüística y a dos o tres alumnos que accedieron a aparecer en la pantalla. Banda sonora arrebatadora, solo rock de los ochenta. Los otros cuatro vídeos los clasificó de «historietas ñoñas». Una tontería detrás de otra sobre amores juveniles, el equipo de fútbol del colegio y cosas similares. Cada vídeo se había presentado en la gran pantalla y, pese a que su «peli seria» no había obtenido una acogida demasiado buena por parte de sus compañeros, él creía en el jurado formado por profesores capacitados para reconocer su descomunal esfuerzo.
Ariadne, la madre de Pedro, no pudo asistir por estar muy liada con su trabajo en el bufete de abogados, como siempre. Carlo estaba allí, como siempre también, cámara en mano. Incluso había entrevistado a su hijo entrando en el auditorio, con la alfombra roja desplegada a modo de la entrega de los Óscar. Pantalones vaqueros, americana negra, sus inseparables gafas ámbar, las manos en los bolsillos al estilo de un verdadero cineasta. Las imágenes captadas exhibían a un Pedro confiado, especialmente por su madura frase final:
—He hecho un buen trabajo. Lo importante es competir, pero siento muy próximo el aroma de la victoria.
Cuando se abrieron los sobres y la directora anunció que comunicaría el resultado empezando por el último clasificado, a Pedro se le aceleró el corazón. Carlo enfocó el rostro de su hijo.
—En quinto puesto —informó la monja, elevando la tensión— …el fantástico Palabras y silencio, del talentoso Pedro Diniz.
El semblante del niño se marchitó y Carlo dejó de filmar. Algunos alumnos le dieron un golpecito en la espalda, otros lo ignoraron. A la mayoría le entró la risa. Y la ganadora fue una peliculita sobre la chica más guapa de la enseñanza secundaria, que se enamora locamente de un friki de cuarto curso. En contra de las expectativas de Pedro, ninguno de sus condenados profesores había tenido en cuenta su descomunal esfuerzo por superar un problema irremediable. Nadie le reconoció que él había partido en desventaja. Ni siquiera un desgraciado puso en la balanza el hecho insalvable de que todo era diez veces más difícil para él.
«Ese pobrecito cegato…»
Estaría bien si Pedro pudiera sencillamente reírse de la percepción del cliente de Carlo’s, ignorar su comentario y seguir adelante como si todo aquello no pasara de una broma. Obra del azar, o de un retazo de buena fortuna en medio de su mala suerte, o quién sabe si por una tardía compasión divina, le había tocado llevar una vida normal hasta los doce años. Al menos nadie se había percatado de ningún problema antes de que Pedro empezara a tropezarse a la vista de todos, en las noches de juegos en el patio de casa. La disminución creciente de su visión nocturna fue el indicio de que el problema no era simple. Muy cerca de los dieciséis había perdido gran parte de la visión periférica, con lo que le quedaba tan solo la central que, tarde o temprano, también le fallaría. Todo muy triste. Y entonces ocurrió un pequeño milagro.
Nadie comprendió el motivo, pero a los diecinueve años cesó la regresión en su visión, contrariando las expectativas médicas y la literatura consagrada sobre el tema. Tras varias pruebas, se constató que poseía una visión estable en el ojo derecho y algo mejor en el izquierdo, si se comparaba con las mediciones hechas a lo largo de los años. Puesto que no hubo nunca más, ni siquiera una microevolución hacía la ceguera, cabía la esperanza de que lo suyo fuera un caso raro de reversión de la enfermedad. El problema se había estacionado en un 70% de visión central en el ojo derecho y un 73% en el izquierdo. Él se sintió hasta orgulloso de pertenecer a una especie capaz de desafiar a la lógica tantas veces irrefutable de la medicina.
Un poco más de un 70% de la parte central del mundo era todo lo que le quedaba… Se volvió una nueva persona. Antes, taciturno, miedoso, deprimido y retraído. Tras la noticia, confiado, intrépido, feliz. Y cuando el diagnóstico final confirmó la interrupción de la degeneración, lo celebró apuntándose al examen de ingreso que le permitiría estudiar cine. «¡De un 70% voy a hacer un todo!», gritó, cuando leyó su nombre en la lista de aprobados. Una vez más se desafiaba a la lógica: la actividad que dependía esencialmente de la visión se transformaba en la forma de demostrarle a uno mismo que la vida volvía a tener todo su sentido.
Ahora, a sus veinticinco años y con un reciente grado en estudios superiores de cinematografía y audiovisual, había decidido retomar una vez más su mayor sueño: disputar el Cacao de Oro, gran premio del cine brasileño; llevaba soñando con dicho premio desde que empezó la universidad. Cada clase, cada libro, cada corto escrito y producido, cada noche pasada en la isla de edición, trabajando en la posproducción de incontables vídeos, todo ello tenía el objetivo de hacerse con la estilizada estatuilla dorada con forma de fruto del cacao. Cada dos años, el premio suponía un talón de treinta mil reales para el ganador. Pero el dinero no le importaba para nada, su obsesión era la estatuilla. El día en que la obtuviera se llenaría por fin ese hueco vacío en el centro de la estantería de su despacho reservado al premio. Uno de sus cortos llamado ¡Increíble!, había estado muy cerca de lograrlo. La historia del dependiente de un videoclub que cambia la realidad de una comunidad pobre al mostrarles películas clásicas había sido seleccionada entre las cinco finalistas de la última convocatoria del premio. Un hecho notable, sobre todo teniendo en cuenta el escaso presupuesto del que disponía. Pero, de nuevo, una película suya quedaba en un quinto puesto.
El único premio que había recibido, el Armadillo de Madera, sentado en la estantería de su habitación cual fantasma que le asombrara día y noche con sus ojos saltones y su boca abierta, empezaba ya a sufrir los efectos de la carcoma. El primer puesto en la muestra de invierno de la universidad por su cortometraje ¡Feliz! era insuficiente para que se considerara un cineasta con una «C» mayúscula. Amaba su película, pero había aborrecido de igual modo las palabras del jefe de departamento de la Escuela de Comunicación y Artes de la Universidad de São Paulo, publicadas en un periódico del campus: «Un guion filmado con dificultad, y no menos maestría, por uno de nuestros alumnos primerizos». Pedro jamás aceptó el término «dificultad» en medio de aquella frase.
Ahora tenía por delante un reto y un problema. El reto: rodar un magnífico guion, capaz de plasmar en la gran pantalla una historia que sorprendiera a la gente y hacerse con el premio de la muestra competitiva. El problema: no tenía ni idea de dónde estaba ese magnífico guion. ¿En qué parte de su mente, de su historia, de su creatividad, en qué esquina del mundo real y fantástico se ocultaba dicha idea?
El guion mejorado durante los últimos tres meses ya no le decía nada a Pedro. Su tema, antes genial, había perdido fuerza con el paso del tiempo. Sus conmovedoras primeras versiones parecían ahora un cúmulo de conceptos inconexos, una basura cultural sin profundidad suficiente para arrebatar a los jurados. Y él no sabía cómo remediarlo. Necesitaba una nueva historia. Si alguien se lo preguntaba, mentía con una voz segura: «Espera y asistirás a una obra maestra».
Seis meses, plazo final para concluir el corto e inscribirlo. Quizá pareciera mucho tiempo. Quizá casi nada. Quizá se había equivocado, quizá creyera que la genialidad de un instante de inspiración se posaría sobre su mente y todo se revertiría como por arte de magia.
Su vida era así: un gran y misterioso quizá.
El día siguiente a la batalla en Carlo’s empezó tarde. Eran las diez de la mañana pasadas cuando Pedro logró salir de la cama. Se detuvo delante del espejo y, con el pelo revuelto y profundas ojeras, sopesó los daños. Una contusión en el lateral del ojo derecho y otra bajo el izquierdo. La barbilla hinchada. El dolor se esparcía por cada centímetro de su rostro. Forzaba sonrisas desde distintos ángulos, en un intento por ver si era posible ocultar el hueco de la boca. La distancia entre el diente lateral izquierdo y la primera muela le parecía infinita, al menos a esa hora de la mañana y bajo el efecto de la luz diagonal que cruzaba el espejo. Se acercó más, forzó la vista y concluyó:
— ¡Madre mía, estoy horrible!
Volvió al dormitorio, abrió el cajón de la mesilla y sacó la caja con su colección de gafas de lentes amarillas y ámbar. Eligió un modelo nuevo, de montura cuadrada y diseño conservador. El anterior yacía hecho añicos en algún rincón de Carlo’s. Cogió el móvil y bajó a comer.
No había señal de vida allí. Ariadne casi nunca comía en casa y Carlo habría salido ya a limpiar el caos provocado por la pelea. En la nevera, un conjunto de pequeños imanes de letras componía un mensaje de su madre: Tu padre me ha contado lo de la pelea. Hay sopa en el frasco de cristal. Besos. Pedro puso la sopa en el microondas y conectó el móvil. Ninguna llamada. Echó un vistazo al WhatsApp y sus ojos se detuvieron en el contacto «Nina» y, como habitualmente, no había ningún mensaje. Desde que habían roto ella no había vuelto a enviarle nada, ni siquiera los «buenos días». En sus contactos se destacaba únicamente una secuencia de imágenes raras de películas antiguas enviadas por su mejor amigo. Fit también estudiaba audiovisual en la USP, tan solo tres semestres por detrás de Pedro. Cuando asistió a ¡Feliz! había buscado su amistad, impresionado con «la mirada de un genio feliz sobre la ineludible condición de la tristeza humana». A Pedro le parecía exagerado, pero Fit albergaba cierta inocencia y, en el fondo, a él le gustaba tener un fan de semejante magnitud. Le escribió:
Gran Fit, ¡bellas imágenes! ¿Cuál es la buena?
¿Qué hay de nuevo, viejo?, le contestó su amigo.
Fit era un aficionado a los dibujos animados antiguos de Warner, de Hanna-Barbera y otros estudios menores. Casi toda su jerga y frases de efecto estaban sacadas de dibujos clásicos, y siempre encontraba el momento para soltar consignas de sus ídolos —Bugs Bunny, el conejo de la suerte, el León Melquíades, Leoncio el león y Tristón, Mandibulín, Rústicos en Dinerolandia (The Beverly Hillbillies) y quienes más cupiesen sutilmente en los meandros de los diálogos.
¿Qué es lo que hay?, no. Más bien qué es lo que no hay. No hay un diente en mi boca.
Y ¿por qué se te cayó?
Una pelea con clientes en el restaurante de mi padre. Es como si un tren me hubiera pasado por encima de la cara.
Pero ¿te pegaron o les pegaste más tú?
Creo que les pegué más yo, pero me dieron un montón también. Me duele todo.
¿Tomamos algo hoy y me lo cuentas?
Tenía pensado desaparecer hasta que me pongan el diente. Tengo una cara ridícula.
Hoy hay rock en el Cultural; ¿vamos?
¿Al Cultural otra vez?
Cada día es un día.
Para ti, que vives a media manzana del bar.
¡Déjate de historias! ¿Vamos o no?
Pedro tardó un poquito en escribir su réplica:
¿A las nueve?
Vale.
Sacó el plato del microondas y encendió la tele. Siempre la cadena de cortometrajes, con su crítica mirada sobre los guiones, el desarrollo de la acción, los conflictos crecientes y los incidentes planteados para llevar las tramas adelante. Le divertía intentar buscar inconsistencias invisibles para un amateur. Desde que se había iniciado en los secretos del cine, ver películas no había sido lo mismo nunca más.
Ese día el contenido era mucho más interesante que la forma. Se puso a ver un documental ya empezado sobre el infanticidio indígena en tribus amazónicas, culturas en las que discriminan a los niños minusválidos al nacer. Los abandonan en bosques o los envenenan. Al Estado le cabía el deber de impedir semejante crueldad, decían algunos entrevistados. Libertad y diversidad cultural, opinaban los antropólogos. Una cuestión compleja, fue la unánime conclusión.
Absorbido por la fuerza y tristeza de las imágenes captadas en película 35 mm se le fue el santo al cielo. En cuanto empezaron a deslizarse los créditos, poco antes de las doce, se marchó corriendo a su habitación y se arregló en un pispás. Tan solo cuando bajó se decidió a hacer algo para paliar un poco los daños de la pelea. Cogió una bolsa de plástico, le echó unos cubitos de hielo dentro, la ató y salió hacia la parada del autobús presionando la bolsa helada contra el rostro.