Cubierta

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack David de Juan Marcos, n.º 8 - abril 2018

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-310-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

La mejor de las vidas

Citas

Dedicatoria

Cambridge

Roma

Ámsterdam

París

El ladrón de vírgenes

Citas

Dedicatoria

Primera parte. Maneras de volver a casa

Segunda parte. La maldición de la Diabla

Tercera parte. La voz que nos guía

El baile de las lagartijas

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

 

 

Y de alguna manera

tendrá que recordarme, sin querer,

no importa cuándo o dónde, aquí o allá.

 

José Ángel Buesa

Ella amará a otro hombre

 

 

 

Come here my love,

I have a song for you.

Come here my love,

I have a dream for you…

Come here my love,

I have a kiss for you…

Come here my love,

I have a smile for you...

Come here my love,

I have a home for you...

Come here my love,

I have a life for you...

Come here my love,

I have a story for you...

 

Canción de cuna de la tribu Zaghawa

Darfur, noroeste de Sudán

 

 

A María. Te debía un cuento

 

Cambridge

 

 

 

La verdad es que no tengo mucho que contarte.

Llegué a Cambridge en septiembre. Lo primero fue comprar una bicicleta.

Aquella bicicleta. Azul. Anémica. Casi extenuada. Ah, los paseos entre horas mustias, por ese bosque de brumas y corcho arcilloso.

Me fui sin decir adiós ni agitar el pañuelo. Traicioné algo espiritual, algo propio. Escapé de mi vida como si la vida me fuera en ello. Eso, al menos, es lo que tú me dijiste una vez. No lo olvido.

Cambridge me pareció un lugar entrañable y acogedor. Útil, fértil, amable… Lujurioso. Una ciudad donde abandonarse al torpe transitar de una resignación gozosa. Llena de libros cosidos con polvo de hilo, americanas con escudos estampados, cafés y pastelillos, rocío en los labios, viejos que fuman en pipa, guantes, bicicletas. Bicicletas ágiles y tiernas.

Cambridge era una paleta de vidrio y piedra. Un arcoíris velado.

Pronto me entregué a la trémula navegación de sus fachadas. Entre pedaleos lentos, lánguidos, a través de rebaños de ciclistas a merced de la vida. A veces, lloviznaba. Y nada se detenía. La lluvia nunca fue un enemigo.

Todavía me obligo a recordarlo. Pero ya solo es una risita burlona en el espejo. Una pústula abierta, infectada a base de hurgar en ella con las uñas sucias.

Fue un tiempo florecido, al que secretamente espero volver. Cuando pasen más septiembres y todo se ilumine. Regresar. Uno se va para regresar, qué otro motivo puede haber. Te vas y anhelas volver, regresas y solo quieres escapar. Regresaré. Cuando vuelva a ser joven. Porque todos sabemos que algún día seremos jóvenes de nuevo. Aunque no se lo podamos confesar a nadie. Si no lo supiéramos sería imposible vivir, escribir versos en servilletas, divagar. La vida sería siniestra en su carácter lineal. Su inventor un asesino. Eso sería el que inventó la vida.

Si ya nunca volviéramos a ser jóvenes el paso del tiempo sería demasiado trágico. La toma de decisiones un suicidio. Hasta los moribundos lo intuyen: algún día los naipes se darán la vuelta. Será ese segundo verano sin errores. Jóvenes.

Y Ella. Que no me olvide de ti. Ella también estaba en Cambridge. Desde el primer domingo de otoño. Con su falda sentimental y su tímida presencia. Con el adjetivo de su perpetua sombra. Montada ya sobre tu bicicleta holandesa sin frenos, diferente. Esa bicicleta.

¿Cuántas veces pasarías a mi lado, acariciando los matices de la niebla con el exceso de tu boca?

Tu boca en la mía fue un ejército de hormigas.

Todavía es pronto para hablar de Ella. Primero es necesario entender otras cosas. Estabas allí, claro. Yo aún no te conocía. Es imperdonable. Aunque algo de mí ya intuía tu bolso de flores, tu placentero escozor, tu rímel negro y verde. Desde el mismo momento en que compré el billete de avión. Antes incluso.

Yo tenía diecinueve años, declaraciones ebrias de intenciones y el mudo propósito de cambiar de vida. De la misma manera que se abandona un libro a media lectura por otro más vistoso. ¿No es esa la razón por la que viajamos? Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación, así comienza Viaje al fin de la noche. Y no falta a la verdad. Llegué para un año. Juventud y presente –le había hecho trampas al futuro matriculándome de asignaturas más avanzadas a mi curso–. Hambre inusitada. Divino tesoro. Allí iba a continuar una carrera que nunca quise empezar. Ahora lo sé. Entonces quizá también. Bueno, entonces no sabíamos nada. Quedaron para siempre dos asignaturas tendidas al sol. Qué inocencia.

Desde la ventanilla del avión los escaques de campos verdes parecían cartas de tarot. Me decían que algo mágico e inasible debería ocurrirme para quedarme allí. Pura aritmética. Amarrado a su atmósfera inglesa. A sus nieblas de campiña como ovejas monumentales. Entre afueras derruidas que simulaban caries de pobre. Aquella era mi casa. Acaso, mi segundo verano. Un regalo.

En Cambridge no hay mar. Aunque a veces se huele, igual que sorprenden los aromas de un recuerdo. En mi cabeza Inglaterra era un muro de astilleros. Un país sumergido en tinta. Levantado a base de fotografías antiguas de marinos y obreros fornidos envueltos de grasa de ballena. Revolución industrial. Músculos que forjan y sueldan untados en petróleo. Choque de martillos. Mujeres grandes que preparan almuerzos en tarteras y llevan carretas de verduras y pescado de aquí para allá. Pero estaba equivocado. Cambridge es luz dorada, y verde también. Tradición y lealtad al color blanco. Remo, críquet y bufandas de fraternidad. Cambridge se ahoga entre enredaderas, birretes y togas de catedrático circunspecto.

Guardo fotografías de mujeres soplando un café con un verso colgado en los labios. Alumnos con uniforme. Ropa antigua de deporte a rayas. Chalecos blancos de golfista y faldas plisadas que paseaban bajo la lluvia. Se movían muy despacio, todas esas faldas, lentísimas, como una manada de elefantes viejos.

Tras dos noches durmiendo en un bed and breakfast y varias entrevistas para alquilar una habitación de lo más frustrantes, di con un cuarto azul a diez minutos en bicicleta del centro. Nunca fui caminando. Solo una vez en autobús; ya de vuelta, con tus piernas columpiadas sobre las mías. Un caramelo de fresa pintaba tu sonrisa.

Primero te hablaré de mi casero. Era un napolitano desgarbado y joven. Demasiado joven para pensar en la muerte. Demasiado enfermo para no dormir con ella. Nada hay más injusto que la propia vida. Todas las demás injusticias vienen de ahí, del hecho de estar vivo.

Gennaro estaba atado a Cambridge por motivos distintos a los míos, es decir, al libre albedrío de los sanos. Le gustó mi humildad mediterránea: españoles e italianos iguales, tú y yo nos entendemos, somos lo mismo, no como estos ingleses del demonio –en realidad hacía uso de otras palabras más sonoras, otros gestos–. Como digo, a mi casero italiano le retenían al menos un par de cosas allí. No, no era el amor ni sus vericuetos. Tampoco el dinero y sus grilletes. Gennaro estaba atrapado por una enfermedad y por el hospital de Addenbrooke, que visitaba sin avisar, furtivamente. Casi avergonzado. Para mí su enfermedad era un taxi en la puerta a medianoche, una maleta pequeña, un billete de ida y adivinanzas.

La casa era la planta baja de un pareado en el que vivían otras familias a las que nunca vi. Llegué de noche. No hacía frío. Aún olía a verano, a hierba recién cortada. El italiano abrió la puerta. Llevaba una sonrisa que buscaba abrazarte, y una argolla de plástico sujeta al tobillo que le impedía salir de casa pasadas las doce de la noche. La luz verde de la tobillera parpadeaba. En mayo le había roto la nariz a un inglés tras unas cuantas pintas y una discusión irrelevante que había comenzado por su mutuo amor a Maradona. Me enseñó el recorte de prensa. La sentencia del juez. Muerto de risa, señaló sus iniciales –más tarde supe que apenas sabía leer–, y la cara alérgica que le quedó al inglés tras la tunda. Me cayó bien. Había que estar con él o contra él. Yo nunca tuve enemigos. Y la habitación azul me gustó.

En su fondo de ojo yo era lampiño, casi vestido de marinerito. Me cuidaría. Podía estar seguro de ello.

Me prometió que me compraría una cama nueva. Para soñar sueños nuevos, deduje. Entre frases que parecían palabras sueltas, señalaba todos los aspectos a mejorar del habitáculo. Así, los apuntaba con el dedo índice y los nombraba: cama, mesa, lámpara. Pondría un colchón de matrimonio. Ahorcaría una lámpara alrededor de la bombilla que colgaba del techo como una crisálida de luz. Encargaría un escritorio a Argos y juntos lo montaríamos un domingo. Con una par de cigarrillos y una cerveza, para que estudies, para eso has venido, right? Of course. U’re-a-smart-man, no hay más que verte.

En los meses que pasé allí nunca volvimos a hablar de la remodelación del cuarto.

Era perfecto.

 

 

 

La primera noche que pasé en casa de Gennaro ya soñé con tu bicicleta holandesa. No sé si el sueño fue mío o se lo había dejado allí olvidado el anterior inquilino. Una máquina excavadora la sacaba de un canal de Ámsterdam cubierta de sargazos, botellas de plástico, cartas de amor sin entregar. Un hierro viejo, negro, con los guardabarros picados por la herrumbre. Con el manillar como las piernas abiertas de una mujer. Las ruedas cuarteadas parecían articulaciones de un suicida que se ha arrojado de un décimo piso.

A la mañana siguiente fui al bed and breakfast a recoger las maletas y pagar la cuenta. El dueño me dio una tarjeta de visita que todavía aparece aquí y allá, en una carpeta o en un bolsillo viejo: es tan difícil entender la voluntad de las cosas inanimadas. A continuación, me acerqué hasta las oficinas de la universidad para formalizar unos documentos. Inicié los trámites para abrir una cuenta de ahorros británica donde guardar todo el efectivo que cargaba escondido en una cremallera del cinturón. Era uno de esos días luminosos en los que la población de Cambridge se echa a las calles, llevados por una especie de invocación celestial o de hipnosis colectiva. Aproveché para pedalear sobre el césped pistacho por las cercanías de la ciudad. Tenía habitación, papeles en regla, dinero, nueve meses por delante. Y la firme convicción de que las hojas del calendario no se caerían.

Comí en unas mesas de madera. Descalzo. Junto al río Cam. La hierba estaba húmeda. De vez en cuando pasaban grupos de remeros en sus embarcaciones. Estaba contento. Sin angustia. Colmado de una alegre rebeldía. Más tarde, encargué las piezas de un escritorio que me llevaron esa misma tarde. Lo monté en un par de horas. Sin ayuda. Cuando terminé me sobraron varias tuercas y tornillos. Se desnivelaba un poco. Así, a la deriva. Me gustó tanto que me senté con la idea de escribir el guion que me había llevado en la cabeza, sin facturar, como todo lo importante que uno se lleva cuando escapa. En media hora ordené folios, bolígrafos y futuros posibles. Ni una palabra de tinta se dibujó. Pensé de nuevo en el escritorio. Era la primera vez que construía algo solo. Sin la mano de ébano, intransitiva, con la que mi padre resolvía los rompecabezas de mi vida. Todo cambió desde que mi hermano pequeño desapareció. No una ni dos cosas. Todo.

Todo es demasiado para un adolescente. No hay que darle más vueltas.

Tocaron a la puerta con unos nudillos. Era el tercer inquilino de la casa. Venía a presentarse.

En la habitación contigua a la mía, vivía un sudafricano recién divorciado. Era guardia de seguridad de una cadena de droguerías. Ya sabes, esas personas aburridas que caminan por los pasillos de cosméticos como si se les hubiera muerto el perro por la mañana. Coincidíamos pocas veces. Los lunes y miércoles durante su desayuno frugal. Lo veía ahí, de pie, como si rezara al fregadero una oración cotidiana. La luz entraba ya como una pequeña hoguera naranja. Aquella luz era agua fresca. Yo pasaba por la cocina con la toalla al hombro para ducharme con la tranquilidad con que uno se asea los días de fiesta. Allí me sentía siempre de vacaciones. Nos sonreíamos. Nos hacíamos gracia. Sin razón aparente. El sudafricano –no recuerdo ya su nombre– se reía con todo el cuerpo en una suerte del espasmo pluricelular. Al reírse enseñaba todos sus dientes, blanquísimos. No hablaba nunca, el sudafricano. A veces gruñía un leve saludo con su tortuoso acento que yo devolvía con muecas alegres. Algunas tardes lo veía bostezando a la puerta de su trabajo, en una calle comercial cercana a Market Hill. Se bufaba las manos en invierno. En primavera, miraba al cielo con los ojos cerrados, como si el azul le quemara las retinas. Nunca le saludé. Parecía que me diera vergüenza acercarme, no saber qué decir fuera de aquella cocina que olía a césped y a aire limpio. Fuera de aquel ritual vespertino. Aunque sé que esa no era la razón, tengo que confesarte que otra no tengo.

Cuando estás en otro país llevas siempre tu nacionalidad como sobrenombre. Si él era el sudafricano, yo supongo que seré recordado como el español y a ti te evocarán como la chica danesa. Pues bien, el sudafricano rara vez salía de casa por las noches. Hablaba mucho por teléfono en un idioma que me sonaba lejano, antiguo. Incluso quebrado. Puede que llorara. Eso es: su voz parecía un llanto de bebé distorsionado por la pared. Las únicas señales que tenía de su rústica e insuficiente presencia era la risa de alguna chica en la cocina cuando las enfermizas luces de la calle amarilleaban. Risas diferentes. El enigma de un rostro por descubrir. Risas apagadas, estridentes, cómicas, de niña, violetas, seductoras, casi todas seguras de sí mismas, pocas palpitantes. Me gustaba ponerle formas y colores a esas risas. Volúmenes carnosos sobre un esqueleto blanco de mujer. Facciones y vestidos que pronto caerían al suelo. Como hombres de nieve derretidos.

Cuando por fin se cerraba la puerta de su cuarto, las risas se convertían en quejidos de ventriloquia. La cocina quedaba en silencio, y yo aprovechaba para escapar como un topillo. Me montaba en mi triste bicicleta azul. Sin pedalear, por pura inercia, llegaba calle abajo hasta el pub de la esquina. Pedía una pinta de cerveza tibia, jugaba al billar o a los dardos y procuraba mejorar mi pronunciación con ancianos que hablaban de rugby, lencería y guerras mundiales. Nadie podría encontrarme allí.

La libertad era hablar en inglés con aquellos ancianos.

El italiano no quiso hacerme un contrato de alquiler. Solo dinero en metálico, declaró, only cash. Yo tenía aval bancario. Una brújula rota. La inocencia del recién llegado. Pasaporte europeo. Una matrícula en la universidad Anglia Ruskin de Cambridge. No, la fundada en 1209, no. Para eso no me llegaban los méritos. Ni la ambición. De eso nunca tuve. Only cash, then.

Su marrullería y furor napolitano otorgaba mayor valor a la palabra dada. El napolitano miente por placer, me dijo, pero si da su palabra… E hizo un gesto inequívoco de dientes y ojos que no entendí. Le di la razón.

Me ofreció pagarle una renta irrisoria para una habitación tan amplia y bien ubicada. Ya sabes, en Cambridge es muy difícil encontrar alojamiento para un estudiante internacional sin nómina. A cambio, yo iba dos veces por semana con mi bicicleta azul a la farmacia. Allí, un solícito muchacho me entregaba unas bolsas con un papel prendido de ellas: G. P. –las iniciales del recorte de prensa que me mostró el primer día–. Mientras pedaleaba de vuelta con las dos bolsas colgadas del manillar pensaba que quizá la enfermedad de Gennaro solo le permitía alimentarse a base de medicamentos: grageas, comprimidos y esas cosas tan misteriosas llenas de magia química.

Había también otros favores. Puntuales y ridículos. Yo cumplía todas sus peticiones divertido, lo mismo que si recibiera un consejo de alumno enchufado. Me pidió que dijera que éramos primos cada vez que la policía viniera a comprobar la lucecita de su tobillera. Cada seis semanas me insistía para que llamara al consulado de Guinea Ecuatorial, país que el italiano visitaba en cuanto salía de una larga temporada en el hospital. Preguntaba sobre la situación de tres mujeres congoleñas y los trámites de visado que necesitaban para viajar a Europa. Una vez entregué un paquete a un hombre negro, fugaz y nebuloso, mientras Gennaro pasaba otro de sus huérfanos ciclos enganchado a tubos y vómitos en alguna habitación que yo imaginaba blanca.

Siempre cumplía sus deseos. Gennaro a cambio me regalaba una amistad lenta, rodeada de teteras humeantes y consejos que parecía darse a sí mismo, tan llenos de poesía callejera. Era un buen tipo, Gennaro.

Jamás me hubiera prestado a esos tratos en mi país. En Cambridge ni lo dudaba. Aceptaba sus trabajos y picarescas sin escuela. Me resultaban inofensivas. Vivir en el extranjero era un juego. Sus leyes de mentira. Todo era de mentira. El aire frío me llenaba los pulmones al montar en la bicicleta azul. Con eso bastaba para sentirme bien.

Nunca tuve motivos de queja. Tampoco los buscaba. Nuestra relación era demasiado nueva para eso. Nada de máscaras mortuorias al cruzarnos por la casa, ni lamentos de compañero desordenado, o de marido envilecido u olvidadizo. Al contrario. Cada tarde al llegar de la universidad recibía su cálida bienvenida. Alegrías y palabras amables, como bandadas de pájaros estornudados por un árbol. Me llamaba Señor. Le costaba sacar la ñ de la boca. Yo le llamaba Padrino, con la mandíbula caída en una imitación malísima de Marlon Brando que él aplaudía. Sus ojos estaban presurosos por contar historias de mujeres africanas –de sus tres esposas congoleñas exiliadas en Guinea Ecuatorial–. Con la cuchara de madera me invitaba a probar la pasta que cocinaba. Era el mejor cocinero italiano de comida italiana de toda Inglaterra.

Fue un buen amigo en Cambridge. Con todos los matices que uno espera de la amistad temporal. Con él me sentía seguro. Le creía capaz de cualquier cosa. Y era capaz de cualquier cosa.

Fíjate, una tarde encontré una pistola en el cajón de las pilas, los lapiceros y las barajas de cartas. Nunca había tocado una pistola de verdad. Estaba muy fría y tenía una historia que contar que no quise escuchar. Por alguna razón supe que alguna vez había ejercido el trabajo para el que fue fabricada. Gennaro jamás recibió mi censura. La observé durante un par de minutos y la dejé de nuevo como si depositara el cadáver de un animal en una caja. Una vez Gennaro me dijo que si volvía a cruzarse con aquel inglés con el que se había peleado le pegaría un tiro. Me puso el dedo índice en mitad de la frente y volvió a repetirlo. Le dispararé aquí tres veces, dijo, pam, pam, pam. Muuuuy despacio. Le creí.

Al acabar el curso me emborraché. Cerca del río. Solo, como siempre me gustó hacerlo. Me despedí de los parques. De las nubes. Del color azul. De aquel verde tan brillante. Y por último le dije adiós a él. A Gennaro. En la escalera del autobús, agité el billete de avión. Y sonreí. Estaba seguro de que volvería muy pronto. No lo hice. Es por este tipo de circunstancias por las que siempre que estoy seguro de cualquier cosa sé que hay algo que no comprendo, que no veo. Un matiz esencial que se me escapa. Estar seguro de algo es la primera señal de que algo se ignora. De eso no hay ninguna duda.

Le regalé el escritorio. Con las tuercas y tornillos que me habían sobrado. También le prometí que en cuanto volviera a buscar trabajo le haría una visita. Mientras tanto le dije que podía usar mi bicicleta. Conmovido, tuvo un pensamiento que jamás conoceré. Creo que Gennaro sabía que no regresaría. La vida le había dado demasiadas lecciones como para confiar en que el futuro seguirá las reglas del presente. Cerró la puerta y me olvidó, supongo.

Hay días en que quiero regresar allí. No sé si a ti te pasa lo mismo. Quiero contar a todo el mundo las desventuras de un mafioso medieval, de un pandillero noble como la morriña. Un delincuente sin vileza. Un hombre de una tristeza salvaje. Vulgar. Abierta. A veces pienso que al hablar de él hablo de mí. Cosas de la irrenunciable lejanía. Maldita sea, el tiempo lo empantana todo. Lo reconozco: me cuesta mucho recordar a Gennaro. Cada día olvido algo de él. Me pasa también con mi hermano Marcos, pero de eso me cuesta más hablar, ya lo sabes. No de Marcos, sino de su olvido. De Gennaro olvido otras cosas. Su estatura. El timbre de su voz. El lado en que tiene la cicatriz que le bajaba desde el párpado como una lágrima rosa. La amargura de sus ojos. Miento, esto último sí que lo recuerdo.

En otras ocasiones, sin motivo, no puedo evitar imaginármelo muerto. Con la imaginación puedes matar sin ser juzgado. Así he matado a mucha gente. Hasta a mis seres más queridos. Incluso hay veces que, también sin motivo, me gusta imaginar a Gennaro vencido por su misteriosa enfermedad. En Nápoles, por supuesto. Somos amigos. Nunca en mi recuerdo permitiría que muriera en Inglaterra. Lo veo tumbado en una cama de flores. En una calle llena de ropa tendida de balcón a balcón. Rodeado de plañideras gitanas. El cielo es azul, y él yace junto a mi bicicleta y la estatua de Maradona.

Y es entonces cuando dudo si vivir merece tanto la pena como dicen o todo esto no es más que una disculpa para volverse loco. Una prueba de resistencia. Dudo. Dudo si el destino no será más que un punto de vista. O si alguna vez Gennaro volverá a ser joven. O si tú y yo volveremos allí. A Cambridge.

Pero siempre es mejor dudar que ser un imbécil lleno de certezas.

 

 

 

Sábado. Segunda noche en mi habitación azul. Soñé con papeles escritos que se doblaban solos hasta convertirse en pajaritas. Cocotología que llamaba Unamuno. Tenía cinco años y jugaba al fútbol en el jardín con mi padre. La casa era de mis tíos. Había una piscina con agua de pozo que te hacía hipar muy fuerte si te lanzabas de golpe. Cenábamos tortilla. Después, en la más absorbente oscuridad, cazábamos grillos con latas de conserva. Buscábamos su chirriante gimoteo. El reclamo que producían al frotar sus alas. Mira, Nicolás, hay que buscar un agujero en el suelo, redondo como una moneda pequeña, y bien recto. Eso es lo que tienes que buscar, me susurraba mi padre en cuclillas. Si el agujero es ovalado y desigual, seguro que es la madriguera de una de esas arañas peludas y repugnantes. Mi padre buscaba un bálago de espiga y me lo entregaba. Ahora metes la vaina de esta espiga seca y la mueves un poco, como si quisieras hacerle cosquillas. Ves, el grillo ha dejado de cantar, se ha enfadado y saldrá un poco. Tienes que estar rápido para cogerlo porque enseguida vuelve a esconderse. Ahora, Nicolás, atrápalo.

Me desperté. Aturdido. Tardé unos segundos en ubicarme de nuevo. Ya incorporado observé el cuarto. Miré al techo. Sus tonos azules, aureolados, como manchas de café. Especulé con las pocas veces que miraba el techo de la que durante veinte años había sido mi habitación. Los techos son el lugar más exótico de las casas, por lo que muestran, por lo que esconden y por lo que saben.

El armario estaba abierto. Tres camisas colgaban en sus perchas. Hombres invisibles ahorcados, en formación. Dos pares de zapatillas bajo ellos. Uno de los hombres invisibles debía estar descalzo, pensé. Dicen que los ahorcados pierden los zapatos por la convulsión que sufren al quebrarse su médula espinal. Al parecer es algo similar a un orgasmo, aunque no termino de verlo claro. Según dicen, en los cementerios y en las cunetas se encuentran muchos pares de zapatos de amantes furtivos por esta razón. El tipo que me lo contó decía coleccionarlos. Tenía más de cien. Casi todos desparejados. Él se inventaba la otra mitad de la historia.

Recuerdo que una tarde en Roma, sentados junto al obelisco de la Piazza del Popolo, te conté la relación entre los cementerios, el amor y el calzado. Dijiste que era muy triste terminar así. ¿Cómo? No sé, así, sin zapatos en un cementerio. Tú siempre percibías el mundo desde otra dimensión.

En la pared había colocado dos fotos sujetas con cinta adhesiva. En una de ellas estaba mi hermano pequeño. Subido a mis hombros. En una playa. Era un día de invierno. Siempre me gustó el mar en invierno. Me parece que habla con una voz diferente, para audiencias ilustradas que de verdad quieren entender lo que dice. Nos pasamos la mañana metiendo conchas de colores en un cubo de plástico mientras mis padres se alejaban cogidos de la mano. Mi hermano Marcos encontró una caracola nacarada tan grande como un puño cerrado. Yo le dije que si se la ponía en la oreja y cerraba los ojos oiría el mar cuando estuviéramos en casa. Se la guardó en el bolsillo convencido de que allí encerraba todo el océano, las olas y el color azul.

En la otra fotografía anclada a la pared estaban mis padres. Jóvenes, muy jóvenes. Pero, es curioso, aunque en esa instantánea tendrían pocos más años que yo, seguían pareciéndome mucho mayores. Más sabios también, mis padres. Qué jóvenes sois los jóvenes de ahora, solía decir mi madre. Mi madre estaba sentada en un columpio rodeado de hojas secas. Ellos no sabían que me había llevado las fotografías del álbum familiar. Hacía mucho tiempo que nadie abría esos álbumes. Las láminas estaban amarillas, como si fuera el color que la realidad tenía entonces. O tal vez ese sea el color de los recuerdos pasado un tiempo. No lo sé.

El escritorio que ensamblé el día anterior continuaba en pie. Los rotuladores y lápices en un vaso. La moqueta azul, límpida. Seguía en Cambridge. Todo en orden al fin. La vida empieza hoy, respiré.

Pasaron cinco minutos. Pestañeé y el mundo seguía intacto.

Al apartar las cortinas apenas entró luz. Las aceras estaban empapeladas de hojas grises, como mosquitos aplastados contra un parabrisas. El cielo era del mismo color que las aceras. El aire era del mismo color que las aceras.

Y no había nada que explicara mi tristeza.

Quise llorar. Es decir, me esforcé por llorar. Nada. De pronto la felicidad se había convertido en un lugar solitario –no sería la última vez–. Una isla calcinada. Un juguete viejo. Me dio pánico salir de mi cuarto azul. Era aterrador pensar en montar en bicicleta por aquellas calles pintadas con llanto de niño. Sentí que estaba en el final del mundo. Una sensación de abandono difícil de cartografiar. Tan lejos de todo. ¿Hacia dónde caminar si quería regresar a casa? Sin brújula ni girasoles. ¿Por qué había venido a Cambridge?

Pasó una excavadora. El conductor fumaba tabaco de liar. Tenía tatuados los brazos con tinta verde. Jamás había visto a aquel hombre. Cuántas carambolas o sortilegios, cuánto énfasis desmedido, cuánto desorden astral, para que en ese momento y lugar aquel hombre y yo nos juntáramos con una ventana empañada de por medio. Está claro que el destino no existe, recapacité, a ninguna fuerza cósmica se le ocurrirían esas cosas tan estúpidas.

Pensé en llamar a mis padres. Necesitaba cerrazón sosegada. Coherencia roñosa, barata. Que me hablaran con la voz resignada de triunfo para que volviera a casa. Era de esperar, hijo. Aquí estarás mejor, con nosotros. En unos años habrás terminado la carrera y ya podrás viajar con tus amigos. En verano. Donde quieras. Mi llamada exigía un ya te lo dije, un nosotros lo sabíamos pero te empeñaste. La confirmación de mi culpa. Nunca te has ido solo a ningún sitio, Nicolás. Cambridge. ¿Qué hay en Cambridge? Deja de jugar y haz la maleta. Aun puedes empezar aquí el curso. Pensabas que ibas a llegar allí y todo iba a ser fiesta y jarana. Cualquier cosa con tal de no estudiar. Siempre estás igual. Te crees que no sabemos lo que hacen los estudiantes cuando salen de su país. Eso no es para ti, Nicolás, hijo.

Pero mis padres ya no hablaban conmigo desde una posición de autoridad. Les cayó un manotazo de aire triste, y me dijeron algo así como ya eres mayor. Algo así. Porque lo dijeron sin palabras, a la manera en que Dios dicta sentencias. Yo siempre toleré las riñas, nunca los silencios. Todo eran camas sin hacer y comidas frías, recalentadas en el microondas y vueltas a enfriar.

Les faltaba el sueño y los vocablos. A mis padres. Les faltaba mi nombre. Hasta el más tonto sabe que lo que no se nombra desaparece. Vivían entumecidos. Mis padres. Perseguidos. Abandonados. Todo a la vez. Con una pieza rota que impedía funcionar al resto del mecanismo. Desde que mi hermano pequeño se fue, mis padres y yo nos alejábamos en direcciones opuestas. Un universo en expansión.

Todos los niños se hacen mayores, de pronto, una mañana. Eso me dijiste un día. Yo te expliqué que mi hermano Marcos jamás crecería. Marcos siempre sería un niño, pero un niño de verdad. Nunca te he contado su historia.

La primera vez Marcos tenía tres años. Se quedó dormido en el sillón. Hecho un ovillo. Nuestro gato, Gaspar, dormía junto a él. Hecho un ovillo. Dos huracanes vistos desde una estación espacial. Yo estaba tumbado en el suelo. Una cerveza robada de la nevera. Una bolsa de patatas. En la televisión echaban Sin Perdón y Clint Eastwood decía: matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría llegar a tener.

Creo que era la segunda ocasión en que mis padres nos dejaban solos. Tal vez la tercera. Sin un adulto que gobernara con su idiocia nuestras decisiones. Me incorporé. Marcos no estaba. Gaspar seguía dormido. En la misma posición de turbante. Mi hermano se había convertido en aire. Un ángel inexpresivo que había salido por la ventana. Marcos tenía vocación de nómada.

Durante horas buscamos su tímida presencia. Bajo las camas. Entre los coches. En mi garganta. En la espeleología oculta de las cosas. Lejos de la propia razón. Marcos siempre había sido un niño especial. Eso lo sabíamos todos. Con tendencia al autismo de los pájaros, que parecen estar y no. Te miraba y creías que te iba a convertir en un poema. Así, sin bolígrafo ni nada. Ataviado de la constate expresión de desconcierto del que ha perdido el autobús en una ciudad extraña.

Marcos tampoco se había escondido en los armarios. Ni en el cubo de la ropa sucia. No se había envuelto en seda para salir con alas de colores. Gaspar bostezaba. Calibré cualquier fortuna. A cada rato me asomaba por la ventana. Esperaba, quizá, ver su cuerpecito convertido en una sombra chinesca sobre el asfalto. A Marcos le gustaba ponerse la toalla a modo de capa y volar. Como a todos los niños. No, claro que no, Marcos no era cualquier niño. Era diferente.

Mi madre dejó de intentarlo. Lloraba. Las lágrimas se le amontonaban en los ojos sin caer. Bailaban, negras, mágicamente sujetas en el barranco de sus mejillas.

¿Dónde está?

La policía no sabía nada. Ningún aviso. Nos llamarían pronto. Estaban en ello. Aún era pronto para hacer conjeturas. Una travesura. Un despiste. Había que esperar. Esto es más habitual de lo que ustedes creen, señores, ya verán. Marcos secuestrado. Marcos en las alcantarillas. Marcos en el río. Lo imaginé flotando, azul, enriado. Con los ojos abiertos y redondos como los de Gaspar en la oscuridad, mirando al vacío. Indiferentes. Los ojos de los gatos ven cosas que nosotros no vemos. Pura ciencia. Marcos en un maletero. Marcos de vuelta al mundo mágico del que sin duda vino para regalarnos tres años de ternuras. Mi padre se sujetaba el pelo con las dos manos. Cadavérico. Afilado. Marcos en la selva, sin madre ni padre, asediado por monos juguetones y reptiles sibilinos.

Mi padre me miró y supe que si Marcos no aparecía yo también dejaría de ser su hijo.

Ocho horas pasaron sin rastro de mi hermano. Estábamos todos en la cocina. Cada sonido suponía un sobresalto plúmbeo. Cada ruido un tiroteo. Mirábamos al suelo. Al reloj de pared. Los segundos eran hachazos en el reloj de pared. Mi padre movía el teléfono para asegurarse de que estaba bien colgado. Daba vueltas. Mi madre no. Ella se sujetaba las manos para que dejaran de temblarle. Estaba muy guapa cuando lloraba sin lágrimas. Qué pena que las mujeres sean tan hermosas cuando están tristes. Mi padre cogió su abrigo. No aguanto más, dijo, aunque en realidad no hablaba con nadie. Salgo a buscarlo.

Gaspar nos miraba sin comprender por qué lloran los búhos y las personas. Un ronroneo. Un salto. Una carrera al salón. Pensé que solo él tenía respuestas. Quizá el huracán de Gaspar había engullido a mi hermano pequeño. La meteorología es una ciencia mágica, engañosa e impredecible. Fui tras él. Hablar con un gato. Qué ingenuidad.

El gato brincó al sofá y se ovilló junto a mi hermano. Marcos, grité. Mi hermano abrió sus ojillos. Gimió por haber sido despertado de un modo tan impertinente. A nadie le gusta que le despierten a voces. A un niño de tres años tampoco.

Abrazos, lloros, preguntas y besos. Ya sabes. Más preguntas.

Marcos miraba nuestras preguntas como si fueran un cuento de miedo. Como si fueran cuerpos mutilados. Con tres años uno todavía no sabe lo que es la muerte. Se tiene miedo a otras cosas mucho más serias como los monstruos del armario o el llanto de tu madre. Eso sí que da miedo de verdad.

Se había dormido con Gaspar, repetía. Gimoteaba. Nico veía la tele ahí, mi hermano señalaba el suelo y todos mirábamos la alfombra en busca de evidencias. Tiritaba de un modo que se nos quebraba el alma. Pobre Marcos, se había quedado dormido, claro. Pedía perdón con mocos y ojos grandes. Dormido. Ocho horas. No se había movido del salón. Marcos. No nos mientas. En el salón hemos entrado siete personas a buscarte. Varios vecinos. La policía. No tiene gracia, Marcos. No vuelvas a hacerlo o…

Marcos había estado ocho horas dormido. En el sofá. Acurrucado. Con Gaspar. Sin que nadie lo viera. Una decena de personas había pasado por delante sin verlo. Tenía solo tres años. A esa edad no se miente.

 

 

 

Mis padres visitaron pediatras y neurólogos. Metieron a mi hermano Marcos en cápsulas mortuorias en busca del poema secreto que guardaba su materia gris. Le sacaron fotos a todo su sistema nervioso. Su cerebro laminado parecía una mariposa de plomo. En el entramado de nervios, lóbulos y sinuosidades tampoco había respuestas. Qué se creían. Después vinieron aquellas sesiones, largas como mirar el movimiento circular de las manecillas de un reloj. Horas en habitaciones llenas de juegos, colores y médicos con bata blanca que al terminar regalan caramelos con una sonrisa y luego se encierran, muy serios, a solas con los mayores. ¿Dónde estuviste, Marcos? Dormido en el sofá, con el gatito, se llama Gaspar.

Todo fue en vano. Mi padre terminó por aprender a olvidar el asunto. Yo creo que lo rumiaba en soledad. Así son los hombres. Mi madre pasó semanas sin dormir. Apoyada en el marco de la puerta, viendo dormir a su hijo. Así son las mujeres. Les quitan una parte de ellas al parir que se aleja poco a poco y se pasan el resto de la vida buscándola. Amputadas, como los miembros fantasmas de los mutilados. Hay que entenderlo, aunque no podamos. Como entendemos a la muerte o a Dios. No se puede pero hay que hacerlo.

Desde aquel día en casa solo se habló en susurros, dentro de habitaciones que cerraban sus puertas por dentro. Se diría que siempre había un bebé al que poder despertar. Y nadie se miraba a los ojos. Solo al suelo y a las propias manos.

Cuando nos veían en el portal, los vecinos movían la cabeza y apretaban los labios.

Mi madre convenció a mi padre para que fuésemos al pueblo. Allí vivía una santera. La Lechuza, la llamaban. Cosas de antes, supongo. Era muy famosa en toda la comarca. Quitaba las verrugas por teléfono, y conocía remedios naturales para cualquier enfermedad. A mi abuela le desaparecieron los clavos de la piel con una oración, recuerdas, esgrimió mi madre para ablandar su propio agnosticismo. La gente dice que a una vecina le curó el cáncer, así sin más. Bobadas, mujer, cómo te crees eso. Y qué me dices de las dos niñas, insistía ella. Todos recuerdan cómo la Lechuza ayudó a encontrarlas. Se habían perdido en el monte: cuentan que le cortó la cabeza a un gallo y la sangre se vertió a manguerazos por todo el cuarto. Mi abuelo lo vio. La Lechuza leyó en esas manchas rojas. Luego los gallos descabezados comenzaron a correr hasta el pozo. Y allí estaban, las dos, abrazadas en la profunda oscuridad, como el signo de géminis. Lo vio todo el pueblo.

En aquella casa olía a humo de encina, a pasado, a luto. Todo estaba hecho de piedra y de tiempo: de geología. La lumbre expulsaba una bruma que solo calentaba la cabeza. La vieja cogió a Marcos en brazos. Sus cabellos eran muy claros, casi transparentes. Sus cabellos se difuminaban igual que si fueran a hacerse de vapor. Lo miró a los ojos durante varios minutos. Marcos le aguantó la mirada. Hipnotizado. Dos animales retándose. La Lechuza parecía que iba a perder los globos oculares. Que se le iban a caer como dos pelotas viscosas y se le llenarían de tierra. Pensé que uno se había metido dentro del otro. Mis padres se cogían de las manos. Yo estaba en pie detrás de ellos. Se diría que esperábamos el flash de un fotógrafo que no terminaba de llegar.

A Marcos se lo llevarán más veces. Ya está, eso era todo. Se lo llevarán más veces. Ahí estaba su sentencia. Y dejó al niño en el suelo como quien suelta una maleta al llegar a casa. Muchas más. No podréis hacer nada. Aún lo sujetaba de la mano y Marcos quería escapar. Todas las veces que ellos quieran. Se lo llevarán. Hasta que un día, seguramente nunca vuelva. Se lo llevarán y no lo traerán de vuelta. Mi padre le arrancó a Marcos de sus manos punteadas de lunares negros, de manchas de edad, y se metió en el coche. Mi madre encendió un cigarrillo. Hacía años que no fumaba. Leía las hojas de la vida en la ventana. Asimilaba la primera verdad que le habían dicho tras varios meses de consultas, psicoanalistas y pediatras. Esas cosas solo las saben las madres. Los demás tampoco lo entenderemos nunca.

En nuestra primera cita, sobre el embarcadero, me dijiste que tú no querías ser madre. Que eras demasiado egoísta para eso. Yo no te creí. Aunque por aquel entonces aún desconocía que el egoísmo es una suerte de anhelo supremo. Pensaba que tenías miedo a los milagros. Sí, algo así, tenías miedo a que tu cuerpo pudiera ser un vehículo de hacer milagros. Porque todos tienen miedo a lo que no entienden, pero lo que les da miedo de verdad es admitirlo. Qué equivocado estaba. Me has engañado tantas veces.

Te dije que yo tampoco sería nunca padre. He visto lo que sufren los padres por culpa de sus hijos. Pero hay algo más. Te lo expliqué aquella misma noche, en uno de los silencios en los que te enclaustrabas: nadie habla de lo que sufren los hijos por hacer sufrir a los padres. Esa bobada te dije.

Yo miraba a la vieja. Fascinado por aquellos brazos arrugados y torpes, de cartón mojado. Parecía pedirme perdón.

El humo ya se podía coger con las manos y punzaba con fuerza las sienes.

Mi hermano pequeño se llamaba Marcos. La segunda vez que se lo llevaron tenía cuatro años. Unos cinco meses después de visitar a la Lechuza. Estuvo desaparecido catorce horas y media durante las que no paró de llover. Subió a un tobogán del parque mientras mi madre abría el paraguas para volver a casa. Amanecía ya cuando un vecino que había salido a pasear a su perro lo encontró encaramado al mismo tobogán. Su ropa estaba seca. Marcos pasó tres días sin hablar.

De la siguiente ausencia mi hermano pequeño todavía no ha vuelto a casa.

Esa mañana de sábado en que yo miraba el techo de mi habitación azul en Cambridge hacía ya dos años y medio de su última desaparición. El tiempo había pasado en todos los lugares del mundo menos en mi casa. Allí no. De allí Marcos se llevó todos los latidos y detuvo todos los relojes.

 

 

 

Era sábado en Cambridge, ya lo he dicho. Nunca vi un sábado igual. Tan domingo por la tarde. No encuentro otra manera de describírtelo. Mi abuelo Martín decía que todo el mundo reconoce un domingo por la tarde. Te pueden encerrar en una habitación sin luz durante diez años. Da igual. Si te sacan un domingo por la tarde lo sabrás. Pensé que a lo mejor en Cambridge todos los sábados eran domingo por la tarde.

Miré por la ventana otra vez. Un matrimonio de ancianos caminaba por la acera, reclinados en sus andadores. Son bellos los ancianos anglosajones, no te parece, tan blancos, tan suaves, casi un eslabón más de la evolución. Una mujer cargaba con la compra en bolsas recicladas. Tras ella dos niños pegaban patadas a un balón sin reglas fijas. En la casa de enfrente una luz parpadeaba. Todas las casas eran iguales. Dos plantas de ladrillo pardo que conformaban cuatro viviendas, una valla de madera envejecida, hierba muy verde, mal peinada.

Llovía. Abrí la ventana. Un suspiro de eucalipto entró en mi habitación. Saqué la mano. Llovía, sí, pero no caía agua. Las gotas flotaban, suspendidas como una pluma en una brisa muy espesa.

 

 

Me rendí. Con solo veinte años, claudiqué. Qué razón había para la lucha. Por qué nos empeñamos con una fuerza conmovedora en pasar penurias. Ese suicidio cotidiano de no estar nunca satisfechos. Por qué los planes siempre se desmoronan por donde ellos quieren, al igual que una mancha de agua que se extiende a su antojo. Los futuros nunca existen, cambian y terminan por ser una deformación. Hay veces que uno piensa que solo se está vivo cuando se sufre. Solo entonces se ve lo que de verdad importa, si es que hay algo que de verdad importe. Cada persona le da importancia a unas cosas. Nadie puede discutirlo.

Era sábado. Al menos en España era sábado. Las once. Todavía no había retrasado la hora de mi reloj. Mis amigos estarían jugando al fútbol. Después se tomarían unas cervezas. Donde siempre. Algunos se irían a casa y otros, entre los que me cuento, llamarían a sus madres para decirles que se quedaban a comer por ahí, yo qué sé mamá, por ahí. La tarde sería larga. La noche sería larga. En los bares de siempre. Risas. Confort. La mente del ser humano no está preparada para entender su insignificancia. Lo que me extraña es que haya gente que se pase la vida estudiando su grandeza. Hay que ser imbécil para estudiar tu cerebro en otro cerebro. Qué se creen que van a encontrar. A Marcos no le encontraron nada por más que miraron. Marcos. Y si Marcos volvía. Y si regresa durante dos horas y yo no estoy allí para verlo. Era mi hermano. Le echaba de menos. Los niños de seis años dejan un hueco muy profundo. Por lo que son y, como diría Clint Eastwood, por todas las personas que podrían llegar a ser.

Capitulé como solo tienen razones para hacerlo los ancianos vapuleados. Quizá ni ellos. Siempre me ha costado entender el honor de la derrota. O la derrota con honor. He perdido muchas veces. Cada día es una pequeña pérdida. Qué orgullo hay en ello. Hemingway decía que el hombre no está hecho para ser derrotado, un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Así lo escribió por boca del anciano pescador en El viejo y el mar. Pero de eso ya ha hablado mucha gente. Incluso puedo decir que la mayor parte de las veces ni me importa. Olvido fácilmente los fracasos, tanto como los éxitos. Pero nunca he sentido ninguna dignidad o decencia en ello. La ambición nunca me tocó con sus afiladas uñas para hacerme perder la imparcialidad.

Había pasado más de veinte minutos ensimismado en los saltos anárquicos de mi pensamiento. Alguien hacía café en la cocina. Pasé el pestillo de la puerta de mi cuarto. Me senté en el suelo con el teléfono móvil en las manos y llamé.

Descolgó mi abuelo.

Hola, Nicolás. Iba a bajar al salón a jugar al ajedrez. Son todos malísimos, y tardan horas en mover. Ayer se me durmió uno y luego decía que le había hecho trampas. Lo que hay que aguantar. Veré alguna película. ¿Ya tienes casa? Me alegro.

Después de unos segundos de silencio la voz de mi abuelo cambió. Me dijo, Nicolás, Nico, qué te pasa, y otras cosas muy extrañas como que somos un soplo de aire y que hacerse joven lleva demasiado tiempo. Eso es de Picasso, abuelo.

No le entendí pero le dejé hablar.

Mi abuelo había pasado toda su vida dentro de una mina. Entre piedras y olor a caucho quemado. Rutina sobre rutina. Como una baraja de cartas. Ahora vivía en una residencia de ancianos a las afueras de la ciudad. Nunca tuvo vacaciones. Como si se enorgulleciera de todas sus privaciones. Eso decía siempre que alguien se quejaba: yo nunca tuve fiestas, recreos ni vacaciones, había que trabajar. Y punto. No decía más. Él sabía que era suficiente para librarse de cualquier réplica. De pequeño tuve que comer bellotas de lo pobres que éramos, no te quejes. Y, claro, nadie se quejaba. No había forma de poner otro grano de arena para superar su montaña de padecimientos.

Cuando mi abuelo se jubiló, mi abuela ya había muerto. Supongo que con ella murieron muchas cosas más. Pero de eso mi abuelo nunca hablaba. En realidad casi nunca hablaba de nada. Por eso me sorprendió la charla de aquella mañana al teléfono.

Estoy muy orgulloso de ti, dijo más despacio, con la boca llena de plumas, imaginé. A veces la imaginación lanza mensajes de lo más turbadores. Date tiempo. Disfruta. Nicolás, no dejes de hacer nada de lo que un día puedas arrepentirte. Pierde el tiempo todo lo que quieras, pero nunca lo pierdas haciendo cosas que no quieres hacer. Nicolás, me oyes, bah, qué viejo soy, nunca creí que se pudiera ser tan viejo.

Sí, Martín, susurré –a mi abuelo no le gustaba que le llamaran abuelo–. Ahora sí lloraba. Sin esfuerzo ni nada. Yo nunca he sido viejo, por lo tanto no puedo saber lo que significa saber que nunca podrás ser nada más que eso: viejo. Cuando un viejo te abre su corazón da mucha pena. Sabes que está derrotado, diga lo que diga el borrachuzo de Hemingway.

Gracias, Martín. Mi voz sonó a despedida. Miré la pantalla del móvil para calcular el gasto de la llamada. La pantalla estaba enferma de viruela. Tres minutos veintitrés segundos. Veinticuatro. Veinticinco. El aparato habló desde mi mano: Y sobre todo no se te ocurra llamarlos. Que sufran por ti. Esa es su tarea ahora. Que sufran y recuerden que tienen un hijo de veinte años. Coño, Nicolás. Ya es hora de que eduques a tus padres. Ya va siendo hora que recuerden. Ahora apaga el maldito móvil y sal de casa.

Media hora después salí de mi cuarto con una mochila y ropa para hacer deporte. El deporte siempre fue una medicina certera y fiel. En la cocina había una taza de café a medio beber sobre la encimera y dos platos con migas de pan en el fregadero. Un gemido, frío, tristísimo, venía del cuarto de baño. Gennaro parecía llorar. Lloraba en italiano. Hay idiomas en los que se llora con más pena, de eso no cabe duda. Creo que golpeó la pared con el puño. Con los dos puños. Debía tener la boca apoyada contra la pared. Llenaba los azulejos de babas y salmos. Sus quejas repercutían, comprimían el encofrado de las paredes y se deformaban dentro del tabique que nos separaba. Un ulular de lobos.

Pensé que a él tampoco le gustaba que los sábados fueran domingo por la tarde. O que su hermano pequeño tampoco había vuelto a casa. Sea lo que fuere, deduje, Gennaro nunca había comido bellotas pero tenía motivos sobrados para quejarse de verdad.

En realidad, creo que rezaba. A mitad de la oración tiró de la cisterna.