A los que sufrieron la censura en los años del franquismo.
Y a Silver Kane, Keith Luger, Donald Curtis, Clark Carrados, Marcial Lafuente Estefanía, Fidel Prado y tantos otros.
Se’n va anar, compuesta por Josep María Andreu y Lleó Borrell, es cantada, en doble versión, por Raimon y Salomé en catalán.
Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, afirma: «No pasa nada porque haya un tema en catalán».
Se’n va anar gana el festival.
El médico acababa de examinarle y siempre hacía lo mismo.
Guardaba su estetoscopio, ponía cara de circunstancias, le soltaba un lacónico: «Ya puede abrocharse» y se dirigía a su mesa para sentarse y empezar a escribir en su ficha.
Ni una palabra de si estaba bien o no.
Hilario pensaba a veces que la diferencia entre un policía y un médico era mínima. Ninguno de los dos hablaba hasta tener las cosas claras.
Hizo lo que acababa de pedirle, como cuando era niño y obedecía a todo sin chistar, no fuera a escaparse un pescozón por abrir la boca. Los médicos tenían un poder casi sobrenatural. La salud era de uno, pero el veredicto les correspondía a ellos. La distancia entre la vida y la muerte, o, en menor escala, entre la esperanza y el miedo, pasaba por sus manos. Uno podía sentirse perfectamente y entonces el de la bata blanca le soltaba un: «Le quedan seis meses de vida».
Bueno, tampoco es que fuera aprensivo.
¿O sí?
Se abrochó la camisa, se anudó la corbata, se colocó las correas con la sobaquera y la pistola bien sujeta en la funda, se puso la chaqueta y recuperó su lugar en la silla, frente a la mesa de despacho donde el galeno, pluma estilográfica en ristre, garabateaba con letra rápida pero pulcra su diagnóstico.
Esperó unos diez o doce segundos.
—Bien, bien —rompió el silencio el facultativo.
—¿Todo? —se atrevió a hablar finalmente.
—Sí, sí, todo. —Escribió un puñado más de palabras y dio por concluida la redacción de su estado antes de levantar la cabeza para mirarle y agregar—: Yo diría que ya puede olvidarse de ello.
—Tanto como olvidarlo…
—Bueno, ya, un tiro es un tiro, nunca pueden descartarse secuelas, pero por lo que a mí respecta creo que esto ya está finiquitado, y además muy rápido, que no hay como estar en forma. Respira bien, no hay rastro de problemas pulmonares, la cicatriz está perfecta… Ya le dije que había tenido suerte. Cuando una herida es limpia y afecta lo mínimo…
—Me alegro.
—Nada, hombre. Ya puede seguir persiguiendo a los malos. —Remachó el chiste con un—: Pero la próxima vez que le apunten, se aparta.
—Lo intentaré.
—En estos casos un simple milímetro puede marcar la diferencia.
—Dígamelo a mí.
—De todas formas, esta bala le pilla con cincuenta o sesenta años, y otro gallo cantaría.
—A los sesenta espero no estar en la calle, y a los cincuenta…
Iba a decir que esperaba ser cuanto menos comisario.
Prefirió callarse.
¿Desde cuándo le daba por pensar que quería ser comisario?
—A los cincuenta en un despacho, hombre. Y que persigan a los asesinos los jóvenes, ¿no?
—La experiencia cuenta.
—Usted acaba de cumplir los cuarenta. ¿Desde cuándo es inspector?
—Hace siete años.
—Joven, ¿no?
—Depende. —Se encogió de hombros.
—Sí, claro, todo está aquí. —El médico se tocó la frente con un dedo y se levantó de su asiento—. Yo tengo un campo de acción limitado a un cuerpo humano, aunque con infinitas posibilidades según el estado de cada cual. Ustedes, en cambio, con eso de seguir pistas y atar cabos… Seguro que no es como en las novelas policiacas.
—Eso fijo.
—A mí me gustan las de Agatha Christie. Poca violencia y mucha cabeza. No como todo lo que nos viene de Estados Unidos, que mire que les gusta la sangre, ¿eh?
Sus manos se encontraron en el centro de sus geografías.
—Gracias.
—No hay de qué. Un placer, inspector Soler.
—Así ya no he de volver, ¿verdad?
—No, no.
—¿Y en los cambios de estaciones, alguna molestia?
—Nada, hombre, tranquilo. ¿Tiene hijos?
—Uno de diecisiete y una de dieciséis.
—Vaya, se casó joven. —Le puso una mano en la espalda para acompañarle amigablemente hasta la puerta de la consulta—. Iba a decir que las heridas de guerra siempre son muescas heroicas y que eso impresiona a las mujeres y a los pequeños, pero en su caso ya no ha de impresionar a nadie.
—Lo pasaron muy mal los tres.
—Lo imagino. Bueno… ¿Soler?
La sonrisa era ancha.
Volvieron a estrecharse las manos, con la misma fuerza que un segundo antes.
—Espero no verle más —dijo Hilario.
—Hombre, por la calle, como amigos…
—Eso sí.
La sonrisa de despedida fue mutua.
Después él dio un paso y, tras una salutación final, la puerta se cerró a su espalda.
Caminó despacio, con la vista fija en el suelo. El último dolorcillo había desaparecido hacía días, incluso semanas, pero la palabra final la tenía siempre el dichoso doctor. De hecho, en cuanto le quitaron el vendaje ya se reintegró al cuerpo. No estaba el horno para bollos. La movilidad era plena. Si tras auscultarle su pulmón estaba bien y su respiración fluía sin resquicios…
Claro que de haber estado de baja se habría ahorrado el marrón de Peláez.
Ahora vivía en el maldito ojo del huracán.
El maldito cabrón hijo de puta…
Salió del Hospital Clínico por la puerta principal y mientras bajaba la escalinata se encontró con la más inesperada de las presencias.
Su esposa.
Corría a su encuentro.
—¿Roser? —Se detuvo antes de que ella le alcanzara.
—Iba a buscarte. —Respiró con fatiga por la carrera—. ¿Qué te ha dicho el médico?
—Que estoy bien. ¿Sucede algo?
—¿Pero bien, bien?
—Que sí, mujer. Si ya te lo decía yo.
—Como te pasas los días tocándote el pecho…
—Debo de estar volviéndome aprensivo, mira tú. —Recordó sus pensamientos de un poco antes y luego insistió—: ¿Se puede saber qué haces aquí?
—Te está buscando García.
—¿El comisario jefe?
—¿A cuántos Garcías conoces que puedan buscarte?
—¡Si le dije que iba al médico a primera hora!
—Pues ya sabes cómo es. Dos telefonazos en diez minutos.
—¿Y qué le has dicho?
—Pues eso mismo, que estabas en el médico, pero a la segunda y visto el plan, histérico él, le he dicho que como tenía que pasar por aquí delante, si entraba y todavía te pillaba te lo diría.
—Joder —rezongó.
—Luego se te escapa en casa y te quejas de que Ignacio hable mal.
—Si es que… —Hizo un gesto de fastidio—. ¿No te ha dicho qué quiere?
—A mí me lo va a contar. —Roser puso cara de sorpresa.
—De acuerdo, a ver si pillo un taxi. Eso me pasa por no llevarme el coche.
—No, llámale antes.
—¿Te lo ha dicho él?
—Que si te veía, que no vayas a comisaría, que primero le telefonees.
Eso solo podía significar una cosa.
Un delito grave, un lugar al que acudir.
Y le quería a él.
—Gracias por venir. —Le dio un beso en la comisura de los labios.
—Bastantes líos tienes ya, cariño. —Dulcificó su gesto ella—. Por la forma de gritar de ese energúmeno…
—Los líos los tiene él conmigo.
—Ya, pero te veo haciendo de guardia en Ceuta o Melilla, con uniforme.
—Venga, vete a casa.
—Iba a ver a mi hermana, por eso pasaba por aquí delante. Como las dos últimas veces te acompañé sabía dónde estaba tu médico.
El último beso, más rápido.
Luego ella se alejó con el repiqueteo de sus tacones tamborileando en la calle y él cruzó Casanova para buscar un bar donde tuvieran teléfono público.
Lo encontró en Rosellón, antes de Muntaner. Había parroquia, gente que tal vez esperase para entrar en el hospital y un par de obreros del edificio que se estaba construyendo al lado. También una enfermera, acodada en la barra con su uniforme blanco y tomándose un café. Hilario fue directo al camarero y le pidió una ficha para el teléfono.
—¿Va a tomar algo?
Le enseñó la placa.
—Solo la ficha.
El camarero, con una mirada de respeto, ya no abrió la boca. Se la colocó delante, la pagó y fue al teléfono que colgaba como una mancha negra de la pared lateral. Después de discar el número tomó aire y esperó hasta escuchar la voz de Míriam al otro lado.
—Soy Soler. Pásame al comisario.
—Menos mal. —La muchacha no le ocultó la agitación—. Está que se sube por las paredes. ¿No le oía gritar? Yo creo que desde el Tibidabo podía escuchársele.
—¿Algo grave?
—Y yo qué se. Le paso.
Volvió a tomar aire. Sus pulmones, los dos, el sano y el herido por aquella dichosa bala, se llenaron también del humo que inundaba el bar. Eso le hizo carraspear un poco. Casi al instante tuvo que apartar el auricular de su oído.
—¡Soler! ¿Dónde coño está?
No soportaba las expresiones malsonantes, pero él nunca predicaba con el ejemplo.
Para algo era el comisario.
—En el Clínico. Mi mujer me ha localizado cuando salía de ver al médico.
¿Una pregunta interesándose por su salud?
Eso hubiera sido demasiado.
—¡Vaya cagando leches a Les Corts! —El tono ni siquiera bajó de intensidad—. Taquígrafo Garriga con Cabestany. Ya verá el lío cuando llegue.
—¿De qué se trata?
—Un asesinato. Un hombre en un 600. Quesada está ya allí y le dará los datos.
—¿No había nadie más disponible hoy? —se atrevió a preguntar demasiado temerariamente.
Un viento gélido envolvió el grito final del comisario Pablo García
—¡Coño, Soler, ya!
Colgó y se quedó mirando el negro teléfono de pared.
El primer asesinato que le asignaban desde…
Tampoco es que en Barcelona hubiera muchos, pero con lo de Martín Peláez revoloteando como una guillotina pendiente sobre sus cabezas, ya no se fiaba de nada.
O casi.
El disparo que le había atravesado el pulmón formaba parte de sus pesadillas, pero el grito de aquel chico, Jaume Crusat, mientras caía al vacío, no dejaba de conmocionarle el alma.
Hilario Soler salió a la calle y paró un taxi en la esquina de Muntaner.
La zona ya estaba acordonada desde mucho antes del cruce de Taquígrafo Garriga con Cabestany, así que pasó de exhibir placa para llegar hasta la misma esquina. Dejó el taxi en Travesera de Les Corts y acabó el recorrido a pie filtrándose por entre los curiosos. Una vez identificado para cruzar el límite marcado por la policía, alcanzó su destino. Al 600, de color gris oscuro y encajonado entre dos camionetas, lo cual le restaba visibilidad, le rodeaba un enjambre de hombres, de paisano y de uniforme. El subinspector Ernesto Quesada era uno de ellos.
Se acercaron el uno al otro con aire circunspecto.
—¿Inspector? —lo saludó Quesada.
—¿Qué tenemos?
—Venga.
Ernesto Quesada era de nuevo cuño, todavía tierno, pero intuitivo y muy profesional. Se lo tomaba en serio. Llevaba una libretita en la mano y era de los que lo anotaba todo con minuciosidad, para no olvidarse de nada.
Él prefería la cabeza.
De momento.
El cadáver estaba sentado en el lado del conductor, con la cabeza apoyada sobre el volante. Desde la calle daba la impresión de estar dormido, pero con la portezuela del coche abierta se apreciaba la balsa de sangre en la que se había convertido el suelo del 600. El cuerpo del muerto también era un mapamundi de color rojo en el cual los cortes parecían fronteras.
—Lo han masacrado a cuchilladas —dijo Quesada como si no fuera evidente.
—¿Se defendió?
—Sí, también tiene cortes en las manos. El que lo hizo estaba a su lado.
—Habrá huellas.
—Esperemos.
Hilario se inclinó hasta quedar casi en cuclillas. El cadáver todavía no olía, pero las moscas se estaban dando un festín y zumbaban con virulencia. El cuchillo, de cocina, enorme, también seguía en el suelo, entre los dos asientos. En los de atrás vio únicamente una botella de agua abierta y tumbada, con apenas un poco de líquido en su interior. El muerto no daba la impresión de ser gran cosa, un hombrecillo de mediana edad, un poco más tal vez. La cara de estupor con la que había muerto revelaba que lo que menos esperaba en la vida era justo lo que acababa de sucederle.
Sus ojos, muy abiertos, reflejaban estupor.
—La científica ya ha terminado, de momento —siguió informándole Quesada—. En cuanto el juez dictamine el levantamiento del cuerpo lo llevaremos al anatómico forense a ver qué tal, aunque la causa de la muerte es más que evidente. —Se tomó una pausa y concluyó con un lacónico—: Yo he contado como mínimo veinte cuchilladas, y puede que haya más si algunas se han superpuesto.
—Mucho odio —dijo Hilario.
—Y rabia. Debió de seguir acuchillándole ya muerto.
—¿Se sabe quién es?
—¡Oh, sí, perdone! —Abrió su libreta y se puso a leer los datos—. Llevaba la documentación encima. Se llama Gabriel Sepúlveda Miranda, nació en Vilapruna, más o menos a una hora u hora y media de Barcelona en coche, tenía cincuenta y dos años, casado. Según el DNI vive en la calle Vilapicina.
—¿Dónde cae eso?
—Es una muy corta, casi paralela a Fabra i Puig, por debajo del Turó de la Peira.
—Eso está al otro lado de la ciudad —calculó él.
Ernesto Quesada no supo qué decir.
Hilario volvió a estudiar el cadáver, la posición del cuerpo, su expresión, la manera en que tenía las manos surcadas de cortes y caídas a ambos lados. Se había resistido, pero inútilmente y ya sin aliento para oponerse a su fin. Lo más seguro era que a la primera cuchillada ya se hubiese quedado sin fuerzas.
Quien lo había hecho tenía que haber salido del coche casi tan ensangrentado como lo estaba él.
Se levantó y fue al otro lado.
En el suelo vio unas pocas gotas. Más allá nada. Quizás el tráfico las hubiese borrado. Quizás no.
Levantó la vista y estudió las casas. Eran bajas, pequeñas, típicas de barrio viejo y antiguo. La plaza de la Concordia se veía desde la esquina. Las dos camionetas que encajonaban el 600, sin embargo, limitaban mucho la visión de su interior.
Solo pasando por su lado y mirando hacia dentro…
—¿Quién ha encontrado el cadáver?
—Venga —lo invitó Quesada.
Caminaron unos metros por Taquígrafo Garriga. El hombre, unos setenta años, trataba de que su perro no se excitara más de lo que ya parecía estarlo. Pero era un buen animal, se le notaba. Un lobo de orejas tiesas, patas poderosas y cara de buena persona, es decir, de buen animal. El testigo debía de haber contado ya su historia una docena de veces, disfrutando con cada una de ellas.
Era su momento de gloria.
Dejó de hablar con los dos agentes que le escuchaban al aparecer ellos.
—Señor Pedrosa. —Quesada se lo presentó—. ¿Podría repetir de nuevo cómo ha sido todo al inspector?
El grado subía, así que su tono también lo hizo.
—Cirili Pedrosa —se presentó tendiéndole una mano.
—Inspector Soler. —Se la estrechó bajo la atenta mirada del perro—. ¿Le importa volver a contarlo?
—Oh, no, no señor. Faltaría más. —Casi se subió a las puntas de sus zapatos—. Lo que ustedes quieran y cuando quieran. Desde luego, el que le ha hecho eso a ese pobre hombre… —Se estremeció—. Este es un barrio muy tranquilo, ¿saben? Ni cuando teníamos el campo del Barça ahí más cerca había problemas. ¿Qué quiere saber?
—Todo.
—Sí, ya, bueno pues… —Ordenó una vez más sus ideas para volver al origen—. Yo he salido a pasear a Tresky como cada mañana. —El perro movió las orejas al oír su nombre y gimió levemente, con impaciencia—. Bajábamos por Cabestany…
—¿Dónde vive usted?
—En Doctor Ibáñez, la paralela a Cabestany. Primero voy a tomarme un cafetito a la plaza y después damos una vuelta.
—¿A qué hora encontró el cadáver?
—He mirado el reloj —se jactó orgulloso—. Ya he imaginado que me lo preguntarían. Eran las ocho y cuarenta.
—Siga.
—Pues nada, que íbamos caminando tan tranquilos, porque Tresky ya había hecho sus necesidades, cuando al llegar a la esquina se ha puesto a olisquear el aire y a gemir. No es normal que haga algo así, ni aun habiendo algún perro cerca. Yo le he acariciado la cabeza preguntándole qué pasaba, porque, oiga, le aseguro que es muy inteligente. Solo le falta hablar. Y él ha ladrado un par de veces y ha tirado de mí en dirección al 600, que casi no se veía desde donde estábamos. Firme, como una bala.
—¿Había alguien cerca?
—No, no, nadie.
—¿Ha tocado algo, ha tratado de abrir las puertas del coche?
—No. —Fue terminante, como si le extrañara la pregunta de todo un inspector—. Voy lo suficiente al cine como para saber que no hay que tocar nada en un caso así. —Subió los hombros y agregó—: Vaya, si ese pobre tipo todavía hubiese respirado…
—¿Cómo ha sabido que estaba muerto?
—Tresky y yo nos hemos acercado…
—¿Por qué lado?
—Por el de la calle.
—¿Ha visto las manchas de sangre del suelo?
—Pues no, no me he fijado. —Se miró las dos suelas de los zapatos, una de ellas con una mancha oscura visible en la punta—. Vaya por Dios…
—No se preocupe. Usted no lo sabía. Continúe.
Se le notaba contrariado.
—Bueno… Tresky se ha subido con las dos patas delanteras a la ventanilla y ha empezado a ladrar. Yo he atisbado por el cristal y al ver la posición del cuerpo y, sobre todo, la sangre…
—¿Qué ha hecho después?
—Nada más. Llamar a la policía y esperarlos como me han pedido.
—¿Desde dónde ha llamado?
—Desde la misma plaza.
—De no haber sido por Tresky, ¿qué habría pensado en el caso de haberle visto antes?
Al escuchar su nombre, el perro le lamió la mano de pronto.
Hilario se la pasó por la cabeza.
—¿Ve? Es un animal estupendo —proclamó con orgullo su dueño—. ¿Pensar? Pues… no sé, que se había quedado dormido o algo así. Una buena borrachera…
—Así que no se habría acercado.
—Pues no, la verdad. Allá cada cual con lo suyo.
—Tenemos sus datos, ¿no es así señor Pedrosa?
—Sí, sí.
—Ha sido muy amable. Gracias. —Volvió a tenderle la mano, y tras estrechársela repitió el gesto de acariciar la cabeza del perro—. Buen trabajo, Tresky.
Su dueño se sintió todavía más orgulloso.
Hilario y Ernesto Quesada se apartaron de su lado y retrocedieron hasta llegar de nuevo junto al 600. Algunos vecinos observaban todo desde sus ventanas y balcones. A la espera de que el cadáver pudiera ser trasladado, el enjambre de policías se movía bajo la rutina habitual, preguntar por las inmediaciones si alguien había visto u oído algo sospechoso durante la noche o si alguien recordaba si el coche ya estaba aparcado allí desde mucho antes.
Hilario Soler se quedó pensativo unos segundos.
—A ese le han matado esta noche —dijo Ernesto Quesada—. Me extrañaría que llevara aquí demasiado tiempo. Si no llega a ser por el perro…
—Además de la documentación, ¿qué más llevaba encima? —preguntó él.
—Lo tengo ahí, en el coche.
El vehículo oficial, aunque sin distintivos visibles salvo la matrícula, estaba un poco más arriba, en la calle Cabestany. La presencia de ambos despertó un rumor entre los curiosos, como si se les notara a una legua que eran nada menos que inspector uno y subinspector otro. Quesada abrió la portezuela y tomó una pequeña bolsa de plástico oscuro. Se la pasó a su superior.
—Lo llevaba todo en los bolsillos de ambos lados de la chaqueta, no en los del interior, así que no hay cortes ni manchas.
Hilario lo examinó con paciencia.
Primero una novela barata, de Silver Kane, Los culpables, en apariencia de segunda mano porque estaba bastante deteriorada. Segundo una pequeña agenda negra, con escasos, muy escasos números de teléfono visibles. Tercero unos papeles doblados con anotaciones hechas a mano, ilegibles la mayoría. Cuarto, unas llaves. Por último, la cartera del muerto.
Retornó de nuevo la novela a la bolsa tras pasar las páginas por si había algo oculto entre ellas y el mismo camino siguieron las llaves. Guardó la agenda en su bolsillo para investigarla despacio en cuanto pudiera. Examinó los papeles de manera maquinal y se concentró en la cartera.
Documento Nacional de Identidad, setenta pesetas, una foto en la que se veían tres niños pequeños, una chica y dos chicos, un carné acreditativo de ser funcionario del Ministerio de Información y Turismo, tres tarjetas de visita con las señas del lugar de trabajo, no de la vivienda, y dos capicúas, uno del metro y otro del autobús.
—El móvil no ha sido el robo. —Quesada señaló las setenta pesetas—. También lleva el reloj y el anillo de casado.
—Lo he visto, sí.
—¿Lo de ser funcionario de Información y Turismo complicará el caso?
—No creo —dijo sin estar muy seguro del todo.
Se guardó una de las tarjetas de visita, memorizó los rostros de los pequeños lo mismo que las señas del muerto y guardó la cartera en la bolsa. Acababa de dejarla en el coche cuando uno de los agentes de uniforme se les cuadró delante.
—Una vecina dice que anoche, a eso de las nueve, el coche ya estaba ahí, aparcado, pero sin nadie adentro. Lo recuerda porque fue cuando la camioneta de delante llegó y pensó que luego tendría problemas en salir, ahí metido entre las dos.
—Gracias.
El policía los dejó solos.
—¿Qué opina? —le preguntó a Quesada.
—Teoría 1: llegan juntos, asesino y asesinado, aparcan, discuten y el copiloto le mata. Teoría 2: el muerto entra en el coche, va a marcharse, aparece el asesino, se mete por el otro lado y le acuchilla.
—¿Cómo abre la puerta con el seguro puesto?
—O bien el muerto le conoce y lo hace él, o bien la ventanilla está bajada y listos: se cuela, la sube para quedarse aislados…
—Pasemos a la 1: ¿quién lleva un cuchillo de cocina encima?
—Volvamos a la 2: el asesino vive cerca. Le sigue y…
—Podía seguirle desde cualquier otra parte si tenía pensado matarle. Todo el mundo tiene cuchillos de cocina en casa.
—¿Y dónde oculta un hombre un cuchillo tan grande?
—Un hombre no sé. Una mujer, en el bolso.
Intercambiaron sendas miradas inciertas.
—¿Qué hacemos? —preguntó el subinspector.
—De momento ir a casa del tal Sepúlveda.
—¿Voy con usted? Ahora no tiene compañero… —Dejó la frase sin terminar.
—El comisario ha gritado lo suficiente como para darle prioridad a esto, así que por supuesto va a venirse conmigo.
—Bien, señor.
Pareció gustarle.
Le vio sonreír, satisfecho.
Quizás, después de todo, todavía tuviese algún amigo en el cuerpo.
Ernesto Quesada conducía. Hilario ojeaba la agenda del muerto. No era de los que tenían muchos amigos. Había nombres y números, no direcciones. Muchos ni siquiera tenían apellidos. Cuando la guardó por segunda vez en uno de sus bolsillos, se concentró en el tráfico. Era lo bastante fluido como para que no tuvieran que usar la sirena.
Mejor el incógnito, pasar desapercibidos.
Su compañero seguía sonriendo.
Le había tratado mínimamente, pero tenía fama de eficiente. Casado desde hacía unos pocos años, sin hijos, poco dado a frivolidades, comentarios fuera de lugar o juicios apresurados. Había sido compañero de Matías Delclós hasta su jubilación como inspector, dos meses antes. En este tiempo la comisaría se había convertido en un lugar demasiado peligroso para hacer amistades o incluso mantenerlas. Desde lo de Peláez todos guardaban su posición.
A la espera.
Ninguno sabía qué cabeza caería.
—Quesada.
—¿Sí, señor?
—¿Llamó usted al comisario jefe en persona?
—Sí, desde aquí. —Señaló la radio del coche.
—¿Qué le dijo exactamente?
—No le entiendo.
—Le contó lo del muerto, las cuchilladas…
—Sí, claro.
—¿Le dio toda la información?
—Sí.
—¿También el nombre del muerto?
—La primera vez, sí.
—¿Hubo otra llamada?
—Mía no. Del comisario. Fue cuando me dijo que le esperase, que usted se encargaría del caso.
Hilario se quedó en silencio.
—¿En qué piensa? —Se extrañó su compañero.
—En nada.
—Usted es de los que siempre piensan en algo —asintió sin dejar de sonreír como muestra de respeto y halago—. Yo… bueno, creo que es de lo mejor que hay en la comisaría.
Un amigo inesperado.
—Gracias.
—¿Cree que el comisario le ha endilgado el caso por algún motivo? —Fue sincero.
—No lo sé.
—Un funcionario del Ministerio de Información y Turismo asesinado, por mucho que parezca algo importante, no creo yo que dé para demasiado. ¿Cuántos funcionarios debe de haber en todos esos sitios?
—Más que en la policía seguro.
Se estaban acercando a su destino. Ernesto Quesada se mordió el labio inferior y le miró de soslayo. Hilario lo notó, como si tuviera ojos de mosca, con visión periférica.
—Puede preguntarme lo que quiera. —Le sorprendió él.
—Vaya. —Se puso rojo.
—No le aseguro una respuesta, pero si vamos a trabajar juntos en este caso…
—No quiero que piense que soy un entrometido.
—Pero le preocupa el tema del chico muerto.
—Sí —convino Quesada, ahora serio.
Hilario hizo un gesto indefinido.
Ernesto Quesada podía ser un topo, un infiltrado de Pablo García. Pero le daba en la nariz que no, que se mantenía al margen y, por lo tanto, era honesto.
Un rara avis.
Si se equivocaba, es que su larga experiencia como buen conocedor del género humano se estaba deteriorando.
O tal vez fuese que necesitase hablar.
Tener a alguien dentro del maldito cuerpo.
—De momento todo está igual —se limitó a decir.
—Pues mal asunto, porque estas cosas, cuanto más tardan en resolverse, peor.
—Lo sé —dijo Hilario.
—No es bueno para la moral, para el ambiente, para la comisaría. —Pasó un semáforo casi en rojo acelerando bruscamente—. La gente toma partido y se forman bandos. —Chasqueó la lengua con disgusto—. Además, son palabras enfrentadas, la de Peláez y la suya.
—¿A quién cree usted, Quesada?
No esperaba la pregunta.
Pero a fin de cuentas, el que había iniciado la conversación había sido él.
—Conozco a Martín Peláez —manifestó.
Y en su tono se perfiló el resto.
—Todos le conocemos. —Suspiró Hilario—. Todos menos el comisario.
—Yo más bien diría que le conoce mucho, señor.
Estaban ya en Fabra i Puig. Ernesto Quesada oteó el desvío para entrar en Vilapicina. Hilario colocó el distintivo del Cuerpo Nacional de Policía para poder aparcar sobre la acera o donde hiciera falta.
No esperó a bajar del coche para decirle aquello:
—¿Quiere hacer carrera en el cuerpo, Quesada?
—Sí, claro. —Mostró su extrañeza por la pregunta.
—Entonces le recomiendo que no hable así —le advirtió—. García es gato viejo, lleva toda la vida en esto y tiene muchos oídos. Si caigo, caeré solo.
—Con dignidad.
—Pero solo.
Ya no hubo más. Estaban frente al número de la casa de Gabriel Sepúlveda Miranda. Al menos el que constaba en el Documento Nacional de Identidad, expedido cuatro años antes. Quesada se subió a la acera directamente aprovechando un vado y los dos se bajaron del coche examinando la fachada de la casa, sencilla, sin muchos ornamentos.
Cuando entraron en el portal, una mujer les cerró el paso saliendo del hueco de su refugio.
—Señor Sepúlveda. —Pasó por su lado con paso firme Hilario.
—Segundo primera.
—Gracias —se despidió Quesada.
No tomaron el ascensor. Por suerte no era como las casas del Ensanche, que con el entresuelo y el principal, un segundo equivalía a un cuarto piso. Cuando llegaron al rellano parecieron darse cuenta de que iban a decirle a una familia que uno de sus miembros había muerto.
—Déjeme a mí —pidió Hilario.
Él mismo pulsó el timbre de la puerta.
Al otro lado pareció estallar una pequeña conmoción. Un grito ahogado, una silla desplazada de golpe, una carrera por el pasillo y, finalmente, el ruido de la puerta abriéndose con el cascado gruñido de una vieja cerradura.
Por el hueco vieron a una mujer, cincuenta años, desarreglada, ojos llorosos, rostro de alarma que se acentuó al verlos a ellos.
—¡Ay, Señor! ¿Lo han encontrado? ¿Dónde está? ¿Quiénes son ustedes? ¿Está bien?
No siempre era fácil dar malas noticias.
A veces era peor.
Antes de que pudiera mostrar su credencial o abrir la boca, por detrás de la mujer apareció una muchacha de unos dieciocho o diecinueve años, embutida en una bata de baño y con el cabello mojado.
—Mamá, ¿es por papá? —Se detuvo a espaldas de ella para mirarlos con ojos expectantes.
Era absurdo preguntar si eran la esposa y la hija de Gabriel Sepúlveda Miranda.
—¿Podemos pasar, señora? —rompió su catarsis Hilario.
—¿Quiénes son ustedes? —repitió una de sus primeras preguntas la mujer.
Le mostró la credencial.
—Policía. Por favor…
—¡Ay, ay, ay! —Le flaquearon las piernas y se llevó una mano a los labios—. ¡Por Dios, llevo toda la noche en vela, llamando a hospitales…! ¡Por favor…!
—Deberían sentarse —les pidió.
La señora Sepúlveda rompió a llorar.
—Los frenos… —gimió—. Se lo dije… Le dije que fuera al taller…
—¿Dónde está mi padre? —Contuvo sus lágrimas la joven.
Seguían en el recibidor. Hilario tomó la iniciativa. Sujetó a las dos mujeres por los hombros y las empujó suave, aunque firmemente, hacia el interior del piso dejando que su compañero cerrara la puerta. Fue como mover una carga sólida, un peso insoportable incapaz de ser gobernado. Por suerte el comedor no estaba lejos, a solo tres metros. No se detuvo hasta conseguir que se sentaran.
Para entonces, la oscura verdad ya anidaba en ellas.
—Mi padre ha muerto, ¿verdad? —habló la muchacha.
—Sí —se lo reveló sin más rodeos.
—¡Gabriel! —Rompió a llorar su viuda.
Su hija la abrazó.
—Lamentamos tener que darles esta noticia. —Trató de excusarse Hilario.
—¿Un accidente? —logró preguntar la chica.
—Lo han asesinado.
Fue un mazazo. La mujer apenas si consiguió entender el giro de los acontecimientos. Al espanto de la muerte de su marido se sumaba el horror por lo irreal. Su hija arqueó las cejas como si le hablara de otra persona.
Por si ya fuera bastante complicado interrogarlas en aquel estado, de pronto escucharon nuevamente el sonido de la puerta del piso, abriéndose y cerrándose con celeridad, y unos pasos precipitados a la carrera.
—¡Mamá! ¿Ha llamado…?
Se encontró con la escena a bocajarro, nada más entrar en el comedor. Tampoco tuvo demasiado tiempo para reaccionar. Su madre saltó hacia adelante y le abrazó gimiendo al borde de la histeria, sin dejar de llorar.
La joven se quedó en su silla, sola, rota.
Hilario bajó la cabeza.
—No vamos a poder preguntarles nada —susurró Quesada.
—Lléveselas a comisaría. Yo iré luego.
—Pero…
—Hágalo.
Ahora el chico, un año como mucho más joven que su hermana, también lloraba.
—¿Quién le ha matado? —consiguió exhalar la muchacha.
—Tratamos de averiguarlo. —Quesada se sentó a su lado—. Tendréis que acompañarnos a comisaría, por favor.
—¿Por qué?
—Unas preguntas, la identificación del cadáver…
—¿Preguntas?
—Querrás que cojamos al que lo hizo, ¿no? En la mayoría de asesinatos lo más importante es el tiempo. Las primeras cuarenta y ocho horas son las más decisivas.
Era muy guapa. Todo en ella rezumaba la exuberante lozanía de su edad estallando como una flor en primavera. Ni siquiera se parecía a su madre o a su padre. Con el cabello mojado y descalza, su aspecto era de ingenuidad, desvalida, pero arreglada y maquillada, por la calle ningún hombre dejaría de volver la cabeza por ella ante su paso. Se adivinaban sus formas de mujer, rotundas, muy desarrolladas, y un poco también sus miedos o complejos, porque la proximidad de Ernesto Quesada hizo que se apretara más la bata por arriba, a la altura de la garganta, y se estirara los faldones ya de por sí largos por abajo.
Un gesto instintivo.
Hilario pensó sin querer en sus propios hijos. Ignacio, con diecisiete, era más o menos de la edad del chico que acababa de aparecer, y Montserrat, con dieciséis, un año menor.
¿Qué hubieran hecho si aquella dichosa bala…?
En la cartera, Gabriel Sepúlveda Miranda llevaba una foto con tres criaturas, una chica y dos chicos.
Faltaba uno.
Prefirió no preguntar.
Quesada tenía razón: la mayoría de asesinatos se resolvían en las primeras cuarenta y ocho horas.
Después todo era más difícil.
—Señora, lo siento, comprendo su dolor, pero es necesario que vayan con el subinspector a comisaría. —Trató de imponerse a la catarsis.
Los siguientes diez minutos fueron de caos controlado. La viuda llamó a otra mujer por teléfono, para que las acompañara. Tal vez una vecina, quizás una pariente. La joven se vistió y el chico permaneció sentado y con la mirada perdida. Por lo general, los hijos desconocían casi siempre cómo era la vida de sus padres, aficiones, gustos, trabajo, inquietudes. Mundos opuestos, unas veces por distancia generacional y otras por el instinto protector o la falta de confianza e intimidad de los mayores. De todas formas, las preguntas, inevitables, se harían ya en comisaría.
—Deme las llaves del coche. Le espero abajo —le pidió a Quesada.
—¿No ha dicho que vendría luego?
—Sí, eso he dicho. —Siguió con la mano extendida.
Su compañero le entregó las llaves.
Se alegró de salir a la calle y respirar un poco de aire fresco. El final del verano coincidía con el primer atisbo en el ambiente de un otoño apacible. Se dirigió al coche, lo abrió, sacó la bolsa con las pertenencias del muerto y se guardó las llaves en el bolsillo del pantalón. Luego la dejó otra vez en la guantera.
Ya no volvió a subir.
Cuando el automóvil conducido por Ernesto Quesada se alejó por la calle Vilapicina con su fúnebre carga, a la que se había unido la mujer a la que la viuda había llamado por teléfono y que resultó ser una prima lejana, Hilario retrocedió sobre sus pasos y volvió a subir al piso tras saludar a la consternada portera, que acababa de enterarse de todo viendo la escena al paso de la comitiva.
Las primeras cuarenta y ocho horas.
Y Pablo García había querido que él se ocupase del tema.
No creía en las casualidades.
Por lo tanto, no tenía más remedio que saltarse algunas normas.
Tampoco era la primera vez.
Gabriel Sepúlveda llevaba cinco llaves. Consiguió abrir la puerta de su piso con la segunda. Se las guardó en el bolsillo de nuevo y caminó por el lugar buscando algo.
La primera puerta que abrió fue la del dormitorio principal.
La cama estaba revuelta por uno de los lados, y el lugar olía a cerrado, pero no se atrevió a subir la persiana ni abrir la ventana. La viuda y los hijos del muerto no tenían que saber que él había estado allí. Sobre la cómoda vio una docena de retratos, la mayoría de los hijos del matrimonio.
El tercero, el otro chico, parecía haberse detenido a los cinco o seis años, porque los dos mayores habían crecido, foto a foto, pero él no.
No encontró nada en el dormitorio, salvo ropa y otras intimidades.
De momento pasó de investigar las habitaciones de los dos jóvenes, porque desde luego eran dos. No había una tercera habitación ni una tercera cama. Seguía buscando algo y lo encontró en la última puerta.
Un despacho.
No muy grande, pequeño, atiborrado de papeles, libros y algunos manuscritos, todo ello repartido en una librería y varios estantes, aunque también se apilaban en el suelo.
Aquel era el refugio del hombre al que alguien había asestado casi dos docenas de cuchilladas en su 600.
Conectó la luz y se dispuso a realizar el correspondiente y minucioso examen.
Primero, la mesa. Se sentó en la única silla y abrió los cajones de ambos lados. En el primero de la izquierda encontró documentos diversos, estados bancarios, recibos, partidas de nacimiento, el libro de familia…
Lo examinó.
La viuda se llamaba Magdalena Subirats Pons. La hija mayor, Teresa; el chico, Tomás; y el tercero, muerto a los seis años de edad, Pelayo.
Un misterio menos.
El único cajón cerrado con llave era el primero de la derecha. Volvió a coger el manojo y lo probó con la más pequeña. Una vez abierto se encontró con una carga inusual: un buen número de revistas pornográficas, en francés e inglés. Mujeres desnudas en poses provocativas y explícitas en blanco y negro y a todo color.
Ojeó alguna, solo por curiosidad.
Luego suspiró, las dejó en su lugar y cerró el cajón.
En el resto, nada del otro mundo, salvo un álbum con sellos, así que se concentró en los manuscritos.
Porque allí había un buen número de manuscritos originales, escritos a máquina y, alguno, incluso a mano, todos de diferentes autores.
Miró los nombres.
Reconoció por lo menos a media docena.
Hilario tomó uno de los libros.
Había correcciones, tachaduras y anotaciones en la mayoría de las páginas.
Todas las alteraciones se correspondían con palabras más o menos altisonantes que rozaban lo incorrecto, frases con doble sentido, capciosas o muy directas, de tono veladamente erótico o de contenido político, hasta religioso.
—La madre que te parió… —tuteó al muerto.
Desde el final de la guerra, cada vez que iba al cine y los protagonistas se iban a besar en la escena final, la tijera se llevaba la parte culminante y con ella un poco de la libertad de la película. Y no solo eran los besos, cuyo corte era protestado ruidosamente por el público, sobre todo por los niños y los más jóvenes. Eran también muchas otras escenas que, en ocasiones, dejaban poco o nada comprensible la película.
Siempre se había preguntado quiénes se ocupaban de la tijera.
No sabía si los del cine eran los mismos que los de las novelas, pero desde luego allí tenía a uno.
Gabriel Sepúlveda Miranda era un maldito censor.
Él era policía, no estúpido.
Si después de una jodida guerra no se avanzaba de una vez hacia la libertad y, en un futuro, por lejano que fuese, hacia la democracia…
Bueno, su mujer decía que era un iluso.
Tal vez.
En muchos de los manuscritos se había redactado ya un informe y la copia estaba unida al texto. Los firmaba siempre el mismo seudónimo, Don 97. Leyó el del libro que tenía en las manos. En la parte superior del impreso figuraban las siguientes preguntas: ¿Ataca al Dogma?, ¿A la moral?, ¿A la Iglesia o sus Ministros?, ¿Al Régimen y a sus instituciones?, ¿A las personas que colaboran o han colaborado con el Régimen?, Los pasajes censurables, ¿califican el contenido total de la obra?. A continuación, en el apartado reservado a los argumentos del censor, y bajo el epígrafe Informe y otras observaciones, leyó:
La obra que me ocupa me consta de que ha sido rechazada ya en al menos tres oportunidades, una de ellas por mí mismo. En la actual versión se han modificado ligeramente algunos parágrafos, pero sólo, insisto, sólo ligeramente –la palabra estaba subrayada–. Pese a mi mayor benevolencia, y dado el aparente esfuerzo del autor por paliar sus desafueros, que han sido verdaderamente mínimos, lo cierto es que la obra sigue siendo impublicable en sí misma. El escritor, si es que puede llamársele así, roza el desacato y la cárcel en tres párrafos que cito, páginas 52, 87 y 149. En ellas se refiere a las asquerosas calumnias levantadas por los rojos comunistas y traidores contra nuestro Glorioso Ejército Nacional en determinados momentos de la Cruzada Liberadora. Si la obra se publicase, cosa que no recomiendo y a tal efecto redacto el presente informe, doy por segura la intervención sumaria del Ministerio del Ejército. Ni aun suprimiendo estos párrafos y con una mayor benevolencia en el contenido restante, sería lógico dar el correspondiente permiso, pues el autor es un hombre claramente opuesto a España y a su Régimen.
Dejó el que acababa de leer y buscó otros cuyos autores reconociera.
Los comentarios no tenían desperdicio.
Y con ellos, se mandaba una obra, quizás maestra, quizás no, al olvido eterno.
La novela habla de un hombre moribundo que relata en una larga carta póstuma como se contagió de la sífilis en un burdel de París. Evidentemente, un tema interesantísimo, pues le da para escribir más de doscientas páginas narrando su libérrima historia con una incalificable grosería en materia sexual, que si no es explícita, poco le falta. Sólo a un estúpido se le ocurriría escribir algo así, pero aún más: sólo a un demente se le ocurriría querer publicarla, aunque si lo hiciera, dudo que se vendieran más que los ejemplares que compraran sus amigos o cuatro enfermos como él. Está claro que nos encontramos ante un pseudo intelectual típico de los que, en cuanto salen de España, se pasan el día viendo guarradas y haciendo marranadas puerqueando con mujeres fáciles.
Todavía cogió un tercer libro, mitad sorprendido mitad curioso por lo que estaba descubriendo. El informe era más extenso que los dos anteriores, y rezumaba, lo mismo que ellos, el mismo tono sentencioso y autoritario en materia de permisividad.
Se refería al libro Fiestas, de Juan Goytisolo. La fecha de la censura era muy reciente, el pasado 26 de agosto.
Barracas y suburbios de Barcelona en los días del Congreso Eucarístico. Pescadores borrachos y fulaneros, un profesor de ideas liberales, muchos niños, bastante –faltaba la s– fulanas y, la música de fondo del Congreso y la crítica política. No hay más. No se explica uno, literariamente digo, como esos autores, estos dos hermanos tienen tanta aceptación en el extrangero –con g–. Las razones son claras.
A nuestro juicio las críticas, el aire crítico, de la novela no es manifiestamente contra el Régimen, lo que hagan o no los ayuntamientos y las jerarquías de la Iglesia no es el Régimen. Con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes se consigue un bien mayor al mal que se puede evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extrangero –con g–. No hacerle el juego. No darles pies a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tienen consistencia literaria alguna, solo política por supuestas represiones. Condenémosle a la libertad, libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar.
Llamamos la atención, por si pudiera considerarse la supresión, de lo señalado en las páginas 37, 188, 191, 192, 193, 194. Pero insistimos en lo de no hacer «mártir» a estos niños.