Título original: MINDFULNESS IN PLAIN ENGLISH
Originally published by Wisdom Publications Inc.
© 2002 Bhante Henepola Gunaratana
© de la edición en castellano:
2012 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
© de la traducción del inglés:
David González Raga y Fernando Mora
Revisión: Amelia Padilla
Composición: Pablo Barrio
Primera edición: Marzo 2012
Primera edición digital: Junio 2012
ISBN-13: 978-84-9988-137-9
ISBN-epub: 978-84-9988-168-3
Depósito legal: B 15.525-2012
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Prefacio
Introducción
1. Meditación: ¿por qué hay que preocuparse?
2. ¿Qué no es la meditación?
3. ¿Qué es la meditación?
4. La actitud
5. La práctica
6. ¿Qué hay que hacer con el cuerpo?
7. ¿Qué hay que hacer con la mente?
8. Organizando la meditación
9. La planificación de los ejercicios
10. Enfrentarte a los problemas
11. Enfrentarte a las distracciones I
12. Enfrentarte a las distracciones II
13. Atención plena (sati)
14. Atención plena frente a concentración
15. La meditación en la vida cotidiana
16. ¿Para qué puede servirte?
Epílogo
La experiencia me ha enseñado que, si quiero que me entiendan, debo utilizar el lenguaje más sencillo posible. Y gracias a la enseñanza también sé que, cuanto más rígido es el lenguaje, menor es su eficacia. La gente no responde muy bien al lenguaje serio y elaborado, especialmente cuando tratamos de enseñarle algo que considera ajeno a su vida cotidiana. Esto es precisamente lo que ocurre con el caso de la meditación, una práctica que a muchos se les antoja ajena. Quien quiera emprender el camino meditativo necesita instrucciones muy sencillas que le permitan, en ausencia de un maestro, practicar por su cuenta. Este libro pretende responder a la demanda de muchos meditadores de un manual sencillo y escrito en un lenguaje accesible.
Son muchos los amigos que me han ayudado en la elaboración de este libro, razón por la cual les estoy profundamente agradecido. Quisiera, en este sentido, expresar mi más profunda estima y agradecimiento a John M. Peddicord, Daniel J. Olmsted, Matthiew Flickstein, Carol Flickstein, Patrick Hamilton, Jenny Hamilton, Bill Mayne, Bhikkhu Dang Pham Jotika y Bhikkhu Sona por las valiosas sugerencias, comentarios y críticas que, durante su elaboración, me ofrecieron. También quiero dar las gracias a Elizabeth Reid por el Epílogo a esta nueva edición y a la reverenda hermana Sama y Chris O’Keefe por su apoyo y sus esfuerzos.
BHANTE GUNARATANA
Este libro gira en torno a la práctica de la meditación vipassana. Lo repetiré una vez más, de la práctica. Se trata, por tanto, de una guía de meditación, de un manual que explica, paso a paso, los entresijos de la visión profunda. Su objetivo, pues, es eminentemente práctico.
Son muchos los libros, algunos de ellos excelentes, que se ocupan de los aspectos filosóficos y teóricos de la meditación budista. A ellos derivamos a los lectores interesados en ese tipo de cuestiones. Pero este es un manual escrito para quienes quieren meditar, especialmente para quienes quieren comenzar ahora mismo. Como no son muchos, en Occidente, los maestros cualificados de meditación budista, nuestra intención es la de proporcionar al lector la información básica que necesita para emprender el vuelo. Solo quienes se atengan a las instrucciones aquí esbozadas estarán en condiciones de valorar la bondad de nuestro empeño y solo quienes mediten regular y diligentemente podrán juzgar si hemos alcanzado o no nuestro objetivo. Es muy posible que ningún libro pueda abarcar todos los problemas con que el meditador pueda tropezar y que haya casos en que se requiera la intervención de un maestro cualificado. Entretanto, sin embargo, nos ocuparemos de los principios fundamentales de la meditación, cuya comprensión puede resultar muy útil para el lector.
Existen muchos tipos de meditación. Cada una de las grandes tradiciones religiosas cuenta con algún método, al que suele denominar “meditación”. No es de extrañar, por tanto, que el significado de este término sea tan confuso. El lector debe saber que este libro se ocupa exclusivamente de la meditaciónvipassana tal y como se enseña y practica en el budismo del sur y el sudeste asiático. El término “vipassana” es una palabras pali que suele traducirse como “visión profunda”, porque su objetivo es el de proporcionar al practicante una visión cabal del funcionamiento de las cosas y la correspondiente comprensión de la naturaleza de la realidad.
Globalmente considerado, el budismo no tiene mucho que ver con las religiones teístas con las que los occidentales están familiarizados. Es un camino que nos permite adentrarnos en el dominio espiritual o divino sin necesidad de apelar a divinidades ni “intermediarios” de ningún tipo. Su “aroma” es intensamente clínico y se asemeja mucho más a una psicología que a lo que habitualmente llamamos religión. La práctica budista es una investigación continua de la realidad, un análisis microscópico del proceso de percepción. Su intención apunta a descorrer el velo de mentiras e ilusiones, a través del cual contemplamos el mundo, hasta poner de relieve el rostro de la realidad última. Ese es el objetivo último de la antigua y elegante técnica de la meditación vipassana.
El budismo Theravada (pronunciado “terra vada”) ha desarrollado un sistema sumamente eficaz para explorar los niveles más profundos de la mente que llega hasta las raíces mismas de la conciencia. También nos proporciona, acompañando a todas esas técnicas, un elaborado sistema de rituales. Esa hermosa tradición es el resultado natural de 2500 años de desarrollo en el seno de las culturas tradicionales del sur y el sudeste asiático.
Trataremos, en este libro, de separar lo fundamental de lo accesorio y nos esforzaremos en centrarnos sobre todo en la verdad desnuda. Son muchos los libros que se ocupan del amplio acervo de costumbres y ceremonias a los que puede apelar el lector interesado en los aspectos rituales de una tradición, como la Theravada, impregnada de belleza y significado. Quienes, por su parte, tengan una tendencia más pragmática pueden centrarse exclusivamente en los aspectos técnicos y aplicarlos al contexto filosófico y emocional que prefieran. Lo fundamental, en suma, es la práctica.
La diferencia que existe entre la meditación vipassana y otros tipos de meditación resulta esencial y debe ser muy bien entendida. El budismo utiliza dos grandes tipos de meditación que requieren habilidades mentales, modalidades de funcionamiento y cualidades de conciencia muy distintas que, en pali, idioma original de la literatura Theravada, reciben los nombres de vipassana y samatha.
Como ya hemos comentado, la palabra “vipassana” suele traducirse como “visión profunda”, es decir, la conciencia clara de lo que ocurre en el mismo momento en que está ocurriendo. Por su parte, «samatha» –que suele traducirse como “concentración” o “tranquilidad”– es un estado en el que la mente se focaliza en una sola cosa, sin permitir que vaya de un lado a otro. Cuando esto se logra, el cuerpo y la mente se impregnan de una calma profunda, un estado de tranquilidad que solo pueden entender quienes lo hayan experimentado. La mayor parte de los sistemas de meditación enfatizan el componente de samatha, y, en ellos, el meditador concentra su mente en un determinado objeto, como una oración, un canto, la llama de una vela o una imagen religiosa, por ejemplo, excluyendo cualquier otro pensamiento o percepción. El resultado de todo ello es un estado de arrobamiento que dura toda la sesión meditativa. Se trata de una experiencia hermosa, placentera, significativa y seductora… aunque también provisional.
En la meditación vipassana, en cambio, se cultiva un aspecto diferente: la visión profunda. Quien medita de este modo utiliza la concentración como una herramienta que permite a su conciencia derribar el muro ilusorio que le separa de la luz viviente de la realidad. Es así como, a lo largo de un proceso gradual que dura varios años, la conciencia del meditador va profundizando en el funcionamiento interno de la realidad hasta que, un buen día, atraviesa ese muro y tropieza con la presencia de la luz. La transformación así provocada es completa y permanente. Y, aunque todos los sistemas de práctica budista aspiran a esa liberación, los caminos para alcanzarla son muchos y muy diversos.
Existe una amplia variedad de escuelas de budismo que podríamos, hablando en términos generales, dividir en dos grandes corrientes, la Mahayana y la Theravada. El budismo Mahayana impregna las culturas de China, Corea, Japón, Nepal, Tíbet y Vietnam. Una de sus escuelas más conocidas es el Zen, fundamentalmente practicado en Japón, Corea, Vietnam y Occidente. La escuela Theravada, por su parte, prevalece en países como Sri Lanka, Tailandia, Myanmar, Laos y Camboya. De esta última escuela, precisamente, se ocupa este libro.
La literatura Theravada tradicional describe las técnicas tanto de la meditación samatha (concentración y tranquilidad mental) como de la meditación vipassana (visión profunda o conciencia clara). La literatura pali menciona la existencia de 40 objetos o temas de meditación diferentes, recomendados como objetos de concentración o temas de investigación, para profundizar nuestra visión. Pero, como este es un manual básico, limitaremos nuestra exposición al más sencillo y fundamental de todos ellos, la respiración. Este libro es una introducción al logro de la atención y la comprensión plenas del proceso respiratorio. Utilizando la respiración como foco fundamental de atención, el meditador aplica una observación participativa a la totalidad de su universo perceptual. Así es como aprende a observar los cambios que se dan en todas las experiencias físicas, emocionales y perceptuales y a estudiar su actividad mental y las fluctuaciones de la conciencia que ocurren de continuo e impregnan todos y cada uno de los momentos de nuestra experiencia.
La meditación es una actividad viva, una actividad básicamente experiencial que no puede ser enseñada como una cuestión estrictamente teórica. El núcleo vivo del proceso meditativo se asienta en la experiencia personal del maestro. Y existe, en este sentido, una amplia base de datos recopilados y codificados por algunos de los seres humanos más inteligentes y profundamente iluminados que han vivido sobre la Tierra. Se trata, por tanto, de un legado literario que merece toda nuestra atención. Muchos de los aspectos tratados en este libro han sido extraídos del Tipitaka, un compendio canónico de las enseñanzas originales del Buddha. El Tipitaka está dividido en tres secciones: el Vinaya (el código que deben seguir monjas, monjes y laicos), los Suttas (los discursos públicos atribuidos al Buddha), y el Abhidhamma (un conjunto de profundas enseñanzas psicofilosóficas).
En el siglo I d. de C., un eminente erudito budista, llamado Upatissa, escribió el Vimuttimagga [El camino de la liberación], que resume las enseñanzas del Buddha sobre la meditación. En el siglo V d. de C., el gran erudito Buddhaghosa abordó el mismo tema en una segunda y erudita tesis, el Visuddhimagga [El camino de la purificación], que sigue utilizándose como manual básico de meditación.
Nuestra intención, en este libro, es la de presentar al lector, del modo más concreto y claro posible, las directrices fundamentales de la práctica de la meditación vipassana. En él, solo ofreceremos las indicaciones necesarias para dar los primeros pasos. Al lector le corresponde adentrarse en el camino del descubrimiento de sí mismo y del mundo. Se trata de un viaje que merece la pena y en el que le deseamos lo mejor.
La meditación no es fácil. Requiere tiempo y energía. Y también requiere valor, determinación y disciplina, cualidades que, por considerar desagradables, tratamos, en consecuencia, de evitar. Podríamos agrupar todas esas cualidades bajo la expresión “sentido común” y decir que la meditación requiere sentido común. Pero ¿por qué deberíamos preocuparnos? ¿No es mucho más sencillo sentarse a ver la televisión? ¿Por qué, cuando podríamos estar divirtiéndonos, debemos desperdiciar nuestro tiempo y energía? La respuesta es muy sencilla. Porque, como todos los seres humanos, somos herederos de una insatisfacción básica que nunca cesa. Puedes distraerte unas cuantas horas, puedes eliminarla provisionalmente de tu conciencia, pero, más pronto o más tarde, precisamente en aquellos momentos en que menos la esperas, vuelve a hacer acto de presencia.
Es entonces cuando, de repente y sin saber cómo, te das súbitamente cuenta de que la vida se te escapa. Tienes un buen aspecto y, de un modo u otro, te las arreglas para sobrevivir. Pero, por más que, externamente, todo parezca discurrir bien, ocultas para ti mismo los momentos de desesperación en los que parece que todo se derrumba. Eres un desastre y lo sabes, pero te has especializado en disimularlo. En el fondo, sin embargo, sabes que hay otra forma de vivir, una forma más adecuada de ver el mundo y una forma más plena de vivir la vida. Pero eso es algo con lo que solo tropiezas en contadas ocasiones. Encuentras un buen trabajo, te enamoras, recibes tu recompensa y, durante un tiempo, los problemas parecen desaparecer. La vida asume entonces una luminosidad y riqueza ante la que palidecen los contratiempos. La textura de la experiencia cambia y te dices: «¡Ahora sí que soy feliz!». Poco después, sin embargo, esa certeza acaba desvaneciéndose como la niebla, dejándote con un vago recuerdo y la difusa conciencia de que algo está mal.
Sientes que, en esta vida, existe una profundidad y una sensibilidad de la que, de algún modo, estás separado y que, en consecuencia, se te escapa. Te sientes aislado de la dulzura de la experiencia por una suerte de amortiguador sensorial. Y, cuando te das cuenta de que no estás en contacto con la vida, caes de nuevo en tu vieja realidad. Entonces el mundo asume el mismo aspecto absurdo de siempre. Es como si estuvieras en una especie de montaña rusa emocional y pasaras la mayor parte del tiempo en el fondo, anhelando regresar a las alturas.
Pero… ¿qué es lo que funciona mal? ¿Eres tú acaso el problema? ¡No! Tú no eres más que un ser humano afectado por la misma enfermedad que aqueja a toda nuestra especie. Hay, en nuestro interior, un monstruo que posee numerosos tentáculos: tensión crónica, falta de compasión por los demás (incluidas las personas más próximas), represión de los sentimientos y embotamiento emocional. Esta es una enfermedad que padece todo ser humano. Podemos negarla, reprimirla e incluso erigir, para ocultarla, toda una cultura, pretendiendo que no está ahí. Por más, si embargo, que nos distraigamos, esbocemos proyectos, establezcamos objetivos y nos preocupemos por el estatus, lo cierto es que nunca desaparece. Debajo de cada pensamiento y de cada percepción se oculta una vocecilla que, desde el fondo de nuestra conciencia, no deja susurrarnos: «No basta con eso. Necesitas más. Tienes que hacerlo mejor. Tienes que ser mejor». Se trata de un monstruo que, bajo disfraces muy diversos, se manifiesta por doquier.
Estamos en una fiesta y escuchamos, bajo las risas superficiales, el eco del miedo. La tensión se palpa en el ambiente. Nadie está realmente relajado, sino que solo pretende estarlo. Basta con ir a un partido de fútbol para asistir a los estallidos irracionales de agresividad descontrolada que, de vez en cuando, sacuden a los aficionados, bajo el disfraz del entusiasmo y la lealtad al equipo. Escuchamos los gritos y los silbidos, y asistimos a las borracheras, las peleas y todo tipo de explosiones de egoísmo desbocado de personas que, como no están en paz consigo mismas, se empeñan desesperadamente en liberarse de la tensión interior. Y la televisión y las canciones de moda no dejan de machacarnos con diferentes versiones de los mismos temas: celos, sufrimiento, descontento y tensión.
La vida parece una lucha continua –y, a veces, costosa– contra alternativas muy diversas. ¿Y cuál es el remedio a toda esa insatisfacción? A menudo nos quedamos atrapados en el síndrome del “si pudiera…”. Si pudiera tener más dinero, sería feliz. Si pudiera encontrar a alguien que me quisiera de verdad, si pudiera perder 10 kilos, si pudiera tener un televisor en color, un jacuzzi, el pelo rizado, etcétera, sería feliz.
Pero ¿de dónde viene todo esto? Y, lo que todavía es más importante, ¿qué podemos hacer al respecto? Todo tiene su origen en la condición de nuestra propia mente. Y esa condición es un conjunto profundo, sutil y penetrante de hábitos mentales, un nudo gordiano que hemos ido atando poco a poco y que solo podremos desatar del mismo modo, nudo a nudo. Podemos afinar nuestra conciencia y desmontarla, pieza a pieza, para sacar a la luz y cobrar conciencia, de ese modo, de lo que es inconsciente.
La esencia de nuestra experiencia es el cambio. El cambio es incesante. Instante tras instante, la vida discurre sin repetirse. El cambio es la esencia de nuestro universo perceptual. Aflora un pensamiento en tu cabeza y, medio segundo después, desaparece y se ve reemplazado por otro que, al cabo de unos instantes, acaba también desvaneciéndose. Luego llega otro y después otro. Un sonido impacta en tus oídos e instantes después se ve reemplazado por el silencio. Abres los ojos y el mundo se derrama en tu interior; luego los cierras, y desaparece. Las personas llegan a tu vida y después se van. Los amigos aparecen y desaparecen y los parientes mueren. La fortuna arriba y, del mismo modo, se va. A veces ganas y, con la misma frecuencia, pierdes. Cambio, cambio y más cambio. El cambio es incesante y no existen dos momentos que sean iguales.
Y no hay, en ello, nada malo, porque esa es la naturaleza del universo. Pero la cultura humana nos ha enseñado a responder a ese flujo incesante. Nos ha enseñado, por ejemplo, a categorizar las experiencias, a tratar de colocar cada percepción, cada uno de los momentos del incesante flujo de nuestra mente, en uno de tres casilleros mentales diferentes, a los que denominamos “bueno”, “malo” o “neutro”. Luego, según el epígrafe bajo el que hayamos clasificado nuestra percepción, reaccionamos de un determinado modo. Si la hemos etiquetado como “buena”, intentamos congelarla en el tiempo. Nos aferramos a ese pensamiento concreto, lo mimamos, lo acunamos y tratamos de que no se escape. Y, cuando eso no funciona, nos empeñamos en repetir la experiencia que provocó el pensamiento, un hábito mental conocido como “identificación”.
En el otro polo se halla la categoría mental “malo”. Cuando percibimos algo como “malo” tratamos de alejarlo, de negarlo, de rechazarlo y, en la medida de lo posible, de desembarazarnos de ello. De ese modo, luchamos contra nuestra propia experiencia y huimos de ciertos aspectos de nosotros mismos, un hábito mental que recibe el nombre de “rechazo”.
Entre ambos extremos se sitúa la categoría de lo “neutro”, en la que colocamos aquellas experiencias que, por no ser buenas ni malas, se nos antojan tibias, aburridas o poco interesantes. Todas estas experiencias las ubicamos bajo el epígrafe “neutral”, para poder ignorarlas y dirigir de nuevo nuestra atención hacia el lugar en el que discurre la acción, es decir, hacia el interminable círculo vicioso del deseo y la aversión. Así es como acabamos despojando a las experiencias –que, en un hábito mental conocido como “ignorancia” ubicamos en esta categoría– de la cuota de atención que les corresponde. El resultado directo de esta locura es una carrera interminable hacia ninguna parte, una búsqueda incesante de placer, una huida permanente del dolor y una ignorancia que acaba desinteresándose del 90% de nuestra experiencia. Y luego nos preguntamos por qué la vida nos parece tan chata cuando lo que no funciona es, en última instancia, este sistema.
Hay momentos en que, independientemente de lo mucho que persigamos el placer y el éxito, nuestra búsqueda fracasa. Y también hay momentos en que, por más que nos empeñemos en escapar del dolor, este acaba alcanzándonos. Y, entre ambos extremos, la vida nos resulta tan aburrida que podríamos gritar. Nuestra mente está abarrotada de opiniones y críticas. Hemos erigido, a nuestro alrededor, barreras artificiales y acabamos atrapados en la prisión de nuestros deseos y de nuestras aversiones… o, dicho en otras palabras, sufrimos.
El término “sufrimiento” es muy importante en el pensamiento budista. Se trata de un aspecto clave de la existencia que debe ser, en consecuencia, muy bien entendido. La palabra pali para designarlo es dukkha, y su significado no se limita al dolor corporal, sino que incluye también la profunda y sutil sensación de insatisfacción que forma parte de cada momento mental. La afirmación de que la esencia de la vida, según el Buddha, es sufrimiento, parece, a primera vista, morbosa, pesimista y hasta falsa. ¿No hay acaso muchas ocasiones, después de todo, en que somos felices? ¡No, no las hay, solo parece haberlas! Si observas con atención algún momento en que te sientas satisfecho descubrirás, bajo la alegría, una tensión sutil y omnipresente recordándote que, por más grande que sea, acabará desvaneciéndose. Es inevitable que, independientemente de lo mucho que hayas conseguido, acabes perdiendo algo, que pases el resto de tu vida empeñado en conservar lo que habías logrado o tratando de obtener más todavía. ¿Y no es verdad que, cuando mueras, perderás todas tus posesiones? ¿No es acaso todo, en última instancia, transitorio. Parece desalentador, ¿no es cierto? Pero, afortunadamente, no lo es. En modo alguno. Solo parece serlo cuando lo contemplamos desde la perspectiva de la mente ordinaria. Por debajo de ese nivel, no obstante, yace otra visión, una forma completamente diferente de ver el universo. Se trata de un nivel en el que la mente no se empeña en congelar el tiempo, no se aferra a la experiencia mientras discurre, ni trata de bloquear o ignorar tales o cuales cosas. Ese es un nivel de experiencia que se encuentra más allá del bien y del mal, más allá del placer y del dolor. Es una forma amorosa de percibir el mundo, una habilidad que puede ser aprendida. No es fácil, pero puede ser aprendida.
La paz y la felicidad son las cuestiones fundamentales de la existencia humana, algo que todos, en realidad, estamos buscando. A menudo resulta difícil verlo, porque ocultamos esos objetivos fundamentales bajo capas y más capas de objetivos superficiales. Queremos comida, dinero, sexo, diversión y respeto. Llegamos incluso a decirnos que la idea de “felicidad” es demasiado abstracta. «Mira, yo soy una persona práctica. Si tuviese el suficiente dinero, compraría toda la felicidad que necesito.» Desafortunadamente, sin embargo, eso es falso. Si examinas cada uno de esos objetivos, acabas descubriendo que son superficiales.
–¿Y por qué dices que quieres comida?
–¡Porque tengo hambre!
–¿Y qué pasa entonces con el hambre?
–Que, si como, no tendré hambre y me sentiré bien.
–¡Vaya! Así que lo que, en última instancia, te importa es “sentirte bien”.
Lo que realmente buscas no son los objetivos superficiales. Esos no son más que medios para alcanzar un fin. Lo que realmente buscas es la sensación de liberación que experimentas al satisfacer ese impulso. Lo que realmente buscas es la liberación y la relajación que experimentas cuando la tensión se desvanece. Lo que realmente buscas es la paz, la felicidad y la desaparición del deseo.
¿Qué es, pues, la felicidad? Para la mayoría de nosotros, la idea de felicidad perfecta consistiría en tener todo lo que queremos y controlarlo todo, jugar a ser César y conseguir que el mundo entero se plegase a nuestros antojos. Pero las cosas, una vez más, no funcionan así. Nadie diría que los personajes históricos que han ejercido ese tipo de poder fuesen personas especialmente felices. No estaban en paz consigo mismas. ¿Por qué? Porque se sentían impulsados a controlarlo todo y no pudieron hacerlo. Y es que, por más que nos empeñemos en controlar a todo el mundo, siempre habrá alguien que se niegue a ser controlado. Esas personas poderosas jamás pudieron controlar el movimiento de las estrellas y todas ellas, en última instancia, enfermaron y murieron.
Nadie puede obtener todo lo que quiere. Resulta imposible. Afortunadamente, sin embargo, existe otra alternativa. Siempre puedes aprender a controlar tu mente y romper las cadenas que te atan al incesante círculo del deseo y el rechazo. Siempre puedes aprender a no querer lo que quieres, a reconocer el deseo sin verte, no obstante, atrapado en él. Y en modo alguno estamos diciendo, con ello, que debas tumbarte en el suelo y dejar que todos te pasen por encima. Lo único que queremos decir es que puedes seguir llevando una vida aparentemente normal, pero desde una perspectiva muy diferente. Es posible hacer las cosas que tienes que hacer, pero libre de la compulsión obsesiva de tus deseos. Quieres algo, pero no es preciso que, para alcanzarlo, pierdas el aliento corriendo. Tienes miedo, pero no por ello, debes temblar como un flan. Ese es un estado mental muy difícil de alcanzar y cuyo dominio requiere años. Pero, dado que empeñarte en controlarlo todo resulta imposible, siempre es preferible lo difícil a lo imposible.
Pero, espera un momento, ¿no es, precisamente, paz y felicidad lo que la civilización trata de proporcionarnos? Construimos edificios y autopistas. Tenemos vacaciones pagadas, televisores, seguridad social y sociedad del bienestar. Pero, por más que todo ello esté orientado hacia el logro de cierta paz y felicidad, las tasas de enfermedad mental y delincuencia no dejan de crecer. Las calles están llenas de individuos inestables y agresivos. ¡Basta con que saques el brazo, fuera de la seguridad de tu hogar, para tropezar con alguien dispuesto a robarte el reloj! Hay algo que no funciona bien. La persona feliz no roba. La persona que está en paz consigo misma no siente el impulso de matar. No es cierto, por tanto, por más veces que nos los repitamos, que la sociedad esté aplicando el conocimiento al logro de la paz y la felicidad.
Apenas estamos empezando a darnos cuenta de la desproporción que existe entre el desarrollo de las dimensiones materiales de la existencia y el desarrollo de las dimensiones emocionales y espirituales más profundas, un error por el que debemos pagar un precio muy elevado. Una cosa es hablar de la degeneración moral y espiritual del Occidente actual, y otra muy distinta hacer algo al respecto. Y el lugar en el que, en este sentido, tenemos que empezar a trabajar es dentro de cada uno de nosotros. Si echamos un vistazo sincero y cuidadoso a nuestro interior, reconoceremos que hay momentos en que los delincuentes y los locos somos nosotros. Y, si aprendemos a contemplar de un modo atento y ecuánime esos momentos, emprenderemos el camino para dejar de ser así.
Nadie puede cambiar radicalmente la pauta de su vida mientras no se vea tal cual es. A partir de ese momento, los cambios ocurrirán naturalmente. Y no es necesario, para ello, forzar nada, luchar con nadie, ni obedecer las reglas dictadas por ninguna autoridad. Entonces cambiamos automáticamente, eso es todo. Pero llegar a esa comprensión inicial requiere todo un esfuerzo, y para ello tienes que ver quién eres y cómo eres sin engaño, prejuicio ni resistencia alguna. Tienes que ver cuáles son tus deberes y obligaciones con tus semejantes y, por encima de todo, cuál es la responsabilidad que tienes contigo mismo como individuo que vive en sociedad. Y, por último, debes ver claramente todo eso como una unidad, una totalidad interrelacionada e irreductible. Parece complicado, pero puede ocurrir en cualquier instante. El cultivo mental desarrollado por la meditación no tiene parangón a la hora de ayudarte a alcanzar ese estado de comprensión y de serena felicidad.
El Dhammapada, un antiguo texto budista que se anticipó a Freud en más de un milenio, dice: «Lo que ahora eres es el resultado de lo que fuiste. Y mañana serás el resultado de lo que hoy eres. Las consecuencias de una mente malvada te seguirán como el carro sigue al buey que tira de él. Las consecuencias de una mente pura te acompañarán como si de tu sombra se tratara. Nadie, ni tus padres ni tus parientes ni tus amigos, pueden hacer por ti más que tu mente pura. Una mente disciplinada proporciona la felicidad».
El objeto de la meditación es el de purificar la mente. La meditación limpia el proceso del pensamiento de lo que podríamos denominar irritantes psíquicos –cosas como la codicia, el odio y los celos– que nos mantienen en un estado de esclavitud emocional. La meditación aporta a la mente un estado de tranquilidad, conciencia, concentración e introspección.
Nuestra sociedad cree en la importancia de la educación y que el conocimiento perfecciona al ser humano. Pero la verdad es que la civilización solo nos perfecciona superficialmente. Basta con someter a una persona educada a las tensiones de la guerra o el colapso económico para advertir que las cosas, en realidad, son muy diferentes. Una cosa es obedecer la ley porque sabemos cuál es el castigo que conlleva su trasgresión, y otra muy diferente obedecerla porque hemos trascendido la codicia que nos lleva a robar y el odio que nos impulsa a matar. Si lanzas una piedra a un estanque, verás que los cambios no afectan tanto a la profundidad como a la superficie del agua. Pero, si colocas la misma piedra en el interior de un horno, verás cómo toda ella se funde, tanto dentro como fuera. La civilización, en este sentido, es como la piedra lanzada al estanque que cambia superficialmente a la persona, mientras que la meditación, por el contrario, la ablanda total y completamente desde el interior.
La meditación se denomina, en ocasiones, el gran maestro, porque es el crisol de una purificación que opera, de modo lento pero seguro, a través de la comprensión. Cuanto mayor es la comprensión, mayor la flexibilidad, la tolerancia y la compasión. Entonces te conviertes en el padre perfecto o en el maestro ideal que siempre está dispuesto a olvidar y perdonar. Sientes amor por los demás porque los entiendes, y los entiendes porque, mirando profundamente en tu interior y descubriendo tus fracasos y los mil modos en que te engañas, has aprendido a entenderte a ti mismo. Es el descubrimiento de tu propia humanidad el que te enseña a amar y perdonar. Por eso, cuando aprendes a ser compasivo contigo mismo, también lo eres automáticamente con los demás. El meditador avanzado logra una comprensión profunda de la vida que, inevitablemente, le lleva a tratar a todo el mundo con un amor profundo y despojado de crítica.
La meditación se asemeja al cultivo de una tierra virgen. Lo primero que tienes que hacer, para convertir un bosque en un huerto, es cortar los árboles y arrancar los tocones. Luego tienes que labrar la tierra, fertilizar el suelo, sembrar y recoger finalmente la cosecha. Para cultivar, del mismo modo, tu mente debes empezar arrancando los diferentes agentes irritantes que obstaculizan tu camino, para que no vuelvan a crecer. Después deberás fertilizar adecuadamente tu mente, suministrándole la energía y disciplina necesarias. Luego deberás sembrar las semillas y cosechar finalmente los frutos de la fe, la moralidad, la atención y sabiduría.
La fe y la moralidad tienen, en este contexto, un significado muy especial. El budismo no aboga por una fe entendida como creencia en algo escrito en un libro atribuido a un profeta o transmitido por una figura de autoridad. La fe de la que habla el budismo se asemeja mucho más a la confianza. Consiste en saber que algo es cierto porque lo hemos visto funcionar en nosotros. La moralidad, del mismo modo, no consiste en la obediencia a un ritual o a un código de conducta impuesto por alguna autoridad externa. Se trata, por el contrario, de una pauta de hábitos sanos que elegimos, de manera consciente y voluntaria, porque los reconocemos superiores a nuestra conducta habitual.
El objetivo de la meditación consiste en la transformación personal. El “yo” que inicia la experiencia meditativa no es el mismo “yo” que la concluye. La meditación modifica el carácter a través de un proceso de sensibilización que nos hace más profundamente conscientes de nuestros pensamientos, palabras y actos. La meditación reseca el antagonismo y disipa la arrogancia. Entonces tu mente se torna más serena y tranquila y tu vida se asienta. Por eso la meditación, bien realizada, te prepara para enfrentarte a los altibajos de la existencia. Reduce tus tensiones, tus miedos y tus preocupaciones. Y, cuando la inquietud se retira y la pasión se atempera, las cosas empiezan a ocupar el lugar que les corresponde y la vida deja de ser una lucha para empezar a convertirse en una danza. Y todo ello se debe a la comprensión.
La meditación agudiza la concentración y el poder del pensamiento. Gradualmente van poniéndose entonces de relieve tus motivos y mecanismos subconscientes. Tu intuición se agudiza. La precisión de tu pensamiento crece y acabas logrando, más allá de todo prejuicio y engaño, el conocimiento directo de las cosas tal cual son.
¿No son, todas estas, razones suficientes para empezar a meditar? Difícilmente. No son más que promesas escritas en un papel. Solo hay un modo de saber si la meditación merece realmente la pena, aprenderla y llevarla a la práctica. Compruébalo por ti mismo.
Es muy probable que, antes de leer este libro, hayas escuchado hablar ya de la meditación porque, en caso contrario, difícilmente lo hubieras elegido. El proceso del pensamiento opera asociativamente y son muchas las ideas, algunas de ellas muy exactas y otras mera bazofia, asociadas a la palabra “meditación”. Las hay que pertenecen a otros sistemas de meditación y no tienen que ver con la práctica del vipassana. Convendrá, pues, antes de seguir adelante, limpiar nuestros circuitos neuronales de algunas de estas ideas para que la nueva información pueda circular sin impedimentos. Comencemos por lo más sencillo.
No vamos a enseñarte a contemplar tu ombligo ni a cantar sílabas secretas. No vas a tener que enfrentarte a demonios ni dominar energías invisibles. Tampoco tendrás que raparte la cabeza, llevar turbante ni emplear cinturones de colores. Ni siquiera tendrás que renunciar a todas tus posesiones e irte a vivir a un monasterio. A menos que tu vida sea inmoral y caótica, ya podrías emprender, de hecho, la práctica con cierto éxito. ¿No te parece alentador?
Son muchos los libros que existen sobre meditación. La mayoría han sido escritos desde el punto de vista de una determinada tradición religiosa o filosófica que sus autores, en numerosas ocasiones, ni siquiera se preocupan en señalar. Algunos de ellos realizan afirmaciones sobre la meditación que, pese a parecer leyes generales, no son más que protocolos concretos de un determinado sistema. Peor todavía es la amplia diversidad de teorías e interpretaciones disponibles, a menudo contradictorias. El resultado de todo ello es un auténtico lío, una maraña de opiniones contrapuestas que suele ir acompañada de una masa de información extraña. Pero este es un libro muy concreto. Trata exclusivamente de la meditación vipassana. Te enseña a observar el funcionamiento de la mente desde una perspectiva serena y objetiva que te ayuda a profundizar en tu propia conducta. Su objetivo es agudizar tu conciencia hasta que sea lo suficientemente intensa, concentrada y afinada como para penetrar en el funcionamiento interno de la realidad.
Son muchos los malentendidos existentes sobre la meditación. Revisemos y desmintamos ahora, una tras otra, las ideas equivocadas que pueden obstaculizar, desde el comienzo, el avance.
El equívoco gira aquí en torno a la expresión “no es más que”. Y es que, aunque la relajación sea una meta clave de la meditación, el vipassana apunta hacia un objetivo bastante más elevado. Y esta es una afirmación que no solo es válida para el vipassana, sino que resulta aplicable a muchos otros sistemas de meditación. Todas las modalidades de meditación subrayan la importancia de la concentración de la mente, posándola sobre un objeto o ítem de pensamiento. Si lo haces de un modo intenso y completo, lograrás un estado de relajación y beatitud profunda llamado jhana. Se trata de un estado de tranquilidad tan elevado que desemboca en el éxtasis, una forma de gozo que está por encima y más allá de todo lo que, desde nuestro estado ordinario de conciencia, podemos experimentar. Ese es el destino final de la mayoría de los sistemas meditativos, cuyo objetivo es jhana. Por eso, cuando lo alcanzas, repites sencillamente la experiencia durante el resto de tu vida. Pero no es a eso a lo que aspira la meditación vipassana. El objetivo del vipassana es la conciencia, algo muy diferente. La concentración y la relajación son correlatos necesarios de la conciencia. Pero, por más que sean precursores necesarios, herramientas útiles y subproductos beneficiosos, no constituyen su objetivo. El objetivo del vipassana es la visión profunda. La meditación vipassana es una profunda práctica religiosa que aspira a la purificación y transformación de la vida cotidiana. En el capítulo 14 veremos con más detenimiento las diferencias que existen entre la concentración y la visión profunda.
jhana