Edición en formato digital: noviembre de 2017
Título original: Crossbones
En cubierta: fotografía de © Volegzhanina Elena/Shutterstock.com
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Nuruddin Farah, 2011
© De la traducción, Eugenia Vázquez Nacarino
© Ediciones Siruela, S. A., 2017
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17151-88-1
Conversión a formato digital: María Belloso
Para Charlie Sugnet e Ilija Trojanow
Un muchacho de edad indeterminada que lleva una gorra de los Yankees y unas gafas Ray-Ban baja de un coche que acaba de detenerse. Sale con cuidado, sacando primero un pie y después el otro, como si fuera una araña trepando por una grieta. Después saca un macuto del maletero del coche, sin que los dos hombres sentados delante hagan ademán de ayudarle. Son antiguos militares y, aunque no le hayan dicho nada, sabe que la gente como él no les merece muy buena opinión.
Se echa el macuto al hombro y asiente en gesto de agradecimiento a los dos ocupantes del vehículo. Estos apartan la mirada con manifiesto desdén; no quieren aceptar su gratitud. Él sonríe con fanfarronería juvenil, sin delatar en modo alguno la inquietud que siente. No quiere fracasar; no puede permitírselo. Es consciente de la enorme diferencia que hay entre ser un mártir y meter la pata y conseguir que te maten. Por supuesto, no quiere morir; no hasta haber hecho realidad su sueño.
Es de estatura pequeña y de ambiciones enormes. Durante su primer día como recluta de Al Shabab, el instructor, molesto con él, lo agarró por el pescuezo a la vez que le gritaba en somalí: Waxyahow yar! («¡Jovenzuelo!»). Se quedó con el apodo, y ahora responde a él. No ha tenido educación digna de ese nombre, pero se considera rico en visiones del paraíso. El coche da marcha atrás y él avanza por la carretera de tierra, jadeando con fuerza bajo la carga que acarrea.
Hace calor, y justo antes del mediodía se encuentra de frente con una mujer enfundada de pies a cabeza en un velo que la cubre como un toldo. La mujer siente curiosidad al ver esa figura de huesos menudos que apenas mide más de metro treinta y cinco —un enano, es lo primero que ha pensado— y lleva un macuto más grande y más pesado que él. Lo observa en silencio mientras deja el macuto en el suelo, suspirando con alivio. Ella espera a que se quite las Ray-Ban y le muestre la dureza de su mirada antes de pensar siquiera en retirarse el velo o contemplar cualquier pregunta que pueda hacerle.
—Me llamo Cambara —dice ella—. ¿Y tú?
—A mí me llaman Jovenzuelo —dice él. A continuación, tartamudeando levemente, le pide que le diga «Cómo llegar a la quibla».
Ella se toma su tiempo. Cree que el chico debe de estar confundiendo la quibla —palabra árabe que designa la dirección hacia la que rezan los musulmanes— con el norte. Se pregunta si será un hombre hecho y derecho con voz de niño, o un niño metido en un cuerpo de hombre. Están en mitad de una carretera de tierra en el este de Waldhiigley, un distrito de Mogadiscio venido a menos, evaluándose mutuamente. Cambara va camino del mercado de Bakhaaraha; necesita comprar unos últimos detalles con los que acabar de decorar el piso para sus huéspedes, Jeebleh y su yerno periodista, Malik, que llegan mañana. De repente, mientras estudia al jovenzuelo se le ocurre la idea de que quizá se esté haciendo pasar por quien no es, del mismo modo que ella se cubre con ese gran toldo antes de salir de casa como parte de su disfraz, como escenografía. Las mujeres somalíes, que antes nunca llevaban velos, recurrieron a ellos cuando empezó el conflicto, en 1991. Así se sentían más a salvo del acoso sexual por parte de jóvenes armados. No obstante, últimamente, desde que la Unión de Cortes Islámicas se ha hecho con el control de Mogadiscio y ha extendido la jurisdicción de la saría, el velo integral se ha vuelto de rigor. Se castiga a las mujeres si aparecen vestidas con pantalones o con los vestidos menos restrictivos habituales antes de la guerra civil.
Él tiene el pelo de color ceniza y tan crespo que no hay peine capaz de alisarlo. Por las pocas palabras que ha dicho, ella deduce que aún no le ha cambiado la voz. Sin embargo, su cara está llena de los hondos surcos que ella asocia con los rasgos endurecidos de un pastor de la región central, donde se originaron todas las inestabilidades políticas recientes de Somalia. Al Shabab, el ala militar de la Unión de Cortes Islámicas, ha estado intentando someter mediante el terror a los residentes de la ciudad, y parece haberlo logrado hasta cierto punto. Ella da por supuesto que el chico es uno de los reclutas de Al Shabab encargados de «consagrar» —o mejor dicho, de confiscar— una vivienda en el barrio, desde la que él y sus colegas lanzarán ataques contra sus objetivos. Cambara señala hacia el sur, orientándolo en la dirección equivocada, bien lejos de la parte nororiental de la ciudad donde vive ella.
Jovenzuelo levanta su macuto y camina en la dirección que le ha indicado la mujer. Cambia la carga de un hombro al otro mientras respira ruidosamente por la nariz, y de vez en cuando descansa. Juega a ser más duro de lo que es; intenta andar con pies de plomo, aunque resulte obvio que el intento es una farsa; no puede dar dos pasos sin titubear. Baldado por el peso que tiene que llevar, ya no puede recordar los detalles de las instrucciones que ha recibido. Sin duda se siente afortunado de que lo hayan elegido para este encargo envuelto en secretismo, su primera misión. Hará cualquier cosa para impresionar a los comandantes de la célula de la que ahora es miembro de pleno derecho. Eso le hace sonreír e imprime energía renovada a sus andares.
Pierde el equilibrio justo cuando recuerda haber recogido el macuto unas horas antes. Le habían enviado a ver a un hombre con una gran barba, que le había granjeado su nombre de guerra: Garweyne o «Barba Cerrada». Barba Cerrada es el director de una de las tiendas de informática más grandes del mercado de Bakhaaraha, el epicentro de la resistencia, un santuario desde cuyas laberínticas madrigueras los insurrectos emprenden frecuentes ofensivas. El complejo del mercado confunde a cualquiera que no esté familiarizado con sus numerosos pasillos sin salida, delimitados por casetas y puestos que requieren medio día para instalar y solo un par de horas para desmantelar.
En el macuto, Barba Cerrada ha colocado minas antipersona, granadas y otros artilugios explosivos, armas pequeñas destinadas a agujerear el fuselaje de los aviones en el caso de una incursión etíope, supone Jovenzuelo. Lo cierto es que Barba Cerrada compartió poca información con él de manera directa, y Jovenzuelo sabe que no está ahí para hacer preguntas. No puede dejarse vencer por la curiosidad, ya que desviarse de su misión del modo que sea acarreará un castigo severo. Jovenzuelo entiende hasta aquí: su papel es ser la avanzadilla de un comando que prepara el terreno para que Al Shabab pueda responder inmediatamente a una eventual invasión etíope de Mogadiscio. Lo han adiestrado en el manejo de explosivos, pero hoy su trabajo consiste en consagrar un piso franco. El contingente del que forma parte está compuesto por un selecto grupo de combatientes que tienen el mismo mando central, formado por dos hombres.
El nombre de guerra de uno de ellos es Dableh: Soldado Raso. Temido por quienes le conocen, Soldado Raso, de voz suave, fue coronel en el ya extinto Ejército Nacional. En 1991 estaba al mando del mayor arsenal de armamento del país, puesto para el que lo nombró directamente el anterior dictador. Tras el comienzo de la guerra civil, el coronel cambió de bando y concedió al señor de la guerra conocido como el Cacique del Sur acceso ilimitado a ese arsenal armamentístico, equipando así a su desharrapada milicia de clan y permitiendo a esta expulsar de la ciudad al jefe del Estado. Cuando Cacique del Sur murió, el coronel transfirió sus lealtades a las Cortes y contribuyó a su triunfo final sobre los señores de la guerra en 2006. Ahora, unos meses después, aporta su pericia militar al plan para invadir Baidoa, sede del débil Gobierno Federal de Transición, y se prepara ante un posible ataque etíope para apoyar al Gobierno.
El número dos en la estructura de mando lleva el nombre de guerra de Al Xaqq, que significa «la Verdad», término que posee atributos divinos, ya que es uno de los noventa y nueve nombres de Alá. Hombre modesto, Al Xaqq atribuye un significado más temporal a su nombre y prefiere que lo llamen Portador de la Verdad. No solo es un genio de los explosivos, sino también miembro de las altas esferas de las Cortes, un hombre muy sabio acostumbrado a tener a grupos de hombres a su cargo. Se enorgullece de su formidable capacidad de identificar a posibles terroristas suicidas, con los que trabaja de forma muy estrecha. Duerme y come con ellos para establecer complicidad antes de que cumplan una misión, y los somete a duras y desagradables experiencias que ponen a prueba su perseverancia. En ocasiones es el único que está informado de los detalles de una incursión, porque las diseña a la medida del mártir elegido por él. Hace unos pocos meses, después de que Jovenzuelo no acabara de dar la talla para ser terrorista suicida, Portador de la Verdad le sugirió que se adiestrara en materia de explosivos y lo transfirió a la unidad de Soldado Raso.
Jovenzuelo conoce el protocolo: Barba Cerrada le habrá enviado un SMS tanto a Soldado Raso como a Portador de la Verdad confirmando que Jovenzuelo ha recogido el macuto. Los acontecimientos especiales exigen rituales especiales, que se repiten muchas veces, y en cada ocasión un insurgente recibe un alijo de armas o un fajo de billetes de los hombres que dirigen la insurrección.
Agotado de llevar el macuto, Jovenzuelo se toma un largo descanso y empieza a dudar de que vaya en la buena dirección. Según el conductor, la casa debería de haber estado muy cerca. Pero, o bien ha estado caminando en círculo, o la mujer envuelta en el enorme velo lo ha engañado. Presiente que no va a llegar a la hora acordada. Acelera el paso, tuerce primero a la izquierda y luego a la derecha, y después otra vez a la derecha. Se tropieza con dos hombres que están conversando y cree que deben de ser los dos simpatizantes de Al Shabab que tenían que proporcionarle indicaciones. Al principio no le hacen ningún caso, a pesar de que se ha parado muy cerca de ellos. A Jovenzuelo le parece que no saben qué pensar de él. Entonces se acuerda del código acordado. Con la voz ensayada de un actor recitando sus diálogos, pregunta:
—¿Podría uno de ustedes decirme dónde queda el norte?
A Jovenzuelo no parece preocuparle que estos dos hombres no se ajusten exactamente a las descripciones que le dieron sus instructores. Como tiene hambre, no presta tanta atención a los detalles como debiera. El mayor de los dos es delgado, de piel muy oscura, atractivo, y de mirada inteligente; lleva un sarong. Su acompañante, más joven, más bajo y fornido, lleva una librea beduina.
El hombre de librea, con los dientes renegridos, es el primero en hablar. Se vuelve hacia su compañero y con el ademán característico con el que los hombres muy cultos hablan a los no instruidos, dice:
—Este jovenzuelo quiere saber cómo ir al norte.
—¿Qué te hace pensar que quiere saber cómo ir al norte cuando lo que quiere saber es la dirección de la quibla? —responde el más anciano.
Jovenzuelo ya no recuerda a qué desconocido ni en qué esquina de la calle tenía que pedir direcciones utilizando la palabra clave «quibla». Deduce del tono del mayor de los dos que lo están engañando. Cuando los mira más detenidamente, se siente más confundido todavía. El hombre de librea se comporta de forma curiosa, como si quisiera estirar el brazo y abrir el macuto. Entonces, intentando demostrar que sus conocimientos son superiores a los del más anciano, desencadena una incertidumbre aún mayor en la mente de Jovenzuelo.
—¿Creerá este joven que el camino al norte siempre indica el camino a la quibla?
Ahora la duda se ha despertado en los ojos del más anciano, y él también fija su mirada en el macuto. Le dice a Jovenzuelo que vuelva por donde ha venido hasta que encuentre una casa grande con una verja verde en la que están recién pintadas de color rojo las palabras Allahu Akbar.
—¿A qué distancia está esa casa?
—A unos cien pasos del cruce —responde el más anciano—. Luego tuerces a la derecha, y después a la derecha otra vez. Esa es la dirección norte, hacia la quibla, hacia La Meca, la dirección correcta. Ni la verja verde ni la inscripción en rojo tienen pérdida. Es allí donde quieres ir.
Jovenzuelo apenas se ha alejado hasta donde ya no puede oírlos cuando el hombre de librea estalla en una carcajada burlona, divertido por la idea de que acaban de enviar al muchacho al inmueble equivocado, que pertenece a un rival en los negocios del más anciano de los dos. El propietario de la vivienda está fuera del país y se la está alquilando a una familia de dudosas filiaciones políticas que pertenece a un clan rival al del hombre de librea. «Dos pájaros de un tiro», sentencia.
Mientras Jovenzuelo busca la casa con la verja verde y la inscripción, atribuye la fragilidad de su memoria al hecho de no haber desayunado y a que un joven como él no puede comprender los intrincados juegos políticos de los adultos. Sospecha que lo están utilizando. Todo resulta confuso. De repente, sin embargo, encuentra la verja con la inscripción y deja de lado sus dudas. Pasa de largo y gira a la izquierda. Quiere entrar por la puerta de atrás, de acuerdo con sus instrucciones. Hay una valla alta que tendrá que escalar.
Con el pulso acelerado envía un mensaje de texto de una sola palabra para informar a su coordinador de que se encuentra en la puerta de atrás, y recibe una respuesta indicándole entrar inmediatamente. Abre el macuto y saca una ametralladora y un cinturón lleno de balas. Se echa la ametralladora plegable al hombro, se ciñe el cinturón y tira el macuto por encima de la valla, y a continuación espera unos minutos.
Jovenzuelo se desea buena suerte. Con pasos tan ligeros como una joven madoqua, coge carrerilla y trepa la valla. Se deja caer del otro lado con un ruido sordo y permanece agazapado durante un minuto aproximadamente, con el arma a punto, como ha visto en las películas.
Ante él se extiende un jardín desatendido, con arbustos bajos y desaliñados, árboles atrofiados y la pared de la casa cubierta de enredaderas. Avanza sigilosamente, tan silencioso como los leopardos de las historias que le han contado. Está convencido de que los instructores de la madrasa estarían satisfechos con él, y confía en que su breve entrenamiento le haya convertido en un cadete preparado para ser un mártir al servicio de la insurrección. Sobresaltado, hace una pausa de una fracción de segundo al oír que algo se mueve en las inmediaciones. De forma veloz y decidida, recupera el macuto y se sitúa, firme y sin miedo, detrás de los arbustos; al fin y al cabo, piensa, ser pequeño tiene sus ventajas. No obstante, ahora se topa con una valla más baja de la que nadie le había hablado, lo cual demuestra, se dice a sí mismo, que hasta los agentes de inteligencia de Al Shabab pueden fallar. Con todo, no se vuelve a mirar atrás, pensando que ese es el camino de la perdición. Además, un mártir no puede tener miedo. Si hace falta, utilizará el arma, disparará y matará.
Retrocede tres pasos, respirando agitadamente hasta notar una sensación de ardor en los pulmones. Al no mencionar la segunda valla, puede que a los agentes les pasara desapercibido algo más insidioso, por lo que debe de estar listo para cualquier eventualidad. A menos, por supuesto, que la omisión haya sido deliberada a fin de poner a prueba su fortaleza de carácter. Su coordinador le ha recalcado la importancia de utilizar el arma solo cuando resulte imperativo o en defensa propia, y en tal caso, de utilizar el silenciador.
Efectúa un movimiento nervioso tras otro. Arroja el macuto por encima de la valla. Aguarda unos minutos, y luego corre hacia la valla, la rebasa de un salto, y al aterrizar, se hace un ovillo compacto: esto lo ha aprendido viendo vídeos en una página web yihadista. En uno de ellos, los instructores animaban a los jóvenes yihadistas a guardar las cabelleras de los rehenes más prominentes como trofeos. Jovenzuelo duda de que alguna vez vaya a querer quedarse con la cabeza de un hombre al que haya matado. De hecho, no hay ninguna posibilidad de que quiera hacerlo, y en cualquier caso, no tiene dónde esconder la cabeza de un muerto; no dispone de un hogar que pueda llamar propio.
Ahora se topa con una segunda discrepancia respecto de las directivas recibidas: encuentra una ventana entreabierta, pero que no parece conducir a un cuarto de baño, como le habían dicho, sino a lo que parece ser una cocina.
Se esconde detrás de un árbol enorme con un tronco tan grande como el de un baobab. Permanece tan inmóvil como un fiel esperando al imán para reanudar sus postraciones. Entonces, entregándose plenamente a cada uno de sus movimientos, como un yihadista encabezando el ataque frontal contra el enemigo, alcanza el patio trasero de un par de zancadas largas y veloces.
Escudriña el área en busca de indicios de que esté habitada: la presencia delatora de una silla de mimbre que alguien ha sacado al exterior para sentarse; un gato dormido enroscado, y ropa secándose en un tendedero.
Entra en el inmueble colándose por la ventana de la cocina, gracias a Dios que es pequeño y ágil como un gato al acecho. Por supuesto, no existen instrucciones capaces de prepararle a uno para cualquier contingencia. Hay decisiones que hay que tomar in situ y sin ayuda. Hasta donde él puede ver, en el interior todo está en calma. Camina un poco por la casa con una sensación triunfal, y luego sale a coger el macuto y meterlo dentro. Hace una llamada de teléfono para decirle a su coordinador que está en la casa y que todo va bien.
Su coordinador le pide que describa el exterior de la casa que ha «consagrado». De hecho, le pide que le repita varias veces cómo ha llegado allí. Al principio, Jovenzuelo lo achaca a una mala conexión telefónica. Luego empieza a dudar de que haya venido al inmueble indicado.
Termina la llamada y se embarca en un reconocimiento a fondo, cosa que debería haber hecho desde el principio. Sube por las escaleras y entra en los dormitorios. Constata, con gran consternación, la presencia de señales de vida. El cuarto parece habitado: cajones entreabiertos por uso reciente, calcetines mugrientos, ropa interior todavía húmeda. Se ha equivocado de casa, vuelve a pensar. Pero ¿qué puede hacer?
La nevera de la cocina zumba tanto que parece a punto de cobrar vida. Al abrirla y ver los recipientes de plástico llenos de las sobras de la noche anterior, le entra hambre y se enfada. Por una parte, hace tiempo que no come carne y se siente tentado de atiborrarse de buenos alimentos, como si esta fuera a ser su última comida; por otra, se arrepiente de haber hecho ya la llamada.
Oye movimientos procedentes del porche delantero. Se vuelve y ve a través de la puerta abierta a un hombre muy viejo, sin afeitar y vestido en bata y zapatillas, tambaleándose hacia la casa. El anciano parece igualmente sorprendido de verlo a él. Sin embargo, confunde a Jovenzuelo con uno de sus muchos nietos y dice:
—¡Vaya, qué pronto has vuelto! Verás, el viento cerró la puerta y cuando vi que no podía volver a entrar, me quedé dormido en el banco bajo el árbol del jardín de delante.
Nada más llegar a Mogadiscio desde Nairobi, Jeebleh sale del Fókker un tanto mareado y desciende por los tambaleantes peldaños, mientras una pandilla de jóvenes que bajan como una banda de presos lo empuja contra la barandilla. Al pisar tierra firme lo envuelven nubes de polvo mezcladas con el calor y la humedad del mediodía; la brisa del mar, a medio kilómetro escaso, apenas hace mella en la viscosidad de la amalgama. Por si fuera poco, una irritante aglomeración de tráfico humano abarrota el fondo de la escalera mientras los porteadores se abren paso para ofrecer sus servicios a los pasajeros que descienden del avión.
Jeebleh visita Mogadiscio por primera vez en una década. Viene acompañado de su yerno, Malik, un periodista afincado en Nueva York que trabaja como freelance y que viaja con la intención de escribir artículos acerca de la tierra ancestral que nunca ha visto. Ahora, mientras observa a una docena de barbudos con túnicas blancas y látigos en las manos, Malik parece trastornado. Nacido en Adén, Yemen, de padre somalí y madre china-malasia, pasó la mayor parte de su infancia en Malasia, país sumamente ordenado. Aprendió somalí de niño, pero no lo ha hablado de manera continua y su oído no logra adaptarse a la aspereza extranjera de la entonación de estos barbudos que espetan órdenes a pasajeros y porteadores por igual. Jeebleh recuerda la cantinela de su mujer acerca de Somalia: «Ese desgraciado país, maldecido por esos espantosos clanes que siempre andan matándose entre ellos y a todos los que los rodean». Y no obstante fue Judith, tan propensa a hablar cuando no toca y a meter la pata, quien sugirió que Jeebleh llevase a Malik con él y quien convenció a la hija de ambos, Amran, para que diera su consentimiento.
Ahora Jeebleh y Malik se han separado del gentío, mientras los pasajeros se empujan entre sí en la estampida por recoger el equipaje o apartarse del camino de los demás. Jeebleh se sitúa a un lado y le tiende la mano a Malik, como le tendería uno la mano a alguien que se estuviera ahogando. Malik se lo agradece con un gesto de la cabeza y una sonrisa, pero rehúsa la mano ofrecida, de modo que Jeebleh se abre paso a duras penas entre la multitud para reunirse con él.
—Vayamos hacia el Servicio de Inmigración y Aduanas, que está ahí —dice en inglés, señalando hacia el pasillo y golpeando a alguien con la mano en el rostro, acto por el que se disculpa, aunque la persona golpeada no parece en absoluto molesta.
Un hombre con aspecto de ejercer la autoridad pese a no ir de uniforme —es uno de los que lleva una túnica blanca de estilo árabe y una kufiya de color morado estilo Arafat, pero sin látigo— se interesa por ellos cuando los oye comunicarse en inglés. Se aproxima con el aplomo de los poderosos y tiende la mano hacia Jeebleh:
—Su pasaporte, por favor.
Malik le pregunta disimuladamente a Jeebleh si sabe quién es aquel hombre. En lugar de responder a la pregunta, Jeebleh le entrega aquel pasaporte y a continuación se vuelve hacia Malik y le sugiere que le ceda el suyo. El hombre examina los pasaportes uno por uno. Cuando ha recopilado toda la información posible, los devuelve y les indica com amabilidad que procedan hacia Inmigración y Aduanas. Un séptimo sentido somalí le advierte a Jeebleh de que se avecina algún problema inminente, pese a que ignore su índole. No obstante, se guarda de compartir su inquietud con Malik.
El edificio del aeropuerto está abierto por el lado que da a la pista de aterrizaje y al océano, y cerrado por el otro, donde está la salida. El aeropuerto solo lleva un par de meses abierto al tráfico, por primera vez en dieciséis años de guerra civil. Las labores de reparación del vestíbulo aún no están del todo terminadas, y el andamiaje se entrecruza y entorpece los movimientos de la gente; tampoco los accesos están acabados, ni mucho menos. Una cuerda en medio del vestíbulo separa las Llegadas y las Salidas. En el área de Salidas, hay unas cincuenta sillas baratas de plástico blanco agrupadas en un rincón, cabe suponer que destinadas a los pasajeros que están esperando para embarcar. En el área de Llegadas se está formando una cola desordenada a medida que los primeros pasajeros se amontonan para cumplir con las formalidades. Sin portaequipajes ni carros, y sin personal formado en Inmigración y Aduanas, no hay forma de saber cómo pueden acabar las cosas, ni lo que podrían llegar a hacer esos barbudos con túnica.
Jeebleh y Malik inauguran su propia fila; al parecer son los únicos pasajeros recién llegados que viajan con pasaporte no somalí. También les unen sus intenciones. Malik quiere escribir acerca de la ciudad bajo el gobierno de la Unión de Tribunales Islámicos mientras se hacen preparativos inminentes de guerra. Como periodista freelance, ha firmado un contrato abierto con un diario neoyorquino que se reserva el derecho a la exclusiva de cualquier artículo que escriba. A cambio, el periódico le ha concedido un pequeño anticipo que le sirvió para pagar el billete a Somalia. No obstante, es consciente de los peligros que supone visitar este país, y también sabe que el hecho de que acompañe a Jeebleh ha complacido a su suegro y tranquiliza a su esposa. Por su parte, Jeebleh tiene intención de facilitar la misión de Malik presentándole a su amigo del alma, Bile. Jeebleh y Bile se criaron en la misma casa, y la madre de uno prácticamente lo era también del otro. Más tarde fueron juntos a la Universidad de Padua, Bile para licenciarse en Medicina, Jeebleh para escribir su tesis sobre Dante. Incluso estuvieron juntos en la cárcel en Somalia, donde como disidentes políticos ocuparon celdas de aislamiento contiguas. Sin embargo, ahora viven a miles de kilómetros el uno del otro, y Jeebleh ha oído decir con frecuencia que Bile anda delicado de salud. Jeebleh está ansioso por ver a su viejo amigo y de conocer a su compañera, Cambara, que ha insistido en que ellos sean sus anfitriones y los de Malik en Mogadiscio. Hay otras personas a las que puede presentar a su yerno, y que le ayudarán a adaptarse a un entorno desafiante.
Pese a tantas buenas intenciones, la ansiedad de Jeebleh por el bienestar de Malik le pasa factura a medida que se esfuerza por anticiparse a los problemas que puedan surgir con la esperanza de aliviarlos. El hecho de que a Malik le incomode en sí misma la conducta solícita de Jeebleh no ayuda. Gracias a su trayectoria de corresponsal extranjero en el Congo, Afganistán, Irak y otros puntos candentes del globo, está seguro de que no necesita que le digan lo que puede o no puede hacer. A la media hora de haber llegado a Somalia, los dos ya pecan de no decirse mutuamente lo que piensan.
Al ver a un joven en sus últimos años de adolescencia, Malik se acuerda de su sobrino, Taxliil, que desapareció recientemente de Minnesota junto a otros jóvenes estadounidenses de ascendencia somalí. Se dice que Taxliil y los jóvenes desaparecidos han ido a Somalia para alistarse como voluntarios en las filas de los combatientes de Al Shabab. Ahl, el hermano mayor de Malik, también vendrá a Somalia dentro de unos días a buscar a su hijastro fugitivo. A diferencia de Jeebleh y de Malik, Ahl se alojará en Puntlandia, el estado autónomo que tan mala fama se ha granjeado en los medios internacionales por servir de guarida a los piratas. Rumores no confirmados sostienen que a Taxliil están a punto de enviarlo a Puntlandia para hacer de enlace entre uno de los mandamases de Al Shabab y los piratas. Malik y Jeebleh pretenden ayudar a seguirle la pista a Taxliil de cualquier forma que esté a su alcance. Coordinarán sus esfuerzos, se comunicarán con frecuencia y se mantendrán informados mutuamente acerca de cualquier progreso que hagan. Dados los abundantes contactos de Jeebleh en la ciudad y los vínculos que Malik pretende establecer con otros periodistas y todo aquel a quien conozca, confían en encontrar a Taxliil.
A Malik le duelen los ojos debido a la arena que ahora sopla desde el mar, y la brisa marina contiene más de una pizca de sal; no para de frotarse los ojos y dejárselos escocidos con el talón de la mano. El mismo hombre de túnica blanca y kufiya morada abre una ventanilla del cubículo de Aduanas y, tras el pago de un visado de veinte dólares estadounidenses, sella sus pasaportes sin intercambiar una sola palabra. Aun así, el séptimo sentido somalí de Jeebleh no se calma.
Recogen sus maletas. Otro hombre de túnica blanca, este con un látigo de una sola cola en la mano, pregunta si tienen algo que declarar. Jeebleh le responde que no. El hombre dice: «Bienvenido al país». Y añade: «Que Dios les acompañe».
En cuanto salen del edificio, Jeebleh empieza a recorrer rápidamente la tierra de nadie de los terrenos del aeropuerto, dándose así el espacio físico y psíquico que necesita para tranquilizar sus alterados nervios. Malik va muy rezagado; se toma su tiempo. No cabe duda de que hay una enorme diferencia entre esta llegada y la horripilante llegada de Jeebleh la vez anterior, en Callisay, veinticinco kilómetros más al norte. En aquella ocasión se estremeció de terror y el corazón le palpitaba violentamente de miedo. Eran los tiempos de los feroces enfrentamientos armados entre los dos principales señores de la guerra, Cacique del Sur y Cacique del Norte. Una Línea Verde dividía la ciudad en mitades desiguales, cada una de ellas dirigida por un señor de la guerra. Mataron a un chiquillo antes de que él y su madre tomasen un avión con destino a Nairobi y de que Jeebleh abandonara siquiera el aeropuerto.
Jeebleh sabe que las disputas internas de las Cortes han impedido organizar una administración estable de la ciudad, pero la apariencia de orden en forma de hombres de túnica blanca con fustas y látigos es innegable. Esta vez no se ven tipos sospechosos abordándole a uno, o jóvenes revoltosos dispuestos a utilizarte para practicar el tiro al blanco y apostar por tu cabeza. Aunque no hay uniformes ni insignias, sigue habiendo actividades asociadas a la autoridad: hombres que sellan pasaportes, comprueban papeles y contienen a los espectadores que parece que hayan venido a ver a los Rolling Stones. Pasan por delante de la bulliciosa y expectante multitud, de los taxistas a la espera de clientes, de los desempleados que se ofrecen a llevar los bolsos de viaje, de los mendigos que mendigan. Sorprendentemente, nadie de esta alborotada multitud osa dar un paso más allá del cordón dispuesto para impedir su entrada, vigilado por un hombre de túnica blanca armado con un látigo. Entonces Jeebleh ve a Dajaal, que le saluda con la mano, y se relaja. Su amigo es un viejo profesional que ha vivido tiempos buenos y malos en esta ciudad. Jeebleh lo conoció durante su visita de 1996 y sabe que es valiente, fiable, meticuloso y, ante todo, puntual.
Jeebleh abraza cálidamente a Dajaal, y lo presenta como «el hombre al que querrías tener de tu lado a la hora de la verdad». Presenta a Malik como «mi yerno, padre de mi única nieta».
A Dajaal lo acompaña un joven desgarbado y dentudo con un cuello largo como el de una jirafa, al que presenta como Gumaad, periodista. Jeebleh recuerda el nombre, a quien Dajaal describió por teléfono como un «tipo de inclinaciones integristas de cosecha local».
A su alrededor se agolpa una multitud que los mira con curiosidad. En Somalia las multitudes se forman con rapidez, quizá porque la gente sufre muchas clases de hambre: hambre de noticias, buenas o malas; hambre y también esperanza de poder sacar algún provecho por estar cerca del lugar de un suceso o donde hay dos personas hablando. No obstante, las multitudes se transforman en turbas a golpe de clarín. Jeebleh se acuerda de un par de incidentes espeluznantes durante su última visita.
Mientras se dirigen hacia el coche, Dajaal le dice a Malik:
—Gumaad te servirá de escolta, guía e investigador. Sabe Dios que necesitarás a alguien que sepa algo de la política local, que para un novato es un campo de minas.
Incluso si Dajaal no hubiera dicho nada antes, el acento de Gumaad lo habría delatado completamente ante Jeebleh. Procede de la misma parte de la región central del país que Dajaal, Bile y el Cacique del Sur, así como el hombre que los entendidos de las Cortes conocen simplemente como el Jeque, el actual ideólogo y agitador de los integristas. Jeebleh ha dicho a menudo que en ese distrito se puede buscar el origen de toda la inestabilidad política que ha asolado Somalia en los veinte últimos años. Pendencieros y belicosos, de él proceden varios de los señores de la guerra somalíes más obstinados, los jefes de piratas más letales y los empresarios más acaudalados, cada cual comprometido a su manera con la ingobernabilidad del país.
Jeebleh se lleva a Dajaal a un lado y le pregunta:
—¿Hasta qué punto conoces a Gumaad?
—¿Hasta qué punto se puede conocer a nadie en los tiempos que corren? —pregunta a su vez Dajaal.
—¿Te fiarías de él? Eso es lo que te pregunto.
—Lo colgaría de una viga si se portase mal contigo o con Malik.
Jeebleh no insiste en la cuestión de la confianza o de si se puede conocer a otra persona en Somalia en estos tiempos. Sabe que Dajaal no habla porque sí.
Entretanto Gumaad, al encontrarse a solas con Malik, prescinde de formalidades:
—Te lo advierto, tengo fuertes convicciones, y son distintas de las de Dajaal.
—No veo en ello ningún problema —dice Malik con calma.
Suben al automóvil; Jeebleh se sienta en la parte de delante con Dajaal, y Gumaad y Malik detrás. Dajaal arranca el motor pero no se mueve, e insiste en que todo el mundo se abroche el cinturón de seguridad. Gumaad refunfuña diciendo que «ponerse el cinturón» va en contra del islam; los accidentes ocurren y las muertes se producen cuando Alá así lo quiere.
—¿Cuándo admitirá Dajaal que nada ocurre al margen de Su voluntad expresa?
—En mi coche, nos abrochamos los cinturones —dice Dajaal.
Incluso después de abrocharse y de que Dajaal haya puesto el coche en movimiento, Gumaad insiste:
—Escúchate hablar: «En mi coche, nos abrochamos los cinturones». Este es el coche de Bile, no el tuyo. Así que no puedes decir «mi coche».
Un poco de su saliva va a parar a la cara de Malik, que se limpia discretamente. Jeebleh se divierte y sacude la cabeza ante este altercado sin sentido, mirando primero a Dajaal y luego a Gumaad. ¿Qué tendrá que ver la propiedad de un vehículo con la importancia de abrocharse o no los cinturones? Pero los somalíes, como sabe, rara vez reconocen las maniobras de distracción. Es característico de ellos confundir las cosas y tomar una metonimia por una sinécdoque. Si bien toda discusión tiene un comienzo, jamás tiene un final, y nunca hay una conclusión lógica que ponga fin a la disputa. Los somalíes están en su salsa cuando no paran de meter baza, y en su elemento cuando derraman sangre.
Ahora el coche aminora la velocidad. Un hombre vestido con sarong y camiseta está parado en mitad de la carretera con una pistola en la mano derecha. Les indica que paren.
Dajaal detiene el coche a un lado de la carretera y apaga el motor, como le han dicho. Descienden del automóvil, y el hombre les señala con un gesto unos bancos que hay a la sombra, lo que indica que podrían estar aquí mucho rato.
—¿Bajo la autoridad de quién? —pregunta Gumaad.
Dajaal agarra a Gumaad del codo y le conduce hacia los bancos, aunque no sin que este diga en voz alta que va a llamar al Jeque y que todo se resolverá enseguida.
—Creíamos que los controles a cargo de milicianos armados leales a los señores de la guerra eran cosa del pasado —le dice al hombre del sarong y la camiseta.
Este no le presta la menor atención.
Como para despistarlos aún más llega otro hombre de un tamaño impresionante, barbudo, de andares lentos y orgullosos y con una mirada malvada y penetrante, pero inusitadamente reservada. Lleva la barba más larga y más desaliñada que Jeebleh haya visto jamás; recuerda a la de un sij devoto. Su atuendo inmaculadamente blanco, que luce del mismo modo en que un policía luciría un uniforme, consta de una túnica y unos pantalones como de pijama, holgados por arriba y estrechos por la parte de abajo, con unas perneras lo bastante cortas como para permitirle realizar sus abluciones sin remangárselos. Lleva dos teléfonos móviles, uno que está sonando en la mano derecha, y otro silencioso en la izquierda. Quizá lleve un tercer móvil en el bolsillo de la túnica, que cae pesadamente mientras camina.
—¿Qué hace él aquí? —le cuchichea Gumaad a Dajaal.
—Con Garweyne nunca se sabe —dice Dajaal—. Pero ¿es que ya no se dedica al negocio informático? Creía que últimamente le iba muy bien.
—Es la estrella en alza entre los miembros que forman la división de inteligencia del ala militar de las Cortes —le informa Gumaad.
—¡No me digas! —exclama Dajaal.
Malik oye la conversación por casualidad y cree que, a pesar de su corpulencia, el barbudo parece un culturista; no tiene un gramo de grasa.
Jeebleh está pensando en el cambio de indumentaria que se ha producido en la ciudad durante la última década. A mediados de los noventa, debido a la falta de sastres, tres cuartas partes de los hombres llevaban sarong. Ahora Mogadiscio está inundado de estilos importados de lugares tan lejanos como Arabia Saudí, Afganistán y Pakistán. Le asombra la variedad del atuendo, tanto masculino como femenino, que ha visto en el breve espacio de tiempo que lleva aquí.
Barba Cerrada va derecho hacia el ordenador de Malik. A Jeebleh no le sorprende, pues se acuerda del interés tan malsano que ya suscitó en el aeropuerto.
—¿Ese ordenador es tuyo? —pregunta a Malik.
Malik se pone firme, con las piernas separadas y el cuerpo echado hacia atrás, como si se dispusiera a derribar una puerta con el hombro.
—Soy un periodista somalí que vive en los Estados Unidos y estoy de visita, inspirado por los acontecimientos ejemplares que se están viviendo aquí —le dice a Barba Cerrada.
—¿Para quién escribes?
—Soy periodista freelance.
Malik recuerda haber leído acerca de los periodistas y escritores que visitaron la Unión Soviética en los tiempos gloriosos del comunismo. Los que daban respuestas cautelosas se topaban con reprimendas oficiales y no les concedían permisos. Decide jugarse el todo por el todo.
—Espero escribir acerca de la paz que se ha impuesto en el país gracias a la Unión de Tribunales Islámicos, que lo ha arrancado de manos de los señores de la guerra y sus secuaces —dice.
Barba Cerrada habla como si la arena del desierto que hubiera tragado en otros tiempos perturbara su dicción, alterando el ritmo y obstaculizando la fluidez natural, como un desagüe bloqueado por una avalancha de fango.
—Trae acá el ordenador —dice.
La duda empaña los ojos de Malik cuando se da cuenta de que la puerta contra la que pretendía embestir no se va a mover ni un ápice. No obstante, guarda silencio y su expresión se endurece. Arruga la frente, más por confusión que por ira, preguntándose por qué nadie acude en su ayuda, por qué ninguno de los otros interviene en su defensa.
—¿Por qué? —pregunta Malik atragantado de ira.
Barba Cerrada tiene la astuta mirada de un hombre que se inventa sus propias reglas sobre la marcha. Malik se da cuenta de que no hay forma de que renuncie a quitarle su ordenador. Se ha topado con hombres como Barba Cerrada en otras ocasiones: brutos grandotes que se dedican a amedrentar a los periodistas.
—Porque lo digo yo —responde Barba Cerrada. Tiene las manos ocupadas en trenzarse la barba y se acaricia el bigote con la lengua. Cómo le gustaría a Malik borrarle la sonrisa de la cara. Reina el silencio. ¿Qué se puede hacer para evitar un altercado?
Entonces Gumaad pregunta:
—¿Y si nos negamos?
Barba Cerrada casi logra la tarea imposible de convertir su sonrisa en una mueca.
—¿Nosotros? ¿Quiénes sois «nosotros»? —le dice a Gumaad—. ¿Tú y quién más?
Están agitados, presa del nerviosismo. Un sutil gesto con la cabeza de Gumaad anima a Dajaal a intervenir.
—Siempre había creído que lo que distinguía a los tuyos de los señores de la guerra a quienes derrocasteis era vuestro sentido del respeto. ¿No te parece que nuestros huéspedes lo merecen?
Barba Cerrada es un maestro en tomarse su tiempo. De cerca, Jeebleh comprueba cómo los pelos de sus mejillas se erizan como los de un gato iracundo.
—¿Puede identificarse, por favor? —le dice a Barba Cerrada—. Eso es lo que están diciendo estos jóvenes.
Habla con la amabilidad de quien necesita no perder ni la batalla por conservar el ordenador ni la guerra para recuperarlo en caso de que sea confiscado. En sus ojos no hay derrota, solo una leve resistencia.
Sin que se perciba ya la arena del desierto en su voz, Barba Cerrada le dice a Jeebleh:
—Represento a la autoridad de las Cortes. Hasta la fecha, las Cortes no nos han proporcionado documentos de identidad. Trabajamos como voluntarios. Por tanto, tendréis que confiar en mí. Por el bien de todos, os aconsejo que cooperéis.
—¿Y si se niega? —pregunta Jeebleh.
Barba Cerrada se mete las manos en el bolsillo y frunce el ceño, como si le acabara de venir a la memoria un recuerdo desagradable. Da una orden y, de un cubículo situado a la derecha de donde está el grupo, emergen cuatro jóvenes armados que se despliegan en abanico con gestos cargados de teatralidad, como si imitasen una escena de una película o algún documental yihadista que les ha hecho ver. Levantan sus AK-47 con las piernas separadas y accionan la clavija del modo automático: están listos para disparar si se les provoca, o si Barba Cerrada da la orden. Pero precisamente en este momento tan improbable, Barba Cerrada les dice su nombre:
—Me llamo Abu Cumar bin Cafaan —dice. Y repite que su cometido es garantizar que no entre en el país ningún software inaceptable ni material pornográfico, lo que constituiría una violación del código de conducta islámico.
Malik le entrega el ordenador a regañadientes.
—Enciéndelo y teclea las claves para que pueda tener acceso —le dice Gumaad.
—No es necesario —dice Barba Cerrada.
—¿No es necesario?
—No penséis que solo porque llevamos nombres musulmanes de la época del Profeta, al que Alá bendiga, en lugar de llamarnos Johnny, Billy o Teddy, vamos a tener problemas para acceder a un ordenador sin una clave. No estamos tan atrasados como quizá creáis —dice Barba Cerrada.
—Entrégaselo y no tengas miedo de lo que pueda hacer o no —le dice Dajaal a Malik—. Sabemos lidiar con los de su calaña.
Malik se sienta, abatido y desesperado.
—Dajaal y yo… ¡Hay que ver! ¡Mira que tener un nombre satánico y enorgullecerse de ello! Dajaal y yo nos conocemos desde hace muchísimo tiempo. Este secuaz del demonio sabe de lo que soy capaz —dice Barba Cerrada.
Mientras Barba Cerrada se aleja con el ordenador, dejando a los cuatro intercambiándose miradas sin que ninguno de ellos sepa qué decir o hacer, Jeebleh recuerda que en la mitología islámica Dajaal es el nombre del Anticristo. En cualquier caso confía en que ahora, tal y como están las cosas, los cuatro no se culpen mutuamente por lo sucedido. Lo que hace Barba Cerrada parece tener menos que ver con impedir violaciones del código de conducta islámico que con ajustar cuentas con Dajaal. Malik ya está comparando esta última experiencia en una larga sucesión de encuentros anteriores con el abuso de poder, que van desde la detención que sufrió a manos de un señor de la guerra afgano atraído por su acompañante, una periodista, al episodio con un cacique congoleño que le confiscó el coche, el dinero y diversos objetos de valor.
—¿Tenemos que esperar? —pregunta Jeebleh.
—No sé cuánto tardará —dice Barba Cerrada—. Os sugiero que vayáis a echar un vistazo a la ciudad, que disfrutéis de la comida y que os duchéis.
A continuación, señalando a Dajaal con una sonrisa de satisfacción, le dice a Jeebleh:
—Luego mándame a tu chófer y a su compinche a recoger el ordenador.
Ahora tampoco se le ocurre a nadie nada que decir.