En auto a través de los continentes

 

(1927-1929)

 

 

 

Clärenore Stinnes

 

 

 

Editado por Pilar Tejera

 

 

 

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© Casiopea Ediciones, 2016

 

ISBN: 978-84-946727-3-6

 

CASIOPEA EDICIONES

equipo@edicionescasiopea.com

 

Diseño de cubierta y maquetación: MarianaEguaras.com

 

Reservados todos los derechos.

 

En auto a través de los continentes

Prólogo

Capítulo I: Causas y efectos - El compañero de viaje - Los preparativos

Capítulo 2: La partida de Fráncfort - 128 huevos duros hasta Constantinopiá

Capítulo 3: La pendiente resbaladiza - La capital del desierto - La vía de agua en el refrigerador - Con los kurdos - Alarma - Konya - El taurus - El mar Mediterráneo

Capítulo 4: Ruinas antiguas - Árabes, beduinos y bazares - El oasis de Damasco - Encantadores de serpientes - Con el convoy de Bagdad - A través del desierto.

Capítulo 5: Un encuentro desagradable - Un caballo por 20 marcos - En casa de un oficial de la policía persa - Chacales y perros - Grunow enfermo - Una cabriola sin consecuencias

Capítulo 6: Escenas del indómito oeste - El vuelco del furgón - El Cáucaso - Lluvia hasta Moscú

Capítulo 7: La operación de Grunow y su partida - Disensiones - El sustituto de Grunow - La época de las lluvias - Rotura del engranaje.

Capítulo 8: Recuerdos nocturnos - Caminos difíciles - El conflicto en el Sura - Amistad imperecedera - Sorpresa desagradable

Capítulo 9: Víctimas del alcohol - La agresión - Heidtlinger toma el tren - En el hogar de los aldeanos rusos - El sempiterno cerdo asado - La abuela y las chinches

Capítulo 10: Obstáculos y dificultades - Lobos - Otro engranaje roto - Baitjeff cae enfermo - La caseta del guardabarreras - Nowo-Sibirsk - Interrupción del transbordador - Por vía férrea a Irkutsk

Capítulo 11: El invierno en Siberia - Entre los buretas - La cacería - Aguardiente y Samagonka - El viaje hasta el Baikal.

Capítulo 12: Una cacería frustrada - Una noche entre ladrones - El lago Baikal - Más alcohol en la frontera mongola

Capítulo 13: 38 horas - de marcha incesante - Ulan Bätor - Hoto en la aduana - El señor Alinge - Perros temibles

Capítulo 14: El joven chino - Gacelas - La tempestad de arena en el Desierto de Gobi - Seguidos por los bandidos - Llegada a Kalgan - Medidas guerreras - Por la noche con rumbo a Pekín

Capítulo 15: El centro de la tierra - Los espíritus de las divinidades - Los claustros de las montañas occidentales - La pobreza en las minas de carbón - El derecho de la fuerza en el camino de Tientsin.

Capítulo 16: El tifón - La noche en la casa de té japonesa - Manantiales sulfurosos - La montaña sagrada

Capítulo 17: Hacia el nuevo mundo - Honolulu - Nos separamos de Lord - y del coche grande - De Panamá al Perú

Capítulo 18: Las aves del guano - Lobos marinos - Los primeros desiertos de arena - Guanacos - El vapor alemán Poseidón

Capítulo 19: Treinta hombres en nuestra ayuda - A vida o muerte - La avería - La marcha por los arenales - El campamento de los constructores - de ferrocarril

Capítulo 20: Del diario de Söderström

Capítulo 21: La ayuda desde Oconia - Alcanzados por las olas - Gatos negros - La enfermedad en Alto en Puno

Capítulo 22: La guarnición de Puno - Entre indios - Minas de plata españolas - El cono de embrague llegado - de Alemania

Capítulo 23: La Paz - Ventisqueros en los trópicos - Carreteras argentinas - Buenos Aires - Fin de año

Capítulo 24: La ganadería argentina - de antaño y hogaño - Mendoza - Puente del Inca - Chile - De Valparaíso a Panamá

Capítulo 25: Plátanos - Indios - Cocodrilos - El vapor sueco Tissuaren-Lord - Canadá

Capítulo 26: Mi visión de los Estados Unidos

Capítulo 27: Final del viaje

Fotografías de Clärenore Stinnes

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Prólogo

El 24 de junio de 1929 y cuando el reloj marcaba el mediodía, Berlín recibía con asombro y aplausos a la protagonista de una hazaña sin precedentes: Clärenore Stinnes, la primera persona en dar la vuelta al mundo en automóvil. Dos años y un mes atrás, había partido en un Adler estándar con su pasajero, el camarógrafo y fotógrafo sueco Carl-Axel Söderström y un furgón de escolta con dos mecánicos, herramientas y 148 huevos duros como alimento. Tundras heladas, pantanos, desiertos interminables, ladrones, animales salvajes, enfermedades, falta de agua y comida, e infinidad de vicisitudes en esas malas o inexistentes carreteras, no la detuvieron. La pequeña y frágil mujer hizo camino al andar y dejó su huella en la historia.

Como nuestra pionera Bertha Benz o Violette Morris, la historia de Fräulen Stinnes derriba mitos sobre las conductoras femeninas y muestra el talento e intrepidez de las mujeres en el volante. La hija del empresario Hugo Stinnes, nació el 21 de enero de 1901, justo cuando comenzaba la producción masiva de automóviles y esas extrañas máquinas comenzaban a rodar por el mundo. A los dieciocho años obtuvo la licencia para conducir y a los 26, Clärenore se había convertido en la piloto femenina de mayor éxito en Europa, con el impresionante récord de 17 victorias. Pero ella quería más. «Tenía ganas de explorar lo desconocido…», dijo después en su libro Im durch Auto zwei Welten. El Gran Sueño comenzó a gestarse en la difícil competencia «Leningrado-Moscú-Tbilisi-Moscú», carrera en la que Fräulein Stinnes fue la única mujer entre 53 participantes y ganó holgadamente. Pero el proyecto de viajar alrededor del mundo necesitaba algo más que el coraje femenino. Su padre había fallecido, las empresas estaban en manos de sus hermanos varones y la familia le negó el apoyo. Sin embargo su bien ganada fama y apellido, le ayudaron a recaudar los 100.000 Reichsmark que patrocinaron el evento.

El 25 de mayo de 1927 Clärenore Stinnes partió de Frankfurt am Main para recorrer 23 países. Dos días antes había conocido al fotógrafo Carl-Axel Söderström, única persona que permanecería con ella en los peores momentos y hasta el final de la aventura. Su ruta los llevó primero a Teherán vía Damasco, luego hacia el norte en dirección a Moscú, y desde allí a través de Rusia hacia el este, recorrieron Siberia y el desierto de Gobi hasta Beijing. Desde el continente asiático fueron en barco hasta Japón y Hawai; luego viajaron a través de América Central y del Sur hasta Buenos Aires. De allí fueron a Vancouver y atravesaron América del Norte hasta Nueva York. Un barco a vapor los llevó hasta Le Havre y desde allí a París y finalmente Berlín.

El viaje tuvo de todo. En Siberia soportaron 53º bajo cero y lobos hambrientos; en el camino a Bagdad las temperaturas llegaban a 54º a la sombra; en la travesía de Mongolia a China fueron azotados por tormentas de arena, en el desierto de Gobi escaparon por un pelo de los depredadores; en la Cordillera de los Andes tuvieron que usar dinamita para liberar el camino; el coche se rompía una y otra vez y Stinnes y Söderström se hicieron especialistas en cambiar semiejes.

La resistencia y voluntad de esta mujer de 26 años parecía no tener fin, y el hombre sentado a su lado, la admiraba. Después de 25 meses, 46.758 km, unas 800 fotografías y películas y la vuelta al mundo, Carl-Axel Söderström se animó a declarar su amor y le propuso matrimonio. Clärenore por supuesto aceptó… Ningún otro hombre hubiera superado semejante road test.

 

Susana Peiró (mujeresconhistoria.com)

 

 

Capítulo I:

Causas y efectos - El compañero de viaje - Los preparativos

Hasta donde yo puedo recordar, siempre sentí una profunda atracción por la aventura. Por más que mi madre intentara despertar en mí la tendencia a las actividades que se consideraban propias de la mujer, yo demostraba siempre otras aficiones. Recuerdo que cada vez que me pedía que la ayudara a coser o a zurcir medias, escapaba con toda la velocidad que permitían mis cortas piernas. Prefería oír de nuestro cochero Federico, en la cuadra, las historias militares que él me contaba poniéndome encima de un caballo, o el placer de sumirme en la lectura de las grandes gestas, o en los libros de historias indias. En mi fantasía no había sitio más que para el viejo Shatterhand, el noble apache Vinnetou, la hermosa princesa Gudruna y el anciano Hildebrando. Mis juguetes, en los días de lluvia, eran soldados, cañones, castillos y trenes; pero los días de sol salía con mis hermanos al jardín, a jugar con ellos a los indios, mi juego favorito. Nos cubríamos la cabeza con plumas de abigarrados colores y nos tiznábamos la cara para imitar la vida de los héroes apaches cuyos nombres habíamos adoptado. Nuestros padres nos dejaban hacer. Ni siquiera se incomodaban demasiado cuando, como ocurría con frecuencia, la alacena de las golosinas se convertía en principal objeto de nuestro pillaje.

Así fui creciendo; sin restricciones y entre juegos de muchachos. La escuela era, para mí, tan sólo un lugar de tortura. ¡Cuántas veces escuché que mi conducta era impropia de una muchacha y que hasta el muchacho más travieso era un angelito a mi lado! Estos reproches, sin embargo, poco me importaban, pues no provenían de mis padres, las dos únicas personas cuya opinión significaba algo para mí.

En esto estalló la guerra europea. Implacable y destructora de ilusiones, deshizo todos mis ensueños. La terrible realidad me convirtió, de la noche a la mañana, en una mujer. Mi hermano mayor acababa de salir del colegio y se alistó como voluntario. En casa no se hacía otra cosa que trabajar, lo único que estaba permitido en aquellas horas terribles a cuantos no podíamos coger las armas. Los minutos que mi padre podía dedicar a la familia cada vez eran más escasos. La única que podía disfrutar algunos ratos de su compañía era mi madre, acostumbrada como estaba, desde siempre, a compartir sus preocupaciones y a ayudarle en todas sus dificultades.

Aquellos fueron tiempos duros. Ni siquiera al terminar la guerra se dejó sentir algún alivio, porque, al haberla perdido, debíamos dedicar todas nuestros esfuerzos al cumplimiento de los compromisos contraídos y al pago de las reparaciones. Víctima del exceso de obligaciones murió mi padre en abril de 1924, una desgracia que cayó sobre mi familia con la fuerza y la brutalidad del rayo.

Desde que salí del colegio, cuando mi padre aún vivía, me había acostumbrado al trabajo duro. Mis ocupaciones habían sido diversas, ya que mi padre deseaba adiestrarme en diferentes actividades con el fin de poder apoyarse en mí. Procuré concentrar en el trabajo todos mis pensamientos. ¡Cuántas cosas aprendí entonces! ¡Cuánta experiencia adquirí! ¡Y de qué modo ejercité mis facultades y mi resistencia a la fatiga y las inclemencias de la vida! No podía imaginar entonces de cuanto me serviría todo ese aprendizaje en el largo viaje que aún ni soñaba con emprender.

La organización industrial de mi padre comprendía, entre otras empresas, una importante fábrica de automóviles. Medio año hacía que había muerto, cuando el director de esta fábrica me propuso tomar parte, con un automóvil salido de sus talleres, en una carrera que se celebraría en Essen, junto al Ruhr. Decliné al principio el ofrecimiento, temerosa de la popularidad que tal carrera podría proporcionarme. Pero tanto insistió el director de la fábrica, que cedí al cabo de algunas semanas, a condición de participar de incógnito. Y así fue como aquel día, que tan decisivo había de ser en mi vida, yo usaba un nombre que no era el mío.

La fortuna me sonrió: gané aquella carrera y, a ella siguieron muchas otras que llenaron mi domicilio, que había fijado ya en Berlín, de premios y trofeos. Apenas si transcurrió domingo sin que yo tomase parte en alguna carrera, y, durante la semana me sobrepasaba el trabajo administrativo. Este aumento de experiencia en todo lo relativo al automóvil me llevó a pensar en dar una aplicación útil a mis conocimientos. El viaje de prueba que el gobierno comunista organizó en Rusia en 1925, hizo el resto, despertando en mí el deseo de realizar en auto un viaje alrededor del globo. En el circuito ruso, los automóviles que tomaban parte en la prueba tenían que ir a Moscú, partiendo de Leningrado, para llegar después hasta Tiflis y regresar a Moscú. En esta prueba tomaron parte numerosas naciones. Yo me presenté con mi automóvil, siendo la única mujer que figuró como piloto. Desde el punto de vista técnico, aquel viaje, realizado por sitios desprovistos de carreteras, requería una gran preparación que sería de utilidad en mis posteriores recorridos. Además, me proporcionó un conocimiento del país, la gente y las costumbres, mucho más seguro y completo que si hubiera recorrido aquel trayecto en tren.

Desde ese momento comencé a trabajar en mis horas libres, en la planificación de un viaje en automóvil a través de los continentes. Compré mapas, que estudié, y tracé sobre ellos mi itinerario, venciendo con la imaginación los obstáculos presentados por las montañas y las estepas. Con la ayuda de compás y lápiz, calculé los kilómetros. Determiné los lugares en donde podría proveerme de combustible y aceite, investigué la documentación que necesitaría y viví, anticipadamente y en espíritu, todo el viaje. La mayor dificultad consistía en elegir un coche que reuniese las características precisas para aquella aventura. Como tenía mucho interés en conocer los paisajes y los pueblos, el viaje me interesaba, no sólo desde un punto de vista deportivo, sino también desde el turístico y cultural. Lo principal, sin embargo, era demostrar la eficacia de un automóvil moderno. El que eligiera se vería sometido a pruebas con las que ningún otro se había enfrentado aún, ya que tenía que atravesar comarcas cuyos habitantes no habrían visto jamás un vehículo semejante. Como los talleres Adler presentaron, en el otoño de 1926, su nuevo coche Standard 6 en la Exposición Automovilista de Fráncfort, fue ése el que yo elegí.

El coche era fuerte y su funcionamiento no dejaba nada que desear; era corto y compacto y estaba provisto de una soberbia carrocería de acero, pero lo que más me agradó fue el tamaño y disposición del motor, construido por el profesor Becker, de la Escuela Técnica Superior de Berlín, hombre, cuya profesionalidad, siempre había admirado. Hubo otros coches que también me gustaron mucho, tanto por la excelencia de los materiales con que estaban construidos, como por su buen funcionamiento; pero ni su peso ni su longitud se adaptaban a mis propósitos. En la misma exposición hablé con los directores de los talleres Adler, apalabrando con ellos un vehículo para el primero de marzo de 1927. La dirección de los talleres calculaba que por aquella época la normal producción de un nuevo tipo de automóvil estaría ya en curso. El proyecto comenzó así a tomar forma.

 

****

 

Carl Axel Söderström había crecido en Korsnäss, una pequeña capital de Suecia. Pasó sus primeros años en la fábrica de su padre, entre tornos, forjas y sierras mecánicas. Su progenitor, acostumbrado a las luchas de la vida, le enseñó desde niño a trabajar para ganarse el pan. Aplicación y laboriosidad eran las dos virtudes que trató de inculcarle desde la infancia. El muchacho, aun queriendo por igual a sus cinco hermanos, tenía más relación con sus dos hermanos mayores, pues encontraba su compañía más interesante que la de sus hermanas, más cercanas a él, por edad. Este continuo trato con hombres que se ganaban la vida, despertó en él el deseo de ganársela también a una edad en que la mayoría de los jóvenes únicamente pensaba en el juego y la escuela.

El traslado de sus padres con el negocio del que vivían a Estocolmo, le ofreció nuevas oportunidades de instruirse y trabajar, empleando incluso las horas que le dejaba libres la escuela, para ayudar a los demás y sentirse útil. Al salir de la escuela comenzó los estudios de ingeniero ferroviario, pero, apenas empezar, el servicio militar le obligó a cambiar de rumbo. Conoció, siendo soldado en Estocolmo, al jefe de los laboratorios Pathé Frères, quien le invitó a que fuera a buscarle cuando le licenciaran, para aprender, junto a él, el oficio de operador cinematográfico. Para que Söderström, —a quien la perspectiva de llegar a ser un buen operador cinematográfico le halagaba—, pudiese cubrir sus necesidades, el director de los laboratorios Pathé Frères le prometió una plaza de ayudante de operador. Así pues, al concluir el servicio militar se presentó en los laboratorios, quedando enseguida admitido en la plantilla. Su vida acababa de dar un giro definitivo.

Transcurrieron los años de aprendizaje, realizó los primeros ensayos... Al principio los progresos fueron lentos; pero con trabajo y paciencia, logró situarse, al cabo de doce años, al nivel de los mejores operadores del mundo, alcanzando gran fama en el sector. Cuando pudo vivir holgadamente del fruto de su trabajo y tuvo una base económica suficiente para fundar un hogar, se casó con Marta Wahl. Ella compartía con él su afición al deporte, al que el matrimonio consagraba la mayor parte de su tiempo libre, ya fuera pescando, navegando o esquiando. Carl Axel era, además, muy aficionado a los bolos. Tomaba parte en todos los certámenes organizados por su club. Y de hecho, allí estaba cuando le llamaron un día, al teléfono. El director de una sociedad cinematográfica estaba al aparato y deseaba hablar con él.

—Söderström —le preguntó—, ¿quiere usted tomar parte en un viaje en automóvil a través de los continentes?

—¡Sí, señor! —contestó él, y sin querer saber más, volvió enseguida al juego, convencido de que tal viaje no se realizaría jamás.

Aquella tarde volvió malhumorado a su casa. Había quedado en tercer lugar en los bolos. ¿Y por qué? ¡Por un maldito viaje que había de quedar, seguramente, en pura fantasía! También a su mujer le habían telefoneado para preguntarle si ya tenía noticia del proyecto; pero ni él ni ella se preocuparon gran cosa por un asunto en cuya seriedad no creían. Y el tiempo pareció darles la razón, al principio.

Transcurrieron varias semanas sin que volviesen a oír hablar del famoso viaje hasta que, de repente, los acontecimientos se aceleraron. Söderström recibió un telegrama llamándole a Berlín, donde el director de la Fox Film habló con él, arrancando su compromiso para el viaje, y dándole un plazo de tres días para regresar a Estocolmo, preparar su equipaje, y volver a Berlín, donde conocería a la joven que dirigiría la expedición. Diez días después del primer telegrama llamándole a Berlín, Söderström partía desde Fráncfort en el vehículo que habría de llevarle a dar la vuelta al mundo.

 

****

 

Con el trato que cerré con la fábrica de automóviles, comenzaron para mí los trabajos preparatorios del viaje. La ruta quedó definitivamente trazada y los papeles que necesitaba llevar para evitar dificultades estaban expedidos. Como tenía muchas relaciones entre el cuerpo diplomático de Berlín, en el arreglo de mis pasaportes y documentación no hallé más que facilidades, hasta tal punto que todos los representantes extranjeros de Berlín rivalizaron en su afán de serme útiles. Sería una ingrata si no recordase con sincero reconocimiento su amabilidad, al igual que la de las autoridades alemanas, quienes se ofrecieron para ayudarme en lo que pudieran por medio de sus representantes en el extranjero. El proyecto estaba en marcha, así que paulatinamente fui abandonado todos los trabajos en que me había estado ocupando, para consagrarme por entero a la preparación del viaje.

Para las ruedas elegí los neumáticos Continental, porque a mi juicio eran los mejores de cuantos se fabrican en Alemania. Una breve conversación con la dirección de las fábricas Continental, bastó para convencerme de la buena voluntad de mis proveedores. Con el mismo agradecimiento debo recordar el empeño que la compañía petrolera Essen, asentada junto al Ruhr, puso en servirme, y el deseo de serme útil que asimismo demostró la Vacuum Oil Company, de Hamburgo. Y si di preferencia al benzol, sobre la bencina fue por estimar que la energía del primer combustible es muy superior a la del segundo. Con no menos entusiasmo nos prestó su ayuda la firma Roberto Bosch, de Stuttgart, dotando a nuestro coche menor de una batería eléctrica, ya que el coche mayor, el que yo debía conducir, en vez de batería, estaba provisto de imán.

Según mis cálculos podía suceder que, una vez fuera de Alemania, recorriéramos mil kilómetros seguidos o más sin encontrar ninguna estación de servicio en donde poder renovar nuestra provisión de combustible. Para solventar la dificultad, no vi más solución que remolcar con mi coche un furgón con nuestras reservas de combustible, algunos útiles, herramientas y piezas de recambio, y nuestros equipajes y provisiones. Para simplificar las cosa opté también por un Adler. Su interior se dispuso de acuerdo con mis instrucciones. Con excepción de los asientos, que hice disponer de modo que la primera mitad del coche, o todo él, pudiera transformarse a voluntad, como los coches-camas de los grandes expresos, en dormitorio, el resto del vehículo no se diferenciaba en nada del modelo normal. La carrocería era la de una berlina. Así estaríamos más protegidos lo mismo contra el frío, que contra la lluvia, o el calor excesivo. La parte posterior debería destinarse a equipajes y provisiones, y la superior de la delantera podía convertirse, doblando la mitad de la pared sobre el asiento del conductor, en un dormitorio con sitio sobrado para dos o tres personas.

Desgraciadamente, en la construcción se empleó, por error, madera en vez de aluminio, como yo hubiera deseado. Me enteré de este error demasiado tarde, cuando el mal ya no tenía remedio y nos vimos obligados a aceptar como bueno, lo que en realidad no era tal. Por descontado, entre los pertrechos de viaje no faltaban los picos, las palas, las hachas, ni útil alguno que pudiera hacernos falta. También me proveí de tres pistolas máuser, con sus correspondientes cargadores y municiones, por si acaso. Llevé, además, una amplia tienda aplicable al coche grande. Ante la necesidad de transportar los menos objetos posibles, me vi obligada a meditar a la hora de hacer la elección. También tuve que seleccionar con cuidado a los compañeros de viaje, pidiéndoles que llevaran solo el equipaje preciso.

Contraté a los dos mejores mecánicos que encontré en los talleres Adler: Víctor Heidtlinger y Hans Grunow, quienes tendrían que relevarse en la conducción del furgón. Conocía ya al primero de haber tenido alguna relación con él con motivo de las carreras en que había participado y al segundo le conocí pocos días antes del viaje. Como nunca nadie había participado en un viaje de aquellas características, decidí filmar todos y cada uno de sus incidentes y peripecias. Tenía que llevar, pues, conmigo, a un operador muy hábil, capaz de filmar casi el mundo entero. Con esta intención me dirigí a mi amigo, el señor Aussenberg, director de la Fox Film, quien, interesándose en el asunto, me manifestó que a su juicio, sólo había en Europa dos operadores que pudieran desempeñar aquel cometido. Uno de ellos era francés y el otro sueco. A los quince días recibí una comunicación en la que el señor Aussenberg me informaba de que el operador sueco estaba dispuesto a acompañarme en el viaje. Su aceptación me complacía aún más puesto que tenía excelentes referencias, no sólo de su habilidad profesional, sino de su temperamento deportivo, capaz de enfrentarse a las dificultades. No sospechaba, entonces, el valor que sus cualidades tendrían en un viaje en que todas nuestras condiciones de resistencia, habilidad, serenidad, valor y decisión tendrían que ponerse a prueba.

Una vez tuve el compromiso del operador cinematográfico que me convenía, otras inquietudes ocuparon mi espíritu. En Sajonia había estallado una huelga entre obreros de la metalurgia a la que no se le veía fin. Como consecuencia, la terminación del automóvil se retrasaba de semana en semana, al no recibir la fábrica los materiales necesarios. Llegó el primero de marzo sin que pudiéramos pensar todavía en partir. Empecé a temer que el invierno se nos echara encima antes de haber podido atravesar toda la zona de Siberia. Con la mejor voluntad, la fábrica me ofreció uno de los automóviles de prueba del tipo que me gustaba; pero yo rechacé la proposición, porque tenía interés en utilizar uno de los coches fabricados en serie. Hasta primeros de mayo no pudo la fábrica reanudar el trabajo normal. Apenas tres semanas después, el 24 de mayo de 1927 por la mañana, quedaron terminados los dos coches.

Dos semanas antes le había rogado al señor Aussenberg que tuviese la amabilidad de escribir a Suecia, avisando de nuestra inminente partida. Con solo dos días de anticipación conocí en Berlín a mi compañero de viaje, el señor Söderström. Estaba hablando con el señor Aussenberg en el despacho de la dirección de la Fox Film, cuando entró un caballero alto, delgado y de distinguido aspecto. Nos estrechamos las manos con la cordialidad de dos personas que habrían de compartir una misma suerte. Pocos minutos bastaron para fijar los detalles pendientes de decisión, y nos separamos, al cabo de un rato con la promesa de volvernos a encontrar en Fráncfort el día de la partida.

Me dediqué, entonces, a terminar los últimos preparativos. Salí de Berlín el 23 de mayo, en el rápido nocturno. Llevaba conmigo a Lord, un setter de pelo negro y sedoso. Tenía el propósito de dejárselo a mi madre, no queriéndolo llevar conmigo a causa de su tamaño; pero el animal, al que tenía desde cachorro, presintió mi marcha y me obligó, amenazándome con hacer huelga de hambre si le abandonaba, a admitirlo en mi compañía para no matarlo de tristeza.

En Fráncfort no nos faltó quehacer. Como era previsible, la cantidad de cosas que reunimos para el viaje superaba a la que podíamos transportar y fue preciso efectuar una nueva criba para no llevar sino lo imprescindible. ¡Qué hermoso aspecto tenían los dos autos al comenzar el viaje, recién salidos de la fábrica! Nada presagiaba aún el estado en que volverían.

 

Capítulo 2:

La partida de Fráncfort - 128 huevos duros hasta Constantinopiá

El 25 de mayo nos reunimos todos los que tomábamos parte en la expedición. Söderström llegó en el tren rápido de Berlín; Lord y yo tomamos este mismo tren al pasar por Wiesbaden, donde yo había pasado el día anterior con mi madre y algunos amigos. Los mecánicos llegaron desde sus respectivas casas, en la misma ciudad, y los automóviles fueron transportados desde los talleres al gran patio de la fábrica, desde donde teníamos que emprender nuestro viaje por el mundo. No faltaban, claro está, los periodistas, con la pretensión de celebrar entrevistas conmigo hasta el último momento. ¡Y llegó la hora señalada para la partida! Cinco minutos antes, habíamos puesto los motores en movimiento, y al dar el reloj de la iglesia las campanadas, nos pusimos en marcha agitando al aire nuestra banderola, entre los colores prusianos y alemanes desplegados a nuestro paso. Mil manos amigas lanzaban flores a nuestros paso.

Pronto se perdió de vista Fráncfort, oculta tras nuestras nubes de polvo. Atrás dejamos asimismo la llanura para internarnos por los espesos bosques de la comarca bávara. Las torres de la vieja ciudad episcopal de Würzburg, parecían observarnos silenciosas como centinelas. Como el camino era bueno y liso como la palma de la mano, continuamos sin detenernos hasta las diez de la noche, siendo Bamberg nuestro primer punto de parada. En la cena, hubimos de despedirnos por bastante tiempo de las chuletas de cerdo bávaro y de la cerveza alemana.

Aquella primera noche no dormimos demasiado ya que yo había fijado reanudar la partida antes de amanecer, en mi afán de ganar tiempo para anticiparnos en lo posible al invierno siberiano, peligro que sólo podíamos soslayar acelerando todo lo posible la marcha. Hasta Moscú resulté, por este motivo, para todos mis compañeros, un auténtico general. ¡Cuántas miradas iracundas me dirigieron y cuánto murmuraron al no comprender la necesidad de aquella prisa! Sea dicho sin embargo, en descargo de Grunow, que el pobre padecía sin saberlo, una enfermedad que tardaría un tiempo en manifestársele. Esta enfermedad no le permitía soportar sin sufrir, la agitación que provocan los vehículos que circulan a gran velocidad. Por desgracia ya sonaba la primera nota discordante apenas iniciada la expedición. Los que mejor conservaban el humor eran Söderström y Lord. El primero cabeceaba estoicamente a mi lado, despertándose repentinamente cada vez que algún bache nos hacía saltar. El perro sentado, o de pie, detrás de mí, con la cabeza apoyada en mi hombro y la lengua goteándole a causa del calor, miraba el camino con curiosidad.

Las tierras que recorríamos eran todavía demasiado familiares y civilizadas para despertar en nosotros verdadero interés. Únicamente el recodo que se cruza antes de llegar a Carlsbad, llamó tanto nuestra atención que decidimos perder unos minutos para que Söderström pudiera tomar unas vistas del castillo situado en lo alto de la montaña. Praga, Viena y Budapest, quedaron atrás. En la agreste faja de terreno neutral que se extiende entre los límites austríacos y húngaros, un ejército de liebres salió a nuestro encuentro. Todos sucumbimos a la tentación de espantarlas, no a tiros, que no eran necesarios, sino deslumbrándolas con la potente luz de los faros.

El paso por aquella zona fronteriza se efectuó sin incidentes. En Budapest, rodeada de montañas, permanecimos solamente algunas horas, endulzadas por la música gitana que resonaba todavía en nuestros oídos cuando penetramos en los polvorientos caminos del reino serbio. Pasamos pueblo tras pueblo, hasta llegar a una gran colonia alemana, poco antes de Belgrado.

Las carreteras atravesaban los pueblos formando su calle principal. Los campesinos salían de sus casas para recibirnos, saludándonos en sus respectivos dialectos.

Antes de llegar a Belgrado nos detuvimos en Semlin, porque al ir a atravesar el Danubio, nos encontramos con que el tránsito estaba ya interrumpido hasta el día siguiente.

La noche era cálida y serena así que decidimos pernoctar al raso. Lo que después habría de ser para nosotros «comida de todos los días», tuvo aquella noche el cautivador aliciente de la novedad. Dispusimos los coches para dormir y encendimos una pequeña hoguera para preparar nuestra cena, que se compuso de caldo, jamón y pan, con cerveza como única bebida. Nunca habíamos comido con más apetito; el ejercicio y el aire libre, nos hicieron encontrar deliciosa nuestra cena frugal.

Como ya tenía previsto comer muchas veces en mitad del campo, saqué de Wiesbaden una provisión de 128 huevos duros. Así todos los días, al llegar las doce, tomábamos un par de huevos cada uno y una o dos rebanadas de pan untadas en manteca, con la esperanza de desquitarnos después con una cena sustanciosa y caliente. Söderström me confesaría días más tarde que soñaba con que se terminara la provisión de huevos, para ver si así satisfacíamos nuestro hambre en tabernas con platos apetitosos. Pero el operador se llevó un chasco, porque cuando se acabaron los huevos nuestra colación del mediodía se redujo a pan con manteca solamente. ¡Ah, las frustradas esperanzas de una comida suculenta!...

Antes de cruzar el Save, en cuya orilla nos hallábamos para penetrar en Belgrado, nos detuvimos unos días en Semlin, días que empleamos en aligerar de peso al coche. Carlos Gnust, el herrero de Semlin, resultó un auxiliar experto que supo realizar a la perfección el delicado trabajo de despojar al vehículo de la parte posterior de la carrocería. La parte anterior, con sus asientos transformables, tuvo que quedar intacta, porque no podíamos renunciar a nuestro dormitorio; pero, no obstante, conseguimos una considerable reducción del peso.

En Belgrado esperaban nuestra llegada y nos cubrieron de guirnaldas y flores. Un gentío inmenso salió a nuestro paso para darnos la bienvenida, rodeando y escoltando nuestro auto.

Cuanto más avanzábamos hacia el sur, peores eran los caminos. Menos mal que de momento no teníamos que lamentar más molestias que las de los vaivenes y los saltos producidos por los baches.

Pasada Topola, la residencia del rey, llegamos a la antigua Nisch. El castillo, habilitado en su interior para servir de cuartel, conservaba su forma primitiva. Muros almenados, fosos y estrechas aspilleras, hablaban de unos tiempos en que las guerras, si no menos crueles, eran menos terribles por llevarse a cabo con medios menos mortíferos y destructores. En el transcurso de los siglos, los pueblos balcánicos habían ido dejando en aquella franja de terreno sus huellas sangrientas.

Fuera de la ciudad, en el camino que debía conducirnos a Bulgaria a través de las montañas, vimos un terrible monumento que recordaba la dominación turca: era una casa construida con cráneos de soldados serbios para disuadir a los pueblos, mediante el uso del terror, de albergar la idea de posibles sublevaciones. Bajo tan truculenta amenaza vivieron largo tiempo los serbios en penosa esclavitud.

La ruta que debía conducirnos a Bulgaria estaba sembrada de lodazales y escombros. Hileras inacabables de montes y collados cubiertos de espesa vegetación, se extendían a nuestra vista cada vez que ascendíamos a una altura para contemplar el paisaje.

La zona neutral entre Serbia y Bulgaria no estaba bien delimitada, porque ninguna de las dos naciones había tenido interés en ello. Tuvimos que avanzar por el lecho de un rio para poder atravesar la zona montañosa. A fin de evitar contratiempos, uno de nosotros marchaba a pie delante de los automóviles, tanteando cuidadosamente el terreno para prevenir cualquier daño.

En Dragoman, la estación aduanera búlgara, nos aguardaba una multitud entusiasmada que también lanzaba flores a nuestro paso. Un niño se destacó del resto para darnos la bienvenida recitando una poesía de bienvenida. Ya nos habíamos despedido y emprendíamos de nuevo nuestro viaje rumbo a Sofia, cuando vimos dos autos que a toda prisa venían a nuestro encuentro. Desde lejos reconocimos, por los gallardetes que flotaban al aire, el coche del Real Club Búlgaro Automovilista, y el del embajador alemán. Habían salido a recibirnos a la frontera para hacer con nosotros la entrada en la capital. Fuimos recibidos en Sofía con los brazos abiertos y fueron horas muy gratas las que pasamos en esa ciudad.

Salimos de ella por una tortuosa carretera, hermosa y bien cuidada. Nos internamos pronto por espesos bosques de abetos que impregnaban el aire de aroma balsámico. Numerosos torrentes de agua clara y bulliciosa surcaban el suelo, y no se veía, en toda aquella inmensidad, más alma humana que la de algún que otro pescador de truchas.

En Samakow nos encontramos con la animación de una feria anual. Hombres, mulas, vacas y ovejas, invadían la ciudad. Los abigarrados trajes de las mujeres daban al mercado el aspecto de un gran prado cuajado de flores. Continuamente llegaban, abriéndose paso entre la multitud, nuevos bueyes, sucios y calmosos, llevados por sus dueños con una soga atada a sus cuernos. Las transacciones presidían el lugar. Con palabras de gran ponderación, cada vendedor alababa su mercancía. El barbero invitaba a todo transeúnte a sentarse en el ancho sillón que junto a sí había colocado. Los herreros tenían sus hierros al rojo, listos para marcar los animales en las nalgas.

Toda la animación del mercado se nos olvidó cuando cruzamos las yermas, solitarias y polvorientas estepas que rodean Filipópolis. La ciudad se yergue triste y sin encanto en medio de llanuras desnudas y calcinadas. Pasamos una noche en ella: lo suficiente para hacernos cargo de la inclemente vida que sufrirían sus habitantes.

En el camino de Andrinópolis tuvimos por primera vez la sensación de inseguridad. Nos aseguramos del buen funcionamiento de nuestros revólveres y procuramos que en ningún momento los automóviles se alejaran demasiado uno del otro. La configuración montañosa del terreno y la escasa densidad de población, favorecían la existencia de bandoleros, abundantes, sobre todo, en las proximidades de la frontera griega.

El sol caía a plomo sobre nosotros; de cuando en cuando, una ráfaga de viento cálido levantaba nubes de polvo. A trechos, pequeños lodazales ofrecían su frescura a los búfalos y era digno de ver con cuanta satisfacción aprovechaban los pobres animales aquel insignificante alivio a su calor. Hundidos en el fango, muchos de ellos, apenas si asomaban más que la cabeza y los hocicos, para respirar, como los hipopótamos.

Con los últimos rayos de sol, bajo cuya caricia la mezquita del sultán Selim, adquiría tonalidades rosáceas, entramos en Andrinópolis. El telegrama que habíamos puesto para anunciarnos no llegó nunca a su destino, por lo que nos vimos obligados a vagar por la ciudad en busca de alojamiento. Por fin lo hallamos en el hotel de Madame Marie, una austríaca que vivía en Andrinópolis desde hacía años. La suerte había querido que fuese a parar allí para regentar aquel hotel rodeado de un tupido y sombrío jardín al que fuimos a pasar la noche. Nos recibió en la puerta, con una mirada amistosa y una cara redonda y maternal. Con gesto desolado nos comunicó que el hotel estaba lleno, no obstante nos propuso, dándose una palmada en la frente como si la idea hubiese surgido de súbito, que pasáramos la noche en el comedor si nos agradaba tal acomodo. Le agradecí su ofrecimiento porque aquella improvisada solución nos permitía pernoctar bajo techo.

Mientras se preparaba la cena, me fui a cumplir con las formalidades relativas a pasaportes y aduanas, trámite que no podía olvidar al llegar a un nuevo país. Llevaba una carta de recomendación para el director del Banco Otomano en Constantinopla. Sin embargo y según supe por una persona que encontré en el hotel, el director a quien iba dirigida había sido sustituido por otro meses atrás. Afortunadamente, el amable huésped tenía amistad con un comandante a quien me presentó para que me ayudase a poner en regla mis papeles.

Después de cenar, nos sacudimos el polvo del camino y nos lavamos en un surtidor del jardín, retirándonos a dormir tan pronto como el comedor quedó convertido en dormitorio. Apenas habíamos apagado la luz, cuando oímos pasos que se acercaban. Eran el comandante Vali, el director de la aduana y el jefe superior de policía, acompañados por nuestro servicial amigo. Venían para saludarnos. Todas las dificultades que se pudieran presentar, quedaron felizmente resueltas. Las principales autoridades del país estaban decididas a ayudarnos, y bastaron pocas formalidades para dejarnos paso libre hasta el Bósforo. El mismo comandante Vali se ofreció a acompañarnos un trecho para facilitarnos el paso. Si el tiempo se nos hubiese presentado tan favorable como aquellos hombres, mucho mejor nos habría ido; pero la lluvia arreció tanto aquella noche, que nuestros pies se hundían en el barro cuando salimos a la mañana siguiente. El coche grande estaba hundido en el lodo y nos costó un gran esfuerzo liberarlo.

Todos los caminos que encontramos al salir de la ciudad eran intransitables a causa del fango. Ya estábamos decididos a poner en las ruedas las cadenas para la nieve, cuando la salida del sol, a media mañana, nos hizo desistir de ello, abriendo nuestro corazón a la esperanza. Así continuamos nuestro camino hasta que, ya de noche, llegamos a terreno seco.

La luna llena ayudaba a nuestros faros a iluminar las desigualdades del suelo. Tan sumidos estábamos en la circulación, que la belleza de la noche, en las costas que ya bordeábamos, apenas bastaba para sacarnos de vez en cuando de nuestro ensimismamiento. Frente a nosotros teníamos el mar de Mármara. Los rayos de la luna brillaban sobre las olas con reflejos casi irreales.

A unos cuarenta kilómetros de Constantinopla, encontramos un puesto de policía, donde se nos conminó a detenernos. El comandante de aquel puesto se negaba a permitirnos proseguir el viaje, sin recibir, de su jefe de Estambul, instrucciones al efecto. Me hicieron entrar a una habitación pobremente iluminada con bujías, de una de cuyas paredes pendía, como único adorno, un gran retrato de Mustafá Kemal Bajá.

Transcurrió bastante tiempo sin que el comandante del pequeño puesto de policía lograse comunicación telefónica con su jefe de Estambul. Nosotros, mientras tanto, fumábamos cigarrillos, bebíamos café turco y discutíamos la decisión que nos convendría tomar. A eso de la medianoche determinada a actuar, traté de intimidar a nuestro cancerbero; pero, ante su risa estúpida y su obstinación invencible, me tendí en un diván para dormirme, resuelta a esperar pasivamente los acontecimientos. El monótono runrún de la conversación sostenida en la habitación contigua por los policías llegaba hasta mis oídos como un lento y largo rezo. De fuera, llegaba el sonido frecuente producido por el tintineo de las campanillas atadas al cuello de los camellos que pasaban. Los desgarbados animales eran como una anticipación del exotismo que nos aguardaba al salir de Europa.

A eso de las tres nos despertaron para comunicarnos que se había podido establecer la comunicación telefónica con la jefatura de policía, y que ya teníamos permiso para proseguir nuestro viaje, bajo la custodia, sin embargo, de algunos policías que deberían acompañarnos.