El círculo se ha cerrado

 

 

 

Knut Hamsun

 

Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

Título original: Ringen sluttet

© Ida Hegazi Høyer 2014

Published by agreement with Antas Binderman Listau Literary Agency, Berlin

© de la traducción: Cristina Gómez-Baggethun

Edición en ebook: octubre de 2017

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-36-7

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Contenido

Portadilla

Créditos

 

PRIMERA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

SEGUNDA PARTE

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

PRIMERA PARTE

I

Cuando la gente acude al muelle del barco costero no gana nada, pero tampoco pierde, se queda igual que estaba, tal vez con una depreciación por desgaste de calzado. No es que le perjudique, pero pocas veces obtiene algún beneficio. Una experiencia especial, una visión para dioses, ¿alguna que otra verdadera bendición? ¡No, no! Unas cuantas personas y cajas desembarcadas, unas cuantas personas y cajas embarcadas. Nadie dice nada, ni el piloto en la borda ni el despachante en el muelle necesitan palabras, se limitan a mirar los papeles y a hacer gestos afirmativos con la cabeza.

No ocurre nada más.

La gente sabe más o menos lo que va a ver cada día, y, sin embargo, acude.

¿Nunca ocurre nada más?

Bueno, a veces el organillero ciego al que guían por la escala y causa revuelo entre los niños, o algún apuesto deportista que abandona el barco con esquís y mochila, aunque sea mayo y con la Semana Santa ya muy atrás en el tiempo.

Pero nada más.

Aquí hay ya mucha gente. Además de niños de todas las edades, también acuden personas mayores y padres, comerciantes y pescadores, un par de aduaneros a dar vueltas para pasar el rato, el fotógrafo Smith con esposa e hija, y muchos más. En alguna rara ocasión aparecía también el capitán Brodersen, que había pilotado la bricbarca Lina, pero que ya la había amarrado para convertirse en farero en el faro cerca de la ciudad. Habla un rato con el aduanero Robertsen, al que llama piloto, luego se mete en su barca y rema de vuelta al faro.

Tampoco escasean las chicas jóvenes: Lovise Rolandsen, una joven alta y casadera, hija de un artesano, un poco seca y huesuda, pero de ojos azules y muy buen partido. Solía llegar acompañada de Lolla, que no era guapa de cara, pero que tenía un cuerpo y unos pechos…, daba la impresión de ser capaz de relinchar. Cuando el apuesto deportista bajó a tierra, ella cambió el peso de pie dos veces y fijó la mirada. El farmacéutico, ese jocoso tunante, decía de ella que estaba sobrecualificada.

Pero lo que predominaba eran los niños con todo tipo de indumentaria, azul y roja, amarilla, negra y gris. Serían unos veinte, niños hermosos, más niñas que niños, algunas de ellas grandes y ya enamoradas, paseándose con chicos mayores. Una hija del boticario estaba muy solicitada, se sentaba en una caja y recibía. Se llamaba Olga, y los demás se dejaban guiar por ella. El hijo del farero intentaba captar su atención, pero no lograba destacar por nada. Un chico descarado, pecoso y aún sin confirmar, además, le estaba cambiando la voz, de forma que perturbaba el ambiente, decía Olga. La joven no lo soportaba. ¿Por qué no volvía a casa con su padre? ¡Mira, por ahí va remando!

Abel callaba.

Pero no siempre era así. Solía discutir con Olga de cualquier cosa desde que eran mucho más jóvenes que entonces. Un día, ella se jactó de que su padre era capaz de tirar una piedra a una urraca y acertar. Pues mi padre sabe trucos de naipes, dijo Abel.

Habían vivido juntos muchas cosas en el transcurso de unos años de infancia llenos de experiencias. Los dos eran igual de culpables cuando robaban zanahorias del jardín de la finca de los Fredriksen y luego no lo confesaban. Juntos ahogaron al gato. Era un gato macho enorme que le arrancó el pecho al gato de Olga, que también era macho. Obviamente un acto asesino de esa clase no podía realizarse sin voto de silencio y en la oscuridad de la noche, porque el gato era un gato ilustre y pertenecía a la Oficina de Aduanas. No tenían miedo a nada: una buena piedra pesada en un saco, luego el gato también dentro del saco, una cuerda atada y todo el fardo tirado por la borda a aguas profundas. Volvieron al muelle remando cada uno con un remo y lo hacían igual de bien los dos, pero a Abel le sangraban las manos.

Por ese servicio podría haber conseguido un agradecimiento algo más duradero de Olga, pero unos días después lo echó todo a perder. La chica había conseguido subirse al tejado de un cobertizo donde los solares, y Abel se quedó mirándola por debajo de la falda y riéndose, en lugar de ayudarla a bajar, ella se enojó tanto que no tuvo cuidado y saltó directamente encima de él, haciendo que los dos cayeran al suelo y acabaran sangrando en medio de ortigas y restos de cemento.

A raíz de aquello estuvieron enemistados una buena temporada.Pero como se sabe, el tiempo transcurre y todo vuelve a la normalidad, y ellos crecieron y maduraron. Iban al cine, veían ladrones y carreras de caballos y montaban con los demás en los tiovivos abajo, junto a los solares. La hija del boticario vestía con un poco más de elegancia que el resto de las chicas, incluso que Lovise Rolandsen y Lolla, que ya eran adultas. Pero Abel no había cambiado gran cosa. Aunque no era precisamente atractivo, sus amigos apostaban por él porque siempre estaba dispuesto a ayudar y tenía recursos para todo en momentos de apuro. Un verano, durante la recogida de huevos, estuvo junto con otro chico en peligro de muerte, pero eso ocurrió después de que aprendiera a nadar, de modo que se salvó a sí mismo y a su amigo. Tenía unas manos curiosamente pequeñas, fuertes y con las palmas fibrosas, pero rápidas como las de un ladrón.

Se le respetaba menos que a Helmer, que ya trabajaba de aprendiz con el herrero, y sobre todo menos que a Rieber Carlsen, que estudiaba bachillerato y llegaría a ser algo. Pero la verdad es que esos caballeros eran mayores que él. Aunque tampoco podía competir en estima general con Tengvald y Alex, que sí eran de su misma edad, ¿a qué se debía eso? Se les daba más educación en casa y llevaban el calzado más nuevo, siempre recibían alguna que otra moneda de sus tías y tíos, y en los bocadillos que se comían en el colegio había a veces caras rodajas de plátano. Pues no, Abel no tenía nada de la distinción de este mundo, él venía del faro, donde su padre vigilaba la lámpara de noche y dormía de día, y llevaban una vida de gente humilde. Así era.

De todos modos, el farero Brodersen podría haber sido un poco más generoso si hubiera querido. Pero no quería. Así de ahorrativo era.

Brodersen se había vuelto a casar hacía catorce años. De su primer matrimonio no tenía hijos, del segundo tuvo a Abel. Había pilotado la bricbarca Lina durante muchos años, de lo que obtuvo beneficios, y la gente opinaba que era muy acaudalado. Tal vez lo fuera, pero no hacía ninguna ostentación, y mantenía a su hijo Abel de un modo muy miserable.

Pero Abel no estaba acostumbrado a otra cosa y no parecía descontento. Opinaba que el faro en la isla era tan bueno como una casa en la ciudad, y además, gozaba de rarezas con las que los habitantes de la ciudad ni siquiera podían soñar. ¿Qué tenían ellos en comparación con él? Presumía ante sus amigos de su lugar en el mundo, decía que era el único sitio para él, que no se cambiaría por ellos, mostraba indiferencia ante sus casas. Es verdad que la del boticario era grande y con balcón y anexo, pero Abel no se dejaba impresionar.

Siempre estás diciendo mentiras sobre ese faro tuyo, decía Olga.

Ven a verlo, decía Abel.

Y tanto hablaba de ello que un día Olga reunió a unas cuantas chicas y todas lo acompañaron al faro. También se llevó a Tengvald, que era una persona más que estimada entre los de su edad.

La visita no fue un fracaso, el paisaje de la isla era reducido y extraño, y ofrecía rincones escondidos entre los despeñaderos. Resultó divertido observar a los puercoespines y los conejos, y hermosos eran los numerosos arbustos ornamentales que se habían plantado en los amables trozos de tierra. Había también restos de un cúter naufragado que ahora se utilizaba de establo, se veían multitudes de gaviotas que volvían cada primavera a poner sus huevos, y se escuchaba un eterno murmullo del mar, todas cosas desconocidas y extrañas para los chicos.

Sí, dijeron Olga y las chicas, esto es diferente a lo nuestro.

Pero tampoco era tan impresionante como para perder el habla. ¿Para qué es este agujero? ¿Es el pozo? Sí, pero cuando las gaviotas vuelan sobre el pozo y dejan… quiero decir…

¡Ja,ja,ja!

Ni un pequeño camino, sólo piedras y más piedras, Abel, tendrás que perdonarnos, pero…

Aún no hemos entrado en casa, dijo Abel.

Entraron y subieron a la torre a toda prisa. Se llevaron una decepción. El farero les explicó cómo funcionaban la lámpara y la pantalla giratoria, pero era demasiado pronto para encenderla y no pudieron ver la enorme luz que proyectaba sobre el mar. Será sólo una gran lámpara, debieron de pensar.

Aún no hemos visto la sala de estar, dijo Abel.

Bajaron a la sala. Había en ella una gran colección de curiosidades que el farero se había traído de países lejanos por cuatro perras, algún que otro mueble de los salvajes de Australia, un barco dentro de una botella, cocos vaciados. Abel explicó lo que había oído contar a su padre, pero los chicos no mostraron interés alguno.

Tenemos que volver a casa antes de que se haga de noche, dijo Tengvald.

Las chicas metieron por fin la nariz en la cocina, luego en los cuartitos, pero la puerta de uno de ellos estaba cerrada con llave, la madre de Abel no siempre estaba sobria.

Un hogar de contrastes ese faro de la isla: el padre seco y ahorrativo hasta la tacañería y la madre dándose a la bebida por su enfermedad del pecho y su soledad. Tenía sólo unos cuarenta años.

Cuando llegaron las vacaciones de Navidad todo se torció, volvieron a casa los que vivían fuera, y Abel se convirtió en nada, como antes. Lo llevaba razonablemente bien, pero no era tan mayor ni tan sensato como para mantenerse a distancia, se dedicaba a importunar y era rechazado. Por fin había conseguido una gorra nueva, pero los otros tenían sombrero, y Tengvald además zapatos nuevos.

El invierno transcurrió de una manera u otra. La verdad es que en aquella época Abel pasaba a veces muy buenos ratos con Lili. La chica era algo más joven que él, pero alta y guapa para su edad, y tan buena que escuchaba lo que él le decía, y como vivía al otro lado del brazo de mar y muy alejada de la escuela, Abel la cruzaba de vez en cuando en su barca. Es muy amable por tu parte, decía ella. No tengo mucho que hacer, decía él.

Las cosas se torcieron de nuevo en las vacaciones de primavera, primero en las de Semana Santa, y luego en las de Pentecostés. Podría haberse quedado en su casa en el faro durante esos días para no verse expuesto a nada, pero no era lo suficientemente sensato para eso, le tentaba el muelle cuando llegaba el barco correo. Tenía a las chicas en su contra. Por ahí viene Abel, como no, decían al avistarlo. Sólo habla de su faro, decía Olga. Y cuando se sentaba con ellas y hurgaba con un palito en la arena, la chica decía: ¡Uf, nos estás llenando de polvo!

En ese sentido Lili era completamente distinta, una chica buena con la que se podía estar. A pesar de ser una bruja, Olga era en aquellos años la única. Abel era incluso capaz de renegar del faro y hablar despectivamente de la lámpara, las gaviotas y los conejos. Cuando llegaba, lo recibían con risas: ¡Qué os decía, como siempre hablando del faro!

No importaba adonde se dirigiera, siempre se levantaba un muro ante él.

Una tarde paró a Olga, tenía algo para ella, la pulsera de oro que había robado a Jesús en la iglesia. Una vieja solterona, hija del párroco, en agradecimiento por algo había colgado su valiosa pulsera en la figura de Jesús, y allí seguía, colgando de su muñeca durante toda la primavera, porque como se trataba de un lugar sagrado y de un hermoso y piadoso regalo, nadie se había atrevido a quitarla de allí.

Pero Olga no tuvo valor suficiente para coger la pulsera de la mano de Abel y darle las gracias. Naturalmente se la probó y se le humedecieron los ojos, y le palpitaba el corazón y todo eso, pero se la devolvió y dijo: ¡Qué cosas se te ocurren!

Abel calló.

No la quiero, dijo la chica, cuélgala donde estaba.

Abel calló. Estaba pálido y decepcionado.

Déjame verla otra vez, vaya, y me está bien, pero tienes que entender que… ¿Cuándo la cogiste?

Ahora, en Pentecostés, contestó él.

Nunca he visto nada igual, ¿trepaste para cogerla?

Abel confesó de mala gana y con interrupciones que se quedó encerrado a propósito en la iglesia el domingo de Pentecostés, robó la pulsera por la noche y salió de la iglesia el lunes, durante la misa mayor. Estaba hecho un rufián, impío, más que impío.

Completamente alterada, Olga le preguntó: ¿Te quedaste en la iglesia por la noche? ¿No pasaste miedo?

Por un instante a Abel le tembló la boca, pero hizo un movimiento con la mano como dando un puñetazo al aire.

¿No viste nada?

Abel callaba.

Olga concluyó: En todo caso estás loco. ¿Cómo vas a poder colocársela de nuevo a Jesús?

No lo sé, contestó descorazonado. Y por segunda vez estuvo a punto de echarse a llorar.

Tenemos que hacernos con la llave de la iglesia, dijo ella. ¿Crees que podrás conseguirla?

Abel contestó: Creo que sí. Está en casa del diácono.

Se unieron en el intento de reparar lo ocurrido, de enmendar la mala acción. El chico logró robar la llave de la iglesia de una pared con tanta rapidez como había robado la pulsera de la muñeca de Jesús. Olga iba de ventana en ventana de la iglesia vigilando, mientras él colgaba la pulsera en su sitio.

Pero no se ganó ningún favor duradero de ella por su delirante ocurrencia, al contrario, la chica lo amenazaba a veces maliciosamente insinuando que sabía algo de él que podía acarrearle un castigo. Ella era una maldita bruja y él tenía que apartarse de ella.

Día tras día llevaba a Lili a su casa remando, con el fin de estar con alguien. La vivienda de Lili sólo tenía dos ventanas y una sola estancia, era la más pequeña de todo el lugar, su padre trabajaba en la serrería, y no tenía una casa grande, nada de eso. En una ocasión Abel la acompañó hasta dentro, llevando dos panes que la chica había comprado en la ciudad. En aquella casa no había mucha opulencia, olía a algo raro, el reloj se había parado, la cama estaba sin hacer. En la mesa, colocada junto a la ventana, había alimentos y prendas de vestir, todo revuelto, y en la ventana se veían unas patatas cocidas con piel.

Lili parecía sentirse incómoda. ¿Quieres sentarte?, le preguntó, como tanteando. ¡Madre, qué pinta tiene esto hoy!

¡Sí que es verdad!, corrobora su madre. Pero acabo de entrar y aún no he tenido tiempo de limpiar la casa. Hoy me toca lavar.

Mi madre lava la ropa de algunos trabajadores eventuales de la serrería, explicó Lili.

Alguien tiene que ocuparse de eso, dijo Abel, hablando como un adulto.

Pues sí, se consolaba un poco con Lili durante esos malos días en los que no tenía a nadie más. Y el que ella viviera tan miserablemente estaba bien, significaba que no era de la gente fina. Lili era buena y tranquila. Incluso cuando un día más tarde aquel verano la besó, ella no se alejó asustada de él, sólo se tapó los ojos con la mano. Abel se sintió tan avergonzado por lo que acababa de hacer que se vio obligado a darle un pequeño empujón, a gritar tú la llevas y a alejarse corriendo.

Pero el tiempo pasa, verano, invierno y años enteros. Olga no le rompió la visera de la gorra a propósito, y cuando él descubrió la desgracia y soltó una débil risa, ella al parecer dijo: ¡Te lo tienes merecido! Pero luego lo lamentó de veras. La visera de la gorra colgaba una mitad a cada lado, mostrando un lamentable aspecto.

Él se metió en su barca, la achicó y remó hasta su casa. Al día siguiente estaba de nuevo en el colegio, tan entero como siempre. Se había puesto la gorra al revés, pero la visera seguía colgando igual que antes, ofreciendo un lastimero espectáculo.

Olga lo llamó aparte y le dijo: Puedes pegarme si quieres.

Abel contestó con una expresión que había oído en el muelle: ¡Cuando yo pego, hago un agujero! Y la dejó plantada, dándoselas de hombre.

¡Bah!, gritó ella detrás de él, en la visera no había más que cartón. ¡Cierra la boca!

No es más que cartón barnizado.

Tu padre vende loción contra los piojos…

Fue Lili la que dio con el remedio: Puedes comprar una nueva visera en la tienda de Gulliksen. Eso hizo mi padre una vez.

¿Cuánto le costó?

No lo sé. Pero yo te la puedo colocar.

Eres muy buena por ofrecerte a hacerlo.

Abel recibió la confirmación el mismo verano que Olga. El diácono les impartió la formación en el colegio y Olga no sabía nada y se ponía roja como un tomate cuando le preguntaban algo. Él la salvó una vez haciendo que todas sus cosas se cayeran del pupitre y el diácono se enfadara. Ella nunca sabría que lo había hecho por ella. Desde luego Olga era una bruja, pero se sentía incómodo al verla en apuros ante Pontoppidan, pues ella sabía mucho más que el viejo diácono cuando se trataba de otras cosas, ya era toda una mujer, usaba perfume y tenía tarjetas de visita que iba repartiendo por ahí. Ahora que Olga había recibido la confirmación, se iría de viaje con su madre.

Yo también voy a viajar, dijo Abel.

¿Tú? ¿Y adónde vas a ir tú?

Voy a embarcar, contestó.

Era verdad que iba a embarcar. No le quedaba otra salida, pues su padre pensaba que no podía permitirse el lujo de tenerlo más tiempo en casa. Pero lo cierto es que coincidía con el deseo de su hijo.

Así que vas a embarcar, dijo su madre, con catorce años, añadió, sacudiendo la cabeza.

Para cumplir los quince, objetó Abel.

Igual que yo cuando empecé, dijo su padre. Y tú irás con la mejor gente del mundo, lo que no fue mi caso.

En la despedida arriba, en la torre del faro, recibió de su padre un consejo de oro: que no se metiera el dinero en el bolsillo del pantalón como solían hacer los jóvenes marineros, sino que lo llevara en esa cartera de piel. ¡Toma, cógela! En ella había habido muchas monedas.

Abel bajó y abrió la puerta de la cocina. Justo en ese instante, su padre gritó hacia las escaleras: ¡No se te ocurra probar su veneno!

No, contestó Abel.

Su madre estaba sentada, llevaba puestas un par de manoplas grises, tenía una expresión apática y la cara sembrada de manchas rojas. De vez en cuando daba la vuelta a una gofrera colocada sobre el fuego, en un plato había algunos ya hechos.

No sé por qué grita, dijo la mujer. No se me habría ocurrido servirte bebida.

Ya, dijo Abel.

Y tampoco está lista para ser bebida, prosiguió su madre, levantando una tapadera para mirar.

Bueno, adiós pues, dijo Abel, dándole la mano.

Espera un poco, ¿no quieres unos gofres?

No, ¿para qué? Padre me dejará a bordo y allí me darán de comer.

Los he hecho para ti, dijo ella con tristeza. ¿Tampoco quieres estas manoplas?

Abel vaciló, pero… vale, vale, dijo por fin.

Las he estado haciendo por las noches.

Ya, pero ahora estamos en verano.

Se me escaparon algunos puntos, pero las he remendado.

Gracias por las manoplas, me serán muy útiles.

El padre bajó de la torre, y le metió prisa: ¡Tenemos que irnos ya!

Ésa fue toda la despedida. Su madre no se levantó para verlo salir, sólo respondió con un apático adiós y se volvió a sentar.

II

No fue tras su primera estancia en el mar cuando volvió a casa tan cambiado por dentro y por fuera, sino sobre todo después del segundo viaje, y entonces sería para toda la vida.

Pero también la primera vez volvió una persona diferente de la que se había marchado, cuatro años mayor, más corpulento, más experimentado, más calmado y también algo más guapo de cara, se había librado de las pecas. Había empezado a fumar en pipa y a mover los hombros al andar, alguna rara vez empleaba palabras extranjeras. Sí, había vivido huracanes y naufragios, se había fracturado una costilla y había participado en peleas en puertos lejanos, todo relacionado con el oficio. Pero en el fondo alardeaba con cierta modestia, y sus coetáneos escuchaban sus narraciones con gran interés.

No había estado todo ese tiempo en el mar, en América se fugó del barco y trabajó en tierra, casi siempre en talleres, entrenando sus manos para realizar distintas labores de madera y metal. Había acudido a escuelas nocturnas, al college, había navegado por los lagos, especulado, aprendido a conducir, a boxear y a hacer muchas otras cosas. También lo había arrestado la policía por haber tomado prestada sin permiso una chalupa en la que había huido con una muchacha. ¡Qué hombre y tan joven!

Su manera de narrar estaba influida por el lenguaje cotidiano norteamericano, y también un poco por la prensa amarilla, la Police Gazette, él era nuevo en el muelle y congregaba público con gran facilidad.

¡Qué cosa tan terrible!, dirían los chicos, ¿y qué pasó entonces?

Pues pagó y ya está. ¡Una bala de revólver en un espejo! ¿Qué era eso para Lawrence?

Los chicos, decepcionados: ¿No lo arrestaron?

¿Arrestar a Lawrence? La policía ya estaba harta de él.

¿Ah, sí? ¿Tan fuerte era?

Durante algún tiempo intentó superarme en pequeños robos en grandes almacenes y cosas así cuando necesitábamos algo de ropa. Pero Lawrence no se daba maña y tuvo que dejarlo. Ahora bien, cuando en el otoño volví a verlo, la necesidad lo había hecho maestro, estaba irreconocible. Entonces sí que robaba, robaba ropa para venderla en los barcos y cometía ya alguna que otra ratería. Pero Lawrence tenía buen corazón, y cuando estaba razonablemente borracho, era capaz de echarse a llorar y regalar parte del botín. Un tipo raro, y además guapo.

Silencio.

¿Pero cuánto tuvo que pagar por el espejo si era tan grande?

¿Quieres decir si intentó regatear? Nada de eso. Sacó los billetes que estimó adecuados y dio uno al camarero. Y nos fuimos a otra parte.

Las jóvenes pasaban por delante de él; dependía de quiénes fueran, pero cuando llegaba Olga, Abel se levantaba cortésmente del banco y se quitaba la gorra. La chica ya tenía cuatro años más, pero él la reconocía enseguida y se levantaba. Aunque eso a él no le aportaba nada. Ella era la hija del boticario, una belleza en la ciudad y estaba comprometida con Rieber Carlsen, que había estudiado con la perseverancia de una hormiga y se había licenciado ya en Teología.

Pues no, a él eso no le aportaba nada. La primera vez ella vaciló, como si pensara que la cortesía del joven era una diablura, luego se detuvo de repente y dijo: ¿Eres tú, Abel?

Sí, así es.

¿Has vuelto a casa?

Para poco tiempo.

Olga hizo un gesto con la cabeza y prosiguió su camino. El novio no había abierto la boca.

La segunda vez que Abel se levantó para saludarla le aportó menos aún, pues la joven ni lo miró. De acuerdo, volvió a sentarse inmediatamente y dijo en voz alta, como si no se sintiera en absoluto afectado: ¡Pues sí, ese Lawrence era un verdadero demonio!

¿Y no estuvisteis nunca en apuros?, preguntaron los chicos.

Bueno, sí. Una vez, en un sótano. Era una bolera. Y un sitio decente, me dijo Lawrence, pero mataron a un hombre allí de un tiro la semana pasada. Vayamos allí.

Enseguida me animé a acompañarlo, pero como no quería perder mi puesto en el taller, me coloqué una cinta de la asociación benéfica La Cruz Azul que tenía guardada.

Había tres hombres jugando a los bolos, y nos invitaron a unirnos a ellos. Yo me senté en un rincón, manteniéndome un poco alejado, pero Lawrence se puso a beber con ellos para mostrarse amable. Se emborracharon todos, Lawrence a veces se ponía muy tonto y muy borracho. De repente se oyó un disparo, y un hombre cayó al suelo. ¿Qué es esto?, pensé, ¿le han pegado un tiro?, ¿quién lo ha hecho? Le dieron la vuelta, estaba manchado de sangre y además muerto, y sus dos camaradas armaron un gran revuelo. Lawrence no fue de ninguna ayuda. ¡Tranquilos!, dijo un par de veces. Y siguió sentado borracho en una silla. Los hombres se acercaron a mí, que estaba en el rincón, y me acusaron de haber pegado el tiro. Enseñaron su identificación como policías para documentar que tenían derecho a registrarme, y encontraron el revólver en mi bolsillo trasero. Me declaré inocente y les enseñé la cinta azul, a la vez que gritaba a Lawrence que viniera a ayudarme. ¡Dejadle!, exclamó él, sin levantarse de la silla. ¿Quieres pagar por ello?, preguntaron los hombres. No, contesté, ¿por qué iba a pagar? Entonces me levantaron de la silla, dispuestos a sacarme de allí. En caso de pagar, ¿cuánto sería?, les pregunté, porque no quería meterme en un lío y perder mi puesto en el taller. ¿Cuánto?, se preguntaron entre ellos. No tengo nada, dije. Vale, pero este hombre no puede quedarse aquí en el suelo, dijeron. Hay que sacarlo. Eso no es asunto mío, dije. ¿Que no? ¿No quieres pagar ni siquiera cinco dólares para el entierro?, preguntaron. Me quedé pensando, naturalmente sería declarado inocente por cualquier tribunal, pero podría tardar.

¡Ahora veréis! Mientras tanto, el chico de los bolos había salido disparado por la puerta de atrás para avisar a la policía. De repente aparecieron dos caciques en el fondo del local, el muerto se levantó del suelo de un salto y desapareció con sus dos compinches por la puerta principal. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y nadie fue más veloz que el muerto.

Quedábamos sólo Lawrence y yo para recibir a la policía.

Silencio.

¿Y qué pasó entonces?, preguntaron los chicos.

Pues ya no pasó nada más. Bueno, Lawrence, le dijo el policía, reconociéndolo, ¿has vuelto a las andadas? Pero cuando les explicó lo ocurrido se echaron a reír y dijeron que se trataba de un viejo truco que empleaban esos tres hombres. Habían sido castigados por ello, pero seguían igual.

Me cogieron el revólver, dije.

¡Los novatos pagan!, exclamaron los policías.

*

Pero Abel no sólo estaba sentado en el muelle contando chistes e historias, también podía ponerse serio. Compró con su dinero una lancha motora, la cargaba de restos de leña y los transportaba al faro. Esa actividad le llevó varios días, porque la barca no podía cargar mucho peso.

Volvió a ver a Lili junto a la serrería. Ella tenía dieciséis años, estaba flaca y sonriente, había aprendido bien a escribir y sumar y tenía ya un pequeño puesto en la oficina de la serrería. Charlaban sobre cosas cotidianas, no llegó a amor ni nada parecido, sólo recordaban algún que otro episodio del colegio, omitiendo cosas que eran demasiado insignificantes para mencionarse.

Has estado en sitios muy lejanos desde que te marchaste, dijo ella.

Dando la vuelta al mundo, contestó él.

¡Fíjate, la vuelta al mundo! He oído decir que estuviste en América.

Sí.

Yo me limito a estar sentada en la oficina, lo que no es mucho.

No digas eso, dijo él. Mucha gente querría tener tu puesto.

¿Tú crees? Bueno, podré ascender si lo hago bien.

Lo harás bien, Lili.

¿Tú crees?

Recuerdo que siempre hacías las cosas bien.

A Lili le pareció que también debía mostrarse amable y dijo: He oído por ahí que cargas a tope tu barco en la serrería. No deberías hacerlo.

Bueno.

Porque hay bastante camino hasta el faro.

La lancha era útil para muchas cosas. En mi época remábamos con las manos, dijo el padre, malhumorado. Pero al fin y al cabo una barca de motor era mejor, y el único gasto era el petróleo. La adentraba bastante en el mar para pescar, hacía recados en la ciudad con ella, y cuando su madre murió en el otoño, él transportó el cadáver hasta el cementerio. Su padre se puso terco, fue remando obstinadamente su barca y se quedó muy atrás.

Junto a la tumba, los dos participaron en el canto de salmos, iban vestidos de negro y estaban serios. Pero al volver a casa, el motor falló. ¿Qué pasó? Abel lo examinó, y con su pericia encontró el fallo, pero no podía arreglarlo allí en el mar. Como había olvidado llevarse remos, se quedó a la deriva sin poder hacer nada. Por fin llegó su padre, pero pasó de largo, remando sin detenerse. ¡Vaya!, dijo Abel. Su padre seguía remando. Abel miró a su alrededor en busca de otra ayuda, pero no se veía a nadie. ¿El viejo capitán y marinero no veía lo que pasaba? Seguía remando. ¡Hola, padre!, gritó por fin Abel, agitando las manos. Al principio el viejo se quedó mirando embobado, pero tras más señas de Abel, volvió remando de muy mala gana y muy despacio hasta el náufrago.

Abel, muy dócil: Bueno, es que me olvidé de traer remos…

¿Remos?, preguntó el padre extrañado.

El motor ha fallado.

No me digas. Es que yo soy muy lento. ¿Para qué quieres remos?

Abel calló.

¿Qué has dicho del motor?

Que ha fallado, te he dicho. Pero lo arreglaré en cuanto lleguemos a tierra.

¡No me digas que el motor se ha estropeado aquí, en medio del agua!

Abel calló. Amarró su barca a la de su padre y dijo: ¡Déjame remar a mí!

¡Tú te sientas!, dijo el padre, empezando a remolcar.

Abel se levantó, queriendo coger los remos.

¡Tú te sientas!, ordenó el capitán Brodersen con voz severa y siguió remolcando.

Ninguno de los dos dijo nada hasta que llegaron a la isla. El padre estaba agotado, pero su irritación había desaparecido y como sintiéndose un poco avergonzado, dijo: ¡Bueno, bueno, Abel, ya ves qué porquería son esos motores!

Al haberse quedado viudo, el viejo farero no podía arreglárselas sin la ayuda de una mujer, así que puso un anuncio para buscar un ama de llaves, y se presentó Lolla. ¡Qué casualidad! Lolla era más que buena, rápida limpiando la casa y habituada a gallinas y cerdos, soltera, ya cuatro años más, es decir, veinticuatro, sana y razonablemente guapa. Tengvald la quiso para él, ahora era un cerrajero formado y trabajaba como oficial, podrían haberse casado un buen día y haber vivido cómodamente. Pero con el tiempo, Tengvald se arrepintió. ¿A qué se debió? No se atrevería. Era un cerrajero tranquilo y algo tímido, no muy listo, pero fiel y constante. Le costó romper con Lolla, pero ella tenía unos orificios nasales muy salvajes, que se abrían y cerraban cuando lo miraba. Puso como disculpa que tenía que mantener a su madre. Bueno, bueno, dijo Lolla, sin mucho pesar. ¡Qué le importaba a ella el cerrajero Tengvald! Pero cuando el mismo Tengvald al cabo de algún tiempo empezó a salir con Lovise Rolandsen y acabó casándose con ella, Lolla se dedicó a hacer comentarios extremadamente burlones y desdeñosos: ¡estaban hechos el uno para el otro! ¡Él no la molestaría y ella no tendría que coser ropa de niños! ¿Cómo podía Lolla saber esas cosas?

Al cabo de algún tiempo ella estaba medio comprometida de nuevo, esta vez con el farmacéutico, el que había dicho de ella que estaba sobrecualificada. Pero esta vez se dijo que fue Lolla la que se echó para atrás y no se atrevió. El farmacéutico estaba muy cojo, y a eso había que añadir su alto consumo de bebidas de la farmacia, lo que le imposibilitaba pasearse con él por la calle, porque le iba dando empujones. Ella carecía de defectos físicos.

Entonces fue cuando tuvo valor para entrar al servicio del viejo capitán Brodersen en el faro.

Ella sabría lo que pretendía con eso, pero Abel la recogió en su lancha motora y la joven ni siquiera lloró al despedirse de sus padres. No estoy lejos, dijo. ¡Sólo en el faro!

Lolla era comedida en todo, ahorraba en la administración de la casa para complacer al viejo de la torre y se comportaba de un modo razonable y maternal con Abel. Era curioso que se las apañara tan bien. ¿No sería que se estaba imaginando como esposa de un hombre casi cuarenta años mayor que ella? ¿Acaso no tendría él que pedir pronto la jubilación y luego tal vez pasar el resto de sus días en una cabaña en la playa? En el joven Abel, el hijo, no debía ni pensar, daba la impresión de cuidarse bien de ello. Hablaban entre ellos de cosas del día a día, él no le pedía más a ella, y ella a lo mejor tampoco le habría permitido más de eso.

No debe de ser fácil para los marineros, le dijo ella. Nada más que hombres todo el tiempo. Me lo puedo imaginar. Por el día tal vez sea soportable, pero por la noche…

Sí, dijo Abel.

Supongo que os recuperáis cuando llegáis a tierra, pero eso no es más que una solución de emergencia.

Así es, dijo Abel.

Lolla se levantó, puso el pie en la silla y tiró de la media hasta muy arriba. La joven era tan maternal que hizo caso omiso a la mirada encendida de Abel. Repitió la maniobra una tarde, esta vez a la luz de la lámpara, y Abel le puso la mano en la pantorrilla.

¿Qué significa eso?, preguntó ella sonriente.

Nada.

Pero el viejo estaba sentado en la torre y seguramente sintiera una especie de miedo. Había algo retorcido en eso de que él se encontrara allí arriba haciendo solitarios, mientras la juventud se entretenía con Dios sabe qué abajo. Tendría que decirles algo.

No debes tontear con él, le dijo a Lolla.

¿Con quién? ¿Con el niño?, gritó ella.

Sí, no debes tontear con él. Va a marcharse.

No tengo nada en contra. Sólo me ha prometido enseñarme cómo funciona la lancha.

No me malinterpretes, Lolla. Yo podría ser tu abuelo, no tontees con él. Los jóvenes estáis muy locos.

Lolla sonrió. En ese sentido usted es lo suficientemente joven como para tontear lo que se debe tontear en este faro.

Él la miró de arriba abajo, intentando ver si ella estaba bromeando: Ni tú ni tus padres habíais nacido cuando yo ya era un hombre casado, dijo el farero exagerando.

¡Curioso!, opinó Lolla. Pero yo recuerdo muy bien el día que usted volvió con ese gran barco suyo…, ¿cómo se llamaba?

Lina. Pues sí, era un barco hermoso.

Yo lo vi llegar, y remé hasta él. Usted no se acordará.

Subió a bordo tanta gente… Sí, sí, creo recordar…

Yo no era más que una chiquilla, pero usted me pareció un hombre muy guapo.

¡Caramba!

Sí. Las muchachas no somos muy mayores cuando empezamos a notarlo por dentro.

Ya, ya lo veo.

De modo que soy de alguna manera su antigua novia.

¡Ja, ja, ja!, se rio el viejo capitán de barco, condescendiente con la juventud.

La verdad es que durante un tiempo después de que Abel se hubiera marchado y todo hubiera vuelto a la normalidad, el viejo Brodersen andaba como reflexionando. Resultaba agradable tener a una joven en la isla, el hombre se recortaba la barba gris y se peinaba los pelos sobre la calva, a menudo la muchacha le hacía compañía arriba, en la torre, el hombre hablaba con ella y le enseñaba trucos de naipes, estaba contento porque gastaba poco dinero en café y mantequilla. Una persona muy competente esta Lolla. Desde que aprendió el funcionamiento de la lancha es cierto que la chica hacía bastantes viajes a la ciudad y gastaba algo de petróleo, pero por otro lado venía bien que ella estuviera ausente y no hiciera ruido mientras él dormía de día. Con todo, era una suerte que la joven estuviera allí con él.

Del galanteo no surgió gran cosa. No, él estaba marchito. Durante algún tiempo se estuvo adornando con una gruesa cadena en el chaleco y botas de caña alta con el cuello barnizado para volver a ser un poco más capitán de barco que farero, pero aquello no duró mucho, estaba irremediablemente marchito. Cuando la nieve se derritió, la savia subió a los árboles de la isla y la primavera se metió dentro de las personas, ocurrió lo contrario con el viejo Brodersen, se sentía más viejo y más seco que nunca. Había tenido un amago de gripe al final del invierno, y no se le servía pescado hervido tan a menudo como en los tiempos de Abel, de manera que ya no todo resultaba tan placentero. Tampoco Lolla se esforzaba ya por reanimarlo y rejuvenecerlo tras su refrescante inicio el otoño anterior, ya había escuchado todos sus discursos y visto todos sus trucos de naipes. Y listo. Sin duda alguna, Lolla empleaba demasiado petróleo en la lancha. Tendría que decírselo.

Vas muy a menudo a la ciudad, Lolla. No es que no hagas tu trabajo, no lo digo por eso, pero se gasta bastante petróleo.

Sí, contestó Lolla. ¿Y qué he de hacer? ¿Pasarme la vida aquí en la isla con un viejo sin moverme?

Él no podía levantarse de un salto y echarla de allí, tenía que aguantar la verdad. Intentaría entretenerla un poco, eso haría. ¡Ven a la sala de estar, Lolla, aquí hay muchas cosas curiosas de países lejanos! Estaba tiernamente desconcertado y empezó a mostrarle sus objetos, a explicarle de dónde venían, en qué año los había adquirido, lo que le habían costado. Eran cachivaches sin valor, coleccionados desde sus primeros días de marinero, flechas y arcos, caracolas, una pequeña figura de plomo de un buda, un cofrecillo con una concha en la tapa, un gran cuadro de la bricbarca Lina, pintado en Nápoles. El hombre regaló a la joven un trozo de seda de China. Lo dobló muy bien y vaciló antes de ofrecérselo.

Ella preguntó: ¿Qué voy a hacer con esto?

Es seda. Te lo regalo.

Bueno, gracias. Puedo doblarlo para que me sirva de pañuelo para el cuello.

Eso puedes hacer. Es de China. No recuerdo lo que me costó, pero te lo regalo.

Pero acabó enseguida de enseñarle la colección de la sala de estar, y ya no tenía nada con que entretenerla. Estaba claro que ella era demasiado joven para esa casa, la juventud es exigente en nuestros días. Y tampoco podía mandarla con sus padres tras un servicio tan breve, y convertirse en un hombre en cuya casa la gente no se quedaba. Él era el muy respetable capitán y farero Brodersen, con un par de cartillas de ahorros y una buena reputación entre todo el mundo.

Llegó una carta de Abel, había desembarcado en Sídney, y ahora iba a una escuela de marineros, escribía. En verdad un muchacho emprendedor, quería prosperar en la vida y ser alguien, su padre estaba orgulloso de él y hablaba de su hijo cuando iba a la ciudad, contaba que estaba estudiando en una escuela de marineros. Pues sí, Abel llegará lejos, decía la gente. Podrá convertirse en la cabeza lúcida de la ciudad, no hay otra aquí, decían.

Lo cierto es que en Sídney no llegó a hacer nada importante. La siguiente carta venía de Nueva Zelanda, de Wellington, donde era aprendiz de maquinista. No era lo peor que podía haber escogido y su padre volvió a depositar en él grandes esperanzas. Lo que le pasaba a Abel era que tenía una extraña habilidad, con esos dedos que se podían doblar del todo hacia atrás. Fabricó un cofrecillo de latón con doble fondo que no tenía ojo de cerradura, sino que se abría por arte de magia. Puso una bala entre los dos fondos y empujándola varias veces llegaba al final a su posición correcta, levantaba una barra, ¡y zas, el cofre se abría! Demonios, qué invento. El viejo Brodersen había oído a su hijo explicar el mecanismo, pero no se había interesado mucho por el cofre, ahora lo sacó y se lo enseñó a Lolla como el último tesoro merecedor de admiración.

Por lo demás, ya no pretendía hacerle demasiado caso, sólo mantener un buen tono hasta el final. La joven llevaba más de un año en el faro y ya no quería tenerla allí. No sólo porque derrochaba sus ahorros en petróleo para la lancha, sino también porque ya no volvía a casa todas las noches. A él había dejado de importarle cómo le iría a ella, pronto recibiría su jubilación como farero y alquilaría algo en la ciudad, pero habría preferido que la joven, por respeto a él, se hubiera ganado una buena carta de recomendación. ¿De qué servía ausentarse por las noches? Oyó algo sobre ella en la ciudad: en casa de sus padres decía que por la noche volvía al faro y en el faro decía que se había quedado a dormir en casa de sus padres.

Una mañana bajó hasta la barca, la achicó, hurgó en ella con un clavo, y cuando luego llegó Lolla dispuesta a usarla, el motor no funcionaba. El capitán estaba dormido, de modo que de él no podía esperar ayuda alguna, pero la joven no se dejó detener. Se puso a remar y a pesar de todo llegó a la ciudad. Una mujer endemoniadamente competente esta Lolla, pero era una loca y se enamoraba con gran facilidad. Al parecer, las cosas entre ella y el farmacéutico se habían vuelto a arreglar, la gente la había visto entrar por la puerta de atrás de la farmacia a altas horas de la noche, cuando el farmacéutico estaba de guardia. Eso era impropio.

Al capitán Brodersen ya no le importaba todo eso, pero arrojaba sobre él una sombra el que justo ese año en su casa, en sus manos, ella se hubiese vuelto tan disipada. También tuvo la amarga experiencia de ver un día en la calle al farmacéutico, borracho y cojo, con el trozo de seda china colgándole del bolsillo de la camisa. Allí había ido a parar ese trozo de seda que él compró con sus ahorros en 1887.

Tuvo algo de jaleo al mudarse del faro, pero Lolla volvió a mostrarse competente y lo ayudó. Recogieron y embalaron a toda prisa, de manera que no hablaron mucho. Tras preguntar y saber en qué parte de la ciudad había alquilado el hombre la buhardilla, ella asintió con la cabeza y dijo que era un buen barrio. ¿Ya hemos recogido todo? preguntó. El hombre contestó que creía que sí. Había alquilado un cobertizo para todos esos cachivaches y cacharros que no le cabrían en la buhardilla y había vendido los animales. Lo único que quedaba tras él eran unos arbustos ornamentales que la madre de Abel había plantado hacía unos diez años, antes de enfermar, y ahora ella había muerto. Allí estaban los arbustos. Brodersen sacudió la cabeza en un gesto de abatimiento. ¡De qué servirían ahora! Seguro que el nuevo farero no le compensaría por los arbustos.

Entonces Lolla y él se despidieron. ¡Gracias por todo!, se dijeron.