Lejos del cielo
Edición EPUB
© Jaime Molina García
© Lejos del cielo
ISBN formato epub: 978-84-685-1864-0
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Para mis hermanas Lina, Eva y Marta
Para mis hermanos Luis Carlos, Alberto y Daniel.
Pasaba del mediodía cuando Toni se despertó sobresaltado, sacudiendo con sus puños al aire, tratando de golpear a un enemigo inexistente. La habitación estaba a oscuras y Toni se encontró sentado en la cama; su frente estaba empapada por un sudor frío y el corazón le latía con fuerza. Estaba jadeando, confuso; ni siquiera recordaba que él mismo había bajado las persianas la madrugada anterior, antes de acostarse; miró a su alrededor, desorientado, sin comprender aún que acababa de despertarse de una pesadilla. Se levantó y caminó pesadamente hacia la ventana, bamboleándose ligeramente y tropezando con algunos muebles. Subió la persiana y abrió la ventana, dejando que la luz del día y el sonido proveniente de la calle inundaran la habitación.
La claridad le cegó momentáneamente. Se dirigió hacia el baño, abrió el grifo del lavabo y metió la cabeza dentro. Dejó que el agua resbalase por el rostro hasta el cuello, sin importarle la intensa sensación de frío. Se miró al espejo y observó con extrañeza su propia imagen reflejada, como si estuviese analizando a un desconocido. Pensó que toda su vida había sido un soñador, que había pasado sus días persiguiendo imposibles, imaginando que terminaría por llegar a lo más alto; que conquistaría la cima del éxito, que el triunfo le vendría dado. Pero las circunstancias no le ayudaron, recordó, y sucedió que un día despertó de ese sueño y todas sus expectativas se hicieron trizas. Ahora se encontraba de bruces con la realidad, la misma que le mostraba el espejo sin tapujos, y ésta era que no había pasado de ser un fracasado.
Recordó fugazmente los viejos tiempos, cuando él, Toni Carrascosa, todavía era una promesa del boxeo, un peso semipesado que estuvo a punto de alzarse con el campeonato de Europa. Las cosas le fueron bien hasta que un día descendió del ring para no volver a subir más. Colgó sus guantes y dijo adiós despidiéndose del público, de la gloria y de la idolatría que despertaba su imagen. ¿Dónde había quedado aquella promesa, aquel brillante deportista?, se preguntaba. Casi nadie se acordaba ya de su nombre. Sentía que había arrojado su vida al cubo de la basura.
Con un gesto de rabia, salpicó agua sobre el cristal del espejo, como si de esa forma pretendiese borrar su imagen, aunque sólo consiguió distorsionarla. Se puso una bata y se dirigió a la cocina. Abrió el frigorífico y rebuscó alguna fiambrera que tuviese un resto de comida que pudiese calentar fácilmente. Miriam le había traído un estofado muy sabroso hacía un par de días, ¿o eso había sido la semana anterior? Ya ni siquiera lo podía recordar. Se dijo que antes o después tendría que volver a llamarla, aunque no estaba seguro de si hacerlo entonces sería una buena idea. Tras la última discusión que habían tenido, él la echó de su casa y le dijo que no se le ocurriese volver. Pero siempre volvía, porque no podía resistirse a su llamada, reflexionó Toni, con una sonrisa de suficiencia. A falta de otra cosa, y sin ganas de salir al restaurante a por un menú para llevar, Toni terminó por prepararse un bocadillo que comió apresuradamente, no porque tuviera ninguna prisa, sino porque era el ritmo al que solía comer.
Consultó su reloj. Si salía a esa hora para el gimnasio, tenía tiempo para entrenar un par de horas. Le gustaba ir a esa hora porque era cuando menos gente había. Así que se vistió, preparó rápidamente la bolsa de deporte y bajó de dos en dos los peldaños de las escaleras. Por el camino se tropezó con un vecino que trató de detenerlo.
–Señor Carrascosa, tengo que hablar con usted –le interpeló.
Pero él siguió su camino como si nada. A sus espaldas oyó la misma voz que le recriminaba:
–Negándose a hablar no va a solucionar nada, señor Carrascosa. Debe seis meses en recibos de comunidad, y eso sin contar las cuotas extraordinarias.
Toni aceleró aún más el paso, ignorando las palabras que resonaban con un poco de eco, a través de la escalera.
–Por ese camino se encontrará con una denuncia de la comunidad, señor, no puede desentenderse de los pagos.
A esas alturas Toni ya había salido a la calle. Caminó las tres manzanas que lo separaban del gimnasio y una vez allí, se cambió en el vestuario.
Se había hecho socio del gimnasio antes de su retirada del mundo del boxeo profesional. Aquel recuerdo, cada vez que le venía a la cabeza, le resultaba doloroso. Tal vez por ese mismo motivo, nunca había dejado de entrenar.
Las paredes del gimnasio estaban decoradas con fotografías enmarcadas de algunos de los boxeadores más importantes de todos los tiempos: Joe Louis, Ray Sugar Orbison, Rocky Marciano, George Foreman, Mike Tyson, Oscar de la Hoya y prácticamente todos aquellos que habían sido campeones mundiales estaban expuestos en aquellas paredes deslustradas. De entre todos, Muhammad Ali era el más grande para él, el mejor boxeador de todos los tiempos, tal vez porque fue capaz de ganar el campeonato en tres ocasiones distintas, las dos últimas después de un largo periodo en el que le denegaron el permiso para boxear en su país.
Siempre que pensaba en la historia de Muhammad Ali deseaba hacer suya la parte de esa biografía que atañía a su reaparición, como si se tratase de un sueño privado: regresar al cuadrilátero, volver a triunfar en los combates, vencer a sus oponentes y recuperar el prestigio de antaño. No sería el primer caso de un boxeador que volvía al ring tras un largo periodo de ausencia. Fantaseaba con su hipotético regreso mientras practicaba con entusiasmo diversos golpes en el saco, sacando la potencia de cada pegada desde los pies hasta el puño. Trataba de calcular el tiempo que le llevaría volver a estar en lo más alto, ser de nuevo aspirante a campeón de Europa, volver a ver su foto en los diarios, o incluso colgada en una de las paredes del gimnasio, con un recorte de periódico que dijese: “Toni Carrascosa arrasa de nuevo en el ring”, o algo por el estilo. No le importaría, aun cuando a los socios de aquel gimnasio la foto les pasase desapercibida o ninguno supiese identificarlo entre tantas celebridades. De todas formas, él ya había perdido para siempre el aura de gloria que algún día pudo acariciar, era un fantasma en el mundo del boxeo, una leyenda olvidada. O tal vez ni siquiera eso. Algunos de los nuevos socios del gimnasio, una pandilla de imberbes con muy poco seso y menos técnica, se habían atrevido incluso en alguna ocasión a faltarle el respeto. Un par de ellos recurrían frecuentemente a la provocación y lo desafiaban a un enfrentamiento en el cuadrilátero intentando enojarlo con insolencias, llamándole cosas como cobarde y carcamal. En todas las ocasiones, sin embargo, Carrascosa había rehusado a las provocaciones, más por evitar enfrentamientos personales con los dueños que pudiesen conllevarle la expulsión del gimnasio que por temor a recibir ni un solo rasguño de esos descerebrados. Poco le habría costado subirlos al ring y sacudirles una buena tunda, a esos presuntuosos. Los socios de ahora pensaban que la juventud lo era todo, que lo principal consistía en adquirir una buena musculatura. Toni sabía que eso no era así, que el exceso de masa muscular disminuía el rendimiento de un buen boxeador. En el boxeo resultaba fundamental controlar el peso y el volumen del cuerpo, el boxeo requería muchísimo sacrificio, un entrenamiento continuado, seguir una dieta proteínica muy estricta, aumentar de peso equilibradamente, incrementar la fuerza pero no la masa. No era, por tanto, una simple cuestión de músculos. El boxeo también era coordinación, equilibrio, resistencia, rapidez, reflejos. Y sobre todo, cabeza. Requería tener la cabeza siempre fría.
Estuvo practicando con el saco algo más de media hora, y luego continuó con otros ejercicios, hasta que decidió dar por terminado su entrenamiento y vio cruzar por la puerta del gimnasio a Lucho Fornieles, un antiguo boxeador argentino que llevaba varios años entrenando con éxito a algunas de las nuevas promesas del boxeo. Toni llevaba tiempo anhelando un encuentro con Lucho, quería que lo entrenase, que lo preparase para su planeado regreso al ring. Sólo a él lo consideraba capaz de hacerse cargo de su preparación física, nadie sino él podía conseguir que el nombre de Toni Carrascosa volviese a salir en los carteles, a imprimirse en los periódicos.
–Lucho, ¿puedo hablar contigo un momento? –le interpeló Toni, abordándolo de improviso.
Lucho volvió su enorme cuerpo hacia Toni y lo examinó de arriba abajo, como si lo estuviese radiografiando.
–¿Qué se te ofrece?
–Estoy buscando entrenador, Lucho. Quiero volver a pelear, entrar en el circuito de los campeonatos. Me gustaría que tú fueses mi preparador.
–¿Te has vuelto loco? –dijo Lucho tras una breve pausa, en que se limitó a mirarlo a los ojos con un punto de sarcasmo–. ¿No comprendes que a cierta edad ya no se puede, no se debe, regresar?
–Sí, sabía que ibas a decir eso, Lucho –suspiró Toni–. Estaba preparado para esa objeción. Pero ha habido otros boxeadores antes que lo han hecho. Muhammad Ali lo hizo. Y también Foreman, y era mucho mayor que yo. Y consiguió ser campeón de los pesados.
–Sí claro, Foreman... Sucede que esos dos que has mencionado eran genios del boxeo. Tenían mucho más de lo que hay que tener, y por eso pudieron llegar tan lejos. El único problema es que tú no eres como ellos, si no, no andarías por uno de estos gimnasios, diciendo insensateces. Ni siquiera sé quién carajo eres. No seas loco y escucha: el boxeo no es para viejos. Hay que saber cuándo ha llegado el momento de retirarse. Y mirándote, diría que el tuyo ya pasó.
–Yo no soy viejo –respondió Toni con furia–. Y no he dejado de entrenar ni un solo día. Me llamo Toni Carrascosa, y fui subcampeón de Europa de los pesos medios… Infórmate, y verás que no miento. Yo sólo quiero que me entrenes, Lucho. Te pagaré, tengo ahorros. Y prometo hacer todo lo que me digas.
–No jodas, pibe. No es una cuestión de plata. Simplemente no me gusta perder el tiempo.
–Conmigo no lo perderás, te lo aseguro.
Lucho lo miró con curiosidad. Finalmente se limitó a decir.
–Lo pensaré –respondió Lucho comenzando a volverse. Toni lo detuvo sujetándole un brazo con la mano.
–No Lucho, no quiero que lo pienses –dijo sin soltarlo–. Conozco esa frase y sé lo que significa. No quiero largas, quiero volver al boxeo, lo deseo con toda mi alma. Sea cual sea tu decisión, dímela ahora, dime sí o no, así de sencillo, pero no me digas que lo pensarás.
Lucho se soltó el brazo con brusquedad y Toni pudo sentir toda la fuerza que aún le quedaba, pese a su edad. Había algo en él que infundía respeto. Lucho había sido uno de los grandes, pero mirándolo no parecía estar acabado. Lucho había sido un triunfador, y ahora las cosas no le iban mal. Los dos hombres se sostuvieron la mirada por un instante. El gesto de Lucho era de contrariedad, y se le notaba irritado, molesto. Toni se encontraba en una situación de inferioridad, en primer lugar porque era quien más tenía que perder en todo ese asunto, y en segundo lugar, porque su estatura era menor que la de Lucho, y tenía que mirarle desde abajo. Sin embargo, Toni se había enfrentado a situaciones similares en muchos combates de boxeo. Había tenido enfrente a rivales más poderosos, más altos y más fuertes, pero él pudo vencerlos porque no permitió que el miedo se apoderara de él. Su situación con Lucho era semejante. Sabía que el más mínimo gesto que indicase un asomo de debilidad, lo echaría todo a perder. Tenía que permanecer en guardia, pero manteniendo su posición de ataque, imperturbable, a la espera de esa misma señal de debilidad con la que podría acabar con su oponente. Tras una pausa infinita, Lucho dijo:
–Está bien, voy a concederte una oportunidad, pero sólo una. Te haré una prueba, y si la superas con éxito, te entrenaré. Tienes arrestos, eso está claro. Y creo que estás un poco loco, lo que te hace una persona con determinación. Esos, al fin y al cabo, son dos de los elementos necesarios para alcanzar el fin que te has propuesto, pero te advierto que no son los únicos que hacen falta. Toma mi dirección –dijo alcanzándole una tarjeta–. Tengo un gimnasio particular que tal vez conozcas. Allí entreno a mis muchachos. Pásate por allí el próximo lunes; puedes venir por la mañana, a primera hora. Te estaré esperando. Pero que quede bien clara una cosa: si lo haces mal, o si creo que no das la talla, o simplemente no acudes a la cita, olvídate de volver a pedírmelo. Ni siquiera sé por qué me molesto en hablar ahora contigo. He visto a muchos boxeadores en mi vida, y algo me dice que nunca podrás ser del tipo de los que triunfan. Ya veremos.
Y diciendo esto, se dio la vuelta. Toni se quedó con la tarjeta en la mano, y apenas si le dio tiempo de decir:
–Muchas gracias. Allí estaré sin falta. No te voy a defraudar.
Se quedó de pie sin variar su posición hasta que perdió de vista la figura de Lucho, que abandonaba el gimnasio. Se sintió feliz, aunque era consciente de que le esperaba una difícil prueba. Pasó todavía media hora más en el gimnasio, entrenando duro. Luego tuvo una sesión de sauna y terminó con una ducha. Para entonces eran ya cerca de las seis de la tarde. Suspiró. Debía prepararse para ir a trabajar.
Desde que había dejado el boxeo profesional, había tenido varios trabajos que había ido sucesivamente abandonando, por diferentes motivos. Algunas veces porque se le requería sólo para unos meses; otras porque simplemente el dueño del negocio no le gustaba o porque sucedía justo lo contrario; las menos, porque le pagaban con un retraso que no podía permitirse. Se acordó de uno de los trabajos que tuvo como vigilante jurado en unos almacenes. El dueño dejó de pagarle durante tres meses, por problemas económicos. Al final tuvo que presentarse en su despacho para reclamar su paga, dispuesto a amenazarle con romperle los huesos si no le pagaba en aquel mismo instante. El tipo aquel no sólo le ignoró sino que incluso pareció ofenderse de que Toni hubiese tenido el atrevimiento de presentarse ante él con ese propósito. Cómodamente sentado en el sillón de su despacho, había intentando darle largas y despacharlo rápidamente. Entonces Toni le agarró por las solapas de la chaqueta y lo arrastró, haciéndole pasar por encima de la mesa, hasta el suelo. Una vez allí, inmovilizado por el pánico, ni siquiera había tenido que sacudirle, bastó con el ademán de levantar el brazo. Temblando como un flan, el hombre tartamudeó que no le pegase, que le pagaría, que saldaría su deuda en aquel mismo instante. Toni lo dejó libre y entonces el hombre abrió una pequeña caja fuerte de la que sacó un puñado de billetes. Toni le empujó, para contarlos. Tomó las tres mensualidades que le correspondían y terminó por vaciar el resto de la caja fuerte que apenas si tenía el equivalente de dos nóminas más.
–Esto no es un pago adelantado –le dijo Toni–. Es el finiquito, y la indemnización por los perjuicios.
Y guardándose el dinero en los bolsillos se fue de allí para no volver a aparecer. Su último empleo lo había encontrado hacía unos seis meses, y consistía en controlar la entrada principal de una macro-discoteca, una de las más concurridas de Madrid.
Básicamente, su trabajo como portero de la discoteca consistía en actuar de filtro y decidir, sobre la marcha, quién podía y quién no podía pasar. Existía por ejemplo, una limitación con la edad. Su forma de actuar era disciplinada. Si de un simple vistazo dudaba de la mayoría de edad de ciertos clientes, simplemente les negaba el acceso. Cuando le preguntaban por qué y él respondía que no estaba permitido entrar a menores de edad, algunos le enseñaban el carné y entonces, si cumplían los requisitos, dependiendo del humor en que se encontrase, les permitía o no el acceso. A otros les negaba el paso por ir en zapatillas de deporte o, cuando era verano, en pantalones cortos y camiseta de tirantes. Eran normas de la casa, decía entonces. Salvo si se trataba de chicas, claro está; a ellas se les permitía más manga ancha y menos restricciones con respecto a su vestuario. Tampoco estaba permitido acceder a la discoteca en estado de embriaguez, ni portando mochilas o bolsos, y aparte de todo eso, Toni tenía la potestad de decidir quién podía y quién no podía pasar, sin tener que dar más explicaciones que las que colgaban de un letrero situado en la misma entrada que rezaba: “Reservado el derecho de admisión”. Aunque no había ninguna norma escrita ese derecho de admisión se traducía, por indicación expresa de los propietarios, en no dejar pasar a la chusma, entendiendo por chusma a las personas de diversas procedencias, con tendencia a sembrar discordia allá donde fueran. Las palabras de su jefe habían sido:
–Aunque puede haber excepciones, en general no permitas que pasen gitanos, moros, sudacas, ni negros; estos últimos con la excepción de los que sean americanos, que suelen gastar mucho dinero y los conocerás porque sólo hablan inglés.
Toni hacía bien su trabajo y sus jefes estaban contentos con él. Con el tiempo llegó a desarrollar esa intuición necesaria para saber cuándo una persona era de fiar o no. Además de él había dos hombres más para controlar las tareas de vigilancia. Uno dentro del local, que debía avisar cuando se producía un altercado. El otro se colocaba junto a Toni para ayudarle cuando la cola de gente era muy grande o para sustituirle cuando Toni tenía que abandonar su puesto para echar una meada. El resto del tiempo controlaba con su compañero para que dentro de la discoteca no se produjesen incidentes ni se trapicheara con drogas.
Casi todas las noches tenía que emplear técnicas disuasorias con algún borracho que se obstinaba en entrar. En algunos casos incluso habían intentado sobornarle. Su sentido de la obligación, sin embargo, hacía que cada vez que se tropezaba con alguno de estos sujetos, se cerrase más aún de lo habitual. Sabía que si aceptaba uno solo de esos sobornos, no sólo tendría que aceptarlos siempre, lo que mermaría su reputación como vigilante, sino que ponía en peligro su trabajo, y teniendo en cuenta que se encontraba en una situación económica bastante delicada, no podía permitirse el lujo de ser despedido.
Decían los noticiarios que había una crisis económica a nivel mundial. Él no era economista y no entendía de más cifras que las que marcaba su propio bolsillo. En ocasiones había pedido prestadas pequeñas cantidades a muchas personas con las que le unió una relación de confianza, en muchos casos ya perdida, o deteriorada por el paso del tiempo. Viejos amigos, colegas del mundo del boxeo, a todos les había ido sableando cantidades lo suficientemente pequeñas como para que no se opusieran pero que, juntándolas, le habían permitido capear su propia crisis. Ahora todos aquellos que en el pasado habían sido uña y carne, buenos amigos, aquellos a los que él mismo ayudó cuando se encontraba en la cima de su carrera, le habían dado la espalda y se habían convertido en meros acreedores.
Miriam había sido la excepción. Después de largos años y de tantos desplantes por su parte, no comprendía cómo ella podía seguir enamorada de él. Ella era prácticamente el único nexo de unión que lo ligaba con sus años de boxeador profesional. Ella había sido su apoyo constante, le había dado sus mejores años, todo lo que un hombre como él podía desear. Sin embargo, su relación no había cuajado, más que nada, por su reticencia a hacer una vida de pareja estable. Tal y como él lo percibía, establecer un compromiso formal entre ambos y, como ella quería, formar una familia, equivalía a perder su independencia. Llevar ese tipo de vida supondría tener que estar supeditado a los deseos y necesidades de Miriam, cuyos proyectos no coincidían para nada con los suyos. Para empezar, a Miriam le aterraba la idea de que Toni regresase al mundo del boxeo. Aunque no dudaba de su capacidad ni de su tremenda fuerza de voluntad, ni de su espíritu de sacrificio, creía que la idea de Toni era disparatada y que, si llevaba a buen puerto su intención, acabaría una vez tras otra tumbado en la lona, vencido por sus oponentes. Esa opinión sacaba de sus casillas a Toni. No soportaba que lo diesen por vencido aun antes de haber comenzado el primer asalto, y se resistía a admitir que, salvo él mismo, todos los demás pensasen en su idea como si se tratase de un suicidio.
Por otra parte, aunque él nunca fuese capaz de reconocerlo, Toni necesitaba a Miriam y, en cierto sentido, se podía decir que la quería. Claro que su carácter destemplado y rudo para con ella no daban precisamente esa imagen. Para un espectador externo, Toni debía de ser a las claras uno de los típicos casos de hombres que maltrataban a sus parejas. Y sin embargo, pese a todas las discusiones que tuvieron, Toni jamás le puso una mano encima a Miriam. Para él resultaba inconcebible abofetear a una mujer, y más aún si el golpe procedía de una persona como él, un profesional del boxeo, alguien que sabía perfectamente cómo había que dar un golpe y dónde había que darlo para que resultase efectivo. Era consciente de que, si hubiese dejado suelta su cólera y la hubiese emprendido contra Miriam, habría podido matarla. Había visto a colegas boxeadores caer sin sentido en la lona, con un solo golpe. Él mismo había tenido que pasar por la enfermería muchas veces, con heridas que una persona ajena al mundo de la lucha no hubiera podido resistir. O al menos no como él, y eso que su currículum como boxeador profesional era prácticamente impecable. Después de treinta y siete combates había vencido en veintinueve por K.O., en cuatro por puntos, y todos los demás, salvo el último, los había perdido por puntos.
En la discoteca, los jefes le obligaban a vestir una especie de uniforme que llevaban la mayoría de los empleados: en invierno, todos iban con un jersey negro de cuello alto, y pantalones y zapatos del mismo color. A él le parecía una indumentaria demasiado fúnebre, pero, según uno de sus compañeros le comentó, los jefes opinaban que el color negro producía en los clientes de la discoteca mayor impresión. Al parecer había estudios de prestigiosos psicólogos, sobre la importancia y la influencia de los colores en las personas. Había de todo: colores para aumentar la sensación de hambre, para aumentar la sensación de espacio, colores que generaban tensión y colores que tendían a sosegar. Al parecer el negro infundía respeto. Para mearse de la risa, pensaba Toni, como si a alguno de aquellos “pintas” con los que tenía que verse las caras cada noche les importara un carajo el color de su ropa. Algunos iban tan colocados que ni siquiera estaba seguro de que supieran dónde demonios estaban.
Aquella noche comenzó con mal pie, y Toni presintió que iba a tener problemas. Usó el walki-talkie para llamar a su compañero, que estaba vigilando dentro.
–Fran, necesito que vengas, aquí hay mucha gente. Y dile a Víctor que esté avisado. Es posible que lo necesitemos.
Un coche tuneado había llegado a todo gas hasta la misma puerta de la discoteca. Llevaba la música a todo volumen, tanto que podía oírse incluso desde la puerta de entrada, con el máximo bullicio. Del coche bajaron una pandilla de cabezas rapadas, con botas y pantalones de estilo militar. A la legua se distinguía que estaban colocados. Gritaban e insultaban a la gente que pasaba a su alrededor y que, por lo general, huían de ellos sin responder a sus provocaciones. En total contó cinco. Dos llevaban botellas de whisky claramente visibles. Para complicar las cosas, a la entrada llegaron dos sudamericanos. Toni les recomendó que se fueran, si no querían tener problemas.
–¿Es que no nos vas a dejar pasar? –dijo uno.
–Hoy no –respondió Toni–. Otro día tal vez.
–¿Y eso por qué? –preguntó el otro.
–Estáis llamando la atención –respondió Toni secamente–. No tengo nada contra vosotros, así que largo.
–¿Cuál es el problema? –insistió uno–. Tenemos dinero, y estamos limpios, puedes cachearnos si quieres. No llevamos armas ni drogas.
–Eso. ¿Es que te crees que somos de algún cártel colombiano? ¿Es eso?
Toni miró hacia el coche tuneado. Lo que él no quería ya había sucedido. Los skinheads venían hacia ellos.
–Os tenían que dar por el culo ahora –susurró Toni–. Pasad. Ya hablaremos cuando esto haya terminado.
Los sudamericanos miraron hacia atrás y al ver a la pandilla que venía hacia ellos, se metieron en la discoteca a toda prisa. Toni miró hacia atrás. Fran no había llegado. Cogió el walkie y dijo:
–Fran, emergencia, venid aquí echando leches.
Para entonces los cabezas rapadas habían sorteado toda la cola de entrada sin que nadie se atreviese a oponerse a ellos. Llegaron hasta donde estaba Toni y el que parecía que lideraba a aquel grupo dijo:
–Aquí huele a mierda.
–Largaos –respondió secamente Toni.
–¿Habéis oído algo? –dijo el mismo de antes volviéndose hacia sus compañeros, que le reían la gracia. Toni calculó sus posibilidades. Dos llevaban botellas y eso era malo. A simple vista no se les veía ningún tipo de armas, y eso era bueno. Uno llevaba una mano metida en el bolsillo de la cazadora y eso significaba que podía llevar una “pipa” o quizás una navaja, y eso era malo.
–Largaos si no queréis problemas –repitió Toni sin alterar su tono de voz.
En cualquier combate, recordó Toni, era imprescindible no demostrar miedo. Se lo dijo un millar de veces su antiguo entrenador. Si el oponente descubría que tenías miedo, estabas perdido. Él nunca demostró ese miedo, ni siquiera en los combates que perdió. Lo que le sucedió en su último combate, el que perdió por K.O. fue otra cosa. Pero no era el momento de pensar en eso.
–Has dejado pasar a dos negratas –dijo el skinhead–. Yo pensaba que esta discoteca era decente, y ahora veo que tiene mucha mierda. De hecho huele que apesta. ¿Acaso eres tú el que huele así, musculitos?
–No te lo voy a repetir –dijo Toni sin atender a su provocación–. Vete antes de que te arrepientas.
–No me voy a ir hasta haberte metido esta botella por el culo –respondió.
No le dio tiempo a seguir hablando. Toni le sacudió un directo en las costillas, a la altura del esternón. El skin cayó al suelo al instante. En ese mismo momento se produjo un enorme revuelo. La gente que esperaba en la cola se disgregó y comenzaron a oírse gritos. En cuestión de segundos, la zona se vació de gente, quedando solos Toni y los cabezas rapadas. A partir de ese momento, los hechos se sucedieron de una forma muy rápida. Otro de los neonazis, rompió su botella y la esgrimió a modo de arma blanca. El que llevaba la mano en el bolsillo extrajo de ella una navaja, confirmando los peores presagios de Toni. Otro se dirigió corriendo al coche, tal vez en busca de un arma. Eso me dará tiempo, pensó Toni, que se dirigió primero al que estaba más cerca y le sacudió un golpe cruzado a la altura de la sien que lo tumbó. El que había noqueado primero comenzaba a recuperarse y ya se estaba levantando. El de la botella y el de la navaja se dirigieron hacia él al mismo tiempo, y Toni se puso en guardia. Entonces apareció Fran en su apoyo.
–Ya era hora –masculló Toni.
–Para ti el de la botella –dijo Fran–. Yo me encargo del otro.
Aquellos niñatos no tenían ni idea de luchar, pensó Toni. Podía predecir cada uno de sus movimientos, ni siquiera se molestaban en simular sus planes de ataque. Era como si telegrafiaran sus intenciones antes de ponerlas en práctica. A Toni le bastó con amagar un par de veces, esperar a que su oponente soltase el brazo que llevaba la botella, esquivarlo y, sin dilación sacudirle un golpe cruzado al hígado que le hizo retorcerse y tuvo que dejar caer la botella al suelo. Había que actuar de esa manera, y Toni lo sabía: soltar el menor número de golpes posibles que dejaran al rival fuera de juego lo antes posible. Fran hizo lo propio con el de la navaja, aunque antes de eso éste le dejó un recuerdo, alcanzándole con la navaja en la mano izquierda. Víctor, el tercer guarda del grupo apareció en ese preciso instante, justo cuando el líder del grupo neonazi se había recuperado y preparaba su botella para atacar por la espalda a Toni. Víctor lo impidió. Con una mano le sujetó la que esgrimía la botella, y le retorció la muñeca hasta que éste cedió. Después, con un movimiento rápido le sacudió alternativamente con la izquierda y la derecha varios golpes que fueron directos a su estómago. Justo entonces, el que había ido al coche regresaba con una pipa en la mano y, lanzando un disparo al aire, gritó:
–¡Os voy a matar, hijos de puta!
Toni echó una rápida mirada y enseguida supo lo que tenía que hacer. Su instinto le decía que el tío de la pistola tenía miedo. Si había disparado al aire era porque no se atrevía a disparar sobre las personas. Probablemente ni siquiera sabía apuntar el arma para acertar sobre su objetivo. Le hizo un gesto rápido a Fran, y se abalanzaron sobre él antes de que tuviese capacidad de reacción y volviese a disparar. Entre los dos lo golpearon hasta dejarle sin sentido. Fran cogió el arma y apuntó hacia los que quedaban por el suelo, todavía recuperándose de sus golpes.
–¡Escuchadme, maldita escoria! ¡Largaos de una puta vez y no se os ocurra volver por aquí!
Magullados, lanzando maldiciones e insultos a voz en grito, se montaron desordenadamente en el coche y huyeron a toda prisa.
–Deberíamos haber repartido más hostias. Odio a estos hijos de puta –dijo Toni.
–No digas insensateces. A enemigo que huye, puente de plata. Si nos hubiéramos liado aquí con ellos y los hubiésemos dejado más malheridos de lo que se han ido, nos hubiéramos ganado una denuncia. Una cosa así y cierran local –dijo Fran barriendo con el pie algunos cristales–. Lo siguiente a eso ya te puedes imaginar qué es: perder nuestro empleo. Es mejor dejarlos marchar, Toni. La gente de esa casta, cuanto más lejos, mejor. Si los coge la policía, mejor que no sea aquí.
–Lo mejor es que no vuelvan a aparecer –dijo Víctor–. O que no estemos nosotros cuando lo hagan.
–¿Y tú por qué has tardado tanto? –recriminó entonces Toni, malhumorado.
–Tuve que cachear a dos sudamericanos que acababan de entrar. Quizás se colaron con la confusión. Me pareció ver a uno intentando vender una papelina.
–¿Y llevaba droga? –preguntó Toni.
–Sí.
–Mierda –exclamó Toni–. ¿Y qué has hecho con ellos?
–Los llevé al almacén del fondo. Están encerrados con llave.
–Vamos –dijo Toni.
–¿Qué vas a hacer?
–Quisiera matarlos, pero les voy a joder más todavía. Voy a llamar a la policía, y como esos tipos sean ilegales, se van a ir a vender droga a su puto país.
–No hagas eso –le pidió Fran.
–¿Que no haga qué?
–Pues llamar a la policía, ¿qué va a ser? Le daríamos mala publicidad a la discoteca y puede que entonces tuviéramos a la policía más pendiente de nosotros, con redadas y todo eso. En definitiva, que si la policía comienza a rondarnos, los clientes se espantarán.
–¿Redadas? ¿La policía? –preguntó Víctor con bastante sorna –. Tú has visto muchas películas, Fran.
–Está bien –atajó Toni–. Pero esos no se van sin un escarmiento.
–Vale –contestó Fran–. Pero tenemos que ser discretos.
–Los sacaremos por detrás, al callejón.
–¿Y entonces?
–Una vez allí les explicaremos lo que no deben volver a hacer. Y les daremos todas nuestras buenas razones.
Cinco minutos más tarde los tres hombres les sacudieron una paliza monumental a los dos colombianos que Toni había dejado entrar un instante antes.
–No sólo nos habéis puesto en peligro con esos nazis de pacotilla, sino que nos habéis engañado y os habéis colado para vender esa mierda en nuestra discoteca.
–Esta no es tu discoteca –dijo uno de los colombianos gimiendo desde el suelo. Fran le lanzó una patada.
–¡Callad y escuchadme atentamente! No quiero volver a veros por aquí. Ni a vosotros ni a ninguno de vuestra ralea. ¿Os ha quedado claro?
Se quedaron todos callados durante un instante.
–¡No os oigo! –dijo Fran soltando otra patada.
–¡Sí, joder, sí! –gritó el que acababa de recibir el golpe, desde el suelo
–Pues largaos ya de aquí.
Los tres porteros volvieron entonces a la discoteca, dando por cumplida su misión. El resto de la jornada, por suerte para ellos, no volvieron a tener contratiempos. Los clientes que se habían dispersado unos minutos antes volvieron a aparecer por la discoteca. Mientras se agolpaban en la entrada gastaban bromas y se reían, alegres, como si no hubiese ocurrido nada.
Toni regresó a su apartamento a eso de las siete de la mañana. Al abrir la puerta encontró en el suelo varias cartas, que recogió sin molestarse en abrirlas. Una era del presidente de la comunidad. Respecto a las otras, ni siquiera sabía de dónde procedían ni quién las escribía. Serían facturas impagadas, deudas, avisos del banco. Qué más daba. Dejó el montón de sobres apilados en la mesa del salón, sin molestarse en abrirlos. Se sentía cansado, aunque no tenía sueño. Para entonces, ya había olvidado el asunto de las peleas en la entrada y en la salida de la discoteca. Simplemente era una parte más de su oficio y no merecía ser recordada. Sin embargo, en lo que no había dejado de pensar era en su conversación con Lucho. Había guardado la tarjeta que éste le había dado en su cartera, de donde la había sacado repetidas veces para leer lo que para él significaba un sueño y que decía simplemente:
Volvió a guardar la tarjeta y fue a acostarse, aun sin demasiado sueño. Qué iba a ser de su vida, pensó. Necesitaba un empujón, un triunfo, algo que lo sacara de su miserable existencia. Pensó en las facturas, en las deudas. Dinero. A eso se reducía todo, pensó mientras se desnudaba, a esa mierda.
Bajó las persianas hasta que comprobó que no quedaba ninguna rendija por la que pudiese colar la más mínima franja de luz; se metió en la cama y notó el contacto de las sábanas frías, un poco húmedas, que le hicieron tiritar un poco. Se encogió tratando de recoger el calor de su cuerpo. Se agazapó bajo las mantas y vencido por el sopor, se quedó dormido casi de inmediato. Soñó, y cuando soñaba, no dejaba de moverse en la cama y la deshacía sin darse cuenta. Eso lo sabía por Miriam. Ella le confesó que al principio se asustaba con sus movimientos tan súbitos, porque pensaba que se debían a ataques epilépticos. Pero no era así, porque Toni solía despertar de sus pesadillas y luego volvía a dormirse, como si nada. Y nunca se acordaba de sus sueños, aunque Miriam decía que tenían que ser cosas horribles, por la manera en que se movía, llegando a lanzar golpes al aire. Quién podía saberlo. Toni aseguraba que, fuesen malos o buenos, de lo que si estaba seguro era de que en sus sueños estaría boxeando. El boxeo era su vida, lo único que le hacía sentirse asido a ella. Decía esto y no se daba cuenta que con sus palabras entristecía a Miriam, que entonces le rodeaba con sus brazos y buscaba sus labios. Pero Toni no entendía, o prefería no entender, y a veces se separaba de ella con brusquedad y otras se dejaba besar, aunque sin demasiada convicción. Jamás había sentido ningún apego sentimental por Miriam. Cuando ella le preguntaba si la quería, él se encogía de hombros.
–Eso qué importa –contestaba él, y Miriam trataba de encontrar una respuesta en su mirada, pero tras su mirada se levantaba una barrera que no le permitía mirar más allá, como si se tratase de uno de esos letreros que se cuelgan en las puertas de las habitaciones de hotel, para que nadie moleste.
Toni aún dormía cuando, entre sueños, comenzó a buscar con su mano el cuerpo de Miriam, en vano. A continuación se despertó con inquietud. Recordó entonces la discusión que habían tenido unos días antes, cómo él la había echado de casa. Inconscientemente, tocó de nuevo el lado de la cama que estaba vacío y, en la oscuridad de la habitación, gritó el nombre de Miriam. Pero la fatiga lo venció de nuevo y volvió a quedarse dormido.
No sabía qué hora era cuando lo despertó el sonido del timbre. Se puso la almohada sobre la cabeza, tratando de aislarse del sonido, pero quienquiera que fuese el que llamaba, era persistente. Después de varios minutos, Toni se levantó, furioso, dispuesto a romperle la cabeza al importuno visitante que no lo dejaba dormir. Se puso la bata encima y desgreñado, se dirigió refunfuñando hacia la puerta. Tal vez fuera el presidente de la comunidad, para meter de nuevo sus narices en donde nadie le llamaba, o algún acreedor que venía a reclamar su deuda. En ambos casos tenía clara cuál iba a ser su respuesta: le daría con la puerta en las narices, no sin antes soltarle toda clase de improperios.
Descorrió el cerrojo y abrió la puerta con fiereza, al tiempo que comenzaba a maldecir:
–¿Quién demonios…?
Pero detuvo allí su exabrupto cuando comprobó que, al otro lado de la puerta, no se hallaban ninguna de las personas que él había esperado. Entonces dijo:
–¿Quién demonios es usted y qué es lo que quiere a estas horas?
–¿Toni Carrascosa?
–El mismo. ¿Qué se le ofrece? No estoy interesado en comprar nada, si viene a eso. Y si viene a cobrar un recibo, vuelva otro día. Estoy sin blanca.
El hombre lo miró con curiosidad. Por primera vez Toni reparó en que aquel tipo no tenía pinta de vendedor, ni nada que se le pareciera. Parecía un poco más joven que él, no estaba mal constituido, vestía un traje barato, y su expresión era dura, impenetrable.
–Nada de eso. No he venido a cobrar ninguna deuda, sino más bien a ofrecerle la posibilidad de ganar dinero.
Toni lo miró con desconfianza.
–¿No será usted el abogado de alguien? No me gustan los abogados.
El hombre sonrió.
–Permítame que me presente: soy Abelardo Ocaña. Si me deja pasar, se lo podré explicar más cómodamente. Pero si no le interesa…
–Está bien, pase –gruñó Toni ásperamente, al tiempo que se apartaba para dejarle entrar –. Yo iré detrás de usted.
–No se fía de mí, ¿no es verdad? –sonrió Ocaña mientras recorría el pasillo con naturalidad, como si estuviese en su casa. Entró sin prisa, mirando a su alrededor, como si estuviese haciendo un reportaje fotográfico sólo con su mirada, lo que le molestó a Toni.
–La casa está bastante desordenada –se excusó Toni.
–No soy un inspector de sanidad, así que eso me trae sin cuidado. De todas formas, puedo asegurarle que las he visto mucho peores –dijo Ocaña con una mueca que Toni no sabía si era de connivencia o de desprecio.
–Pase por la puerta del fondo y tome asiento –le indicó Toni.
Llegaron al salón. Ocaña apartó una camisa que encontró tirada sobre un sillón, y tomó asiento. Toni se sentó enfrente de él.
–Se nota que vive solo –observó Ocaña–. Si viviera con una mujer, pondría un poco de orden en su vida.
–Hasta hace poco he estado viviendo con una y, créame que me importa una mierda el orden. Y ahora dígame sin más rodeos: ¿para qué ha venido?
–Vaya, ¿de verdad ha habido una mujer en esta casa? –ignoró la pregunta de Toni, sin dejar de mirar a su alrededor–. Nadie lo diría…
–Ya basta. Si llego a saber que ha venido aquí para criticar el estado de mi apartamento, no le hubiera dejado pasar. Ha hablado de dinero. ¿De qué se trata? No recuerdo haber solicitado ningún empleo últimamente.
–Es usted directo, por lo que veo. ¿Le importa que fume? ¿No? Está bien –dijo sacando un cigarrillo de su pitillera y ofreciéndole uno a Toni, que lo rechazó. Utilizó un plato con restos de comida como cenicero y preguntó:
–¿Le dice algo el nombre de Diego Mosquera?
–No sé. ¿Se trata de algún mánager? –preguntó Toni.
–¿Un mánager? –rió Ocaña–. Ah, se refiere al boxeo, claro. No, nada de eso. El señor Mosquera es uno de los empresarios más importantes de toda la provincia. Posee una de las constructoras más grandes, además de muchas más empresas que… Pero eso no importa ahora, ¿no cree?
–Bueno, al menos me ha quedado claro que es un tipo de dinero. ¿Qué es lo que necesita una persona tan importante de alguien como yo?
–Negocios, señor Carrascosa. La vida misma es un negocio. Para el señor Mosquera, todo son transacciones comerciales. Usted le da algo que él quiere y él a cambio, digamos que solucionaría generosamente sus problemas económicos.
–¿Qué sabe usted de mis problemas económicos? ¿Quiénes son ustedes y cómo han dado conmigo? ¿Y por qué han recurrido a mí?
–Despacio, señor Carrascosa, despacio. Cada cosa a su tiempo. Voy a contestar a sus preguntas, siempre que no me parezca inconveniente hacerlo, pero de una en una. En cuanto a la primera, sabemos todo de su situación económica. Conocemos el estado de sus cuentas, sus deudas. Incluso sabemos que se ha tramitado contra usted una orden de embargo, por impago de diversas deudas relacionadas con esta casa.
–Ya empiezo a comprender. Usted ha venido a hacerme chantaje. El tipo ese, el constructor está interesado en este apartamento, ¿no es eso? Quiere comprármelo y para eso le ha mandado a usted.
–Frío, frío. Al señor Mosquera ni le interesa ni le podrá interesar nunca un antro como este. Oh, dicho sea con todos los respetos, claro. No, los negocios que me traen aquí no tienen nada que ver con una compraventa. Digamos que lo que le vamos a ofrecer es más bien un contrato.
–Ya tengo un trabajo.
Ocaña soltó una risotada mientras daba varios manotazos sobre el brazo del sillón.
–Sí, eso también lo sabemos. Y lo que gana. Pero créame: lo que puede ganar con nosotros supera con creces todas sus expectativas. Y ahora si me lo permite, voy a contestar a la otra pregunta que antes me formuló: ¿por qué usted? Pues es sencillo: porque sabe pelear y porque además lo hace bien. Y lo más importante: no tiene nada que perder.
Toni lo miró fijamente a los ojos. No tenía ni la menor idea de cuál iba a ser la proposición que iba a escuchar:
–Dejemos ya los rodeos –atajó Toni– y dígame de una vez, ¿para qué ha venido?
Ocaña le dio una calada a su cigarrillo y, soltando el humo por la nariz, dijo:
–El señor Mosquera quiere que haga un trabajo para él. No le llevará mucho tiempo, ni tiene por qué interferir en el resto de sus actividades. Quizá ya lo haya adivinado: tiene que matar a una persona.
Toni arqueó las cejas. Realmente no había esperado nada parecido. Tan sólo en contadas ocasiones le habían propuesto dar una paliza a desconocidos a cambio de dinero. Mujeres despechadas con maridos infieles, o tipos a los que el éxito o la buena suerte de otros los corroía de envidia. Conocía a gente que vivía de esto. Salvo en dos ocasiones, y por razones que consideró justas, siempre se había negado a hacerlo. Él era un boxeador, no un matón. Y cuando decía esto, siempre le miraban con una sonrisa de desprecio. Creía adivinar los pensamientos de toda esa gente. Sé quién eres, sé lo que haces cada noche, en la puerta de la discoteca. Tu oficio es controlar quién pasa y quién no, sacudirle a alguno cuando se ponga demasiado impertinente, evacuarlo del local cuando esté generando problemas. Actuar con discreción, siempre que sea posible. Si eso no era ser un matón, qué entonces. El silencio de Toni se prolongó demasiado, porque Ocaña le dijo:
–No me irá a decir que no se siente capaz de hacerlo, ¿verdad? Tengo informes suyos. Sé en qué consiste exactamente su trabajo. Sé incluso lo que hizo anoche mismo. En definitiva, sé todo lo que necesito saber de alguien como usted.
–¿También sabe que me están dando ganas de incrustar mis puños en su cabeza?
Ocaña tragó saliva. Con el gesto serio, tratando de disimular sus emociones, y sin apartar la vista del boxeador dijo:
–Sé perfectamente lo que es capaz de hacer, señor Carrascosa. He venido aquí a proponerle un negocio. Si le interesa, le ruego que me responda antes de que abandone este apartamento.
Y dicho esto se puso en pie y sacó un bloc del bolsillo de su chaqueta. Garabateó algo en él y arrancó la hoja, que le extendió a Toni.
–¿Qué es esto? –preguntó Toni.
–Esa es la cantidad que estamos dispuestos a ofrecerle. Abajo he escrito la dirección del señor Mosquera. Si le interesa, esta tarde le esperaremos allí, a eso de las seis. Si su respuesta es negativa, tan sólo tiene que romper ese papel ahora mismo y saldré sin más por la puerta. Le prometo que en ese caso nunca más volveré a molestarle.
Toni miraba atónito la cifra que Ocaña había garabateado, y trató de encontrar una respuesta rápida. Ahí había escrita una cantidad de dinero muy alta, mucho más alta de la que él hubiera imaginado y más que suficiente para solventar todas sus deudas y poder empezar una nueva vida. Dinero, dinero; la palabra tintineaba en su cabeza. Era todo lo que necesitaba, se decía. Tal vez ése era el golpe de suerte que había estado esperando durante tanto tiempo. Sintió su corazón agitado, el ritmo de su respiración bastante alterado.
–¿Conoce ya la respuesta? –preguntó Ocaña, con el mismo gesto imperturbable.
–Sí –respondió Toni, arrugando el papel en su mano.
Ocaña lo miró, con un punto de decepción. Cogió su abrigo para marcharse.
–Quiero decir que sí –dijo Toni–. Puedo hacerlo y lo haré. Esta tarde iré hasta allí a verles.
Su visitante sonrió, y reemprendió su marcha hacia la puerta. Antes de cerrar tras él dijo:
–No lo olvide. A las seis. Al señor Mosquera no le gusta esperar.