Portadilla
Ángel Moreno, de Buenafuente
Alcanzado por la misericordia
NARCEA, S.A. DE EDICIONES
otros títulos del autor
Ángel Moreno, de Buenafuente ha publicado en esta colección:
• A la mesa del Maestro. Adoración
• Amor saca amor. Los siete amores de Dios
• Buscando mis amores. Lectura sapiencial del Cuarto Evangelio
• Como bálsamo en la herida. La misericordia
• Desiertos. Travesía de la existencia
• Eucaristía. Plenitud de vida
• Habitados por la Palabra. Lectura sapiencial
• Palabras entrañables. Déjate amar
• Voz arrodillada. Relación esencial
• Voy contigo. Acompañamiento
Índice
INTRODUCCIÓN
La misericordia y las bienaventuranzas
La misericordia
El Dios revelado
Las entrañas de Dios
Clave evangélica
Oración
Personalizados en el rostro de la misericordia
El rostro personalizador
La experiencia de soledad
La interioridad
El rostro que nos plenifica
El rostro de Cristo
La Humanidad de Cristo
El rostro misericordioso
Dar de comer al hambriento
El hambre, problema social
Motivo de gracia
Hambre de sentido
Jesús tiene hambre
La vocación al trabajo
Dios manda compartir
“Danos hoy el pan de cada día”
Jesús se nos da como pan
Jesús, Pan de Vida
El don de compartir los bienes
Dar o darse
Darse a sí mismo
Contemplación
Dar de beber al sediento
Sentido de la sed
Crisis existencial
Fruto de infidelidad
Experiencia límite
Angustia
Necesidad de Dios
Sed de amor
La sed de Jesús
Significado del agua
Jesús, agua viva
Llamados a proveer
Darse a beber
Oración
Estuve desnudo y me vestiste
El desnudo
Extrema necesidad
Despojo físico
Despojo moral
Sentimiento de vergüenza, fruto del pecado
Cambio de vida, conversión
Canon de belleza
Jesús es despojado de sus vestiduras
El vestido
La dignidad de la persona
El traje de hijos de Dios
La túnica sagrada
Revestidos de humanidad, de la carne del Verbo
Revestido de gloria
El manto de la misericordia
Oración del despojado
Acoger al forastero y dar albergue al peregrino
El forastero
Los desplazados
Los nuevos exiliados
Somos forasteros
Jesús forastero
Jesús y los forasteros
La posada
La acogida
El acompañamiento
Personalizados en el rostro de Cristo
Rostros misericordiosos
Anotaciones para el ejercicio de la hospitalidad
Visitar a los enfermos
La enfermedad y los sentidos corporales
El cuidado del cuerpo
Jesús y los enfermos
El cuerpo espejo del alma
Rehabilitados
Levantarse
Novedad de vida
Resucitar
Misión de curar
Invitación
Perdonar las ofensas
¿Qué es la ofensa?
¿Qué es el perdón?
Necesidad de misericordia
Jesús perdona
El don del perdón
El mandato de perdonar
La divinización humana
El poder de perdonar
Agradecimiento
Consolar al triste
Motivos de tristeza
El misterio del sufrimiento
La pedagogía del dolor
La tristeza de Jesús
Tú, ¿por qué lloras?
Jesús nos prometió el don del Espíritu Santo, el Consolador
Consolación
Tú puedes consolar
Madre de Misericordia
Dios se ha hecho misericordia
El poder de la súplica de María
Invocación
Cuestiones
Últimas consideraciones
INTRODUCCIÓN
Parecía que las gracias especiales que Francisco ofreció en la bula Misericordiae Vultus, acabarían con la clausura del Año Jubilar de la Misericordia, y que las licencias excepcionales que nos concedió el Papa a los misioneros de la misericordia terminarían el 20 de noviembre de 2016. Quienes habíamos gozado de tal designación, intuíamos que tal vez permanecería la posibilidad sacramental de acoger a cuantos pudieran necesitar el perdón sin acudir a protocolos jurídicos o canónicos.
Con motivo del Año de la Misericordia, además de intervenir personalmente en algunos encuentros extraordinarios, he acompañado a muchas personas a través de Ejercicios Espirituales con diversas meditaciones sobre las obras de misericordia. No obstante, juzgaba que, pasado el Año Jubilar, ya no sería actual seguir incidiendo en las mismas meditaciones.
La sorpresa surgió cuando, el 21 de noviembre de 2016, se hacía pública la carta apostólica Misericordia et Misera, en la que Francisco, aunque clausuraba las puertas santas, prolongaba por un lado a los sacerdotes y por otro lado a los misioneros de la misericordia, las facultades que nos había concedido en la bula Misericordiae Vultus, mientras no se dijera lo contrario.
Ante esta nueva gracia, sin duda inmerecida, sentí que debía reordenar las diferentes meditaciones sobre la misericordia y responder a la llamada que sentía dentro de mí. Incluso llegué a poner título a la posible publicación: “Consolad, consolad a mi pueblo”. Pues solo la misericordia llega a ser consolación profunda. Y de nuevo mi sorpresa al leer en la carta apostólica lo que dice Francisco: “Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida pastoral” (MetM 7). Reconozco que la frase lapidaria que me provocó la decisión de trabajar y reordenar lo reflexionado en el Año Jubilar fue la expresión del Papa: “La misericordia tiene también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1)”. Y fui alcanzado por la misericordia. San Pablo concentra su mensaje en la misma actitud que el profeta: “¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que, si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo” (2Cor 1,3-7). No es casual que el texto reitere por diez veces el término consuelo.
Cuando el papa Francisco nos dirigió la palabra a los misioneros en la Sala Regia del Vaticano, nos insistió en que ejerciéramos el ministerio con magnanimidad, y nos puso ejemplos muy sencillos y elocuentes tomados de las mismas Sagradas Escrituras, como fue el texto de Génesis 9, en el que aparecen los hijos de Noé cubriendo con una manta la desnudez de su padre, devolviéndole así, según nos explicaba Francisco, la dignidad de padre. Y con esta imagen nos enviaba a ir con la manta de la misericordia y no con el mazo del juicio. Nos dio instrucciones con ejemplos concretos. Si en algún caso un penitente se acerca y se ve que le cuesta describir su pecado porque siente vergüenza, entonces, nos dijo el Papa, decid: “Te entiendo, te entiendo. Adelante”. Y si un penitente llega reiteradamente a confesar, porque no queda satisfecho, y duda de si ha hecho bien la confesión, de si lo habrá explicado todo adecuadamente, entonces vosotros decid al penitente atormentado: “Tranquilo, ponlo a mi cuenta”.
Sin querer ser exhaustivo en mis consideraciones sobre las obras de misericordia, ofrezco una mirada arrodillada, porque no es un tema con el que se pueda especular, y mucho menos en momentos en los que tantos sufren necesidad corporal y espiritual. Intento presentarlas con un significado más amplio que el literal de las meras palabras con las que se describen. Sin quitar el valor ni el deber de atender las necesidades más primarias del prójimo, cada binomio –hambre-pan; sed-agua; desnudo-vestido; huésped-posada– significa mucho más en el contexto bíblico.
Ojalá estas páginas puedan ayudar a quienes necesitan una palabra de aliento en tiempos de inclemencia o de soledad, cuando parece que no hay dónde acudir con el alma herida.
La misericordia y las bienaventuranzas
La misericordia
La palabra “misericordia” (hésed) posee una gran riqueza de significados, y por esta razón se traduce de diversas maneras: ternura, gracia, misericordia, indulgencia, benevolencia, amor, compasión. Este vocabulario revela un rasgo sorprendente de Dios: el de la maternidad. Si hay un lugar en el que habita la hésed divina, este es el seno, las entrañas (rahamim): las entrañas maternas de Dios (Is 49,15; Sal 103,13). “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49,15).
En la bula Misericordiae Vultus, Francisco se detiene a definir lo que es la misericordia: “Misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (MV 2). “Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona” (MV 3). Y dirigiéndose a los jóvenes en la misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, dijo: “Dios nos ama tal como somos, y no hay pecado, defecto o error que lo haga cambiar de idea”.
El Dios revelado
Por el concepto que tenemos de Dios, nos cuesta mucho convencernos de que su característica no es el furor, la ira, la violencia, la venganza, el terror o el castigo, imágenes con las que en tantas ocasiones se le representa, por confundirlo con la proyección deísta e idolátrica que se tiene de Él. “Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más de lo que nosotros nos amamos, que cree en nosotros más que nosotros mismos, que está siempre de nuestra parte, como el más acérrimo de los «hinchas». Siempre nos espera con esperanza, incluso cuando nos encerramos en nuestras tristezas, rumiando continuamente los males sufridos y el pasado. Pero complacerse en la tristeza no es digno de nuestra estatura espiritual. Es más, es un virus que infecta y paraliza todo, que cierra cualquier puerta, que impide que la vida se reavive, que recomience”1.
Una tarea permanente, espiritual y a la vez psicológica, es la de liberarnos de nuestros deísmos, de nuestros atavismos religiosos naturales para relacionarnos con el Dios revelado. Los textos bíblicos, de manera progresiva, nos revelan a un Dios misericordioso, “lento a la ira, rico en piedad” (Ex 34,6), un Dios de paz, que ama la vida, que se compadece y salva, y sobre todo que está enamorado de su criatura. “Con misericordia eterna te quiero. No se retirará de ti mi misericordia, ni mi alianza de paz vacilará –dice el Señor que te quiere–” (Is 54,8.10). Sin embargo, desde nuestras categorías religiosas y desde nuestros códigos éticos, nos cuesta comprender la conciliación entre ser justo y misericordioso, pues si aplicamos la ley, quizá debemos condenar, y si no condenamos, parece que nos saltamos la ley y somos injustos. Y al trasladar estas categorías a Dios, nos sentimos sin respuesta.
La enseñanza del Papa sobre la misericordia divina reconcilia la justicia con la misericordia. En principio parece incompatible ser justo y misericordioso a la vez. Sin embargo, si interpretamos la justicia desde el significado bíblico, cabe comprender la reconciliación del binomio.
“En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios”2. “La cólera de Dios dura un instante, su bondad de por vida” (Sal 29,6).
Las entrañas de Dios
A lo largo de la revelación positiva que Dios ha hecho de sí mismo, podemos contemplarlo como Creador de todo el universo –“Dios creó el cielo y la tierra”–, y del género humano (Gn 1,26-27). De cada uno de nosotros dice Dios: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jr 1,5). Las Escrituras nos muestran a un Dios entrañable: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro” (Sal 102,13-14). Y con ternura maternal: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados” (Is 66,12). Nos sorprenderán las imágenes esponsales que utiliza la Biblia para revelar el amor que Dios nos tiene: “Aquel día –oráculo del Señor– me llamarás «esposo mío», y ya no me llamarás «mi amo»” (Os 2,18). “Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi predilecta», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se desposa con una doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo” (Is 62,4-5).
Jesús, revelador de las entrañas de Dios, rostro de la misericordia divina, retoma el lenguaje de las alianzas selladas con los patriarcas: “¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán” (Mt 9,15). El Hijo de Dios se nos muestra hermano, “nacido de mujer” (Gal 4,4), y amigo: “A vosotros os digo, amigos míos: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más” (Lc 12,4). “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,12-15). ¿Quién puede resistirse a tal derroche de amor?
Clave evangélica
En un principio parecen contradictorios los dos textos del Evangelio de san Mateo, el de las obras de misericordia (Mt 25,35-46) y el de las bienaventuranzas (Mt 5,3-12), pues si en uno se dice: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer”, en otro se lee: “Bienaventurados los hambrientos, porque ellos serán saciados”. Además, en el discurso de Mt 25, se afirma que aquellos que se compadecieron de su prójimo no sabían que al hacerlo se lo estaban haciendo al Señor, cosa que no cabe decir a los que sí tenemos noticia de que en el prójimo está Jesucristo. En este caso, la pregunta que asalta es: ¿A quién se le aplican las bendiciones por hacer el bien? Y si no se aplican a los creyentes, porque sabemos que cuanto hagamos al otro, se lo hacemos a Jesucristo, ¿significa que las obras de misericordia, tal como están descritas por Mateo no son para los llamados cristianos anónimos?
Además, al contemplar las obras de misericordia, a quien encontramos es a Jesús, Él las ha practicado de manera radical. A lo largo de su vida se puede observar cómo dio de comer al hambriento y de beber al sediento; no solo dando pan y agua, sino expresando Él mismo la necesidad: “¿Tenéis algo de comer?”. “Tengo sed”. “Dame de beber”. Él se ha despojado y aparece desnudo para dejarnos revestidos de la dignidad de hijos de Dios. Jesús en Getsemaní aparece débil, angustiado, triste, con sudor de sangre… Él, que consoló a tantos. Él, que curó a muchos enfermos y rezó a su Padre por los que le ha dado. En verdad Jesús es el Misericordioso.
Desde estos contrastes, salta la cuestión: ¿Cómo debe vivir un creyente las obras de misericordia? ¿Como aquel que pasa generoso, dando de lo que tiene, o como mendigo, menesteroso, pobre y humilde? El texto sagrado afirma que Jesús se hizo pobre para enriquecer a muchos. “Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Co 8,9).
A la luz de esta consideración, se descubre que la posibilidad evangélica de ser misericordioso se da a partir del espíritu de las bienaventuranzas. Es decir, no tanto como quien da de lo que le sobra, sino como quien también se sabe necesitado. Solo el que ha pasado hambre sabe lo que significa un trozo de pan; solo el que se ha sentido extranjero, desechado, sabe lo que significa la hospitalidad, pues cabe que, sin quererlo, humillemos con nuestro modo de compartir, o utilicemos la necesidad de los otros para propia autoestima.
Cabría pensar que el texto evangélico tenía dos aplicaciones, según quien lo leyera: las obras de misericordia se deberían aplicar en nuestra relación con los demás, y las bienaventuranzas, para asumir personalmente nuestras intemperies. Sin duda que es bueno y loable ser generoso, magnánimo y solidario, pero quizá cuesta más saberse necesitado. El profeta Miqueas afirma tres principios a modo de apotegmas que iluminan el camino espiritual: “Respetar el derecho; amar la misericordia; andar humildes con Dios” (cf. Miq 6,8). Que significa considerar a cada prójimo con la dignidad que tiene, ser misericordiosos, pero practicar con humildad el bien obrar. Jesús, que se muestra solidario, compasivo, misericordioso, no lo hace desde una posición de superioridad, sino desde la humildad del que se pone a los pies, a servir. Desde ahí, se comprende que el pobre, que pasa hambre y da pan es verdaderamente dichoso, como lo fueron la viuda de Sarepta y la viuda del Templo.
Las obras de misericordia son una exigencia para todos, pero la sabiduría cristiana de practicarlas consiste en seguir las bienaventuranzas. Jesús, quien se puso en la fila de los pecadores y fue tomado por blasfemo, va a decir: “Perdonados te son tus pecados”. Quien fue despojado de su túnica, nos reviste de la dignidad de hijos de Dios; quien pide de beber y se muestra con sed, va a decir yo soy el agua viva.
Si hay un ejemplo de misericordia propuesto por Jesús, es el del samaritano, aquel que ni siquiera tenía conciencia de cumplidor de la ley. Si hay un ejemplo de oración bien hecha, es el del publicano que se siente pecador. Y si hay alguien que da la mayor limosna en el Templo, es la viuda que echa dos reales, todo lo que tiene. Jesús exalta la fe de la mujer cananea, una pagana, y la del centurión romano. Desde esta reflexión comprendo que las obras de misericordia hay que practicarlas en el espíritu de las bienaventuranzas.
Oración
Señor, si justicia significa confianza en ti, abandono en tus manos, como Tú te abandonaste en las de tu Padre porque estabas seguro de su amor; si Tú te has entregado enteramente y por amor en manos de tu Padre para demostrarnos hasta donde llega tu confianza, que se vio coronada por el triunfo de tu resurrección, y yo, en mi caso, me quedo anclado en la sospecha, en la reticencia, en la desconfianza por no dar crédito al ofrecimiento de tu perdón, estoy siendo injusto contigo y con tu Padre.
He sentido, Señor, la necesidad de reivindicar la confianza en tu persona. Te has ganado el crédito más absoluto. Instalarnos en nuestro egoísmo, defendernos de tu mirada por sentir vergüenza, o creer que ya no tenemos acceso al perdón por nuestra debilidad crónica, es una injusticia que cometemos contigo.
No dejes de enviarme tu aliento, el soplo de tu Espíritu, para que siempre, en cualquier circunstancia, vuelva a casa, a tu abrazo, y entre por la puerta de la misericordia, la que me restaura, sin echarme en cara mi pobreza, mi debilidad y hasta mi pecado.
Gracias, Señor, por permanecer con los brazos abiertos, esperando siempre mis retornos. ¡Que de una vez me quede bajo tu mirada, sin emanciparme de tu amor!
1 Papa Francisco, homilía en la Jornada Mundial de la Juventud, Cracovia 2016.
2 Misericordiae Vultus, 20.