BRUNHILDE POMSEL
THORE D. HANSEN
MI VIDA CON GOEBBELS
La historia de la secretaria de Goebbels:
lecciones para el presente
Traducción de
Alejandro Gibert Abós
y Franzisca Dinkelacker
La sección autobiográfica de este libro se basa en las conversaciones mantenidas con Brunhilde Pomsel a lo largo de 2013 y 2014, que fueron filmadas para un documental de Blackbox Films.
Brunhilde Pomsel estuvo más cerca que la inmensa mayoría de sus coetáneos de uno de los criminales más grandes de la historia. Trabajó como taquígrafa y secretaria en el Ministerio de Propaganda alemán bajo la dirección de Joseph Goebbels. Poco después de que Adolf Hitler llegara al poder se afilió al Partido Nazi para asegurarse un puesto en la Reichsrundfunk, la radio oficial del Reich. En 1942 la trasladaron al Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda y allí permaneció, en la antesala del despacho del ministro, rodeada por la cúpula gubernamental del nacionalsocialismo, hasta la capitulación de Berlín en mayo de 1945. No abandonó su puesto ni siquiera en los últimos días de la guerra, cuando Hitler vivía en el búnker, mientras las tropas soviéticas avanzaban ya por las calles de Berlín, e incluso se ofreció para tejer la bandera de la capitulación oficial en lugar de aprovechar la ocasión para huir. Durante los siguientes setenta años guardó silencio.
En la película Ein deutsches Leben [Una vida alemana], los realizadores Christian Krönes, Olaf S. Müller, Roland Schrotthofer y Florian Weigensamer sentaron a Brunhilde Pomsel ante una cámara y le pidieron que les contara su vida. El resultado fue un documental en blanco y negro de impactante fotografía que presenta el relato de una vida tan extraña como fascinante. Este libro se basa en aquellos recuerdos filmados en 2013 que el autor de este texto ha reordenado cronológicamente y corregido con esmero allí donde el lenguaje oral y la gramática lo requerían.
El relato de Brunhilde Pomsel comienza en Berlín, donde nació en 1911. Nos habla del estallido de la Primera Guerra Mundial y de su padre, un hombre parco en palabras que regresó ileso del frente ruso en 1918; nos habla de su infancia y de la estricta educación que recibió como la mayor y única chica de cinco hermanos, lo que la marcaría para toda la vida. Su padre era, al parecer, un hombre muy taciturno, y en su casa no se hablaba nunca de política. Brunhilde creció en uno de los barrios pudientes de Berlín. La familia se las arreglaba relativamente bien teniendo en cuenta que en la capital alemana, como en el resto del país, el grueso de la población malvivía en medio de una recesión económica atroz. Los disturbios se extendían por todo el territorio, los grupos armados comunistas y nacionalsocialistas se habían adueñado de las calles y los choques entre ambas facciones eran cada vez más violentos. Pero en el barrio residencial de Südende el conflicto apenas se percibía.
Desde la perspectiva actual, Brunhilde Pomsel piensa que su indiferencia hacia el movimiento nacionalsocialista fue decisiva para su carrera. A finales de 1932, Heinz, un amor pasajero de juventud, le presentó a un antiguo oficial de la Primera Guerra Mundial. Aquel encuentro sería determinante para la joven. El oficial no era otro que Wulf Bley, futuro reportero radiofónico y militante nazi de primera hora, que la adoptó como su protegida. Fue precisamente Bley quien, tras la victoria del Partido Nacionalsocialista en marzo de 1933, retransmitió con gran pompa por la radio la procesión de antorchas liderada por la cúpula de la organización. Poco después de que Hitler tomara el poder, aquel escritor frustrado que era Bley le consiguió un trabajo en el Teatro Alemán, donde las obras de su mentor fracasaron estrepitosamente. Al final, su carné del Partido le procuró a Bley otro puesto oficial y entonces le pidió a Pomsel que se afiliara al Partido para poder contratarla como secretaria en la Reichsrundfunk. Para entonces la radio del Reich se había sometido ya a la purga de los nazis, que habían despedido e inhabilitado a todos sus directivos judíos.
Bley no duró mucho en su puesto, pero para Brunhilde Pomsel el encuentro fortuito con aquel hombre marcó el inicio de un ascenso que la llevaría hasta el mismísimo corazón del poder y daría lugar a una vida extraordinaria que solo se animaría a contar siendo ya una anciana centenaria.
Aunque muchas experiencias de los últimos setenta años le bailen en la memoria, Pomsel guarda todavía un recuerdo sumamente vívido de los sucesos y momentos decisivos de su juventud. Estos fragmentos de una existencia turbulenta, así como la forma en que trata de explicar sus experiencias en la radio y el Ministerio de Propaganda nazis, no están exentos de contradicciones. Una y otra vez su historia llega a un punto ciego en que nos oculta algo y que acaba admitiendo más adelante. Y es en este juego de ocultaciones y revelaciones donde radica el singular atractivo de su relato.
La historia de Brunhilde Pomsel no sirve para extraer nuevas conclusiones históricas, pero nos brinda el punto de vista veraz de una simpatizante nazi de la época y es, por ende e inevitablemente, una advertencia para la sociedad actual. No cabe duda de que hoy, como entonces, nos encontramos en una encrucijada de difícil solución. La proliferación de tendencias antidemocráticas y el populismo de derechas suponen una grave amenaza para la cohesión social y el sistema democrático, y es una amenaza que está enraizada en el corazón mismo de la sociedad.
Desde el año 2015 menudean los estudios político-sociológicos que tratan de explicar cómo es posible que en Europa y Estados Unidos vuelva a ser admisible la defensa de idearios xenófobos y ultraderechistas, la discriminación de ciertos colectivos a los que se usa como chivos expiatorios y la anuencia con los ataques perpetrados contra minorías como los refugiados de guerra. Con la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos se ha instalado en la cima del mundo un personaje que da alas a los populistas europeos: con sus ridículas consignas y sus simplistas recetas para un mundo cada vez más interrelacionado, Trump logró movilizar a millones de votantes en unas elecciones en las que la abstención superó el 40 por ciento.
En muchos países occidentales vuelven a reclamarse «liderazgos fuertes», una vieja apelación de infausto recuerdo que no ha levantado demasiadas protestas. ¿De veras es posible que el populismo y el fascismo vuelvan a servirse de esa masa silenciosa de partidarios y simpatizantes para demoler la democracia?
A Brunhilde Pomsel no le interesaba la política. Para ella, lo primero era el trabajo, su propia seguridad económica, el sentido del deber hacia sus superiores y el deseo de formar parte de la élite. Su testimonio nos brinda un relato vívido e íntimo de esta evolución. Pero, en lo que atañe a los horribles crímenes del nacionalsocialismo, Pomsel se exime de toda culpa y niega cualquier implicación personal.
Pocas fueron las voces críticas o acusatorias que se dejaron oír tras el estreno del documental Una vida alemana en Israel y San Francisco. «Descubrámonos ante quien pueda afirmar con absoluta seguridad que no tuvo arte ni parte», escribía una corresponsal del Frankfurter Rundschau.
Porque, más que incitar a la condena de Brunhilde Pomsel, la película suscitó entre la mayor parte del público ciertas preguntas sobre los tiempos en que vivimos. ¿No estaremos asistiendo a una reedición de los oscuros años treinta? ¿Hasta qué punto se puede achacar el fortalecimiento de la nueva derecha a nuestros miedos, nuestra ignorancia y nuestra pasividad? Hace apenas unos decenios dábamos por hecho que el fascismo era un espectro del pasado, pero no es el caso, y el relato de Brunhilde Pomsel puede servir para quitarnos la venda de los ojos. En el documental, las descripciones —asombrosamente claras y serenas— que hace ella de su apacible vida cotidiana durante la guerra, de su ascenso laboral como «chica apolítica» y su distanciamiento emocional de la realidad son contrarias a las diversas citas de Goebbels: imágenes de montañas de cadáveres y espectros esqueléticos de judíos recién liberados de los campos de concentración, así como artículos de propaganda y otros documentos gráficos que muestran la verdadera cara del Tercer Reich en franco contraste con los recuerdos de Pomsel.
De sus vínculos con la realidad actual y las comparaciones inevitables que suscitaba la película surgió la idea de escribir este libro, que se propone hacer frente a este asunto y contrastar las experiencias de Pomsel con la evolución más reciente de la escena política. ¿Exageran quienes afirman que la historia va camino de repetirse? ¿O acaso tienen razón y la nueva ola de fascismo y autoritarismo que barre Occidente es ya imparable? La historia de Brunhilde Pomsel puede servir para advertirnos del peligro y también para recordarnos que actuar exclusivamente en nuestro propio beneficio puede cerrar nuestros ojos a las más graves injusticias sociales y políticas.
Para acercar la biografía de Brunhilde Pomsel al presente hay que preguntarse además hasta qué punto cabe responsabilizar a nuestras élites políticas de la propagación de nuevas tendencias radicales y estudiar en qué medida es posible trazar un paralelismo entre el presente y los años treinta del siglo pasado.
Los grandes desafíos de nuestro tiempo —la digitalización, las crisis financieras, los refugiados, el cambio climático, el marco social de un mundo interconectado y el consecuente miedo a la recesión y la infiltración extranjera— han llevado a ciertos segmentos de la población a replegarse en su esfera privada o a radicalizarse. A primera vista se diría que el mundo donde vivía Brunhilde Pomsel hace setenta años era completamente distinto del nuestro. En su relato va desgranando las sucesivas decisiones que trazaron su destino. Son decisiones que podrían parecer lógicas, sensatas, comprensibles, de modo que, a cierta altura del relato, cada uno de nosotros no puede evitar preguntarse si no habría acabado también en la antesala del despacho de Joseph Goebbels, como quien dice, sin comerlo ni beberlo. ¿Qué porción de Brunhilde Pomsel se oculta en todos nosotros? O, como preguntaba provocativamente un periodista tras el estreno del documental, «¿quién no lleva dentro una pizca de Brunhilde Pomsel?».
Los millones de ciudadanos que, como Pomsel, no dejan de pensar en su carrera y en su propio bienestar, anteponiéndolos a las desigualdades sociales y la discriminación que los rodean, son el mejor caldo de cultivo para el autoritarismo y la manipulación política. Y son, por ende, más peligrosos que los radicales que constituyen el núcleo de votantes de la extrema derecha. Brunhilde Pomsel, no lo olvidemos, tuvo que ver cómo su país terminaba llevando al abismo a todo un continente.
Antes de que la historia se repita, el estudio de los paralelismos entre aquel pasado y este presente nos brinda la oportunidad de calibrar nuestra brújula moral y decidir si, en efecto, ha llegado el momento de rebelarnos y plantar cara a la radicalización. ¿Con qué frivolidad estamos dispuestos a manipular los instrumentos de medición moral que todos llevamos dentro? ¿A qué éxitos aparentes y a qué fines primitivos, banales, superficiales y cortoplacistas sacrificamos a diario esa medida moral interna? Son preguntas que la historia de Brunhilde Pomsel no alcanza a responder de forma válida y general. Las respuestas dependerán siempre de la disposición reflexiva de cada cual.
El populismo es un valor al alza en muchos países europeos y también en Estados Unidos, la mayor potencia del mundo. Los gobiernos de países centroeuropeos como Polonia o Hungría ya han comenzado a dinamitar sus sistemas democráticos desde dentro. Y otro tanto ha sucedido en Turquía, donde las viejas nociones de Estado de Derecho o libertad de opinión han perdido toda validez y se suceden las purgas y las detenciones masivas de decenas de miles de presuntos críticos del sistema, señales paradigmáticas e insoslayables del nacimiento de una dictadura.
Tampoco podemos olvidar el triste espectáculo de Donald Trump, que ha llevado a cabo la campaña electoral más sucia de la historia estadounidense. Una campaña basada en mentiras y en consignas racistas, repleta de ataques a minorías e insultos a los inmigrantes y al establishment, y que terminó aupando al magnate inmobiliario a la presidencia de Estados Unidos.
La suya, y también otras voces estridentes europeas al alza, presagian una nueva era de autoritarismo que amenaza la libertad y la democracia desde su misma raíz. Con este telón de fondo, la historia de Brunhilde Pomsel puede servir de matriz emocional para plantear al lector una cuestión inaplazable como es la de su responsabilidad cívica en los procesos políticos, advertirle sobre los peligros que supone desentenderse del mundo y, en última instancia, determinar la postura que queremos adoptar como sociedad y como individuos.
Brunhilde Pomsel nos relata aquí su infancia, sus comienzos en el despacho de un abogado judío, su afiliación al Partido Nazi, su trabajo en la radio, su traslado al Ministerio de Propaganda, donde permaneció hasta el final de la guerra, su posterior reclusión en un campo de concentración especial soviético y su puesta en libertad. A través de su biografía entrevemos también a su amiga judía Eva Löwenthal, que sobrevivió en Berlín como pudo, escribiendo folletines, hasta que en 1943 fue deportada a Auschwitz, donde fue asesinada.
El escaso interés por la política de gran parte de la sociedad alemana de entonces, aparejado a la progresiva pérdida de empatía y solidaridad, afloran en esta historia como una de las principales causas del ascenso del nazismo al poder. Y aunque el relato de Brunhilde Pomsel no esté exento de contradicciones, su historia nos brinda una perspectiva íntima y privilegiada ante la que cada cual llegará, inevitablemente, a discernir su propia postura. Como decía el escritor polaco Andrzej Stasiuk, «cuanto más miedo tengamos los votantes, más cobardes serán los dirigentes que elijamos, y esos gestores de nuestros miedos sacrificarán lo que haga falta por mantenerse en el poder: nuestro pueblo, nuestra tierra y el continente europeo entero».
¿Nos limitaremos a buscar refugio acobardados o les plantaremos cara?
Los recuerdos de Brunhilde Pomsel comienzan de forma algo imprecisa con el estallido de la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, cuando ella tenía tres años. Su madre recibió entonces un telegrama inesperado: su marido debía partir al frente con uno de los primeros contingentes de reclutas. La familia tuvo que ir precipitadamente en coche de caballos a la estación de Potsdam para despedir al padre, que al cabo de cuatro años de guerra, en noviembre de 1918, volvió a casa sano y salvo.
Mis recuerdos son muy importantes para mí. Me persiguen. No me dejan tranquila. Es verdad que hay nombres y hechos que se me han olvidado y que ni siquiera podría describir con palabras, pero el resto está ahí, fijado, como en un almanaque o una enciclopedia ilustrada. Me acuerdo de cuando era pequeña como si fuera ayer. Y sé también que a lo largo de mi vida he hecho feliz a mucha gente con mi sola presencia. Me gusta pensar en ello...
Cuando mi padre volvió de la guerra, recuerdo que le preguntamos a mi madre: «Mamá, ¿qué hace en casa este extraño?». Vinieron luego años muy duros, años de hambruna. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se implantaron en Alemania los comedores populares. Aunque mi madre siempre nos cocinaba en casa, un buen día dijo «habrá que probarlo», y nos llevó a almorzar a uno de aquellos. «Nunca más», nos dijo al salir.
Recuerdo que a la vuelta estuve incordiándola para que me dejara «clavarle un clavo a Hindenburg».1 En la Königsplatz había una gran estatua de madera inacabada que representaba al mariscal de campo Hindenburg, y por cinco peniques (un sechser o «moneda de seis», como llamaban los berlineses a la de cinco) le dejaban a uno un martillo y un clavo para que se lo clavara en el lugar indicado. Era... era poco menos que un deber cívico. Y un dinero que mi madre consideraba amortizado si así me daba una alegría.
Mi padre tuvo suerte. Lo destinaron al frente ruso y pasó allí toda la guerra, de principio a fin, pero volvió a casa de una pieza. La guerra, sin embargo, le dejó huellas de otro tipo: se convirtió en una persona aún más reservada. A lo mejor por eso en casa no se hablaba nunca de política. Hasta que llegaron los nazis. Entonces sí que se habló, claro, aunque no le dimos demasiada importancia.
En aquellos tiempos, una familia numerosa no lo tenía nada fácil. Y mis padres tenían cinco hijos. Yo era la única chica. Habrían querido alguna niña más, pero siempre les nacían varones. Por aquel entonces no había manera de controlar estas cosas, era algo que se dejaba en manos del azar. Siendo la primera y única hermana, andaba siempre al retortero. Y tenía que responsabilizarme de lo que hacían mis hermanitos. «¡Deberías haber estado vigilándolos!», me decían luego. Hoy, cuando me paro a pensar en ello, creo que a los niños de entonces no se los educaba muy bien. Se los traía al mundo, sí, se cuidaba de ellos y se les daba comida y algún juguete que otro, una pelota o una muñeca, pero de ahí no pasaba. A nosotros nos dieron una educación muy estricta. Teníamos que pedirlo todo por favor. Y nos caía algún bofetón de vez en cuando. En casa había un barullo continuo. Éramos una familia alemana normal y corriente.
De pequeña, al ser la mayor de cinco, tenía ciertas desventajas. Y cuando crecí y comencé a exteriorizar mis ilusiones y mis sueños, me topé con un muro cargado de sorna. «Claro, cariño —me decían en casa—. ¡Lo que no se te haya ocurrido a ti!» Nunca me tomaron muy en serio.
En casa llevábamos una vida muy modesta, pero nunca nos faltó el sustento. No recuerdo haber pasado hambre un solo día de mi infancia, como sin duda le ocurría a la multitud de parados e indigentes que inundaba el país.
En casa mi padre era el amo y señor. A mi madre le pedíamos muchas cosas, pero no se dejaba engatusar. «¡Pídeselo a tu padre!», nos decía siempre. Más adelante mi padre llegó a ser un buen compañero, pero cuando yo era pequeña había que obedecerlo.
Aprendimos lo que estaba permitido y lo que no, y también que la desobediencia suponía castigos. Y eran terribles. A veces compraban manzanas que guardaban como oro en paño en un frutero, encima de la cómoda. ¿Y si un día faltaba una? Entonces comenzaba el interrogatorio: «¿Quién ha sido? ¿Quién ha robado la manzana? ¿Nadie? ¿Has sido tú? ¿Tú?». Nos interrogaban a todos por separado, a todos menos a mí. «Bueno, si no ha sido nadie, no habrá más manzanas.» Así, hasta que alguno de nosotros se chivaba. «Antes he visto a Gerhard jugando al lado del frutero.» Siempre nos forzaban a acusarnos mutuamente.
Mi madre tenía la costumbre de guardar la calderilla en un tazón que había en el armario de la cocina. Era muy tentador alargar la mano y sisarle diez o veinte peniques. Uno de mis hermanos lo hizo una vez y luego apareció en casa con una piruleta gigante y delatora. ¡Hay que ver lo tontos que pueden llegar a ser los niños! Aquellas travesuras se castigaban de forma ejemplar. A veces nos zurraban a todos con el sacudidor. ¡Y dolía una barbaridad! Pero así era como se restablecía la paz familiar: mi padre estaba satisfecho de haber cumplido con su deber y a los niños no nos parecía tan horrible como para no volver a hacerlo.
La obediencia era el centro de nuestra vida; con amor y comprensión no se conseguía nada. Obedecer y hacer trampa, mentir y echarle la culpa a otro, de eso se trataba. Y así iban despertándose en los niños cualidades que en un principio no tenían.
En cualquier caso, no siempre reinaba el amor entre los niños que vivíamos apretujados en aquella casa. Todos recibíamos nuestro merecido. Yo, al ser niña, puede que no tanto. Pero a mí me decían: «Tú que eres la mayor tendrías que haberlo sabido». Nunca dejaban de afearme mi falta de autoridad. Yo siempre era la responsable de lo que hacían mis hermanos.
Cuando tenía diez u once años recuerdo que hubo elecciones, y les preguntamos a mis padres qué habían votado, pero ellos no soltaron prenda: el voto era secreto. En casa no se hablaba de política, no nos interesaba en absoluto. Mi padre, que era de carácter muy reservado por naturaleza, ni siquiera nos hablaba de su juventud. Lo único que sabíamos es que él también había nacido en una familia numerosa. Mucho más tarde, después de su muerte, supe que su padre se había suicidado y que él había crecido en un orfanato de Dresde con sus hermanos. Me enteré por pura casualidad hará cuarenta años. Mi madre aún vivía y le pregunté si lo sabía. Me dijo que sí. Cuando le pregunté por qué no nos había dicho nada, me contestó: «Tu padre no quería que os lo contara». Mi padre no quería, así que ella lo obedeció.
Mi abuelo había sido jardinero de la corte real de Sajonia; poseía incluso un título que lo corroboraba. Había cultivado una nueva variedad de fresa y lo recompensaron con un diploma y una propiedad estatal. El caso es que le dio por especular en la bolsa de flores de Ámsterdam y acabó perdiendo la propiedad, una casa con jardín muy bonita. Luego se tiró de un puente al paso de un tren, en Dresde, y dejó en la estacada a su mujer y a todos sus hijos. Mi abuela falleció poco después. Aquella tragedia familiar avergonzaba mucho a mi padre y no quería que la conociéramos. Yo me enteré por una prima mía al cabo de muchísimos años.
Recuerdo que en casa siempre decían que no teníamos dinero. Mi padre era decorador y tenía trabajo, lo que no dejaba de ser un lujo en aquellos tiempos. Así que siempre nos apañamos. A diferencia de tantos otros alemanes, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial apenas pasamos hambre. Siempre había algo con que llenar el estómago. La comida era sencilla y frugal; eso sí, casi siempre verdura. Mi madre hacía unas menestras para chuparse los dedos, aún las echo de menos. Daba lo mismo si eran de col rizada, de repollo con comino o de judías verdes con tomate. El tomate era un verdadero lujo, pero también estaban ricas sin él. Y aun nos alcanzaba para un ganso en Navidad, eso era sagrado. Como también lo era la cerveza de papá. Y al llegar la Pascua a mamá le caía algún vestido nuevo.
Cuando yo tenía catorce años, a mis amigas les dejaban comprarse algún que otro conjunto o un abrigo. A mí no me lo consentían. Tenía que conformarme con prendas de segunda mano arregladas a medida. Mis padres sabían que no nos sobraba el dinero y que si alguno de sus hijos quería algo, los demás iban a exigir el mismo trato. Era una situación a la que nos habíamos acostumbrado.
La falta de dinero era un tema de conversación habitual, aunque nunca dejamos de pagar el alquiler. Y al acabar mis estudios de primaria, cuando la maestra les dijo a mis padres «la niña debería seguir estudiando, es muy lista», tampoco hubo problema. A mi madre le costó mucho convencer a mi padre para que me pagara la secundaria, que creo que costaba cinco marcos al mes, pero acabaron por matricularme en el instituto y allí me quedé un año hasta que me saqué el diploma. Con eso podía uno plantarse. Para sacarse el bachillerato había que ir al liceo.2
Pero eso a mis padres ni se les pasó por la cabeza. ¿Para qué? ¿Para mandarme luego a la universidad? ¿Quién iba a la universidad hace noventa años? Unos pocos elegidos. Y nosotros no pertenecíamos a esa élite, desde luego que no.
Cuando iba al colegio quería ser cantante de ópera o maestra. Los estudios se me daban tan bien que una señora rica le dijo un día a mi madre: «Señora Pomsel, ¿le importaría que su hija viniera a casa a hacer los deberes con mi hija Ilse? Yo de eso no entiendo, y mi niña no avanza, necesita un empujón».
Ilse era amiga mía y yo estaba encantada de ayudarla a hacer los deberes. No es que la dejara copiar, la ayudaba de verdad y le explicaba las cosas. Mejoró muchísimo porque yo tenía con ella mucha paciencia y me gustaba ir a su casa. Su familia era muy rica: en cuanto llegaba, me servían un té o un café y algún dulce para acompañar. La madre era italiana y había sido cantante de ópera. Tenían un piano maravilloso y ella siempre nos cantaba algo, alguna aria famosa, y nosotras nos sentábamos fascinadas a escucharla. Guardo muy buen recuerdo de aquellas tardes. A mí me era mucho más fácil estudiar en casa de Ilse, además, porque en la mía había siempre mucho jaleo y no podía hacer los deberes en paz. Fue entonces cuando empecé a soñar con ser cantante de ópera. Supongo que al final no di la talla.
Al acabar la secundaria también cabía la posibilidad de ir a una escuela del hogar, pero ahí fue cuando mi padre se plantó: «Hasta aquí hemos llegado, eso no lo pienso pagar. A cuidar del hogar se aprende en casa, no en la escuela. Qué tanto estudio ni qué leches». Así que tras el primer curso de secundaria se acabó la escuela.
Al principio me quedé en casa ayudando a mi madre, pero eso no tenía mucho futuro. Qué horror. La cocina me daba repelús, y para mi madre era casi un alivio mandarme a quitar el polvo por la casa, porque en la cocina yo no daba ni una, era un verdadero desastre. Ella insistía en que aprendiera algún oficio, aunque a mí lo que me apetecía era trabajar en una oficina. Me daba igual en cuál, con tal que fuera una oficina.
Cuando veía a las chicas que tenían trabajos de oficina, a aquellas secretarias, oficinistas o comerciales de compañías de seguros, me parecían lo más atractivo del mundo: quería ser como ellas.
Así que me puse a buscar ofertas de empleo en el Berliner Morgenpost, que ya existía en aquel entonces. «Se busca señorita trabajadora para prácticas de dos años», decía un anuncio. El despacho estaba en Hausvogteiplatz, un barrio muy elegante donde vivía la clase alta. Podía presentarme hasta la una de la tarde, así que cogí un tranvía y me fui a Kurt Gläsinger y Cía, en la Mohrenstrasse. Era una casa preciosa, muy elegante, con alfombras rojas y ascensor. Pero yo subí por las escaleras, que estaban alfombradas de lujo. Entré en un despacho muy bonito y espacioso donde me esperaba el señor Bernblum, un procurador judío. Era un hombre muy severo, todo un personaje. Había tres o cuatro chicas más y una de nosotras iba a llevarse la vacante. El señor Bernblum me apretó las clavijas. Me hizo varias preguntas y luego me dijo: «Muy bien, aquí está su contrato de prácticas. Necesito que lo firme uno de sus padres, porque usted es aún menor de edad. ¿Podría volver con su padre o con su madre?».
Volví a casa emocionada y se lo conté a mi familia. ¡Menudo sermón que me soltó mi padre! «¡La muy sinvergüenza se va a buscar trabajo sin preguntarnos siquiera! ¿Y quién te ha dado el dinero para el billete?» Al final mi madre se avino a acompañarme y firmó un contrato de dos años por la friolera de veinticinco marcos al mes.
En Kurt Gläsinger y Cía estuve haciendo toda clase de recados y tareas de administración, y por las noches iba a la Escuela Superior de Comercio, donde me matriculé en un curso básico de contabilidad. Lo único que allí no me sirvió fueron mis conocimientos de taquigrafía, que más tarde, en cambio, me abrirían las puertas de la radio y el Ministerio de Propaganda. Pero dominaba la taquigrafía antes de comenzar las prácticas. Siempre acababa la primera en la escuela y era porque estaba locamente enamorada de mi profesor. Aunque él no me hacía ni caso.
Estuve trabajando dos años en el despacho de Bernblum. Lo mejor era el camino al trabajo. Tomaba el tranvía en el barrio de Südende hasta Potsdamer Ringbahnhof y desde allí iba caminando hasta la Leipziger Platz. Era un paseo de media hora. Y si en vez de tomar la Mohrenstrasse enfilaba hacia la Leipziger Strasse, podía ver unas tiendas preciosas. Eran boutiques de categoría, con sus escaparates inaccesibles, llenos de cosas que imaginaba que nunca podría permitirme. Aun así, me encantaba ver todos aquellos vestidos y soñar despierta.
Y en la empresa, el trabajo también era bastante entretenido. Me lo aprendí todo de pe a pa y hacia el final de las prácticas hasta me dejaban atender el teléfono. En casa teníamos teléfono desde hacía algún tiempo, pero los niños lo teníamos prohibido. Además, ¿a quién íbamos a llamar? Ni siquiera sabíamos a quién. ¿Quién tenía teléfono en aquellos años? «Señorita Pomsel, hágame el favor de llamar a la empresa Schulz & Menge», me decía el señor Bernblum. Y yo buscaba el número bajo su supervisión, con manos temblorosas, hasta que lo encontraba. «Al habla la centralita de Südring», decían. «Póngame con la centralita de Nordring, por favor», les pedía. «¿Qué número?», me preguntaba otra operadora. Yo le decía el número y finalmente me ponían con la empresa. Y cuando descolgaban tenía que decir: «Póngame con el señor Fulano, de parte del señor Mengano, por favor». Para alguien que nunca había tenido contacto con un aparato como aquel, hacerlo tenía su dificultad, aunque ahora esto resulte difícil de imaginar. Hoy son los móviles los que me ponen negra.
Pero yo era muy aplicada, siempre lo fui. Es algo que llevo dentro. Ese no sé qué prusiano, cumplidor, puede que un poco sumiso. Nos venía de familia y había que aceptarlo, no había más remedio. Lo cierto es que en aquel tiempo las cosas solo funcionaban con cierta severidad. Todo había que pedirlo y los niños no tenían dinero a su disposición. No había paga, como ahora. Algo sí que nos daban de vez en cuando. Bueno, a mí me daban algo de dinero porque fregaba los platos de toda la familia. Y no era tan sencillo como hoy, que se abre un grifo y listo. Primero tenía que calentar unos hervidores pesadísimos. Y había dos pilas: en la primera la vajilla se lavaba con sosa, en la segunda se enjuagaba y luego había un sitio para dejarla secar. Era mucho trabajo y por ello recibía mi paga. Creo que era de dos marcos al mes. Por eso el cambio a las prácticas fue tan importante para mí.
Al terminar mi segundo año de prácticas, el señor Bernblum me ofreció renovar el contrato y subirme el sueldo a noventa marcos mensuales. Tuve que consultárselo a mis padres, porque aún no había cumplido los veintiuno. «¿Noventa? Ni hablar —dijo mi padre—, eso es una miseria. ¡Pídele cien!»
Al día siguiente le dije al señor Bernblum que mi padre insistía en que cobrara cien. «Pues lo lamento, pero en ese caso tendré que despedirla», me dijo. Y eso hizo. «Muy bien, nuestra hija ya se buscará otra cosa», replicó mi padre.
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Mi novio Heinz tenía un amigo escritor que había sido subteniente de las fuerzas aéreas durante la Primera Guerra Mundial. Heinz sabía que yo solo trabajaba media jornada en el despacho del doctor Goldberg y, como el amigo de Heinz quería redactar sus memorias y necesitaba a alguien que las pasara a máquina, me recomendó. Su amigo se llamaba Wulf Bley y era un tipo encantador que vivía cerca de casa y tenía una mujer y un hijo muy simpáticos. Cuando iba a verlo me invitaban primero a un café, charlábamos un poco y luego me ponía a mecanografiar sus pensamientos. Y una cosa llevó a la otra. El señor Bley tenía un amigo, el capitán Busch, que vivía en Lichterfelde y también quería escribir sus memorias. Era un hombre muy generoso. Así que comencé a ir a su casa, donde me quedaba trabajando hasta la hora de la cena. Luego uno de sus hijos me llevaba a casa en coche. Era gente de dinero y por poco me hago rica yo también con aquellos trabajitos. Así que a finales de 1932 pasaba las mañanas en casa del doctor Goldberg, un empresario judío, y algunas tardes en casa de Wulf Bley, un veterano de guerra afiliado al Partido. Más de una vez me han preguntado si no me parecía contradictorio trabajar para un judío y un nazi a la vez. La verdad es que no. Yo era entonces una de las pocas personas que aún tenía trabajo. Casi todas mis amigas se habían ido al paro, como tantísima gente en aquella época. Yo llevaba casi cuatro años trabajando para el doctor Goldberg y estaba muy a gusto. Eso fue antes del 33, claro. Luego todo cambió de golpe.
1. En los tiempos del káiser, durante la Primera Guerra Mundial, se instalaron en las calles y plazas públicas unas estatuas, que solían ser de madera, para que la gente pudiera clavetearlas a cambio de una donación destinada a los lisiados de guerra y los familiares de los caídos. El «Hindenburg» del parque berlinés de Tiergarten, erigido en 1915, era la estatua claveteada más grande del país.
2. El liceo era una institución de enseñanza secundaria parecida al actual Gymnasium, o instituto de bachillerato, con la diferencia de que era solo para mujeres.