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KAMILA SHAMSIE

LOS DESTERRADOS

TRADUCCIÓN DE SOCORRO GIMÉNEZ

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

 

A Gillian Slovo

 

Los que nos son queridos... son enemigos del estado.

SÓFOCLES, Antígona

1

Isma iba a perder el vuelo. Y no le devolverían el dinero del billete, porque la aerolínea no se hacía responsable de los pasajeros que llegaban al aeropuerto tres horas antes del despegue y eran conducidos a la sala de interrogatorios. Ella había previsto las preguntas, pero no las irritantes horas de espera previas, ni el sentimiento de humillación que experimentó cuando revisaron el contenido de su maleta. Se había asegurado de no llevar nada que pudiera provocar comentarios o preguntas —ni el Corán, ni fotos familiares, ni ninguno de sus libros de estudio—, pero, aun así, la oficial examinó cada una de sus prendas, no tanto para buscar bolsillos ocultos como para evaluar su calidad. Al final, inspeccionó la etiqueta de diseño en el reverso de la chaqueta que Isma había dejado sobre el respaldo de la silla al entrar y la sostuvo en el aire, cogiéndola por los hombros.

—Esto no es suyo —dijo, e Isma supo de inmediato que no lo decía porque la prenda fuese «por lo menos una talla más grande que la suya», sino como insinuando que era «demasiado bonita para alguien como ella».

—Trabajaba en una tintorería. Una mujer trajo esta chaqueta y, como no pudimos quitarle una mancha, dijo que ya no la quería.

Señaló una mancha de grasa en el bolsillo.

—¿El responsable sabe que usted se la llevó?

—Yo era la responsable.

—¿Gestionaba una tintorería y ahora va a hacer un doctorado en Sociología en Amherst, Massachusetts?

—Sí.

—Y ¿cómo ha sucedido esto?

—Mis hermanos y yo nos quedamos húerfanos cuando terminé la universidad. Entonces ellos tenían doce años (son mellizos), y yo acepté el primer trabajo que encontré. Ahora son mayores, así que puedo retomar mi vida.

—Retomar su vida... en Amherst, Massachusetts.

—Me refería a la vida académica. Mi anterior tutora, de la London School of Economics, ahora da clases en la Universidad de Amherst. Se llama Hira Shah. Puede llamarla. Me quedaré en su casa al llegar, hasta que encuentre mi propia casa.

—En Amherst.

—No. No lo sé... Lo siento, ¿se refiere a su casa o a la que buscaré para mí? Ella vive en Northampton, cerca de Amherst. Buscaré por la zona hasta encontrar lo que me vaya mejor, así que quizá me quede en Amherst o quizá no. Tengo un listado de inmobiliarias en el teléfono que tiene usted.

Isma dejó de hablar. La oficial se estaba comportando de un modo que ella ya había observado en el personal de seguridad: cuando respondías a sus preguntas de modo directo, se quedaban callados, lo cual hacía pensar que debías decir algo más. Y cuanto más decías, más culpable parecías.

La mujer dejó caer la chaqueta sobre una maraña de ropa y zapatos, y le dijo a Isma que aguardara allí.

Todo esto había ocurrido hacía un buen rato. Los pasajeros del avión debían de estar embarcando ya. Isma observó su maleta. Cuando la mujer abandonó la sala la había vuelto a ordenar, y estaba preocupada por si haberlo hecho sin permiso constituyera alguna clase de delito. ¿Debía sacar la ropa y lanzarla otra vez sobre el revoltijo de prendas o aquello sería todavía peor? Se puso de pie y abrió la maleta de tal modo que pudiera verse el contenido.

Un hombre entró a la oficina con el pasaporte, el ordenador portátil y el teléfono móvil de Isma, así que ella se permitió una pequeña esperanza; pero él se sentó, le indicó que hiciera lo mismo y colocó una grabadora entre ambos.

—¿Se considera usted británica? —preguntó el hombre.

—Soy británica.

—Pero ¿se considera usted británica?

—He vivido aquí toda mi vida —respondió ella; quería decir que no había ningún otro país del cual se sintiera parte, pero pronunció las palabras de un modo que sonó evasivo.

El interrogatorio continuó durante casi dos horas. El hombre quiso saber su opinión sobre los chiitas, los homosexuales, la reina, la democracia, el concurso The Great British Bake Off, la invasión de Irak, Israel, los terroristas suicidas, las páginas de citas por internet. Después de aquel traspié al referirse a su ciudadanía, Isma fue recordando las respuestas que había practicado con Aneeka, que hacía el papel de oficial interrogador mientras Isma le respondía como si hablara con algún cliente de opiniones políticas dudosas al que no quería perder por expresar sus puntos de vista de manera rotunda, pero a quien tampoco tenía necesidad de mentir. «Cuando las personas hablan del conflicto entre los chiitas y los sunitas suelen centrarse en el desequilibrio de poderes, como sucede en Irak o en Siria. Como británica, yo no hago distinciones entre musulmanes.» «Ocupar el territorio de otros pueblos generalmente causa más problemas de los que resuelve» (esto servía tanto para Irak como para Israel). «Matar civiles es un pecado. Eso es así tanto si las muertes se producen por un terrorista suicida, un bombardeo aéreo o ataques con drones.» Había largos intervalos de silencio entre cada respuesta y la siguiente pregunta, mientras el hombre tecleaba en el ordenador de Isma y examinaba su historial. Supo que ella estaba interesada en el estado civil del actor de una serie de televisión muy popular; supo que el hecho de llevar velo no le impedía comprar productos caros para domar su pelo rizado; supo que había buscado «cómo entablar conversación con los estadounidenses».

«No tienes por qué ser tan complaciente con todo», le había dicho Aneeka al ensayar el diálogo. Lo decía su hermana, que aún no había cumplido los diecinueve y cuya mente de estudiante de leyes lo sabía todo sobre sus propios derechos, pero no tenía idea de lo frágil que era su lugar en el mundo. «Por ejemplo, si te preguntan sobre la reina, solo di: “Como asiática, no puedo más que admirar la gama de colores que emplea”. Es importante mostrar al menos un poquito de indiferencia por todo el asunto.» En lugar de esto, Isma contestó: «Admiro mucho el compromiso que Su Majestad tiene con su papel». Pero se consoló oyendo en su cabeza las respuestas alternativas de su hermana y su «¡ja!» triunfante cuando el oficial le hizo una pregunta que Aneeka había previsto y que ella había descartado, del tipo de la del Great British Bake Off. Pues bien, si no le permitían tomar ese avión —o cualquier otro después— iba a volver a casa con Aneeka, lo que, en cualquier caso, era lo que su corazón dividido le decía que debía hacer. Si su hermana quería o no lo mismo era una pregunta difícil de contestar. Había insistido mucho para que Isma no abandonara sus planes de ir a Estados Unidos, pero ni ella misma parecía saber si lo hacía por generosidad o más bien por sus deseos de quedarse sola. Justo por detrás de aquel pensamiento, la imagen de Parvaiz luchaba por asomarse, como en un parpadeo, hasta quedar nuevamente sumergida por la fuerza con la que Isma se negaba a volver a pensar en él.

De pronto se abrió la puerta y la oficial volvió a entrar. Tal vez ahora le preguntaría sobre la familia: las preguntas más difíciles de responder, las que más le había costado preparar con su hermana.

—Disculpe las molestias —dijo la mujer sin mucha convicción—. Tuvimos que esperar a que en Estados Unidos fuera una hora adecuada para que nos confirmaran algunos detalles sobre su visado de estudiante. Ya está todo comprobado. Tenga.

Con cierto aire de magnanimidad le entregó un rectángulo de papel rígido. Era la tarjeta de embarque para el avión que acababa de perder.

Isma se puso en pie con dificultad. Sentía un hormigueo en los pies, pero antes había temido moverlos y darle una patada por accidente al hombre sentado al otro lado del escritorio. Mientras hacía rodar su equipaje hacia la salida, agradeció a la mujer que había dejado impresas sus huellas dactilares en su ropa interior, sin permitirse ni un asomo de sarcasmo en la voz.

El frío calaba cada parte de piel expuesta y se abría paso entre las varias capas de ropa. Isma echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y respiró. El aire helado le adormecía los labios y hacía que le dolieran los dientes. La nieve acumulada lo cubría todo alrededor y brillaba bajo las luces de la terminal. Le entregó su maleta a la doctora Hira Shah, que había atravesado todo Massachusetts conduciendo durante dos horas para ir a recogerla al aeropuerto de Logan, caminó hasta un montículo de nieve al final del aparcamiento, se quitó los guantes y lo tocó con la punta de los dedos. Al principio hubo resistencia, pero luego la nieve cedió y sus dedos se hundieron en las capas de debajo, más blandas. Se lamió la palma de la mano, para aliviar la sequedad de la boca. La mujer del servicio aduanero en Heathrow —una musulmana— le había conseguido un asiento en el avión que salía a continuación del que no llegó a coger, sin cargo alguno; e Isma se había pasado el día entero preocupada por el interrogatorio que la esperaba en Boston, segura de que iban a detenerla o a montarla en un avión de regreso a Londres. Pero la oficial de inmigraciones solo le preguntó dónde iba a estudiar, dijo algo acerca del equipo de baloncesto de la universidad —algo que ella no llegó a comprender del todo, pero por lo cual se mostró interesada— y la dejó pasar. Cuando salió del área de llegadas, allí estaba la doctora Shah, su mentora y salvadora. Excepto por algunos pocos mechones plateados entremezclados con su pelo corto y oscuro, tenía el mismo aspecto que cuando Isma iba instituto. Al verla con el brazo en alto dándole la bienvenida, Isma comprendió cómo debió de ser en otra época poner un pie en el muelle, contemplar el brazo extendido de la Estatua de la Libertad y saber que uno por fin lo había conseguido: que todo iba a ir bien.

Sin guantes, cuando todavía podía sentir las manos, escribió un mensaje en el teléfono: «He llegado bien. He pasado seguridad sin problemas. La doctora Shah está aquí. ¿Qué tal estás tú?».

Su hermana respondió: «Bien, ahora que sé que te han dejado pasar. La tía Naseem por fin puede dejar de rezar y yo puedo dejar de pasearme de un lado a otro».

«¿De veras estás bien?», volvió a escribir ella.

«Deja de preocuparte por mí y vive tu vida. Es lo que quiero que hagas.»

El aparcamiento repleto de coches enormes y lujosos, las avenidas anchas detrás, las luces brillantes por todas partes, multiplicadas en el reflejo de las superficies de vidrio o en la nieve. Aquel día de Año Nuevo de 2015, por todas partes se percibían la satisfacción, la confianza y la promesa de un nuevo comienzo.

Cuando abrió los ojos vio dos figuras en el cielo que caían hacia ella. Un color brillante flotaba por encima de sus cabezas.

La mañana siguiente a su llegada a Estados Unidos, cuando Hira Shah la había llevado a ver aquel pequeño estudio, el encargado había señalado el tragaluz, ofreciéndolo como una ventaja que compensaba la humedad del armario empotrado en la pared, y le prometió cometas y eclipses de luna. Con el recuerdo del interrogatorio de Heathrow todavía haciéndola temblar, Isma solo fue capaz de imaginarse satélites de vigilancia que cruzaban el cielo y rechazó el estudio, pero hacia el final del día se dio cuenta de que no iba a poder pagar nada mejor sin tener que acudir a un compañero de piso, lo cual resultaba una molestia. Unas diez semanas más tarde se desperezaba sabiendo que podía ver sin ser vista. Los dos paracaidistas parecían moverse muy lentamente, colgaban del rojo y el dorado. A lo largo de casi toda la historia de la humanidad, estas figuras que caían del cielo habrían sido ángeles, dioses o demonios; o bien Ícaro al precipitarse, seguido por Dédalo, su padre, demasiado lento para alcanzar al arrogante muchacho. ¿Cómo debía haber sido entonces vivir una experiencia humana de comunidad, con los ojos puestos en el cielo, esperando que aterrizara alguna criatura mítica? Tomó una foto de los paracaidistas y se la envió a Aneeka con el texto: «¿Probamos esto alguna vez?». Salió de la cama y se preguntó si la primavera había llegado temprano o si aquel tiempo era solo una tregua.

Durante la noche, la temperatura había subido mucho y la nieve se había derretido hasta formar un río. Ella lo había oído bajar por la suave pendiente de la calle apenas se despertó de madrugada para la primera oración. Había sido un invierno con muchas tormentas de nieve, más de las habituales, según le dijeron. Mientras se vestía, se imaginó que la gente salía de sus casas y que sobre manchones de tierra que asomaban después de meses encontraban objetos perdidos: un guante, llaves, bolígrafos y monedas. Pensó que el peso de la nieve despojaba a los objetos de su familiaridad, que el guante colocado junto a su anterior compañero iba a parecer apenas su pariente lejano, y entonces, ¿qué se hace? ¿Se desechan ambos o se usan discordantes para homenajear lo milagroso de su reunión?

Dobló el pijama, lo colocó debajo de la almohada y alisó el edredón. Observó las líneas simples y sobrias del apartamento: cama pequeña, escritorio con silla, cajonera. Como le sucedía la mayoría de las mañanas, sintió el profundo placer de la vida cotidiana condensada en lo primordial: libros, caminatas, espacios en los que pensar y trabajar.

La casa era de dos plantas, con fachada de piedra. Cuando Isma consiguió abrir la pesada puerta principal, por primera vez el aire de la mañana no la hirió como un cuchillo. El deshielo había ensanchado las calles y aceras, y ella se sintió (¿cómo decirlo?) infinita cuando se echó a andar sin preocuparse de posibles resbalones en el hielo. Pasó frente a las casas coloniales de doble planta, coches que proclamaban sus credos políticos en pegatinas colocadas en los parachoques, tiendas de ropa vintage, anticuarios y centros de yoga y giró hacia Main Street, donde el ayuntamiento y sus inexplicables torres normandas y saeteras dotaban al paisaje de cierta hilaridad.

Entró en su cafetería favorita y, con una taza en la mano, bajó las escaleras hacia el sótano: un paraíso de estanterías de libros en las paredes, lámparas de luz cálida, sillones gastados y café fuerte. Presionó algunas teclas en su ordenador para encenderlo y apenas reparó en la foto de escritorio que veía siempre: su madre, joven en los años ochenta, con el pelo voluminoso y grandes pendientes, besaba la pequeña cabeza de una Isma bebé. Como parte de su rutina de las mañanas, abrió la ventana de Skype para ver si su hermana estaba en línea, pero no la encontró. Estaba a punto de salir cuando vio aparecer otro nombre en su lista de «contactos en línea»: Parvaiz Pasha.

Quitó las manos del teclado, las apoyó a cada lado del ordenador y observó el nombre de su hermano. No había vuelto a verlo desde aquel día de diciembre, cuando él llamó para comunicar la decisión que había tomado sin considerar en absoluto lo que aquello podía significar para sus hermanas. Seguramente él también estaba mirando el nombre de Isma en la pantalla, la marca verde que indicaba que estaba disponible. La ventana de Skype había quedado ubicada de tal modo que los labios de su madre en la foto parecían tocar el borde. Los rasgos finos y bien delineados de Zainab Pasha saltaban a Isma y pasaban directamente a los mellizos, que se reían con la boca de su madre y sonreían con sus ojos. Isma amplió la ventana de Skype a pantalla completa, se tocó la garganta con ambas manos y en las palmas percibió la reacción de su corazón, con la sangre bombeando a toda velocidad por sus arterias. Unos minutos más, y nada. Ella seguía con los ojos en la pantalla y sabía que él también estaba allí, y por la misma razón: ambos esperaban a Aneeka.

Unas semanas antes, en el edificio de Hira Shah, Isma había oído de pronto una música extraña por encima del ruido que hacía Hira pelando patatas: un silbido agudo y vibrante. Isma e Hira miraron sus teléfonos, comprobaron los altavoces, pegaron los oídos a las paredes y al suelo, salieron al pasillo, abrieron los armarios y buscaron en las habitaciones vacías. El sonido continuaba, era bello e inquietante, pero imposible de identificar como procedente de ningún instrumento, voz o canto de pájaro reconocibles. Pasó un vecino que también buscaba saber de dónde venía. «Fantasmas», dijo, y les guiñó un ojo antes de irse.

Isma se rio, pero Hira tensó los hombros y fue a tocar el ojo turco que colgaba en la pared y que Isma había considerado un mero objeto decorativo hasta entonces.

La música continuaba; salía de todos lados y de ninguna parte, y las seguía por todo el apartamento. Hira cogió un cuchillo y susurró algo que resultó ser el padrenuestro —se había educado en un convento de Cachemira—. Finalmente, la estricta y completamente racional doctora Shah propuso que salieran a cenar, pese a que granizaba. Tal vez para cuando volvieran todo aquello habría terminado. Isma fue al baño, que estaba en la planta de arriba, y se lavó las manos. Estaba de pie frente al lavabo cuando, al mirar por la ventana, descubrió por fin de dónde provenía la música.

Corrió escaleras abajo, cogió a Hira por el brazo y la arrastró hacia fuera por la puerta trasera, bajándole la cabeza para defenderla del granizo. A todo lo largo del edificio de ladrillo rojo, de una punta a la otra del alero, colgaban carámbanos de más de treinta centímetros. El granizo chocaba contra ellos, como si lo hiciese contra espadas, y producía la música: era el sonido del hielo contra el hielo, algo inimaginable hasta que se experimenta.

Entonces sintió el dolor, un dolor físico que la hizo caer de rodillas. Hira se le acercó, pero ella le indicó que se detuviera, se recostó sobre la nieve y permitió que aquel dolor la atravesara mientras el granizo y los carámbanos continuaban su sinfonía de sonidos sintéticos. Parvaiz, muchacho al que nunca se le veía sin sus auriculares y su micrófono, se hubiese quedado allí todo lo que durara la canción, con la humedad de la nieve colándose por su ropa y el granizo golpeándole, sin preocuparse de nada que no fuese percibir algo que nunca antes había oído, con la mirada perdida de puro placer.

Aquella había sido la única vez que de verdad había echado de menos a su hermano sin que adjetivos como ingrato o egoísta interfirieran en la sensación de pérdida. Ahora contemplaba su nombre en la pantalla, rezando para que Aneeka no se conectara, con aquellos adjetivos muy presentes en la mente. Aneeka tenía que aprender a darlo por perdido para siempre. Era posible hacerlo, según ella ya había aprendido, pero solo si en el lugar de la persona querida quedaba un completo vacío.

El nombre de su hermano desapareció de la pantalla. Isma se tocó el hombro y se notó los músculos tensos. Los masajeó y comprendió lo que significaba estar sin familia: no había más mano que la suya para aliviar el dolor. «Estaremos en contacto todo el tiempo», Aneeka y ella se habían dicho la una a la otra en las semanas previas a su partida. Pero precisamente contacto físico era lo único que la tecnología moderna no permitía y, sin él, su hermana y ella habían perdido algo vital en su relación. El contacto las había unido desde el comienzo: cuando Aneeka era pequeña, Isma —que entonces tenía nueve años— y su abuela la bañaban, le cambiaban la ropa, le daban de comer y la dormían, mientras Parvaiz, el mellizo más débil y enfermizo, se prendía al pecho de su madre (que producía leche suficiente solo para uno de los dos) y lloraba si no era ella quien se ocupaba de él. Cuando los mellizos crecieron y formaron su pequeño universo cerrado en sí mismo, Aneeka fue necesitando cada vez menos de Isma, pero aun así la relación de cercanía física se mantuvo. Aneeka le contaba a Parvaiz acerca de sus preocupaciones y sufrimientos, pero acudía a Isma si necesitaba un abrazo, unas manos que le masajearan los hombros o un cuerpo contra el que acurrucarse en el sofá. Y cuando el peso del mundo parecía demasiado grande como para que Isma lo soportara, sobre todo en aquellos primeros días después de que la abuela y la madre murieran en el lapso de un año y la dejaran a cargo de dos abatidos niños de doce años, era Aneeka la que frotaba los hombros de su hermana hasta quitarle el dolor.

Isma chasqueó la lengua recriminándose por su autocompasión, retomó el ensayo que estaba escribiendo y se refugió en el trabajo.

Hacia la media tarde, la temperatura subió por encima de los 50 grados Farenheit, lo cual sonaba —y así se percibía también— mucho más cálido que 11 grados Celsius, y un brote de locura primaveral dejó el sótano de la cafetería prácticamente vacío. Isma inclinó su taza de café de después del almuerzo, probó la temperatura con la punta de un dedo y consideró si estaría fuera de lugar pedir que se lo calentaran en el microondas. Acababa de decidir que se iba arriesgar a pasar vergüenza cuando se abrió la puerta y, junto con el olor a cigarrillo que se colaba desde el área de fumadores, entró un joven de aspecto llamativo.

Su aspecto no llamaba la atención por excepcional. Tenía abundante cabello oscuro, piel color café con leche, rasgos bien proporcionados, buena estatura, hombros definidos. Si uno se apostaba en cualquier esquina de Wembley durante un rato, no tardaba en ver pasar a alguien parecido, aunque rara vez tenía aquel aire aristocrático. No, lo que llamaba la atención era la asombrosa familiaridad de los rasgos del muchacho.

En la casa de su tío —que no era tío de sangre ni lo llamaba así por afecto sino solo por la habitualidad de su presencia en la vida de su familia— había una fotografía de los años setenta de un equipo de críquet de barrio. Posaban junto a un trofeo. Era una fotografía que Isma se había detenido a mirar algunas veces cuando era niña, pensando en el contraste entre aquellos jóvenes arrogantes y victoriosos, y los deslucidos hombres de mediana edad en los que se habían convertido. En realidad solo prestaba atención a los que ya conocía como hombres, de modo que nunca se fijó en un joven que aparecía serio y con la ropa mal ajustada hasta el día en el que su abuela se paró frente a la foto y exclamó: «¡Sinvergüenza!», señalándolo.

«Ah, sí, el nuevo miembro del Parlamento —dijo el tío, que se acercó a ver qué era lo que había provocado aquella expresión, de una malicia tan poco usual—. El día de la final nos faltaba un jugador, y este, el señor Serio, estaba visitando a su primo, nuestro wicket-keeper, así que dijimos: “Está bien, juegas con nosotros”, y le dimos el uniforme de nuestro bateador lesionado. No hizo nada en todo el partido, excepto fallar un catch, y luego acabó sosteniendo el trofeo en esta foto oficial que salió en el periódico local. Únicamente quisimos ser amables al ofrecérselo, puesto que era un extraño, y solo porque estábamos seguros de que iba a ser lo suficientemente educado como para darnos las gracias. Yo, que era el capitán, debí alzar el trofeo. Entonces debimos haber sabido que iba a acabar siendo político. Apuesto veinte libras a que tiene esta foto enmarcada en la pared y le dice a todo el mundo que él fue el hombre del partido.»

Más tarde aquel mismo día, Isma alcanzó a oír a su abuela mientras hablaba con su mejor amiga y vecina, la tía Naseem, y supo el verdadero motivo de aquel «¡sinverguenza!». No se trataba de la carrera que el señor Serio había elegido, sino de la crueldad con la que se había comportado con su familia, cuando hubiese sido muy fácil para él actuar de otro modo. En los años siguientes, después de que Isma se fijase en él, era el único de la foto que había crecido delgado y fuerte, siempre rodeado de trofeos más grandes y brillantes. Y ahora estaba allí, atravesando el salón del café. No parecía la persona odiada y admirada que había llegado a ser, sino una versión apenas un poco mayor de aquel muchacho que posaba junto al equipo de críquet, pero tenía el cabello menos tupido y una expresión más abierta: debía de ser, tenía que ser, el hijo. Había visto una foto en la que también aparecía él, pero hundiendo la cabeza de tal modo que el pelo le ocultaba los rasgos, y se había preguntado si lo haría adrede. Eamonn, así se llamaba. Cómo se habían reído en Wembley cuando, en la nota del periódico que acompañaba a la fotografía familiar, descubrieron aquel detalle: ortografía irlandesa para disimular un nombre musulmán. Ayman se había transformado en Eamonn para que la gente supiese que su padre se había integrado; a su esposa irlandesa-americana la veían como otro indicador de su postura integradora, más que como una explicación para el nombre de su hijo.

El hijo estaba ahí, de pie frente al mostrador. Llevaba unos tejanos azules y una chaqueta verde oliva acolchada, y esperaba que alguien se presentara a atenderlo. Ella se le acercó con la taza en la mano.

—Solamente abren este mostrador cuando está muy lleno.

—Gracias. Muy amable. Y ¿dónde está...?

Ella esperaba oír el acento londinense del padre, pero él pronunció las vocales de un modo descaradamente esnob.

—Arriba. Te lo mostraré. Es decir, estoy segura de que entiendes lo que significa arriba, me refiero a que yo también voy hacia allá. Mi café está frío.

¿Por qué hablaba tanto? Él tomó la taza de su mano con una familiaridad inesperada.

—Permíteme. Para agradecerte que me hayas rescatado de ser «el inglés que esperó toda la eternidad en el mostrador», a quien tienes todo el derecho de confundir con «el inglés que se pierde si va arriba».

—Solo quiero que lo calienten.

—Y llevas razón —dijo él, aspirando el contenido de la taza, en otro gesto demasiado familiar—. Huele increíble, ¿qué es? Yo no distinguiría al etíope del colombiano ni siquiera si... —Se detuvo de pronto—. No sé cómo seguir esa frase.

—Bueno, probablemente serían igual de buenos. Es la mezcla de la casa.

Ella se quedó donde estaba y lo observó subir las escaleras: flanqueada a un lado por macetas con helechos y al otro por una pared con helechos pintados. Cuando él se dio media vuelta para mirarla y murmuró «todavía no me he perdido», ella simuló estar ocupada en sus propios pensamientos; regresó a la pequeña mesa en el hueco e inclinó el cuerpo para que su sombra tapara la luz del sol reflejada en la pantalla de su ordenador. Deslizó los dedos sobre la tabla de madera de la mesa, sobre sus nudos y quemaduras. Comenzó a escribir en su teléfono «adivina quién», pero se detuvo y lo borró. Podía imaginar con claridad el tono de la respuesta de Aneeka: «Puaj», diría, o «¿por qué le has dirigido la palabra?».

Él no regresó. Isma imaginó que habría visto poca cola frente al mostrador y habría dejado allí su taza, encogiéndose de hombros antes de salir. Aquello le resultaba tan probable como decepcionante. Subió a comprar otro café y se encontró con que la máquina de café no funcionaba, así que tuvo que conformarse con un poco de agua caliente y una bolsita de té que le diera algo de color. Cuando volvió abajo, vio una taza de café recién hecho sobre la mesa, y a un hombre replegado en el sillón, con las piernas reclinadas sobre el apoyabrazos, leyendo un libro que coincidía con un espacio vacío en la estantería que estaba por encima de su cabeza.

—¿Qué es? —preguntó él, mirando la taza de té que ella dejaba sobre una mesa vacía, e inspeccionó la etiqueta de la bolsita—. Rojo rubí. Ni siquiera se esfuerzan por que parezca un sabor.

Ella alzó la taza de café en señal de agradecimiento. No estaba del todo caliente, pero él debía de haberla traído de la calle.

—¿Cuánto te debo?

—Cinco minutos de conversación. Eso es lo que tardé en la cola. Pero cuando acabes lo que sea que estés haciendo.

—Podría llevarme un rato.

—Muy bien. Me da tiempo de ponerme al día con lecturas fundamentales, como… —Cerró el libro y miró la portada—. El libro sagrado de los misterios de las mujeres. Edición completa en un volumen. Brujería, rituales de la diosa, hechizos y otras artes femeninas.

Un estudiante se volvió para mirarlo y sonrió. Isma guardó el portátil en su mochila y se acabó el café.

—Puedes acompañarme al supermercado —dijo.

Durante la breve caminata hasta el supermercado, Isma se enteró de que él había renunciado a su trabajo como consultor empresarial y se estaba tomando un tiempo para vivir fuera de las cuatro paredes de la oficina, lo cual incluía visitar a sus abuelos maternos en Amherst, ciudad que amaba por sus recuerdos de infancia durante las vacaciones de verano.

Mientras ella trataba de decidirse entre variedades de tomates poco convincentes para la salsa de la pasta, Eamonn se alejó un poco y regresó con una lata de tomates pera y hojas verdes para una ensalada que ella no había pensado hacer.

—Rúcula —dijo, exagerando la r—. Suena como algo a medio camino entre una danza latinoamericana y un ungüento para las verrugas.

Ella no sabía si intentaba impresionarla o si era de esos hombres enamorados de su propio encanto. Cuando acabó de colocar la compra en su mochila, él la levantó y se la colgó de un hombro, comentó que le gustaba sentirse como un chico de escuela, y le preguntó si no le importaba que la cargara durante un rato. Ella pensó que estaba haciendo un despliegue de los buenos modales que se consideraban virtudes entre personas como él, pero cuando le dijo que no era necesaria tanta caballerosidad, le respondió que era lo opuesto de la caballerosidad agobiar con su compañía a una mujer únicamente porque se sentía solo y el acento londinense era el mejor antídoto posible para eso. Así que continuaron caminando juntos hacia un parque cercano, puesto que el día era muy agradable. En el camino él le pidió que se desviaran por Main Street —dijo el nombre con la sutil displiscencia de quien acaba de llegar de una gran metrópolis—, para poder detenerse en una tienda de ropa deportiva, y en el rato que a ella le llevó cruzar la calle y sacar veinte dólares del cajero automático él ya estaba fuera, con un par de zapatillas caras y la mochila bastante más cargada que antes.

En el parque había lodo, pero la luz que se colaba por entre las ramas que parecían arañar el cielo era una delicia, y el río murmuraba henchido de nieve derretida. Alzaron los cuellos de sus abrigos para protegerse del goteo de las ramas. No pareció importarle soltar un grito cuando le cayeron algunas de esas gotas frías y gruesas en la cabeza, y comentó simplemente que el pañuelo de lana que la protegía a ella era muy elegante, y la llamó Greta Garbo. De tanto en tanto oían el ruido sordo de un montón de nieve al caer, pero parecía bastante seguro continuar. Hablaban de trivialidades: el tiempo, la exagerada amabilidad de los extraños en Estados Unidos, sus rutas de autobús favoritas de Londres —lo que reveló sobre todo las muy distintas geografías de sus vidas—, pero aun así Isma disfrutaba del humor y de las referencias culturales de Eamonn, tan ingleses, más de lo que hubiese esperado. A él la charla ligera le resultaba más natural, pero se cuidaba de dominar la conversación; escuchaba con interés incluso los comentarios más banales y hacía nuevas preguntas en lugar de utilizar otras frases como trampolines para sus propios monólogos, como la mayoría de los hombres que ella conocía. «Alguien lo ha criado del mismo modo en que yo intenté criar a Parvaiz», no pudo evitar pensar.

En uno de los tramos donde la corriente de agua era más tranquila, un árbol caído se extendía unos cinco metros o más desde la orilla. Isma caminó sobre él, con los brazos abiertos para no perder equilibro. Él se quedó detrás de ella profiriendo sonidos de admiración e inquietud, muy halagadores para ella. El cielo era de un azul intenso, el agua manaba como sangre de un corazón, un joven esbelto que pertenecía a un mundo muy lejano del suyo la estaba esperando. Retuvo el momento, intentó atrapar su propio reflejo en el agua, pero la corriente era muy rápida, muy diferente de la de los canales de aguas lentas a los que estaba acostumbrada.

Ella provenía de una ciudad atravesada por canales, como si fuesen venas. Aquella había sido la revelación de su adolescencia, mientras sus compañeros de escuela comenzaban a hacer una clase de descubrimientos que a ella no le atraían y más bien la perturbaban. A tres kilómetros de su casa, en Alperton, podía bajar hacia avenidas costeras muy tranquilas y casi despobladas comparadas con las ruidosas calles que debía atravesar para alcanzarlas. Sabía que su madre y su abuela decían que era peligroso que una muchacha sola se alejara más allá de las zonas industriales y anduviera por áreas silenciosas sin más compañía que la vegetación, como si estuviese en el campo. Para su familia no había nada más peligroso que el campo, donde nadie podía oírte si gritabas pidiendo ayuda, así que ella nunca decía nada más específico que «voy a dar una vuelta», algo que a ellas les parecía entretenido y nada amenazador.

La superficie lisa del tronco hizo que se resbalara, y tuvo que arrodillarse para evitar la caída. El agua helada le salpicó las manos y las mangas. Notó la expresión preocupada de Eamonn y regresó caminando con cuidado.

Después de aquel incidente, él le hizo preguntas más directas acerca de su vida, como si haberla visto alejándose de él para cruzar el río por el tronco de un árbol la hubiese puesto en el punto de mira. Ella le contó la versión sencilla: había crecido en Londres, como ya sabía por las rutas de autobús, en el barrio de Preston Road, para ser más precisos —lo que obviamente fue demasiado preciso para él—. Tenía dos hermanos —mucho más pequeños—, la habían criado su madre y su abuela —ambas fallecidas— y, en realidad, nunca había conocido a su padre. Estaba allí para hacer un doctorado, con una beca completa y un salario de investigadora asistente que le alcanzaba para vivir. Se había inscrito demasiado tarde para el semestre de otoño, pero su extutora, la doctora Shah, lo había arreglado para que le permitieran comenzar en enero. Y allí estaba.

—¿Así que estás haciendo lo que quieres hacer? ¡Qué suerte tienes!

—Sí —dijo ella—. Tengo mucha suerte.

Consideró si debía responder a las preguntas acerca de su vida con otras sobre la de él. Pero si lo hacía tal vez él mencionara a su padre, a quien no podía simular no conocer, y eso podía resultar en que ambos se internaran en un camino que ella no quería recorrer.

El río se había vuelto oscuro: primera señal de que el día estaba acabando, aunque el cielo todavía tuviese bastante luz. Ella tomó la delantera de regreso a la carretera y llegaron cerca de un instituto. En la pista de atletismo corrían varios adolescentes desgarbados, en las esquinas del campo de juego había montones de nieve sucia.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo él—. El pañuelo, ¿es cuestión de moda o es algo musulmán?

—¿Sabes? Las únicas dos personas en Massachusetts que me han preguntado por el pañuelo querían saber si era cuestión de moda o si era por la quimioterapia.

—El cáncer o el islam —dijo él, riéndose—. ¿Cuál es el mal peor?

Todavía había momentos en los que una frase como aquella podía tomar a algunas personas por sorpresa. Rápidamente gesticuló con las manos como pidiendo disculpas.

—Jesús… Quiero decir, lo siento. Eso ha sonado muy mal. Me refiero a que debe de ser difícil ser musulmán en estos días, tal como está el mundo.

—A mí me parece más difícil no serlo —dijo ella, y siguieron caminando en silencio, un silencio que se había vuelto ya muy incómodo para cuando llegaron a Main Street. Ella había asumido que, de algún modo, aunque fuese más secular o político que religioso, él se identificaba como musulmán. Pero qué tontería haber supuesto tal cosa sabiendo quien era su padre.

—Bien, adiós —dijo al llegar al café, y le extendió la mano. Solo después de hacerlo se dio cuenta de que era un gesto extrañamente formal.

—Gracias por la compañía. Tal vez nos volvamos a encontrar —dijo él.

au pair

Cuando los inquilinos se mudaron a la casa donde habían crecido sus hermanos y reemplazaron los finos visillos por unas gruesas cortinas, evidentemente caras, que mantenían casi siempre cerradas, Aneeka comentó que, por primera vez, sentía simpatía por los vecinos de un barrio al que los migrantes incomodaban. Y aquel apodo para referirse a ellos, los Migrantes, se perpetuó, por más que Isma intentó cambiarlo.

—Me sorprende que lo hayas notado; la tía Naseem dice que te ve muy poco, igual que tus amigos de la uni.

—Debo de estar portándome realmente mal si la tía Naseem se ha quejado —dijo Aneeka.

—Está preocupada, eso es todo.

—Lo sé. Lo siento. No quiero preocuparla, ni a ti tampoco. Solo que me resulta más fácil ir a mi aire estos días. Supongo que empiezo a entender por qué siempre te ha atraído tanto la soledad.

—Voy a ir a casa. Las vacaciones de primavera empiezan en unos días, y al menos podremos pasar una semana juntas —dijo, procurando que la angustia que le provocaba pensar en Londres no se le notase en la voz.

—Ya sabes que no te lo puedes permitir; y, de todas formas, no querrás pasar otra vez por el interrogatorio en el aeropuerto. ¿Y si esta vez no te dejan pasar? ¿O si se ponen pesados a tu regreso a Boston? Además, tengo que entregar trabajos. Ese es el principal motivo de que nadie me vea últimamente. Estoy trabajando; el derecho te obliga a trabajar, no como la sociología, que te permite ver televisión y decir que estás investigando.

—¿Desde cuándo nos mentimos tú y yo?

—Desde que yo tenía catorce años y te dije que iba a ver jugar a críquet a Parvaiz y en cambio me fui a ver a Jimmy Singh en el McDonald’s.

—¿Jimmy Singh, el de Dinerolandia? ¡Aneeka! ¿Parvaiz lo sabía?

—Por supuesto que lo sabía. Sabía todo lo que yo hacía.

La noche en que descubrieron lo que Parvaiz había hecho, Aneeka dejó que Isma le cepillara el cabello, largo y oscuro, como solía hacerlo su madre cada vez que una de sus hijas necesitaba consuelo, y a mitad de la tarea se reclinó sobre ella y le dijo: «Nunca me explicó por qué no me dijo nada acerca de las entradas para Ibsen». Meses después de que su madre muriera, Parvaiz, repentino adolescente en una casa donde cada rincón estaba tan lleno de facturas por pagar como de sufrimiento, decidió que le hacía falta un ordenador portátil para que sus hermanas no interfirieran en sus proyectos sonoros, que se habían convertido en su obsesión. Una noche, cuando todos dormían ya, salió a escondidas de la casa, tomó el autobús a Central London e hizo cola desde la medianoche hasta entrada la mañana en la puerta de un teatro de West End para comprar entradas devueltas a última hora para la noche del estreno de una obra de Ibsen que un actor, catapultado recientemente a la lista de favoritos de Hollywood gracias a un papel de superhéroe, estaba utilizando para restablecer su prestigio como intérprete dramático. Había comprado las entradas con dinero que «tomó prestado» de la cuenta familiar, con la tarjeta de débito de Isma, y para la tarde había conseguido revenderlas por una suma astronómica. Luego lo anunció paseándose por la casa como un héroe conquistador y haciendo frente a la ira de sus hermanas. Isma estaba furiosa pensando en todo el tiempo extra que había invertido en intentar mantener alejados de la casa a los acreedores, y también en todas las cosas horrorosas que habrían podido sucederle a un chico como él en un mundo lleno de racistas y pedófilos. Pero la furia de Aneeka era todavía mayor. «¿Por qué no me lo dijiste? Yo a ti te lo cuento todo, ¿cómo pudiste no decírmelo?» Acostumbrados a que Aneeka fuese el parachoques entre ambos, aquella reacción tomó a Parvaiz y a Isma totalmente desprevenidos. Seis años después, aquella anécdota era lo único a lo que Aneeka podía aferrarse para intentar comprender los subterfugios de su hermano. Isma tenía una respuesta más sencilla: había una falla en los genes familiares; era hijo de su padre.

—Los chicos son diferentes de nosotras —dijo Isma—. Ven lo que quieren ver, tienen visión de túnel.

Por un momento, la pantalla se convirtió en un caos de movimientos y formas, y luego vio a su hermana en la cama, con el rostro inclinado hacia el teléfono fijo.

—Quizá si empezamos a buscar vuelos baratos ahora, podría ir a verte en las vacaciones de Pascua —dijo Aneeka, pero Isma negó con la cabeza antes de que pudiera terminar la frase—. ¿No te gustaría que les dijera a esos simios de seguridad de Heathrow lo mucho que admiro el gusto de la reina para vestirse?

—No, no me gustaría. —A Isma se le tensaron los músculos al pensar en Aneeka en la sala de interrogatorios—. ¿De veras no vamos a hablar sobre la reaparición de Parvaiz en Skype?

—Si hablamos sobre él vamos a discutir, y ahora mismo no quiero discutir.

—Ni yo. Pero quiero saber si has hablado con él.

—Me envió un mensaje por chat, solo para decir que está bien. ¿A ti también?

—No, a mí no me ha enviado nada.

—Ay, Isma. Estaba segura de que sí. De otro modo te lo habría dicho antes. Bueno, solo eso, que está bien. Debe de haber supuesto que yo te lo contaría.

—No, eso supondría que recuerda lo que es pensar en alguien además de en sí mismo.

—No empieces, por favor. Ya sé que tú expresas tu preocupación como enfado, pero no lo hagas.

«Lo que yo expreso como enfado es mi enfado», habría dicho en otra ocasión, pero esta vez contestó:

—Te echo de menos.

—Quédate conmigo hasta que me duerma —dijo Aneeka. Estiró la mano hacia Isma y se giró para apagar la luz.

—Había una vez una niña y un niño llamados Aneeka y Parvaiz, que tenían la habilidad de hablar con los animales.

Aneeka rio.

—Cuéntame el de la ostra —murmuró, con la voz amortiguada por la almohada.

Se durmió antes de que Isma acabara el cuento que su madre había inventado para ella de pequeña y que ella había adaptado para los mellizos, pero permaneció allí, escuchando la respiración de ambas como en los tiempos de su niñez temprana, o más tarde, después de que su madre muriera, cuando Aneeka trepaba a su cama al despertar de una pesadilla —o al entrar en una—, y lo único que calmaba el latido acelerado de su corazón era el latido constante del corazón de su hermana mayor, hasta que ya no se oía nada excepto la respiración de las dos al unísono y el universo a su alrededor se aquietaba.