FRANÇOIS ÉDOUARD RAYNAL
LOS NÁUFRAGOS
DE LAS AUCKLAND
TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS
DE PERE GIL
PRÓLOGO
Tienes, ¡oh lector!, un libro magnífico entre las manos. Algunos libros informan, otros instruyen, los buenos deleitan y los mejores acompañan. Éste puedes, si quieres, leerlo de un tirón: no te aburrirás ni un momento, pero más tarde no dejarás de sacarlo de vez en cuando de su estante para pasar un rato en compañía de su autor, cuya personalidad, mezcla de inteligencia, modestia y bondad, impregna toda la obra y convierte lo que podría ser un ameno relato de aventuras en una reflexión sobre el hombre y la sociedad, reflexión tan necesaria en estos tiempos.
François Édouard Raynal nació en Moissac, una pequeña población del suroeste francés, en 1830. Hijo de una familia acomodada, la ruina financiera de su padre lo obligó a interrumpir sus estudios y desde aquel momento se propuso reunir una fortuna que le permitiera devolver una vida digna a su familia. Se embarcó como marinero a los diecinueve años, dirigió durante dos una plantación de azúcar en la isla Mauricio y once más fue buscador de oro en Australia, pero no alcanzó su meta. Cuando, desanimado, se disponía a emprender el regreso a Francia, un amigo le ofreció dirigir una expedición a la isla Campbell, al sur de Nueva Zelanda, en busca de minas de estaño. Aceptó el encargo y en 1863 partió en la goleta Grafton con el capitán Musgrave al mando y una tripulación de tres hombres: un marinero noruego, otro inglés y un cocinero portugués. La exploración resultó infructuosa y en otoño decidieron volver a Nueva Zelanda. A medio camino, 465 kilómetros al sur de su destino, una tempestad arrojó la goleta al fondo de un fiordo en la isla Auckland, la mayor del archipiélago homónimo. Ocurrió en enero de 1864, y los cinco hombres pasarían allí los veinte meses siguientes.
La isla no puede ser más inhóspita: a 50° de latitud sur (aproximadamente la misma que la de las Malvinas), rodeada de un mar tempestuoso y con un clima subantártico, tiene un relieve muy accidentado, dominado por una cordillera que la recorre de norte a sur con elevaciones rocosas de más de seiscientos metros. Además, está cubierta de una vegetación impenetrable que hace muy difícil la exploración. Prueba de ello es que los veinticinco supervivientes de otro navío, el Invercauld, que naufragó en el extremo norte de la isla cuatro meses después del Grafton, nunca llegaron a encontrarse con sus compañeros de desdichas. La tundra es un medio ferozmente hostil: prácticamente no existen especies vegetales aptas para el sustento y los leones marinos (atraídos precisamente por unas condiciones naturales que ahuyentan a los posibles depredadores) son casi el único alimento disponible; de hecho, sus idas y venidas determinan los períodos de abundancia y escasez para los náufragos. Los del Grafton empezaron por organizar su supervivencia: construyeron una sólida cabaña preparada para resistir las rugientes tempestades de la zona, algo que los supervivientes del Invercauld no supieron hacer. Gracias a la experiencia adquirida en sus aventuras anteriores, Raynal fue capaz de fabricar un cemento con conchas de molusco molidas; logró curtir, cortar y coser pieles de foca para sustituir la ropa y el calzado originales de sus compañeros; construyó una forja que le permitió fabricar herramientas, clavos y argollas con los que reparar y aparejar el bote salvavidas del Grafton para que pudiera resistir un viaje de varios días por aquellos mares.1
Porque, transcurridos unos meses, los náufragos se resignaron a lo inevitable: nadie iría voluntariamente a aquella isla, así que tendrían que salir de ella por sus propios medios. Después de grandes dificultades lograron adecuar el bote salvavidas del Grafton y en julio de 1865 se embarcaron en él tres de los cinco compañeros (no cabían más), dejando al marinero noruego y al cocinero portugués a la espera de rescate. Tras una penosa travesía llegaron al extremo sur de Nueva Zelanda. Dos días más tarde, el propio capitán Musgrave se puso al mando de una pequeña embarcación, la única disponible en la zona, para volver a la isla Auckland y a las cinco semanas estaban todos reunidos en Nueva Zelanda. Raynal regresó a Francia en 1867 y allí se encontró por fin con sus padres, que aún vivían. Después trabajó como funcionario de la administración tributaria en Valence-d’Agen, donde murió en 1895, a los sesenta y cinco años.
Los naufragios ocupan un lugar nada despreciable en la literatura: reales o ficticios, son magníficos como punto de partida de una trama. Robinson Crusoe se inspiraba en la aventura, perfectamente histórica, de Alexander Selkirk, del mismo modo que el relato de Raynal sirvió de inspiración a Julio Verne para La isla misteriosa; en cambio, los naufragios de Los viajes de Gulliver o El señor de las moscas son imaginarios. Pero todos tienen un elemento en común: describen el comportamiento de un individuo o de un grupo humano en circunstancias extremas. En el primer caso, el tema es la lucha del hombre contra su destino; en el segundo, la organización de la convivencia. Así ocurre en el relato de Raynal, donde observamos a una pequeña comunidad obligada a mantenerse en condiciones inhumanas. La manera como los náufragos afrontan ese desafío nos desvela las líneas maestras de lo que debe ser una sociedad sana en cualquier punto del tiempo y del espacio. El naufragio rompe el andamiaje de las relaciones sociales, un andamiaje imprescindible cuya ausencia abre el camino de la destrucción. Para hacernos cargo de la magnitud de la hazaña de Raynal, nada mejor que compararla con otros dos relatos, uno histórico, el naufragio del Batavia, y otro novelesco, el de El señor de las moscas de Golding.2
El Batavia, buque insignia de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, zarpó de Holanda en 1629 con destino a las islas de las especias, llevando trescientas personas a bordo. Una tempestad arrojó el buque contra unos arrecifes de coral frente a la costa occidental de Australia. Pasaron tres meses hasta la llegada de una expedición de rescate, y durante ese tiempo los náufragos cayeron bajo el hechizo de Jeronimus Cornelisz, un psicópata huido de Holanda por temor a ser perseguido como miembro de una secta satánica. Bajo sus órdenes, un puñado de asesinos impusieron el terror liquidando a quienes intentaron oponerse a su voluntad. Cuando llegó la expedición de rescate, casi dos tercios de los supervivientes habían sido ejecutados. La novela de Golding es más conocida: en una isla desierta aparece, sin que se sepa muy bien cómo, un grupo de niños y adolescentes. Uno de ellos, Ralph, se proclama a sí mismo jefe y se pone al frente de sus compañeros. No tarda en surgir un rival, Jack, y la lucha por el poder envenena la convivencia y divide al grupo. La voz del sentido común (encarnada por uno de los niños, Piggy) es sacrificada en el conflicto; los dos cabecillas van sucumbiendo a sus peores instintos, y cuando los náufragos son rescatados se han convertido en algo peor que salvajes.
Ambas historias muestran la destrucción de una sociedad; la de Raynal, en cambio, nos enseña cómo podemos evitarla. ¿Qué podemos aprender de ese contraste? Lo primero, que cualquier colectivo humano necesita una autoridad y un procedimiento que le permitan dirimir conflictos.3 Aunque esa necesitad se percibe en los tres relatos, el único que la expresa (o quien mejor lo hace) es Raynal: pasado un mes tras el naufragio, cuando los cinco compañeros han logrado satisfacer sus necesidades más urgentes, se da cuenta de que el hambre la fatiga y la angustia han sido la causa de que entre ellos se cruzaran palabras ásperas, y escribe:
Era evidente que nuestra única fuerza era la unión, y que la discordia y la división serían nuestra ruina.
Cornelisz, el líder de los náufragos del Batavia, impone esa unidad recurriendo a un poder de persuasión demoníaco aunado al terror físico. Ralph, el primer cabecilla de los muchachos de El señor de las moscas, emplea un símbolo, una concha marina que sirve para convocar la asamblea de los náufragos y confiere autoridad a quien la posee. Raynal, por el contrario, propone a sus compañeros la adopción de un sencillo reglamento, una especie de constitución centrada en la figura del cabeza de familia, cuyos primeros deberes serían
Mantener el orden y la unión […] con tacto pero también con firmeza [e] intervenir dando consejos juiciosos cuando se planteara un tema de discusión que pudiera degenerar en enfrentamiento.
El cabeza de familia queda dispensado de algunas tareas, pero no de todas, y Raynal no se postula para ocupar el puesto, sino que propone a Musgrave, el capitán, por ser el de mayor edad. Los demás aceptan las normas y todos juran solemnemente respetarlas, no sin antes añadir una cláusula:
En caso de que el cabeza de familia abusara de su autoridad o la utilizara con fines personales y manifiestamente egoístas, la comunidad se reservaba el derecho a destituirlo y nombrar a otro.
El sistema propuesto por Raynal resultará enormemente fructífero y los otros dos tendrán efectos catastróficos. Puede verse en ello una alegoría del triunfo de la democracia, porque Raynal propone un modelo de república constitucional, mientras que los supervivientes del Batavia caen bajo el yugo de un tirano y la frágil organización ideada por Ralph sucumbe ante lo que hoy llamaríamos populismo cuando Jack, su adversario, logra corromper a sus compañeros ofreciéndoles la posibilidad de cazar para comer carne. Pero no nos hagamos demasiadas ilusiones: en muchos aspectos, nuestras democracias se parecen menos a la de Raynal que a los otros dos regímenes; por una parte, muchos políticos parecen sólo perseguir el poder y perpetuarse en él (aunque con métodos menos cruentos que los de Cornelisz); por otra, muchos electores ingenuos se rinden al son del flautista al que llaman líder y lo siguen dócilmente hasta el precipicio.
Raynal quiere para él lo que quiere para los demás. Si el propósito de tantos dirigentes actuales es alcanzar y conservar el poder, el suyo es la felicidad de todos: lo que se ha dado en llamar el bien común. No les impone su voluntad, pero impide en secreto cuanto estima pernicioso para la armonía. Así, por ejemplo, renuncia a fabricar bebidas fermentadas o arroja al fuego una baraja de cartas que él mismo había fabricado cuando advierte que uno de los cinco es un mal perdedor. No tiene título o autoridad reconocida, pero sus compañeros lo tratan siempre con extraordinario respecto. Los artículos de su reglamento no están destinados a reprimir, sino a fomentar la armonía porque
el hombre es tan débil que a veces ni la razón, ni la defensa de su dignidad, ni siquiera la consideración de su interés bastan para recordarle cuál es su deber. Es necesario que una regla externa, una disciplina, lo proteja de las flaquezas de su voluntad.
Uno puede preguntarse cuál es, para Reynal, esa disciplina externa. La lectura de su relato no ofrece dudas: Raynal es un hombre auténticamente religioso que mantiene con la Dios una relación filial hecha de humildad, agradecimiento y esperanza. Esa relación no se manifiesta jamás como superioridad, sino como fortaleza y modestia. No puede decirse, naturalmente, que las cualidades de Raynal sean privativas de quienes creen en algo trascendente, pero su experiencia es un testimonio de que esas creencias pueden ser una poderosa ayuda en circunstancias difíciles. Si recordamos el trágico final de los otros dos naufragios, quizá lleguemos a la conclusión de que, como algunos han señalado, cuando la vida se reduce a lo exclusivamente humano corremos el riesgo de derivar hacia lo infrahumano.
Alfredo Pastor
Barcelona, abril de 2017
1 En su prólogo a la reedición francesa de esta obra, Simon Leys confirma que un par de botas de piel de foca hechas por Raynal se conservan en la biblioteca del Estado de Victoria, Australia (v. «Preface», en F. E. Raynal, Les naufragés des Auckland, La Table Ronde, 2011, p. 11 n.)
2 El relato más detallado hasta la fecha del naufragio del Batavia es el libro de Michael Dash, Batavia’s Graveyard (Londres, Phoenix, 2002); un buen resumen puede encontrarse en Los náufragos del «Batavia» de Simon Leys (Barcelona, Acantilado, 2011).
3 Como prueba: al llegar Musgrave a Auckland para rescatar a los dos náufragos que se habían quedado allí, éstos ya no se hablaban.
LOS NÁUFRAGOS DE LAS AUCKLAND
INTRODUCCIÓN
Si al lector le parecen dignas de su curiosidad e interés unas aventuras comparables a las de Alexander Selkrik —a quien Daniel Defoe inmortalizó con el célebre nombre de Robinson Crusoe—, un naufragio en las costas de una isla desierta y una supervivencia de casi veinte meses en un peñasco inhóspito con unos pocos compañeros; la urgencia de cubrir por los propios medios todas las necesidades y generar todos los recursos: levantar una casa para defenderse de las inclemencias del tiempo, confeccionar las propias ropas, cazar y pescar para paliar el hambre, establecer una jerarquía y designar un guardián del orden y la paz —es decir, reinventar la civilización en las condiciones más difíciles— y, por último, un feliz rescate no debido al azar, sino a la voluntad inquebrantable y a la perseverancia, no tengo necesidad de extenderme más justificándome por haber tomado la pluma para relatar estos hechos.
Si mi libro resulta de algún provecho, quien lo lea debería sentir en toda su intensidad la dicha de vivir en la propia patria, entre los compatriotas, junto a los parientes y amigos, apreciar más y sentir una mayor gratitud por los inestimables favores que la sociedad y la civilización nos prodigan.
Antes de entrar en materia es indispensable que explique al lector qué circunstancias me llevaron a abandonar mi país y a mi familia, y qué aventuras, de por sí insólitas, precedieron a la gran prueba que dejó en mi vida huellas imborrables y que no puedo recordar sin sentir una honda emoción que me estremece de la cabeza a los pies.
En estas páginas intentaré ser todo lo breve que pueda sin prohibirme, no obstante, profundizar en algunos detalles que ocupan en mis recuerdos un lugar importante y que tal vez no resulten completamente gratuitos.
Nací en Moissac, en el departamento de Tarn y Garona. Acababa de cumplir catorce años cuando un repentino revés de la fortuna dio al traste con la posición de mis padres y a la comodidad de la que gozaban le siguió de pronto la penuria. Esta desgracia les resultó aún más lamentable porque menoscabó en un instante todos los proyectos de futuro que tenían para sus hijos.
Con mucho pesar —pues ya había empezado a comprender la necesidad de instrucción para quien quiere abrirse camino en el mundo— me vi obligado a abandonar el colegio de Montauban donde había decidido proseguir mis estudios. Mi hermano y mi hermana también tuvieron que abandonar el internado donde estudiaban, pero eran todavía demasiado chicos para que los afligieran las tristes consecuencias de la desgracia que se había cernido sobre nosotros.
Mi padre, que en su juventud había estudiado derecho y formaba parte del colegio de abogados, había podido, gracias a su pequeña fortuna, abstenerse de ejercer su profesión y dedicarse a sus gustos sencillos y modestos. Pero llegó un momento en que tuvo que renunciar al reposo y buscar un trabajo productivo, de modo que decidió trasladarse a Burdeos, donde le resultaba más fácil que en una pequeña población dar rendimiento a su actividad. Mi madre, cuya firmeza de carácter era admirable, nos dio a todos ejemplo de resignación y coraje.
La sacrificada vida de mis padres, repleta de dificultades y privaciones, me inspiró un fervoroso deseo de ayudarlos. Mi única preocupación era aligerar su carga en el presente y, con el tiempo, restituirles su fortuna. Para conseguirlo sólo se me ocurría un medio: embarcarme, hacerme marinero, ir a buscar al extranjero, al fin del mundo si era preciso, los recursos que Francia no parecía poder ofrecerme. Había oído hablar de personas que, tras haber abandonado el país, habían regresado inmensamente enriquecidas, o al menos con los medios suficientes para llevar una vida holgada. ¿Por qué no iba yo a tener la misma suerte? Es posible también que esa idea me tentara aún más porque desde hacía años la lectura de ciertos libros había ido alimentando en mí un creciente gusto por los viajes y las aventuras. Mis padres no se opusieron a mi proyecto, de cuya sensatez me esforcé en persuadirlos, y acordamos que partiría como grumete en el Virginie et Gabrielle, un buque de tres mástiles y cuatrocientas toneladas de capacidad que iba a realizar un viaje a la India al mando del capitán Loquay, un amigo de mi padre. Este hombre magnífico le prometió ocuparse de mí y orientarme en la carrera que había elegido, y a fe mía que jamás se ha cumplido una promesa con fidelidad más escrupulosa. El capitán Loquay se convirtió en mi mejor amigo y su recuerdo permanecerá grabado para siempre en mi memoria.
Me embarqué la noche del 23 de diciembre de 1844. ¡Qué fecha, qué momento! Decir adiós a un padre y a una madre a los que se quiere con toda el alma, escapar de la red de sus brazos y echarse a ellos nuevamente, volver a separarse y marcharse aprisa para luego, al cabo de minutos, a solas, sumido en la oscuridad en la cubierta de un navío que zarpa, sentir cómo se pone en movimiento, abandona el puerto, se aleja de la tierra firme ¡y nos lleva hacia lo desconocido! No, es imposible describir emociones semejantes.
Cuando salió el sol, la luz me devolvió las fuerzas. El Virginie et Gabrielle, que se deslizaba veloz a ocho nudos por hora, había avanzado mucho: de la costa ya sólo se vislumbraba en el horizonte una finísima línea blanquecina que muy pronto desapareció por completo; el ilimitado mar me rodeaba, mis ojos contemplaban por primera vez la cúpula celeste en toda su extensión, el infinito me envolvía y yo me zambullía en él. La grandeza del espectáculo me permitió elevarme por encima de mí mismo: me sentí henchido de un entusiasmo grave y solemne; el pensamiento del ser supremo, del creador y señor del universo, se me reveló, me sentí irresistiblemente impelido a implorar su protección y le recé con fervor. Desde entonces, a lo largo de toda mi vida, la sensación de la presencia de Dios y de su poder ya no me ha abandonado jamás y jamás, ha dejado de ser mi consuelo. Es imposible que el marinero, siempre en contacto con el infinito, siempre vinculado con él y a menudo obligado a combatir contra las temibles fuerzas de la naturaleza, no albergue un sentimiento religioso.
No tardé en enfrentar los desafíos de la vida en el mar. No me refiero a ese sufrimiento tan ridículo como lamentable que causa el balanceo del navío, del que pocas veces se salvan los novatos —la costumbre y sobre todo el temor de ser el hazmerreír de mis compañeros me permitieron sobreponerme a él muy pronto—, sino a la tempestad, que padecimos desde el segundo día de la travesía. Sin duda alguna el océano quiso iniciarme de inmediato en los caprichos de su cambiante humor para evitarme futuras sorpresas. En apenas unos instantes una nube tenebrosa nos envolvió, el viento empezó a soplar con furia, las olas se levantaron como monstruosas crestas, barrieron la cubierta y se llevaron consigo tres de los botes, dejándonos sólo la chalupa. Aferrado a uno de los obenques del palo de mesana, vi con espanto que el carpintero se disponía a cortar el palo mayor. Nos relevamos para achicar agua sin parar. El navío, golpeado por el viento, escorado a causa de las incesantes ráfagas que no le permitían volver a enderezarse ni un solo instante, retrocedía y giraba sobre sí mismo; temíamos terminar chocando contra los islotes y los arrecifes que ribetean las costas de Francia, nos dábamos por perdidos.
Afortunadamente la tempestad no duró mucho, de modo que pudimos desplegar de nuevo el velamen y poner rumbo al ecuador con un tiempo que a partir de ese momento nos fue siempre propicio. Ciento cuatro días después de zarpar de Burdeos llegábamos a la isla Borbón (actualmente la isla Reunión). Desde allí hicimos dos viajes sucesivos a la India, durante los cuales visitamos Pondichérry4 y los principales puertos de la costa de Coromandel. Después regresamos a Francia. Como el capitán Loquay hizo escala en Santa Helena, aproveché para recoger algunas reliquias de la tumba de Napoleón: unos pocos fragmentos de piedra y una rama del famoso sauce a cuya sombra solía tomar el fresco el emperador, pues sabía que esas insignificancias supondrían un tesoro para mi abuelo, anciano ya, que en sus tiempos había participado en todas las campañas de la República y del Imperio y que, en mi tierna infancia, tan a menudo me había encandilado con sus relatos dramáticos; a pesar de los cambios que habían traído los nuevos tiempos, su alma seguía completamente anclada a los recuerdos del grandioso pasado.
Soy incapaz de expresar la emoción que, tras diecisiete meses, me embargó al ver de nuevo las costas de Francia. Desde lo alto de la arboladura, fui el primero en atisbar el amado país donde mis padres me esperaban. Iba a verlos de nuevo, ya no en Burdeos, sino en París, donde se habían establecido. Las palabras para describir el alborozo del retorno, las caricias dispensadas y recibidas, las efusiones de ternura, el impetuoso fuego cruzado de preguntas y respuestas, vuelven a faltarme, como me faltaron para describir el adiós.
Durante medio año disfruté del placer de vivir en París junto a mi familia. En aquel lapso de reposo retomé mis estudios interrumpidos. Sin embargo, no había olvidado mis proyectos y no dejaba escapar la menor ocasión de proseguir con ellos. Una mañana el señor Loquay me escribió contándome que los armadores para los que él navegaba acababan de confiarle una nueva embarcación, la Diane —puesto que la Virginie et Gabrielle no estaba en condiciones de echarse a la mar—, y que iba a emprender un viaje a las Antillas.
Respondí a su carta y seis semanas después estaba en Guadalupe, donde permanecimos poco tiempo. Durante el regreso, aproveché para reflexionar sobre mi situación. Había completado mi formación de marinero, pero la posibilidad de obtener el mando de un navío, la única posición que podía procurarme los recursos que ambicionaba, sólo se perfilaba en un horizonte muy lejano. Así pues, decidí renunciar, al menos por un tiempo, a la condición de navegante y establecerme en alguna colonia, donde sería más fácil, y sobre todo más rápido, hacerme con los medios para alcanzar mi objetivo. Tres días después de mi regreso a Burdeos, sin tener tiempo ni siquiera de ir a París para darles un abrazo a mis padres, me despedí del señor Loquay, que aprobaba mi decisión, y me embarqué en la Sirène, un magnífico navío de tres mástiles que acababa de salir del armador y se dirigía a la isla Mauricio al mando del capitán Odouard.
Partí henchido de coraje y de esperanza, sin imaginar cuántos años sembrados de acontecimientos insólitos y de innumerables reveses —que desembocarían en una catástrofe inaudita—, tendrían que pasar antes de que lograra ver de nuevo Francia y a los míos. ¡Ah!, si hubiera sabido que durante mis años de ausencia la muerte se llevaría a las dos almas más jóvenes de la familia, y que dejaba a mis padres envejecer completamente solos y desconsolados pues, al no recibir noticias de mí, ya no confiaban en volver a verme, ¡convencidos de haberme perdido también!… Sin embargo, una vez más doy gracias a Dios, que, luego de tantas pruebas, me hizo, como quien dice, salir de la tumba para hacer más llevaderos los últimos días de mis padres y compensarlos, mediante mis cuidados y mi ternura, por veinte años de abandono y pesares.
Lo primero que aprendí al llegar a la isla Mauricio fue que no podía fiar mi suerte a las cartas de recomendación. Puesto que no tenía tiempo que perder, renuncié a esperar a que las que llevaba conmigo surtieran efecto y me puse a buscar un empleo por mi cuenta. Encontré trabajo en una de las plantaciones más hermosas de la isla y, tras dos años, iniciado ya en los secretos de la vida en la plantación, en todo lo relacionado con la cultura de la caña y la fabricación del azúcar, me atreví a aceptar —a pesar de que sólo tenía veinte años recién cumplidos— un puesto de administrador en una explotación de caña. Se trataba de una inmensa responsabilidad a la que consagraba todo mi tiempo. Cada día debía levantarme a las dos y media de la madrugada para hacer encender el fuego en la fábrica, y raramente lograba retirarme antes de las nueve o las diez de la noche, después de que se apagara. Tenía que controlarlo todo: estar en los campos con los cortadores de caña; en la azucarera, para supervisar la cocción, el embalaje o la expedición del azúcar; en los muelles, para hacer embarcar la mercancía; en los almacenes, para la distribución de las partidas; en las cuadras, en los molinos… en cien lugares distintos donde se encontraran los hombres cuyo trabajo dirigía en solitario. Los sábados por la noche estaba tan exhausto que le tenía prohibido a mi criada hindú que me molestara al día siguiente, ni siquiera para las comidas, puesto que mi única necesidad era descansar. Y así, más de una vez llegué a dormir veinticuatro horas seguidas.
A pesar de la fatiga y las dificultades con los coolies (los obreros hindúes), individuos recalcitrantes y propensos a la desobediencia —un día me vi obligado a pelear cuerpo a cuerpo con uno de ellos para castigar su insolencia; en otra ocasión tuve que defender mi vida contra un grupo de rebeldes, y en ambas circunstancias mi victoria y el restablecimiento de mi autoridad se debieron a la sangre fría, a la firmeza de la que tuve que hacer acopio—, a pesar de estos inconvenientes, decía, me encantaba mi cargo, me producía un inmensa satisfacción ver prosperar los asuntos de la plantación y mantenía una relación excelente con el propietario, un hombre intelectualmente refinado además de bondadoso, descendiente de una familia de la nobleza francesa emigrada. Todo me iba bien… hasta que se produjeron dos incidentes que cambiaron mi vida y me abocaron de nuevo a lo desconocido; el primero alteró mi buena disposición ante el presente, el segundo hizo que a mis ojos perdiera lustre el brillante porvenir que tenía por delante en la plantación.
El primero de estos acontecimientos fue una epidemia de fiebre tifoidea, la más violenta que jamás he visto en mi vida. Se propagó por la región con una velocidad espeluznante y diezmó a la población. Nuestra plantación fue duramente golpeada: en las primeras semanas perdimos a unos diez hombres cada día. Finalmente, cuando el contagio empezó a disminuir, agotado por las fatigas y las tensiones que había soportado, caí enfermo. A pesar de curarme, permanecí mucho tiempo debilitado física y mentalmente, y atribuí mi malestar a la insalubridad del clima en la isla.
El otro acontecimiento era de una naturaleza completamente distinta y me abrió perspectivas más auspiciosas. En aquella época (corría el año 1852 y hacía tres años que me desempeñaba como administrador), una gran noticia se difundió por todo el mundo: el descubrimiento de oro en Australia. A la isla Mauricio nos llegó a través de un buque que venía de Sídney. A partir de entonces, las Montañas Azules, Ophir 5 y Victoria se convirtieron en el tema de todas las conversaciones y en el punto de mira de todas las ambiciones, de todos los deseos. No se hablaba de otra cosa que de las enormes fortunas que se amasaban en pocos días, de las pepitas de oro de cincuenta o cien libras que se hallaban en la superficie o a poca profundidad, de los pobres labriegos, peones o marineros que regresaban de Australia convertidos en grandes señores, prodigando oro a manos llenas, entregándose embriagados a las extravagancias más insensatas —uno había pedido que le lavaran los pies en Champagne, otro había encendido un puro con un billete de banco que habría permitido vivir holgadamente durante varios meses a toda una familia—, de la incesante marea humana procedente de todos los rincones del globo que afluía hacia Australia, de los magníficos buques que quedaban atracados en los puertos de Sídney y de Melbourne sin dueño, abandonados por la tripulación al completo, por oficiales y hasta por el capitán, que partían hacia las minas de oro. Cierto es que también se hablaba de las amargas decepciones, de los sufrimientos insólitos, de las desgracias y las muertes, pero no eran más que unas pocas manchas en el luminoso cuadro que deslumbraba todas las miradas.
No sin dudar, finalmente decidí renunciar a mi empleo de administrador, abandonar la isla Mauricio e ir, como tantos otros, a buscar fortuna en Australia. Partí en febrero de 1853, en una pequeña embarcación maltrecha que cincuenta y seis días después me depositó en la bahía de puerto Philipp. En cuanto pisé suelo australiano vi la necesidad de hablar inglés antes de pensar siquiera en establecerme allí, así que pasé dos meses aprendiendo el idioma en un paquebote que hacía la ruta de Sídney a Melbourne. Mi desembarco en esta última ciudad no fue precisamente feliz. Nuestro navío, al entrar en el puerto por la noche en medio de una espesa niebla, chocó contra un escollo. La violencia del choque lo hizo inclinarse sobre un costado y no logró volver a enderezarse. A bordo se desencadenó una confusión espantosa. Los arrecifes se ensañaron con nosotros, destrozaron la cubierta y nos arrebataron a dos hombres, uno de los marineros y el cocinero: ambos se ahogaron. Los choques se sucedían a toda prisa, una enorme vía de agua se abrió en la proa y el navío se hundió. La suerte quiso que el mar no fuera muy profundo en aquel lugar: una parte del mástil mayor, con la gran cofa, quedó fuera del agua, a unos cuatro metros por encima de las olas; trepamos hasta alcanzarla y nos quedamos allí agarrados toda la noche. Esas pocas horas nos parecieron siglos: mirábamos con una congoja indescriptible las inmensas olas que se abalanzaban sobre nosotros, temiendo en todo momento que una de ellas, más monstruosa que las anteriores, terminara arrancándonos de nuestro último asidero. Por fin amaneció, un vapor nos avistó y envió uno de sus botes a socorrernos. Desembarcamos en Melbourne y, al cabo de dos días, emprendí el camino hacia las minas.
4 Actualmente Puducherry. (N. del T.).
5 En el estado de Nueva Gales del Sur. (N. del T.).