The L Word: lujuria, lesbianas, liberación
Gabriella Campbell
Entre el 2004 y el 2009 se emitieron en la cadena estadounidense Showtime seis temporadas de una serie llamada The L Word, que narraba las aventuras y desventuras de un grupo de amigas en Los Ángeles. En España dicha serie se emitió en Canal+ y en Divinity con el título de L; en los países hispanoamericanos Warner Channel conservó el título original, mientras que Fox le añadió la traducción: «La palabra L».
Showtime, un canal de televisión por suscripción (o, más bien, toda una red de canales) se había ganado fama de atrevida e innovadora con series como Queer as Folk y en los años siguientes mantendría esa imagen: Dexter, Weeds, Californication y United States of Tara contribuyeron al perfil rompedor de la cadena. Fiel al carácter siempre original de esta, lo que diferenciaba a The L Word de otras tragicomedias de enredos amorosos que bebían del éxito de Sexo en Nueva York y similares era que las glamurosas protagonistas estaban más interesadas en enredarse entre ellas que con el galán de turno. Había aparecido la primera producción para la pequeña pantalla que intentaba reflejar la vida de un grupo de personajes femeninos que no encajaban en el discurso heteronormativo. Lesbianas, bisexuales, transgénero: todas se daban la mano, con mayor o menor éxito, en un cóctel explosivo de representaciones novedosas.
Nombre y antecedentes
El título de The L Word proviene de la costumbre anglosajona de utilizar la inicial de una palabra para hacer referencia a un término políticamente incorrecto o malsonante (el ejemplo más conocido es «the N word», para referirse al muy despectivo «nigger»). Se trata además de un juego de palabras, ya que en la cultura popular y los medios de comunicación se usa también «the L word» para referirse a «love». El título de la serie bailaba no solo con una palabra aún incómoda para muchos: «lesbiana», sino también con esa otra palabra, «amor», que parece ser igual de incómoda en según qué situaciones (tanto en el mundo de la ficción como en el real). De esta forma, se unen dos conceptos, amor y lesbianismo, los dos pilares maestros de la serie.
En la canción de cabecera (el tema The Way That We Live de Betty) y en gran parte de la promoción de la serie, se jugaba con estas palabras «L»: live, long, lust... Todos términos relacionados con el carácter pasional de los personajes y del guion.
Aunque la temática de The L Word era revolucionaria, acompañada de un tratamiento visual del sexo entre mujeres impensable hasta entonces para una serie de televisión, sería ingenuo pensar que se abrió camino por sí sola. Podríamos hablar de los antecedentes, de películas como Personal Best o Go Fish (cuya directora fue también directora, y actriz, en The L Word); de la influencia de Ellen DeGeneres y de su serie Ellen; de los primeros besos entre mujeres que aparecieron en cine y televisión; de las libres interpretaciones de los espectadores ante programas tan populares como Xena, la princesa guerrera, que jugaba de forma consciente con la relación nunca definida de sus protagonistas; incluso de películas tan antiguas como la alemana Mädchen in Uniform (1931). Pero hubo una serie en particular que sirvió como detonante para el proceso imparable de la visibilidad homosexual en televisión. Hablamos, cómo no, de Queer as Folk, primero en su versión británica y más tarde en su reinterpretación estadounidense. La polémica y la euforia que acompañaron a esta serie sirvieron como precursoras para todas las emociones que experimentaron los televidentes cuando, en los primeros episodios de The L Word, el personaje de Jenny Schecter, interpretado por Mia Kirshner, decidía serle infiel a su prometido con Marina Ferrer, interpretada por Karina Lombard, en varias escenas tórridas que no dejaron a nadie indiferente. La temática no era innovadora: el adulterio es una de las herramientas más comunes para crear tensión dramática, pero aquí el juego era bien distinto. Jenny se enfrenta no solo al dilema de la infidelidad, a la ruptura de la estructura monógama de la sociedad en la que se mueve, sino también a la idea preconcebida de que lo decente, lógico y natural es tener relaciones con miembros del sexo opuesto. El mundo de Jenny se abre de forma inesperada al conocer a sus vecinas, Bette y Tina, pareja estable de largo recorrido, y a las amigas de estas. Es este nuevo tipo de mujer el que sirve como punto de partida para Jenny para empezar a conocerse a sí misma y explorar su propia sexualidad, un proceso que durará toda la serie.
Las actrices que interpretaban a Jenny y a Marina no eran casuales: The L Word no era una puesta en escena angelical de dos mujeres asexuadas; ni el romance vengativo de una psicópata, de una femme fatale fuera de la ley y del orden. Nos ofrecía un encuentro apasionado entre dos personajes complejos interpretados por dos mujeres que entraban de cabeza en el canon occidental de belleza. En menos palabras: eran personajes interesantes y además las actrices eran guapas. Y se besaban como si realmente quisieran besarse.
Las diferencias entre The L Word y Queer as Folk eran notables. El guion de Queer as Folk era más crudo, las escenas de sexo eran más explícitas, la fotografía y la escenografía eran bien distintas: donde Queer as Folk disfrutaba con la iluminación estroboscópica de los clubs y un uso de la cámara a veces cercano al videoclip, The L Word prefería ambientes más domésticos y una fotografía más conservadora, si bien hacía uso frecuente de formatos divertidos y dinámicos, como en el capítulo «Luck Be a Lady», en el que parte del episodio se desarrolla como conversación telefónica entre diferentes personajes, en pantallas partidas; no podemos olvidar tampoco la presencia continua del diagrama de Alice, un símbolo de los momentos más cómicos de la serie, donde las relaciones entre mujeres son calibradas y evaluadas y estudiadas en nombre del cotilleo más científico.
Había diferencias también en los espectadores: mientras Queer as Folk tenía su seguimiento acérrimo entre hombres no heterosexuales y mujeres jóvenes de cualquier sexualidad, The L Word sedujo a un público más diverso: hombres heterosexuales, en principio atraídos por la promesa de sexo lésbico, que poco a poco se veían atrapados por la intriga narrativa; hombres no heterosexuales que agradecían la representación de un círculo gay-friendly, y mujeres de todas las edades, de cualquier sexualidad, que disfrutaban de los giros argumentales y de la presencia de personajes femeninos que seguían patrones sexuales diferentes a los que acostumbraban a verse en televisión. Muchos de los elementos supuestamente subversivos de la serie no eran más que maquillaje y efectos especiales, que adecuaban la sexualidad lésbica a patrones socialmente aceptables (la monogamia y la culpa asociada al adulterio, por ejemplo, eran tratados como en un culebrón cualquiera a través de la relación conflictiva de Tina y Bette; la triste decadencia del personaje donjuanesco de Shane parecía un castigo por su libertinaje; el personaje de Kit, una mujer que pesaba, como mínimo, diez kilos más que sus compañeras, nunca aparecía en escenas sexuales explícitas...), pero incluso ese maquillaje era de un color que no solía verse en televisión y, sobre todo en las primeras temporadas, supo captar a seguidores fieles y entusiasmados. Por otro lado, y esta es una de las críticas más frecuentes, aunque Queer as Folk permitió a una parte de la comunidad gay masculina verse reconocida (aquí ayudaba la diversidad social, cultural y de personalidad de sus protagonistas), pocas mujeres no heterosexuales podían verse representadas en el hipersexualizado y estético mundo del elenco L.
Queer as Folk y The L Word también tenían semejanzas de gran importancia: ante todo, la oportunidad de dedicar una serie de televisión a un sector poblacional hasta entonces casi ignorado (y mal representado) en la pantalla, y un agradable cuidado por la forma y la presentación. Otro punto donde coincidían era en la relevancia de la música: las bandas sonoras salían directas del ambiente, de los locales y conciertos del público gay. The L Word lanzó a varios pequeños grupos indie, conocidos sobre todo en la escena lésbica, al tiempo que reforzaba el éxito ya consolidado de artistas como Tegan and Sara o K. D. Lang.
Recepción en EEUU y significado para la comunidad homosexual. Críticas.
The L Word fue, casi desde el principio, mucho más que una serie de televisión para Norteamérica (no olvidemos que fue una coproducción estadounidense- -canadiense, y que muchas de sus escenas se filmaron en Vancouver). Su recepción, en principio muy positiva, fue similar en otros países (España entre ellos). La comunidad homosexual le dio la bienvenida con grandes vítores; tras una vida entera de ver programas protagonizados por personajes heterosexuales, con algún secundario gay, por fin tenían ante sí a un grupo de mujeres que compartían sus dificultades e intereses. No solo esto, eran mujeres que se alejaban de los personajes planos y tópicos que habían aparecido hasta entonces como norma en representación de la comunidad LGBT. La mujer lesbiana (o bisexual, mujer aún menos representada en el mundo del cine y la televisión) tendía a aparecer como contrapunto cómico o como antagonista. Durante mucho tiempo fue raro dar con un personaje lésbico (o con implicaciones lésbicas) que no fuera una asesina en serie, una obsesiva peligrosa o una loca que simplemente no había encontrado al hombre adecuado. El personaje de la lesbiana terminaba, casi siempre, muerto o desaparecido, suicida o asesinado. Desde la Carmilla de Le Fanu, hemos visto a esta lesbiana depredadora, contra natura, en todo tipo de medios, tanto literarios como audiovisuales, hasta el punto de aceptarlo como un estereotipo inevitable.
El problema de ser una creación revolucionaria está, cómo no, en la responsabilidad que conlleva. Del mismo modo que Martin Luther King le rogó a Nichelle Nichols que permaneciera en su papel de Uhura en la serie Star Trek, por la necesidad de tener personajes negros protagonistas en la televisión estadounidense, muchas de las actrices de The L Word fueron conscientes del significado que su trabajo tenía para el mercado televisivo y para la cultura estadounidense en general. Sin embargo, la creadora y última responsable de la serie, Ilene Chaiken, dejó claro desde el principio que The L Word no podía convertirse, por mucho que lo intentara, en un parangón del mundo lésbico. En sus propias palabras, citada por el New York Times:
I do want to move people on some deep level. But I won’t take on the mantle of social responsibility. That’s not compatible with entertainment. I rail against the idea that pop television is a political medium. I am political in my life. But I am making serialized melodrama. I’m not a cultural missionary.1
Las palabras de Chaiken tienen sentido: sobre sus hombros caía la pesada tarea de mantener el interés del espectador sin traicionar a su comunidad. Pero sus intenciones comerciales se mezclaron, según las malas lenguas, también con su vida personal, y el personaje principal de Jenny Schecter, que tenía tintes autobiográficos, se convirtió en una entidad cada vez más errática, en un extraño calamar caótico de tentáculos argumentales sin sentido. Para cuando comenzó a emitirse la sexta y última entrega, el New York Times empleaba la expresión «Sapphic Playboy fantasia» (una fantasía sáfica de Playboy) para referirse a la serie, que llevaba ya un par de temporadas en severo proceso de descarrilamiento, con tramas cada vez más absurdas. Aun así, los aficionados seguían atentos a la pantalla, y el visionado de cada capítulo de The L Word se convirtió, al igual que ocurrió con otras series de seguimiento fidelísimo como Lost o Battlestar Galactica, en un evento social. Grupos de amigos y amigas se reunían en lugares públicos y privados para disfrutar y comentar la emisión de cada semana. Eran frecuentes los artículos, podcasts y redes sociales que realizaban seguimiento, en vivo o diferido, de cada capítulo. El más conocido fue, sin duda, el de Afterellen.com, la popular página web estadounidense de análisis cultural centrada en el mundo lésbico.
La palabra «visibilidad», por sí sola, es la más importante en cualquier escrito, conversación o reseña sobre la serie. Pese a un guion irregular y un aire a telenovela cada vez más acentuado, la importancia de que reflejara ante un público heterogéneo a una serie de personajes de sexualidades consideradas «alternativas» era indiscutible. Era ingenuo, eso sí, asumir que dichos personajes representaban un estilo de vida realista: casi todos eran mujeres de alta condición social y económica, con la posible excepción de Shane, cuyo origen dudoso se ve compensado por una confianza sexual y estética que le otorga una corona propia. Eran todas, además, tremendamente atractivas, lo que restaba credibilidad a la serie: incluso en la glamurosa Los Ángeles era poco probable que uno diera con un grupo de mujeres tan hermosas, cultas, refinadas y sáficas en cualquier cafetería de barrio.
Esto intentó solucionarse con la introducción de personajes como Max y Tasha. Tasha era una mujer de carácter fuerte, militar por vocación, que lidiaba con la homofobia del don’t ask, don’t tell del ejército estadounidense. Su personalidad seria contrastaba con el ánimo burlón de los personajes habituales, pero el desencuentro más notable surgió con la aparición de Max, una mujer en proceso de convertirse en hombre, que provenía de un entorno mucho más pobre e ignorante que sus glamurosas amigas. Max parece ser, de primeras, un experimento más de Jenny Schecter, una aventura estrafalaria más que tachar de su lista, pero pronto se integra (o lo intenta, ya que la diferencia social es evidente y crea fricción) en el grupo de protagonistas. El complejo viaje de Max de mujer a hombre lo convirtió en un personaje a menudo agresivo y siempre a la defensiva, que no terminó de cuajar ni de convencer a los espectadores, o por lo menos no al mismo nivel que sus compañeras. Aun así, la presencia de un elemento fuera del tradicional binomio hombre-mujer, como personaje completo y no como mero instrumento cómico o lacrimógeno, sentaba un precedente muy positivo.
Max fue uno más de los tipos que The L Word intentó ofrecer a sus espectadores, en un claro intento de ser lo más inclusiva posible (por desgracia, este intento era cada vez más evidente y artificial). La mayoría de los personajes eran homosexuales, pero se insistía en la bisexualidad de uno de los personajes favoritos, la muy cómica Alice, aunque casi todas sus parejas en la serie fueran mujeres. También destacaba una protagonista heterosexual, Kit Porter, interpretada por la fantástica Pam Grier, y una fila constante de secundarios masculinos con todo tipo de tendencias y afectos. Pero no solo intentaron ofrecer variedad en lo sexual: uno de los personajes que más peso tomó en la serie, ya en las últimas temporadas, fue Jodi Lerner (Marlee Matlin), una escultora y profesora sorda. Del mismo modo, la comunidad hispana formaba parte del escenario y de la acción, gracias a los personajes de Carmen y Papi.
Las críticas a The L Word, que al inicio fueron muy positivas debido a su impacto social, fueron cambiando conforme avanzaban las emisiones. Lo que al principio parecía una serie original y comprometida, que no temía enfrentarse a temas peliagudos como el abuso a menores, la violación, la homofobia o la represión, se convirtió poco a poco en una triste parodia de sí misma, culminando en un final que dejó a sus espectadores decepcionados por completo.
Spin-offs, derivados y herencia
El final abierto e inesperado de The L Word dejó muchas preguntas en el aire. Pronto comenzaron los rumores de spin-offs, continuaciones y series derivadas. El piloto de The Farm (La granja) presentaba a Leisha Hailey de nuevo en el papel de Alice, esta vez en un entorno presidiario, y parecía ofrecer algún tipo de explicación, resolución o continuación para los fans, pero no fue aprobado por Showtime y nunca llegó a emitirse. Sí tuvo mejor suerte The Real L Word, una suerte de reality que examinaba el día a día de un grupo de amigas reales de Los Ángeles, como respuesta tal vez a las críticas cada vez mayores al carácter irreal de la serie original.
Independientemente de sus fallos y defectos, que no eran pocos, The L Word abrió una puerta que, por fortuna, sigue sin cerrarse. La serie dio lugar a una mayor libertad a la hora de representar la sexualidad no solo lésbica, sino femenina, en pantalla. A raíz de esto, nacieron series aún más inclusivas, con una profundidad mayor, como la más reciente Orange Is the New Black, de Netflix, donde se ofrece una visión más completa de los diferentes tipos de color, forma y sexualidad del acervo femenino. Películas como Besando a Jessica Stein o Salvando las apariencias ya ofrecían visiones más complejas de la sexualidad de la mujer y hemos llegado a un punto afortunado en el que no es raro encontrar en muchas series de televisión algún personaje femenino no heterosexual con personalidad propia, que no ha sido insertado en la producción simplemente como tentación para televidentes masculinos o como maniobra publicitaria. Diríase que esta tendencia es cada vez más evidente en tantos otros textos culturales, que aprovechan determinadas piedras de toque en la comunicación audiovisual para salir del armario. The L Word fue una de esas piedras.
Sigue habiendo una clara explotación del tópico de la mujer hipersexualizada y bisexual/lesbiana de instintos asesinos (la mujer súcubo de Jennifer’s Body, The Roommate o Chloe, por ejemplo), pero por suerte son cada vez más las voces que condenan este tipo de abuso, y la fórmula es ya tan evidente que resulta cansino para muchos espectadores. Pero no nos engañemos, un beso lésbico entre dos actrices de buen ver sigue siendo una manera bastante eficiente de atraer a la audiencia. Y eso The L Word supo hacerlo mejor que nadie.