LO QUE SIGNIFICA TU NOMBRE
Víctor Miguel
Gallardo Barragán
LO QUE SIGNIFICA
TU NOMBRE
{Colección ETCÉTERA}
Primera edición, noviembre 2016
© Víctor Miguel Gallardo Barragán, 2016
© Esdrújula Ediciones, 2016
ESDRÚJULA EDICIONES
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Edición a cargo de Mariana Lozano Ortiz
Foto de solapa: Carmen Pascual Guerrero
Diseño de cubierta: Eva Vázquez
Impresión: Ulzama
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Depósito legal : GR 1263-2016
ISBN : 978-84-16485-85-7
Impreso en España· Printed in Spain
Este es para Zoe.
Nadie hablará de ellos cuando hayan muerto
Por Juanma Santiago
Lo reconozco: «La penúltima estación» tiene más morbo ahora que leo en la prensa que Granada lleva un año sin tren por culpa de las obras del AVE. Mi historia con este relato viene de viejo y, de hecho, creo que es la narración de Víctor Miguel Gallardo que más veces he leído y releído, ya que tuve el honor de editarlo en el número 1 de Artifex Cuarta Época, allá por la primavera de 2008. Víctor fue muy amable, ya que los intrincados vericuetos del mundillo editorial que él conoce tan bien relegaron esta historia a un limbo de nada menos de tres años.
Tres años, en términos editoriales, pueden pasar en un suspiro o hacerse eternos, adscribirse al panta rei de Heráclito o al «nunca pasa nada» que parece ser el leitmotiv de «El triunfo de la voluntad», otro relato presente en esta recopilación. En tres años puedes tener tu relato en la casilla de comienzo, o haber montado y consolidado una de las mejores editoriales españolas de la actualidad. A Víctor le han sucedido las dos cosas.
En el caso concreto de «La penúltima estación», estos tres años fueron de una lentitud exasperante en tiempo subjetivo (y cualquiera que haya tenido pendiente de publicación un contenido durante tanto tiempo sabrá de qué hablo), pero de un frenesí continuo en tiempo objetivo. Esos tres años le dieron para cerrar Parnaso, una editorial pequeña pero fundamental para entender la ciencia ficción española de la primera década del milenio, y sin duda un laboratorio de ideas para Esdrújula, el proyecto en que Mariana Lozano y él están embarcados en la actualidad. (A mí, por ejemplo, un email de Víctor cuando yo dirigía Gigamesh me sirvió para entender que las pequeñas editoriales que venían pisando fuerte, como Parnaso o Grupo Editorial AJEC, granadinas ambas, debían jugar, para lo bueno y para lo malo, en la misma división que las profesionales, pues, de hecho, eran profesionales, e incurría en un grave error al relegarlas a la condición de fanediciones. El tiempo demostró que Víctor tenía razón y, al final, se cerró el círculo, cuando Víctor publicó alguno de mis mejores ensayos en Vórtice en Línea.) Asimismo vieron cómo se cancelaba Artifex Tercera Época, la publicación coordinada por Julián Díez y Luis G. Prado en la que iba a aparecer el relato; cómo Luis reactivó el proyecto, conmigo a los mandos, pero la realidad de la cuenta de resultados le hizo cancelar la publicación de autores españoles en Bibliópolis; y, por último, cómo la Asociación Cultural Xatafi se hizo cargo de Artifex Cuarta Época, en formato electrónico. Algunos autores retiraron sus relatos, ya que las nuevas condiciones diferían sustancialmente de las originales. Víctor se contó entre los que mantuvieron la confianza en nosotros, y de este modo «La penúltima estación» vio la luz.
El relato es muy ilustrativo con respecto al modus operandi de Víctor. Nos presenta a Ernesto, un viajante de comercio (los protagonistas de sus historias suelen ser personajes anodinos que viven acontecimientos excepcionales que los superan y arrastran) anclado, sin saber por qué, en una estación de intercambio ubicada literalmente en medio de ninguna parte. No puedo dejar de pensar en Espeluy, en cuyos andenes a buen seguro esperó y desesperó durante horas y horas buena parte de mi familia materna, casi vecina de la de Víctor (la mía, de Cabra; la de él, de Doña Mencía), cuando la búsqueda de trabajo los obligó a dispersarse por toda la geografía española durante los años de la inmigración: unos, a Madrid; otros, a Barcelona. Y, sin embargo, pese a hallarse varado en un entorno espectral, limitado por una unidad de espacio asfixiante (una cafetería cutre e impersonal) que lo obliga a confraternizar con especímenes a cual más desconcertante, Víctor nos lleva por una ruta tan larga como la de la línea férrea para la que Ernesto se había sacado el billete. Con apenas unos trazos ambientales, meras pinceladas casi impresionistas, nos pone en situación y nos cuenta una historia cuyas implicaciones van, es evidente, mucho más allá de lo que parece a simple vista. Quise ver en él ecos de «El último tren», de Fredric Brown, uno de los clásicos del autor clásico por antonomasia de la ficción breve fantástica. Su aparente simplicidad encubre una planificación escrupulosa: todo sucede por un motivo, y en el momento adecuado. No se deja nada al azar. El relato funciona tanto más cuantas más lecturas efectúes.
Pongo «La penúltima estación» como ejemplo porque, como ya he dicho, es el relato de Víctor que más veces he leído, pero el mecanismo, el intríngulis y los resultados de las veinte vidas y muertes apasionadas que conforman Lo que significa tu nombre son similares. Ernesto vive una situación entre browniana y kafkiana, sin perder de vista el costumbrismo que impregna toda la obra del autor. Ese toque costumbrista lo lleva a efectuar un retrato memorable de tipos, profesiones y recovecos de su querida Granada. Sé que voy a soltar el topicazo del siglo, pero es inevitable no omitir el referente de Federico García Lorca en relatos como «Navajas», en los que aflora el Víctor poeta: imágenes como «un pavo real gitano en mitad de un bosque de madreselvas aflorado a la umbría» son de las que no se olvidan. Como tampoco se olvidan esos relatos de perdedores sedientos de venganza inútil, sísifos conscientes de que cargan con un adocenamiento y unas vidas mediocres que ni siquiera el crimen, el ajuste de cuentas o la violencia pura y dura podrán redimir. «Ley y moral», «El cuadro de honor» o «Serial Killers» nos muestran, con más elocuencia que docenas y docenas de artículos técnicos, las miserias humanas y morales de la crisis y quiebra de nuestro sistema socioeconómico, a la par que ponen en solfa los cimientos mismos de valores considerados inmutables por quien lee con el piloto automático puesto, como la heteronormatividad o el narrador fiable. Todo lo cual hace que las escasas excepciones a esta norma, escritas en tono supuestamente más ligero y humorístico, destaquen de manera llamativa. A «El triunfo de la voluntad» me remito. Cuesta encontrar, y no hablo solo de esta recopilación, un cuento más desquiciado, divertido, simpático y subversivo de los valores de la España profunda, casi al nivel de un Amanece, que no es poco o una película de Berlanga o Fernán-Gómez. A Rafael Azcona y Pedro Beltrán les habría encantado. Otro tanto cabe decir de «Un camarero ejemplar», que podríamos considerar un cruce entre Arsénico, por compasión y la devastadora lógica neoliberal consistente en que, si nos sales rentable, entonces nos interesa tenerte en nómina.
Con todo, debo reconocer mi debilidad por una temática en la que Víctor demuestra, relato a relato, que es uno de los mejores narradores de su generación: la ciencia ficción bélica, tanto en formato de ucronía como bajo la etiqueta de distopía o near future a secas. El historiador metido a escritor (¿desde cuándo son dos opuestos?) nos arrastra a su doble terreno, y plantea historias consistentes y emocionantes en las que sus personajes se nos muestran tan baqueteados por la vida como los de sus historias realistas. Léase «La muerte junto al río Ota» para entender que, pese al tono realista, aquí hay una solución de continuidad, en cuanto a misión, visión y objetivos, con «Las tres vidas de Julia Dumrauf», la misma poética insobornable de dolor y empatía por lo que ha sucedido en el pasado y seguro que sucederá en el futuro, seguramente tal y como él lo narra. Da igual el escenario, llámese Hiroshima, Ravensbrück o una Europa del Este asolada por una guerra más terrible aún que la de 1939. «Mammut» es una magnífica ucronía con nazis, llevada hasta límites que en España solo han hollado José Antonio del Valle o el plantel de la antología definitiva sobre el tema, Franco: Una historia alternativa; si esta se reeditara, con relatos añadidos, sin duda el de Víctor sería uno de ellos. Y «Yo, Winston» se puede equiparar sin problemas a los sospechosos habituales que se suelen citar como clásicos de la ciencia ficción española de temática bélica: Javier Cuevas o Daniel Mares.
Me dejo para el final el que considero el relato más redondo de la recopilación, y no creo casual que este libro se titule como aquel. En «Lo que significa tu nombre», Víctor lleva hasta sus últimas consecuencias toda la poética de guerras futuras, personas mediocres llevando a cabo gestas extraordinarias, amores imposibles y pasiones reprimidas. La perfección formal se une a una historia emocionante, de esas en las que el lector se descubre llevándose las manos a la cabeza, increpando al protagonista y apremiándolo para que tome la decisión que considera correcta, aun a sabiendas de que, con arreglo a la lógica interna de la narración y del conflicto interior del personaje, está tomando, más que la decisión correcta, la única decisión posible, aunque la promesa de una vida feliz se le escape de los dedos como el mercurio de un termómetro roto.
Lo que significa tu nombre
«Pienso que mi nombre es mi ser,
y que no soy
sino mi nombre».
Nire izena, Gabriel Aresti
«La palabra es más real que el objeto que representa. La palabra no representa la realidad. La palabra es la realidad».
Philip K. Dick
Navajas
Me gustaría retener en mi memoria cada detalle, cada minúsculo rincón de esta calleja empedrada; no olvidar jamás las formas que la hiedra teje mientras lame los muros de las casas de ambos lados, el reguero de orín de perro y agua con jabón que traza afluentes hacia el cauchil que es el centro de todo y de nada, las colillas aplastadas contra la acera, los buzones llenos de publicidad, el gato que nos mira desde su atalaya.
Y el olor a muerte. Sobre todo el olor a muerte.
Ha llegado el día: hoy moriré o mataré. Son las dos opciones que esa espada de Damocles a la que llamo vida me ofrece. Ya no hay posibilidad de huida: el único camino posible es hacia adelante, hacia el interior del callejón bordado de hiedra. Hacia él, mi demiurgo, mi rival, mi némesis. La razón por la que estoy aquí justo ahora, sopesando la navaja de mi bolsillo, transpirando algo más que sudor y miedo. Treinta y pocos años me contemplan; él ni siquiera ha tenido esa suerte. Es casi un niño de pecho, un chaval del extrarradio al que han tentado con cifras indecorosas. Le han prometido mucho más de lo que pueden ofrecerle, lo sé, pero no tengo la menor intención de sacarle de su error, de advertirle de que, si hoy no muere, si esta misma tarde, en este justo ahora de callejones sombríos y cuchillos puntiagudos sobrevive, no tardará mucho en ir tras de mí y de mi tumba.
Suenan las campanas de San Pedro y San Pablo. El Bajo Albaicín sonríe; es primavera y el cielo es del azul inmaculado del manto de María o de los ojos de Carmen, mi Carmen. Las cinco en punto y la navaja sigue junto a mi mano, en el bolsillo, a la espera de mis dedos para activar el resorte que la hará mortífera. Él lleva una mariposa, lo presiento; con seguridad habrá ensayado cientos de veces el movimiento de muñeca que la abre y cierra de forma presuntuosa. Sonrío: los niños de pecho morenos como él prefieren ese tipo de armas llamativas, sonoras, contundentes, febriles.
El gato salta y huye. Nuestro único testigo nos ha abandonado y, como si un árbitro imaginario nos instara a avanzar, damos un paso el uno hacia el otro. Me acerco metro y medio a San Juan de los Reyes; él, el niño moreno de la navaja de mariposa, hace lo propio hacia la Cuesta del Chapiz. Le dedico una sonrisa de soslayo, y él rectifica la posición de su cuerpo y saca pecho; un pavo real gitano en mitad de un bosque de madreselvas aflorado a la umbría. Un paso más, y piso un charco espumoso. Otro, y dejo atrás una puerta pintada de verde. El último antes del fin y quedo apenas a una zancada de unos ojos marrones que hacen temblar mi electrizada espalda.
—Esto solo merecería la pena si fuera por una mujer —le digo a media voz. El chico sonríe y pasa una lengua afilada por sus dientes.
—Dinero o mujeres, ¿qué más dará?
Me admiro de su candidez. Matar por calderilla, dejarse morir por un puñado de billetes. Intento escrutar su interior, pero sus ojos están hueros. No veo ira, ni pasión, ni siquiera un atisbo de duda. Tampoco, afortunadamente, una pizca de miedo. Saco mi mano del bolsillo y acciono el resorte de la navaja mientras él hace brillar la suya.
Empieza el baile, y sé de sobra cómo acabará la reyerta. Sin miedo no hay vida, aunque él aún no lo sabe.
El niño mueve los pies y yo me dejo llevar, siguiendo una coreografía funesta. Nuestras muñecas se desplazan de forma arrítmica; ambos sabemos que cualquier patrón que el otro adivine puede ser fatal. Amago un pinchazo en el brazo con el que sostiene el arma y él recula; tropieza un ápice. Envalentonado, carga con toda su fuerza sobre mi costado descubierto, pero la torpe maniobra acaba con mi rodilla contra sus riñones. Cae al suelo, sobre el charco y sin soltar su navaja. He podido clavar mi metal en su cuerpo, pero no lo he hecho. Él lo sabe.
—Estás a tiempo, vete ahora y vive —le escupo mientras avanzo medio paso. Él no escucha o no quiere hacerlo, y se incorpora con dificultad enarbolando el acero a la desesperada. Intenta alcanzarme en la ingle y yo detengo su ataque sin esfuerzo hundiendo la hoja de mi arma junto al omóplato. Se revuelve, pero el escorpión ya está en el interior del círculo de fuego, y vuelvo a lacerarlo con un corte limpio en el cuello, seccionando la yugular. El niño ruge, brama, grita de puro espanto, se lleva las manos de forma maquinal a la herida y deja su cuerpo desnudo ante mi furia. Le perforo el pulmón izquierdo y me retiro unos metros.
Está de rodillas y me mira sin verme. ¿Qué ves, pequeño sicario? ¿La parca recogiendo los hilos de tu existencia, esos hilos que te han guiado desde la cuna hasta este callejón en el que vas a desangrarte hasta morir? ¿Una luz, y un túnel, y unas voces familiares que te apremian a pasar al otro lado, o tal vez la nada más absoluta? Guardo la navaja y me giro, y avanzo rápido cuesta abajo hacia el Paseo de los Tristes entretanto escucho postigos que se abren y voces de viejas pidiendo auxilio. Llego al pretil sobre el Darro y arrojo como en un descuido el arma al río. Espero que te quedes ahí para siempre, vieja amiga, acunada por los matojos. Me has dado vida y has repartido muerte, una vez más. Ya no te necesito, ya no te deseo. Carmen, mi Carmen, y sus ojos azul cielo me esperan en un piso alquilado a las afueras.
Si he de huir, huiré. Es primavera, el Bajo Albaicín sonríe, y yo he elegido vivir.
El gato triste y azul
El gato azul está triste. No viajó desde su lejano planeta para esto, piensa constantemente. Observa con detenimiento los pensamientos del huésped y capta su indiferencia.
—Soy solo tu comensal, no quiero hacerte nada malo —se justifica. El otro se indigna, está francamente irritado, pone todo su empeño en expulsar al gato azul de su cerebro. El gato sigue estando triste.
—Esto no es simbiosis, ni depredación, ni parasitismo. Soy tu comensal —repite el gato, pero el otro no atiende a razones.
El gato es agredido por miles de pensamientos y, al final, hastiado, devora la cordura del huésped y un nuevo cuerpo cae, inerte, en mitad del pasillo del hotel.
El gato azul viaja a un nuevo hogar, el más cercano que encuentra. Una niña, en la habitación 112, mira absorta un canal temático de ciencia. El gato salta y se enmaraña en su pelo, inserta sus uñas en los orificios de las orejas y de los ojos. La niña, inmutable, se deja hacer con desgana. El gato no comprende, se entristece ante la lamentable condición humana.
La niña tose y se rasca la cabeza. El gato cree que ha llegado el momento de hablar.
—Soy solo tu comensal, no quiero hacerte nada malo.
La niña se levanta, se mira en el espejo y muestra una sonrisa de dientes blanquísimos.
—Eres guapo, gato. ¿Serás tú mi marido?
El gato parpadea sin comprender, pero al cabo sonríe: esto es mejor que nada, y al fin ha encontrado un espécimen que parece dispuesto a cooperar.
—Tú también eres muy guapa, niña. Pero quiero explicarte qué voy a hacerte.
—¿Me va a doler? —pregunta la niña. El gato empieza a alegrarse de su suerte. ¡Esta niña está más que dispuesta a ser su mansión!
—No, por supuesto que no.
La niña ríe con picardía.
—Antes de hacerlo quiero que te cases conmigo. Mamá dice que eso es lo correcto.
El gato ya no se alegra tanto.
—Creo que no comprendes lo que quiero decir... —empieza a susurrar, pero la niña ya está revolviendo en la maleta de sus padres, sosteniendo un pañuelo blanco de encaje y ajustando el improvisado velo sobre su cabeza.
—¿Me querrás siempre? ¿Serás mi esposo hasta que la muerte nos separe? ¿Me darás hijos sanos y fuertes? ¿Me protegerás del resto de los hombres?
El gato está empezando a dudar de la conveniencia de seguir sobre la cabeza de la chica. Aun así, considera que es menester hacer un último esfuerzo.
—Niña, necesito un cuerpo...
—Yo también necesito un cuerpo.
El gato odia que lo interrumpan con sandeces y clava sus uñas, pero las terminaciones nerviosas de la pequeña humana no reaccionan. Al contrario, el dolor que no toca a la niña golpea al gato, que casi se desvanece.
—Niña, yo...
—Quiero que me des muchos hijos. Mamá dice que es lo correcto, tener muchos hijos.
El gato no escucha, tan solo soporta el dolor mientras intenta huir.
—Y serán muy guapos, azules como tú y de pelo dorado como yo. Mamá dice que para eso vinimos a la Tierra: para procrear y mestizar. Yo creo que nuestros hijos serán unos mestizos muy guapos, ¿no crees? Me gustaría tener miles de hijos.
El gato azul, más triste de lo que ha estado jamás, piensa que, en efecto, no viajó desde su lejano planeta para esto. Definitivamente no.