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© 2017, Araceli Samudio

© 2017, de esta edición: Nova Casa Editorial

 

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Abel Carretero Ernesto

Portada

Guillermo Sandoval

María Alejandra Domínguez

Fotografía

Fernanda Salinas

Dibujos

Bianca Fernández

Maquetación

María Alejandra Domínguez

Revisión

Marta Ruiz Álvarez

Primera edición: octubre de 2017

ISBN: 978-84-17142-54-4

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

 

 

 

 

 

 

 

 

Quiero dar gracias a Dios por las bendiciones que me regala día tras día, y muy en especial, por esta oportunidad, la de hacer tangible mis letras.

No estaría aquí escribiendo esto, si no fuera por mi bella familia que tanto me apoya en mis proyectos y que son siempre los primeros en enterarse cuando una nueva historia se forja en mi mente. A mi marido, Andrés, por ser mi compañero y caminar a mi lado, por seguirme en cada locura y cada sueño, a mis hijos: Ezequiel, Lupe e Iñaki, por iluminar mi vida y por acompañarme siempre en cada nueva aventura. Y a mi madre, por apoyarme en cada camino elegido.

No puedo dejar de dar gracias a las personas que aportaron su tiempo para que esta obra brillara un poco más, a María Liz Pellegrini y a Yeri Quiroz, por regalarme un poco de sus conocimientos y experiencia, y ayudarme a pulir ciertos términos. También a mis talentosos amigos: Guillermo Sandoval, por el diseño de la portada; a Fernanda Salinas por la foto utilizada en la misma; a la profesora María Elena Cisneros por prestarnos su casa y su piano para la misma y a Bianca Fernández por los bellos dibujos de las manos que hablan al inicio de cada capítulo.

A Nova Casa Editorial, por confiar una vez más en mi trabajo y darme la oportunidad de alcanzar un sueño más, uno demasiado especial, porque esta es la primera obra que ambiento en mi país, y me hace muy feliz la posibilidad de llevar un granito de mi tierra guaraní, al mundo.

A todos los que están, estuvieron y estarán, a cada uno de mis lectores y en especial a aquellos que están muy cerca de mi corazón haciéndome llegar constantes comentarios y compartiendo conmigo su alegría y entusiasmo en mi grupo de lectores, muchas, muchísimas gracias, nada sería posible sin ustedes.

 

 

Estaba allí, recostada en esa cama de hospital. Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida; ya no tenía fuerzas y los dolores eran cada vez más insoportables. Su hija dormía en sus brazos, y a pesar de que el médico le había recomendado que descansara, no quiso hacerlo; ya tendría mucho tiempo para eso. Quería pasar sus últimos días cerca de sus seres queridos, verlos por última vez, grabar sus facciones a fuego en su alma. Creía en la vida más allá de la muerte, creía en que pronto estaría en un lugar mejor y que allí ya no habría dolores ni sufrimientos; por eso, lo que le quedaba de vida, debía aprovecharlo al máximo.

Ese mismo día, más temprano, su hijo Arandu había venido a jugar con ella. Había traído una docena de pequeños coches de juguete y los había acomodado sobre la cama. Habían imaginado carreteras con ciudades, alrededor de las cuales los cochecitos circulaban. Mientras el pequeño ideaba situaciones, ella lo miraba memorizando el color de su cabello, la pureza de su mirada. Era un buen chico, dulce y muy maduro para su edad.

—Cuando yo me vaya vas a cuidar de tu hermanita, ¿verdad? —dijo tomando su pequeña mano entre las suyas.

—¿Adónde te vas a ir? —preguntó el pequeño.

—Al cielo, junto con papá Dios y la Virgencita de Caacupé.

—¿Por qué te vas? —preguntó—. ¡Yo también quiero ir!

—Un día vas a ir y yo voy a estar esperándote. Prometeme que serás un buen chico —pidió, intentando contener las lágrimas. El chico volvió a concentrarse en mover uno de los cochecitos mientras su madre se lo imaginó convertido en un hombre guapo, trabajador, honrado.

—Sí, yo voy a cuidar a Panambí, mami —afirmó el pequeño un rato después.

Cuando su papá lo vino a buscar, trajo a su hermana pequeña consigo. El médico le había pedido que no estuviera con más de uno a la vez, así que ella besó a su chico en la frente y lo abrazó con mucha fuerza antes de despedirlo.

—Dios te bendiga, te cuide y te proteja siempre, mi bebé —agregó haciendo la señal de la cruz en la frente de su hijo.

—Ya no soy un bebé. —Se quejó el chico, y su madre sonrió.

La pequeña niña de pelo negro estaba adormilada. Su padre la colocó a un lado de la cama y ella se arrastró hasta apoyar la cabeza en el pecho materno. Cuando su padre y hermano se fueron, su madre comenzó a cantarle; le cantó como lo hacía siempre, desde el día en que nació… incluso mucho antes. A pesar de que Panambí no podía escuchar, la joven mujer siempre había insistido en cantarle, y la niña solía acomodarse cerca de su pecho, donde parecía recibir las vibraciones de la voz de su madre. Eso la calmaba y la hacía dormirse enseguida.

—Vas a ser una nena muy bonita, mi Panambí… Vas a ser muy fuerte, lo fuiste desde antes de nacer. Juntas superamos todos los obstáculos, y ahora que te miro, tan linda, tan perfecta, sé que todo valió la pena. Nunca olvides que sos la mariposita de mamá, que un día tenés que abrir tus alitas y volar. Tenés que tener una vida mejor que la que me tocó a mí; vos tenés que llegar lejos.

»Nunca te des por vencida, mi chiquita. No dejes que nadie te haga sentir diferente porque vos no sos diferente, sos especial. Vos no podés escuchar, pero las personas que te quieran sabrán escuchar tu hermoso silencio, sabrán encontrar la mejor melodía en tus ojitos brillantes, en tu sonrisa chispeante, en tu alegría y tu fortaleza. Pase lo que pase, mi bebé, no te des por vencida nunca. La vida es de los que la luchan hasta el último suspiro, mi hija. Yo me voy, pero no me quejo, y doy gracias a Dios porque me permitió quedarme un tiempo a tu lado para poder verte crecer.

Dos días después, falleció.

 

 

Era una mañana de febrero y el sol calentaba de lleno, como todos los días de verano en el país. Aunque el reloj recién marcaba las seis y media, el termómetro ya indicaba treinta y dos grados en la escala de Celsius. Eso solo auguraba un día infernal, y probablemente en la siesta, se superarían los treinta y ocho o cuarenta grados. Daniel se levantó de mal humor; era el primer día de clases en una escuela nueva, en una ciudad nueva. Su madre decidió que debían volver a la capital y se lo había comunicado un par de meses atrás, pero aquello no le sorprendió. Daniel ya intuía que, tras la muerte de su padre, su madre desearía volver a sus raíces. No era sencillo para un chico de quince años tener que dejar atrás casa, colegio y amigos e ir a vivir a un lugar completamente nuevo. Además, Daniel no era un joven particularmente extrovertido, así que la idea de hacer nuevos amigos le generaba mucha ansiedad. Luego de asearse y ponerse el uniforme de su nuevo colegio, fue a la cocina para desayunar.

—¡Buenos días! —saludó su madre entusiasmada mientras llenaba un vaso con jugo de naranja recién exprimido y se lo ponía delante—. Ahí tenés la leche, el café y el pan. ¿Querés un poco de dulce? —sonrió abriendo el refrigerador.

—No, así está bien —respondió adormilado.

—No podés ir al cole sin alimentarte bien. Tenés que comer algo más —insistió su madre.

—Sí, pero no tengo hambre —respondió Daniel.

—Ya sé, estás nervioso por conocer gente nueva, ¿verdad? —le preguntó, sentándose al lado y colocando una mano en su hombro cariñosamente. Daniel la observó: era hermosa, su pelo castaño claro caía sobre sus hombros en ondas naturales, sus ojos de color miel transmitían una mirada dulce y expresiva. Además, tenía un hoyuelo en la mejilla derecha que se le marcaba cuando sonreía, dándole una expresión única a su rostro.

Lo cierto era que Daniel la admiraba; era una mujer fuerte, decidida y valiente que amaba a su padre, y aun cuando este los dejó —y ya pasados los días normales del duelo—, su madre se había repuesto, había colocado de nuevo la sonrisa en su rostro y había salido adelante. De todas formas, el chico sabía que ella sufría, la había visto llorar por las noches o cuando observaba con tristeza, alguna de las pertenencias de su padre. Por eso decidió volver a la ciudad donde nació y se crio, para alejarse del dolor que le generaban los recuerdos en una ciudad a la que había ido exclusivamente a causa del amor. Todo eso hacía que Daniel no la juzgara, que no la odiara por obligarlo a mudarse en el peor de los momentos.

—Sí… —aceptó el chico bajando un poco la vista.

—Vas a ver que todo va a salir bien. Vos sos súper buena onda y divertido, te vas a rodear de amigos muy pronto, y de amigas también. Además, sos churro[1] —dijo su madre apretándole una mejilla.

—Mmm —murmuró Daniel sonriendo mientras apartaba la cara—. No exageres.

—Dale, terminá el desayuno y vamos, que se nos hace tarde.

Unos minutos después, Daniel y Alicia bajaron de la sexta planta del edificio en el que vivían y se dispusieron a caminar unos metros hasta el colegio.

Alicia había decidido alquilar un apartamento en el centro de la capital: Asunción. Muy poca gente vivía todavía en dicha zona, casi todos los edificios eran negocios y oficinas, por lo que el centro ya no tenía tanto movimiento de gente salvo en las mañanas y parte de las tardes. Por las noches, cuando los negocios cerraban, solo quedaban algunos restaurantes o bares abiertos; como había zonas peligrosas, no había muchas personas caminando por allí. De todas formas, Alicia había conseguido un trabajo como secretaria en una financiera, cuya oficina estaba en la zona, y como no tenían vehículo, le pareció lógico buscar un sitio en el que todo les quedase cerca y tuviesen transporte público al alcance.

Su intención no era trastornar la vida de su hijo, al que adoraba plenamente; solo quería comenzar de nuevo sin tantos recuerdos, sin que todo le abriera esa herida que aún no sanaba y que no sabía si algún día llegaría a sanar. Su marido desde hacía quince años, el gran amor de toda su vida, ya no estaba, y eso le dolía demasiado. Ella era una mujer joven, hermosa, y al encontrarse inesperadamente enfrentando la viudez, lo único que deseaba era salir adelante, por y para su hijo, que era todo lo que le quedaba de aquel gran amor.

Paulo, un amigo brasilero al que había conocido hacía muchos años en Ciudad del Este —la ciudad fronteriza y colindante con el Brasil donde vivían anteriormente—, se había mudado hacía muchos años a Asunción, y le había ayudado a conseguir el trabajo y la vivienda.

Alicia inscribió a Dani en un colegio céntrico para que pudiera ir y volver solo, pensando también en que su hijo —ya adolescente— empezara a independizarse lentamente.

—Voy a comprar una revista, ¿me esperás? —le preguntó cuando llegaron a un quiosco de revistas y diarios. Dani asintió. Su madre amaba leer revistas, libros, diarios, lo que fuera.

Mientras Alicia hojeaba las páginas de una y de otra revista, Dani se dedicó a observar la ciudad. Aún era temprano; las oficinas no abrían hasta las ocho, pero había muchos estudiantes yendo y viniendo con diferentes uniformes porque las clases empezaban entre las siete y las siete y media de la mañana. Daniel fue observando todo el lugar a cámara lenta, preguntándose si se adaptaría a tanto cambio y esperando que así fuera. Su vista se detuvo entonces en una niña de unos doce o trece años que estaba sentada a unos metros de la tienda donde estaba su madre, en una silla hecha de hierro y cables de diferentes colores muy común en el país. Llevaba un uniforme azul marino y camisa blanca y traía el pelo desaliñado, recogido en una especie de coleta. Sus ojos se movían de un lado para otro mientras parecía sumergida en el libro que estaba leyendo.

La niña de piel tostada y cabellos oscuros le pareció bonita. Una señora bastante mayor pasaba en ese momento a su lado caminando dificultosamente con un andador. Todo sucedió muy rápido: la pequeña rueda derecha del aparato se atoró en una piedra y el andador se volcó. Daniel corrió hacia el lugar y trató de estabilizar a la anciana antes de que se cayera. Otro niño de más o menos su edad, salió de algún sitio y se acercó a pasarle de nuevo el andador a la señora; entonces, ambos la ayudaron a incorporarse de nuevo. Alicia corrió hasta allí.

—Señora, ¿está bien? —le preguntó, y ella solo asintió.

—Gracias —dijo sonriendo a los dos chicos que en ese mismo momento cruzaron sus miradas. El otro niño era un poco más alto que Daniel, tenía el pelo negro, la piel morena y sus ojos oscuros eran grandes y profundos. Llevaba también uniforme: un pantalón azul marino y una camisa blanca de mangas largas remangadas hasta el codo. Daniel fijó la vista de nuevo en la niña, quien seguía absorta en su lectura.

—Si quiere puede pasar a sentarse y tomar un poco de agua —ofreció educadamente el chico señalando la pequeña tienda donde estaban las revistas.

—No, che memby, no hace falta, me tengo que ir ya. Gracias igualmente —dijo la señora dirigiéndose al chico con aquellas palabras en guaraní que significaban cariñosamente «mi hijo».

Alicia observó a Daniel, quien a su vez miraba a la niña y sonrió. Luego lo llamó tocándole el hombro y con un gesto le indicó que ya tenía su revista y que podían seguir su camino. Daniel asintió y siguieron caminando en silencio. Cuando llegaron frente al colegio Dante Alighieri, Alicia habló:

—¿Necesitás que te lleve hasta la clase? —preguntó, y él sonrió.

—No, voy solo —respondió y le dio un beso a su madre en la mejilla sin importarle si alguien lo veía, antes de adentrarse en su nuevo colegio.


[1] Guapo, lindo.

 

 

El primer día de clases resultó menos estresante de lo que Daniel esperaba; no eran demasiados chicos en su aula y pudo hacer un par de amigos enseguida. Aldo fue el primero en hablarle y le ofreció sentarse a su lado; era un chico divertido, y parecía el líder del grupo. Enseguida lo presentó a los demás que lo invitaron a jugar al fútbol en el recreo, cosa que a Daniel le gustaba mucho. También había una chica que se llamaba Antonella, de tez blanca y pelo negro, que se acercó a Dani durante la clase de italiano y se ofreció a ayudarlo en todo lo que necesitara.

El Dante Alighieri era un colegio privado y tradicional. Llevaba muchos años en el país, y algunos de los niños que asistían eran descendientes de italianos. Tenían un par de horas de italiano a la semana, cosa que a Daniel le pareció ilógico y complicado. Jamás le había dado la menor importancia a ese idioma y no entendía por qué su madre le había inscrito en ese colegio. Sus compañeros, obviamente, tenían más base que él, así que se sentía un poco perdido. Por lo demás, todo había salido bastante bien y Daniel se sentía contento.

Alicia y él quedaron en almorzar juntos en el departamento. Esa era una de las cosas que a la mujer le gustaba de estar cerca: poder encontrarse con su hijo en su hora del almuerzo y compartir anécdotas.

Daniel volvió caminando. Aldo lo acompañó un par de cuadras, pero luego siguió solo. Llegó a una esquina donde debía girar para ir a su vivienda y se encontró con el chico y la niña de la mañana. El muchacho lo saludó con la mano y Daniel le respondió de la misma manera. Entonces, la niña lo miró por primera vez y le regaló una media sonrisa. Daniel se la devolvió, pensando que tenía una sonrisa hermosa y un hoyuelo igual al de su madre.

—¿Cómo te llamás? —le preguntó el chico cuando caminaron uno al lado del otro. El quiosco de revistas quedaba cerca de ahí y a unos metros más del departamento de Daniel.

—Daniel —respondió él amablemente—. ¿Vos?

—Me llamo Arandu, pero no te rías —dijo el chico medio rezongando.

—Qué raro tu nombre —comentó Daniel—. ¿Qué significaba? No me acuerdo —agregó.

—Significa «sabio» o «inteligente» en guaraní. Mi mamá era fanática de toda nuestra cultura y demás, así que nos puso nombres en guaraní, qué le vamos a hacer. Mis compañeros me molestan todo el tiempo por eso, pero ya estoy acostumbrado. —Se encogió de hombros—. Ella se llama Panambí —dijo señalando a la niña y tocándole el hombro izquierdo.

—¡Eso sí recuerdo que significa «mariposa»! —se apresuró a decir Daniel, recordando sus lecciones de guaraní en el colegio. La niña se giró y les sonrió a ambos.

Cuando llegaron al quiosco se separaron saludándose de nuevo con las manos, y mientras Arandu hablaba con su padre, Panambí volvió a sentarse en su silla, sacando de su mochila algún libro y perdiéndose en la lectura.

Daniel llegó a su casa y subió hasta su piso. Alicia ya estaba allí y preparaba la mesa para la comida.

—¿Qué tal el primer día? Contame todo, estoy muerta de curiosidad.

—Bien —dijo Daniel saliendo del baño tras lavarse las manos mientras se sentaba a la mesa.

—¿Cómo que bien? —regañó Alicia—. Contame más.

—Y todo bien. Conocí a algunos chicos: Aldo, Miguel, Antonella. Son buena onda; lo que me cuesta es el italiano, ¿por qué me inscribiste en un colegio italiano? —aprovechó para preguntar.

—Porque es privado y está cerca. Además, es tradicional, tiene varios años y me parece que es buen colegio.

—Mmm —murmuró Daniel mientras empezaba a comer—. Vamos a ver cómo me va con eso.

—Por cierto, te inscribí a clases de piano aquí cerca con una profesora particular. Así no dejás los estudios.

—Eso me agrada —sonrió Daniel, que amaba la música y el piano, instrumento que ejecutaba desde los seis años.

Ese día por la tarde, Alicia le indicó cómo llegar hasta la clase de piano para que pudiera ir solo. Por suerte, no quedaba lejos y Daniel pudo llegar sin problemas. Su profesora era una mujer mayor de nombre Raquel, muy amable y que enseguida quedó muy entusiasmada con su talento.

A la vuelta de su clase, mientras Daniel volvía concentrado, tarareando melodías en su mente, el estruendoso sonido de una moto bocinando lo alertó. Solo a un par de pasos delante de él, a punto de cruzar la calle, estaba Panambí caminando absorta en su lectura. Daniel levantó la vista y observó que el joven que manejaba la moto no pensaba detenerse, y que si ella no lo hacía sería atropellada.

—¡Panambí! —le gritó, pero ella ni se inmutó. Entonces, Daniel corrió y la tomó del brazo con fuerza, estirándola hacia él justo cuando ella estaba por dar un paso más hacia la calle. La niña levantó la vista asustada y lo miró. El libro que traía en la mano se le había caído y había sido destruido, primero por la moto, y luego, por un par de autos que pasaron por encima—. ¿Qué pasó, Panambí? ¿No escuchaste cómo tocó la bocina el tipo ese? —preguntó Daniel respirando agitadamente. Estaban solo a una cuadra del quiosco de su padre. Ella liberó su brazo del agarre de Daniel y se lo friccionó poniendo cara de dolor—. Lo siento, no medí mi fuerza, pero vos estabas a punto de cruzar. —Se excusó el muchacho.

Panambí asintió con la cabeza y luego giró esperando para cruzar. Entonces, corrió hasta el quiosco sentándose de nuevo en su sitio y cerrando fuertemente los ojos. Daniel la observó, intentó recuperar lo que quedaba del libro y luego corrió tras ella.

—¿Qué sucedió? —preguntó Arandu cuando los vio llegar uno tras otro agitados y alterados.

—¡Tu hermana es una inconsciente, cruzó la calle sin mirar! Un tipo le tocó la bocina, pero ella no se dio cuenta y yo corrí para evitar que cruzara. Me parece que le lastimé el brazo y su libro se rompió —explicó Daniel mostrándoselo—, pero se salvó por poquito.

Arandu farfulló algo y suspiró. Luego, se acercó a Panambí, que aún tenía los ojos cerrados con fuerza. Estaban húmedos, ya que un par de lágrimas se habían escapado. Arandu le tocó el hombro y empezó a gesticular frente a ella. La niña le contestó con más gestos y señaló a Daniel; luego se secó las lágrimas con rabia, levantándose de su silla y yéndose. Arandu solo negó con la cabeza.

—¿Es sorda? —preguntó Daniel asombrado acercándose a Arandu.

—Sí —murmuró él—, pero eso no quita que sea distraída. No debería andar leyendo por las calles, tiene que estar más atenta. Yo no le pude acompañar a su clase hoy porque papá se sentía mal y me quedé en el negocio mientras él iba al hospital, pero no la suelo dejar ir sola.

—¿Adónde fue ahora? —preguntó Daniel.

—No lo sé. Supongo que a la plaza que está al lado del Panteón de los Héroes. Siempre va ahí cuando se enoja.

Daniel se despidió de Arandu y le dijo que iría a buscarla. Este agradeció el gesto, ya que él no podía dejar el negocio. Daniel caminó sintiéndose culpable; la había tratado rudamente cuando ella en verdad no había oído la bocina.

El Panteón de los Héroes era el mausoleo de la patria donde reposaban los restos mortales de algunos héroes nacionales. Estaba situado en el mismo centro de la ciudad de Asunción y lo rodeaban varias plazas. Cuando Daniel vislumbró la figura de Panambí sentada en un banco debajo de un árbol en una de las plazas contiguas, se acercó con cuidado a ella. Por primera vez no estaba leyendo; estaba agachada mirando sus pies, mientras que con una ramita hacía dibujos en la arena.

—Hola —dijo Daniel, y un segundo después recordó que ella no escuchaba. Se sintió un poco tonto. La tocó en el hombro con suavidad y levantó la vista—. Hola —repitió agitando una mano.

Ella entonces bajó de nuevo la cabeza y escribió en la arena:

«Hola, tonto». Daniel sonrió mientras se sentaba a su lado y se preguntaba cómo hablarle. Ella lo miró expectante, y entonces él recordó que traía una mochila con el libro y un cuaderno que utilizaba en las clases de piano. Sacó el cuaderno, lo abrió en una página en blanco y escribió:

«Siento haberte lastimado. No sabía que no podías oír». Ella lo leyó, y luego con la mirada le preguntó si podía escribir. Él le pasó el cuaderno.

«No es tu culpa. Gracias por salvarme la vida. Solo me asusté». Daniel pensó que su letra era perfecta, más hermosa incluso que la de la maestra Sofía, una de sus maestras favoritas del cuarto grado.

«¿Querés ir a merendar a casa?». Se encontró escribiendo en el cuaderno.

«¿Tu mamá no se enojará?». Preguntó ella.

«¡Claro que no!». Sonrió él mientras negaba con la cabeza.

«Hay que avisar a Arandu, porque si no se va a enojar». Escribió ella.

—Vamos —contestó él haciendo un gesto de la mano y asintiendo antes de guardar de nuevo el cuaderno en la mochila. Caminaron en silencio hasta el quiosco; entonces, Daniel le explicó a Arandu que le había invitado a su hermana a merendar a su casa para que le perdonase por haberle lastimado el brazo. A Arandu no le gustó demasiado la idea porque no conocía del todo al chico, pero no parecía mala persona. Daniel le indicó que vivía en un edificio a unas cuadras y que él mismo la traería un poco más tarde, y Arandu terminó asintiendo.

 

 

Mientras caminaban en silencio, Panambí se preguntaba por qué ese chico la había invitado a merendar y si acaso eso era una especie de cita. Ella era una chica soñadora que amaba leer historias de amor y soñaba con encontrar un día a su propio príncipe azul, uno como el de las novelas que le gustaba leer. Daniel le resultaba guapo: su cabello negro, sus ojos verdes y la piel blanca hacían una combinación hermosa y un tanto exótica. Panambí se encontraba pensando si acaso él podría ser el chico de sus sueños. Normalmente, nadie que no tuviera discapacidad auditiva se acercaba a ella, ni siquiera los compañeros de su hermano, y el hecho de que Daniel lo hubiera hecho significaba mucho para ella.

Cuando subieron al ascensor, la niña se sintió nerviosa. Había leído sobre ese aparato, pero jamás había estado en uno. Vivía en una pequeña habitación que su papá alquilaba cerca del quiosco y que más bien era un salón comercial.

—¿Tenés miedo? —le preguntó Daniel mirándola, y ella asintió—. Tranquila, no pasa nada —sonrió, y su sonrisa le dio calma a Panambí.

Cuando llegaron, Daniel abrió la puerta y entró. Ella le siguió y observó el lugar; no era grande, pero definitivamente era mucho más amplio que su casa. Tenía una cocina con muchas cosas y un sillón situado frente a un televisor de pantalla plana que a Panambí le pareció enorme. Había dos puertas a la derecha que supuso conducían a las habitaciones.

Daniel caminó hasta la cocina. Tomó una bandeja, puso dos tazas que llenó con leche que sacó del refrigerador y colocó en el medio: café, chocolate en polvo y un azucarero. Además, vertió algunas galletitas dulces en un plato hondo y lo situó en el centro de la bandeja. Luego le hizo señas para que lo siguiera y la llevó a su habitación. Dejó la bandeja en una mesa al lado de la cama y caminó hasta un pizarrón de acrílico que se encontraba en una de las paredes. Tomó un pincel negro y escribió:

«Creo que acá podemos comunicarnos más fácilmente».

Panambí sonrió, y Daniel volvió a sentarse en la cama para merendar. Comieron en silencio, y después de terminar Panambí se dirigió hacia la pizarra y escribió:

«Sos muy bueno, gracias por todo. Tu casa es muy hermosa».

«Gracias. Entonces, ¿te gusta mucho leer?». Escribió él.

«Sí, me encanta. Leo todo lo que cae en mis manos: libros, revistas, diarios, caricaturas, lo que sea».

«¿Cuántos años tenés?». Preguntó él.

«Catorce, ¿vos?». Escribió ella.

«Quince».

La miró, y entonces borró el pizarrón para escribir algo más en él.

«Soy de Ciudad del Este. Me mudé aquí hace poco, cuando murió mi papá hace seis meses; mi mamá era de acá y quiso volver. No conozco a mucha gente aún, solo hice algunos amigos en el cole. ¿Querés ser mi amiga?». Se giró y la observó leer mientras sonreía. Ella asintió, y entonces él volvió a escribir. «¿Podés enseñarme a hablar con señas?». Y ella volvió a asentir entusiasmada.

Así fue cómo se inició una relación que marcaría la vida de ambos por el resto de sus días. Los chicos se quedaron un rato más conversando a través de aquella pizarra que pronto se convirtió en su gran aliada. Entonces, Dani se enteró de que la madre de Arandu y Panambí había fallecido cuando ella tenía cuatro años, y que a la niña le dolía el hecho de ya no recordar su rostro. Quiso saber más de su historia, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y no insistió. También supo que iba a la escuela de sordos desde pequeña y a la escuela regular desde ese año, ya que a su padre le parecía muy importante que se relacionara con toda clase de personas. Él creía que el mundo no era para estar separados, sino juntos.

Daniel pudo entender que ella tenía amigos, pero en su mayoría pertenecían a la escuela de sordos y en su nueva escuela nadie le faltaba al respeto, pero tampoco se le acercaban; de hecho, no sabían cómo hacerlo.

El chico le contó algunos detalles sobre sus amigos y su vida en Ciudad del Este y le hizo un dibujo sobre cómo era su casa allá. Ella sonrió y lo observó entusiasmada. Cuando se hizo un poco más tarde, Daniel escuchó a su madre llegar; entonces, salió a recibirla y le contó que estaba con una amiga. A Alicia le pareció extraño, pero pasó a saludar. Reconoció a la niña del quiosco con solo verla y le pareció muy bonita. Daniel le comentó que no podía oír y le enseñó a saludarla en lengua de señas. Panambí y Alicia sonrieron y se saludaron. Daniel había aprendido eso hacía solo un rato.

Al final de la tarde la llevó de nuevo al quiosco. Arandu la estaría esperando y seguro que estaría preocupado. Cuando los vio llegar se alegró de ver a su hermana feliz; en los últimos momentos estuvo preguntándose si no se habría equivocado al dejarla ir. Su padre había vuelto cansado y se había ido a la cama sin siquiera preguntar por ella.

Panambí se despidió de Daniel y él se giró para volver a casa, pero entonces tomó su mano y lo detuvo, se puso de puntillas y le dio un tierno beso en la mejilla. Hizo unas señas que Dani no pudo entender, pero que Arandu tradujo como: «Gracias, me divertí mucho hoy». Dani sonrió y asintió.

—Decile que también pasé una tarde divertida y que quizá mañana podamos hacer algo —le pidió a Arandu, quien pensó antes de trasmitirle a su hermana el mensaje del chico.

Después, Daniel regresó a su casa muy contento, con una alegría que no había experimentado desde que llegó a Asunción o quizá desde mucho antes. Subió a su piso y entró a la casa.

—¿Qué tal es Panambí? ¿Es buena? —preguntó Alicia ingresando a su cuarto y viendo a su hijo borrar la pizarra.

—Creo que está muy sola. Es buena —respondió—. Creo que nos llevaremos bien. —Alicia sonrió, sintiéndose orgullosa de su hijo.

Esa noche, Daniel se conectó a internet y buscó en YouTube algunos videos para aprender la lengua de señas. Fue allí donde se enteró de que cada país tenía su propia lengua, así que tuvo que buscar algo que le enseñara lo que se usaba en Paraguay. Encontró algunos videos, no demasiados, pero fue suficiente para aprender a decir algunas palabras sueltas y el abecedario; después de todo, esto era como estudiar un idioma, como si él y Panambí hablaran distintos idiomas y no se entendiesen. Si tenía que aprender italiano para el nuevo colegio, ¿por qué no podría aprender a hablar en señas?

Sonrió para sí, sintiéndose feliz de haber aprendido algunas palabras y las letras. Esperaba dominar la lengua pronto, para poder comunicarse fluidamente con su nueva amiga y hablar con ella sobre cualquier tema como hacen los amigos, como hacen las personas que comparten sus pensamientos.

Panambí volvió a su casa, y junto a su hermano prepararon algo para cenar. Estaban cansados y su papá ya se había dormido. La habitación donde vivían era pequeña y muy calurosa; apenas podían pagar un ventilador de pie que soplaba más aire caliente que otra cosa, pero estaban acostumbrados y ella daba gracias a Dios por tener un techo. Muchos de sus amigos y conocidos no tenían ni siquiera eso y debían dormir en las plazas o las calles, incluso Anita, su mejor amiga, quien vivía cerca del río y a cada rato se quedaba sin casa cuando este crecía. Aquello era algo que a Panambí le parecía muy triste.

Se dio una ducha y se acostó medio mojada. Eso le hacía tolerar mejor el horrible calor húmedo de la ciudad en la cual no se podía vivir sin aire acondicionado, un aparato que para ellos era un lujo. Su padre dormía en la cama, y su hermano y ella en un colchón para cada uno que colocaban solo por las noches. Después de todo, era una habitación donde había una cama, dos colchones, una mesa pequeña con tres sillas, una cocina vieja, un lugar para lavar los platos —donde también lavaban ropa a mano— y el refrigerador pequeño que no siempre funcionaba, y cuando no lo hacía, debían usar una conservadora que tenían al lado y ponerle hielo.

Esa era su vida, pero ella no se quejaba. Amaba a su padre y a su hermano y sabía el sacrificio que ambos hacían por ella. Su padre trabajaba duro para que nada les faltara económicamente, y su hermano, era como su protector, la acompañaba a la escuela de sordos y a todos lados, para que no fuera sola. A pesar de ser solo tres años mayor que ella, la cuidaba como si fuera su padre.

Tomó el rosario que guardaba siempre en su bolsillo, el que había pertenecido a su madre, que era fiel devota de la Virgen de Caacupé —patrona del Paraguay—, y se dispuso a hacer sus oraciones antes de dormir. Esa noche rezaría también por Daniel; daría las gracias por su existencia, porque estuvo allí para salvarle la vida y porque la hizo reír. Pidió por él y por su madre, para que fueran felices y tuvieran una buena vida; pidió también por el alma del padre de Dani y por la de su propia madre, como todas las noches, y luego se durmió.