Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor especializado en novela negra y policíaca desde que en 1979 publicó Aprende y calla. En 1980 recibió el premio Círculo del Crimen por Prótesis. Posteriormente, ha escrito numerosas obras del género que han sido galardonadas, como Si es o no es (con el Deutsche Krimi Preis International a la mejor novela policíaca publicada en Alemania), Barcelona connection y El hombre de la navaja (las dos con premios Hammett concedidos por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos), Bellísimas personas (que, además del Hammett, también obtuvo el premio Ateneo de Sevilla) o De todo corazón (premio Alfons el Magnànim). Además, ha recibido el prestigioso premio Pepe Carvalho, en el festival BCNegra, que galardona toda una trayectoria —con ya más de un centenar de novelas—. Ha escrito también género erótico y novela infantil, donde, juntamente con Jaume Ribera, ha creado el personaje de Flanagan, cuya primera novela, No pidas sardinas fuera de temporada, recibió el Premio Nacional de Literatura Juvenil.
En la avenida del Tibidabo, por donde circula el viejo Tramvia Blau entre imponentes mansiones modernistas, se encuentra el Harén, un exclusivo prostíbulo, muy popular ya en tiempos del franquismo: el más lujoso de la ciudad, con puertas doradas, cámaras de vigilancia, vitrales de colores, cortinajes y tapices, y repleto de refugios, con salas clandestinas y pasadizos secretos. Tan secretos como los misterios que esconden también muchos de sus protagonistas.
Y es que Mili Santamarta, histriónico personaje y único heredero de la saga familiar y regente del club, recibe la terrible noticia del hallazgo del cuerpo de su madre, asesinada con dos tiros en la nuca. Junto con Sancha, su madre adoptiva y mano derecha del burdel —y también traumatizada por la muerte de su hijo años atrás—, emprenden un largo camino para aclarar los hechos y encontrar una verdad que, alfinal, supondrá una caja de sorpresas, con desaparecidos, traficantes de mujeres, listas inesperadas, sectas satánicas, rituales de vudú, clubes sadomasoquistas… y muchos muertos.
Con esta novela, la voz imperecedera de Andreu Martín vuelve con una dura historia, violenta, pero con buenas dosis de ironía y humor, con giros constantes que inyectan un ritmo vertiginoso en el que apenas queda espacio para la pausa, y ahí el lector se convierte casi en un personaje más dentro de una trama donde cada detalle cuenta.
EL HARÉN DEL TIBIDABO
Primera edición: setiembre de 2017
Para Josep Forment, siempre con nosotros
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© Juan Bas, 2017
© de la presente edición, 2017, Editorial Alrevés, S.L.
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ISBN: 978-84-17077-29-7
Código IBIC: FF
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A los vascos cuya decencia les hizo superar el miedo y no miraron hacia otro
lado ni alimentaron el odio durante los años de plomo
Poder matar a quien quieras cuando quieras. Hay tanta gente que posee este poder. Los generales, los enfermeros, los conductores de tranvía que circulan demasiado deprisa. No hay nada más banal que un homicidio. Está al alcance de todo el mundo. Y no siempre hace falta un motivo. Más bien se trata de un estado de ánimo. Un deseo.
Raphaël Jerusalmy,
Salvar a Mozart
Ay, por favor, vosotros decid lo que queráis, pero anda que no es difícil empezar a escribir una novela. Tenía la idea de abrir el relato cuando yo estaba hablando con un posible cliente ruboroso y calvo y Sancha golpeó la puerta con los nudillos para avisarme de que venía a verme la policía, qué horror. Pero entonces piensas que antes deberás situar al lector para que sepa dónde estábamos, de dónde veníamos, adónde íbamos, y se te ocurre que, si esto fuera una película, empezaría con un coche de la policía subiendo Balmes arriba, en dirección al Harén.
Un coche de policía, de los Mossos, con sus lucecitas azules en el techo y aquellas letras y distintivos por todas partes, para que quedara bien claro que eran policías.
La calle Balmes es una vía muy importante de Barcelona, que une el centro centrísimo de Pelayo y plaza de Catalunya con la zona alta de la ciudad. Desemboca en la plaza de John F. Kennedy, donde está la prestigiosa Universidad Ramon Llull rodeada por los jardines novecentistas de la Tamarita y de donde arranca la amplia avenida del Tibidabo, por donde circula el viejo Tranvía Azul, tan querido por los turistas. A un lado y a otro, mansiones modernistas espectaculares, como La Rotonda, de Ruiz y Casamitjana, que fue sucesivamente restaurante, hotel, manicomio y ruina vergonzosa. Se pueden contemplar obras de arquitectos como Puig i Cadafalch, Rubió i Bellver o Enric Sagnier, que han servido de residencia a personalidades como el compositor Enric Granados, o el famoso doctor Andreu, el de las pastillas para la tos, que fue el creador de esta urbanización selecta y elitista.
En el número 15, durante la guerra, estuvo ubicada la embajada de la Unión Soviética, de la que dicen que todavía se conserva un siniestro bunker subterráneo.
Es un edificio neogótico, modernista y de un romántico enloquecido, con muros de roca, ventanas ojivales, vitrales de catedral, almenas y gárgolas terroríficas. Perteneció al marqués de Maimó, como lo demuestra el escudo heráldico que hay tallado en piedra sobre la majestuosa puerta principal: tres estrellas de oro en triángulo y bordura de ocho piezas de oro con el lema «Hic et Nunc». Y ahora ya me parece que me estoy enrollando demasiado porque, os recuerdo que solo quería empezar in medias res cuando estaba hablando con el cliente calvo y ruboroso, pero una vez te has liado ya no hay manera de parar.
O sea que en ese caserón siniestro vivía, antes de la guerra civil, el marqués de Maimó con su mujer, su suegra y sus hijas. Cuando los anarquistas se hicieron con el poder e iniciaron la revolución, la familia Maimó tuvo que huir a Francia, el edificio quedó confiscado y allí se instaló con todo lujo la embajada soviética. En el 39, Franco ganó la guerra, entre otras cosas gracias a las armas que pudo comprar con el dinero del marqués de Maimó, y este pudo regresar a su casa. Pero no lo hizo acompañado de su familia. Llegó sin mujer, sin hijas ni suegra, que por lo visto se habían perdido por el camino, nadie sabe cómo. Iban con él dos mujeres de cierta edad que respondían a los nombres de Dulce y Bombón. Con ellas, el palacio quiso convertirse en una casa de tolerancia como las que existían antes de la guerra, con pianista fijo y tertulia de artistas e intelectuales, y casi lo consiguió con el apoyo de las autoridades de la época, que siempre eran muy bien recibidas. Lo llamaron el Harén y se hizo muy popular en los primeros tiempos del franquismo, cuando la iglesia todavía era bastante tolerante con los gustos cuarteleros de los vencedores.
Mi madre me contaba que la abuela Remei, que se sabe que murió de excesos, era hija de una de las dos, de Dulce o de Bombón, no se sabe muy bien de cuál de ellas, que heredaron el Harén cuando murió el marqués de Maimó.
Hoy, en las cocheras, que ocupaban la parte baja, se encuentra el restaurante Dulzón (contracción de Dulce y Bombón), y ya oigo a más de uno que exclama «¡Ah, sí, ahora ya sé donde está!». Bueno, pues fue allí, aquí, precisamente aquí, donde se detuvo el coche de la policía del que os hablaba.
Y dos agentes, de uniforme para dejar claro que eran policías, donde tendría que haber un puente levadizo encontraron una minúscula verja que les dio acceso a un jardín donde apenas habría cabido un bosque de bonsáis. Avanzaron por el caminito de grava, subieron los tres escalones que les separaban de la imponente puerta de teca repujada y decorada con aldaba de bronce. Pulsaron el botón del videoportero.
—Quién es? —la voz insípida de Sancha.
—Policía. Mossos d’Esquadra.
Se abrió el portillo inscrito en el portal de arco de medio punto. Accedieron al vestíbulo majestuoso con escalinata ascendente bajo la cual brillaba la puerta dorada de un ascensor. Supongo que se quedaron extasiados ante los vitrales de colores, los cortinajes, los tapices y el pavimento de dibujos geométricos.
Y, ahora sí, ya podemos trasladarnos al Despacho de Recibir del primer piso, donde yo estaba hablando con el cliente calvo y ruboroso.
—Comprendo que mientas —le estaba diciendo—, porque la situación es muy poco airosa, pero afortunadamente no consigues engañarme. Me has dicho que no es la primera vez que buscas compañía de pago, pero tu rubor, tu mirada huidiza y ese movimiento continuo de los dedos y de los pies me hace pensar que sí es la primera vez. No importa. Siempre hay una primera vez para todo. Me has dicho que no estás casado, pero cuando te lo he preguntado te has tocado el dedo anular de la mano derecha. Te habías quitado la sortija, pero tu inseguridad ha hecho que lo comprobaras inconscientemente. O sea, que estás casado. Y no eres de Cataluña, porque en Cataluña la alianza se lleva en la izquierda y no en la derecha. Me has dicho también que has venido aquí por consejo de mi amigo el Príncipe, pero ¿sabes una cosa? A mi amigo el Príncipe le encanta venir al Harén, no pierde ocasión de acercarse por aquí para saludarme y tú habrías sido una buena excusa para hacerlo, si hubiera sabido que venías. Si no ha venido es porque no se lo has dicho, y si no se lo has dicho es porque no quieres compartir con nadie esta primera ocasión, esto es, debes de tener miedo y un hombre en estas circunstancias solo suele tener miedo de no cumplir, lo cual me hace pensar en problemas de erección. Perdona que te hable así, pero soy como un médico, tengo que saberlo todo para poder diagnosticar correctamente. Ahora, si me equivoco en algo, corrígeme.
El hombre ruboroso negó con la cabeza tan enérgicamente que, si no hubiera sido calvo, se habría despeinado. Sonreí por tranquilizarlo.
—No tengas miedo. Te buscaré una acompañante ideal. Pero ahora no está aquí. Tengo que telefonearlo y llegará en quince minutos. De momento, te quedarás aquí, en el salón de al lado, tomando algo, con un par de acompañantes con las que podrás hacer lo que quieras, y hablar de lo que quieras. Son dos chicas excepcionales, las dos con título universitario, y bellísimas, pero te recomiendo que te reserves para la especialista que va a venir, porque te cambiará la vida.
Oí que se acercaba el taloneo nervioso de Sancha y se abrió un resquicio en la puerta para que pudiera verle uno de los ojos y solo una comisura de la boca.
—La policía —dijo en un susurro.
El ojo que vi, azul marino, estaba hinchado, colorado y humedecido por el llanto. Eso era insólito, Sancha llorando, me hizo retroceder muchos años atrás, hasta la época terrible en que Sancha todavía lloraba, y me causó una especie de temblor y dolor de cabeza.
—Perdone, pero tengo que cortar. Se acaba de abrir una grieta en el techo y me parece que la casa está a punto de caer sobre nuestras cabezas. Sancha, por favor, ¿quieres hacerte cargo del señor? Que se espere en la Pinacoteca con Nuri y Selena, y avisa a Nataly, que venga. Perdone, pero tengo que salir corriendo.
Salí corriendo de verdad, porque tenía que cambiarme de ropa para hablar con la policía. Junto al Despacho de Recibir, tengo un baño y un poco de vestuario. Por el camino, me arranqué las pestañas, tiré los zapatos de tacón a dos rincones del cuarto y me quité el vestido por los pies en dos brazadas y un sinuoso movimiento de caderas. Me lavé la cara frotando como un desesperado para quitarme el maquillaje, aunque sabía que no lo conseguiría del todo. «Bueno —pensé—, que se jodan, estoy en mi casa y puedo hacer lo que se me antoje.» Me puse un jersey que entraba por la cabeza, pim pam, y los pantalones, con tirantes. Y unas pantuflas de andar por casa.
Me miré al espejo. Cada día más viejo. Mi aspecto era un poco grotesco, con restos de maquillaje, porque a lo mejor tendría que haber utilizado toallitas húmedas, y ese bigotazo de mexicano, que no sé qué estaba esperando para afeitármelo, pero ¿cuándo no es grotesco mi aspecto? «Que se jodan.»
Bajé por la escalinata —porque la salita de recibir está en el primer piso— relajado y natural, indiferente a la opinión que pudieran tener de mí los agentes que me aguardaban. No me importaba. Eso que los franceses llaman souple, ¿sabéis lo que quiero decir? Como la actriz de musical antes de arrancar su número de lucimiento.
Me encantaron las miradas de sorpresa y estupor de los policías en medio de la decoración del vestíbulo. Esplendorosa e iridiscente lámpara de lágrimas de cristal y los tapices de las paredes, que representan respectivamente el Edén y un harén. El Paraíso de Adam y Eva desnudos, con infinidad de animales y el terrorífico Demonio Serpiente agazapado entre las manzanas. Y mi preferido, el harén con odaliscas y eunucos donde, de pequeño, descubrí medio escondidos en un rincón a la mujer de rodillas y al hombre en pie; o, detrás de la columna, la mujer inclinada hacia delante y el hombre detrás; y en aquel diván, las dos mujeres entrelazadas.
—Buenos días, ¿qué desean?
Eran dos personas muy guapas. Precioso él, preciosa ella. Qué gozada. Iban de uniforme, que les caía de maravilla. Él era alto, delgado y fuerte, de rostro huesudo, anguloso, y ojos de mirada intensa y tierna, como maquillados. Ella era frágil como una muñeca, y me hizo pensar que su única misión en la policía consistía en hacer lo que estaba haciendo en aquel preciso momento: sonreír compasiva, mirar a los ojos, fruncir los párpados para demostrar que compartía sentimientos con la persona que tenía ante sí.
Estaban serios como portadores de malas noticias que eran. Hicieron que me sintiera trastornado de repente. Les pedí que me acompañaran a la sala que llamamos Regia o De las Orgías. Avanzamos sobre el deshilachado y valiosísimo kílim multicolor y pasamos por entre las vitrinas donde se exponía la colección de exquisitas deidades hindúes en delicadas posiciones sexuales. La decoración había sido cosa de mi madre, que tenía un gusto particular, aunque ella siempre lo atribuía a nuestros visitantes: «A los clientes les gusta», decía. Era a ella a quien gustaba.
Nos sentamos en uno de los tresillos.
—Ustedes dirán.
—Usted es Emilio Santamarta Santamarta? —preguntó el agente macho, como portavoz del binomio. Sonreí de esa forma que deslumbra a todo el mundo. «Relájate, Mili.» Dije:
—Santamarta Santamarta, sí, ya sé que hace gracia, pero es que mi abuela Remei era madre soltera, igual que mi madre, porque las dos eran trabajadoras del sexo, que entonces se llamaban «obreras del sexo»...
—Bueno, ahora todo eso no importa, señor...
—Pues claro que importa. Permítame que le cuente...
—Venimos para hablar…
—Perdóneme un momento, que estoy en mi casa. Le estaba diciendo que mi abuela Remei se apellidaba Fabián Santamarta, Remei Fabián Santamarta, pero el abuelo Ildefonso Fabián se fue, las abandonó, a ella y a su madre, mi bisabuela, de forma que ella, de mayor, en los años cincuenta, se hizo cambiar el apellido y se puso Santamarta Santamarta, dos veces el apellido de la madre, para borrar de su existencia la presencia de aquel cabrón de hombre, ¿comprenden? Y cuando tuvo a mi mamá, como no sabía quién era el padre, le puso sus dos apellidos, Santamarta Santamarta. Y mi madre, cuando me tuvo a mí, hizo lo mismo: Emilio Santamarta Santamarta...
Es muy difícil comunicar una noticia como la que me traían los dos agentes y será por eso que no se atrevían a interrumpirme. Abrumados por mi palique, intercambiaban miradas de angustia suplicándose mutuamente: «Díselo tú».
—Señor, le traemos malas noticias —intervino finalmente el agente hembra.
—Eso ya me lo han dicho antes —repliqué, y callé porque ya no podía esquivar el disgusto por más tiempo.
—¿Cuál es la última noticia que tuvo de su madre, señor Santamarta?
Ay, qué pregunta tan directa y tan impertinente, por favor. Casi me corta la respiración. Bueno, contestaré porque se trata de la policía, que si no de qué.
—Se fue —dije, muy afectado—. Con un cliente. Hace once años. Yo tenía dieciocho. En el 2006. —Aguanto firme, pero me estoy angustiando tanto y tanto que puedo ponerme a chillar de un momento al otro—. ¿Por qué me lo preguntan?
—Ayer —dice el agente macho, solemne—, en el jardín de un chalé de Santa Anna de Costa, en el Maresme, encontraron enterrados los restos humanos de una mujer.
—Ay, por favor.
—Según el forense, debe de hacer unos diez o once años que estaba allí. La hemos identificado como Emilia Santamarta Santamarta...
—Ay, no, por favor.
—... porque llevaba la documentación en un bolso mano que enterraron a su lado.
—Por favor, por favor, por favor.
—Lamento comunicarle que los primeros estudios forenses indican que fue asesinada. Le dispararon dos tiros en la nuca.
Yo, destrozado, destrozado, pero lo que se dice destrozado del todo. Me rodaba la cabeza. Me dije: «No chilles». En el fondo lo sospechaba. Mamá no podía haberme abandonado así como así. Mamá era buena, me quería. Por favor, por favor. Aquellos dos agentes tenían que encontrarse superincómodos ante un espantapájaros ridículo y grotesco que lloraba sobre restos de maquillaje como un patético payaso triste. Me di cuenta de que el policía macho experimentaba la necesidad de agarrarme la mano para transmitirme su consuelo, pero se reprimía porque era macho, policía e iba de uniforme. «Mamá me quería, no me abandonó, la mataron, y eso yo ya hace años que lo presentía y no se lo dije a nadie porque me daba vergüenza.» Se me escapaban las lágrimas. Soy un llorón de mierda. «No chilles, por el amor de Dios, no chilles.» Sobre todo, que no se me escapase la pluma, por favor, por favor, que no se me escapase la pluma. Estaba llorando y me temblaba la barbilla como si estuviera en mi último estertor. Pedía que me perdonaran, «Perdonen, perdonen», trataba de mantenerme firme, «¿Tenemos que hablar de algo más?, ¿tienen algo más que decirme, o, o...?»
Los dos policías estaban muy preocupados por mí, alargaban los brazos hacia delante por si me caía del tresillo, ponían cara de alarma y me decían que no, que no, que ya hablaríamos otro día, a lo mejor mañana, en la Ciudad de la Justicia, cuando fuera a identificar los restos, «¿Tendré que identificar los restos? Ay, que me caigo», «Ay, que se cae».
—¿Mañana?
—Sí, ¿le parece bien? ¿Mañana, a media mañana?
—Sí, sí, claro.
—¿En la Ciudad de la Justicia?
Grité:
—¡Sancha! ¡Sancha, ven un momento!
Llegó Sancha, con esa expresión de tribulación estándar que igual le vale para darte el pésame como para lamentar que se te haya roto una uña.
—Pobre Mili —iba diciendo—. Pobre Mili.
Ya no quedaba rastro de llanto en sus ojos azul marino.
—Toma nota de lo que dicen estos agentes —le pedí mientras me retorcía por dentro y un poco por fuera—. Mañana, en la Ciudad de la Justicia. Y me lo recordarás, que yo no sé donde tengo la cabeza. Y dile a Maragda que venga, que la necesito.
—Ahora está con un cliente... —quiso advertirme Sancha. —Que venga ahora mismo —repetí con la mandíbula rígida—. Que deje lo que está haciendo y que venga ahora mismo —a punto de explotar—. Que baje a la Sala Húmeda.
Sancha recurrió a la radio de uso interno.
Yo, aniquilado, no podía mantenerme impasible ante los policías, así que me despedí moviendo los brazos delante de la cara como si me abriera paso en medio de una jungla de telarañas. Pasé al vestíbulo, me metí en el ascensor de puertas doradas y pulsé el botón del sótano. Estaba temblando de furia. Me estaba transformando en míster Hyde.
Maragda vino a buscarme a las puertas de la Sala Húmeda. Había interrumpido su trabajo y bajaba, encantadora, apenas vestida con tanga y sujetador de color rojo, licra y encaje. Era menuda pero abundante, de las más sexis del catálogo, nariz un poco aguileña, cabellera oscura y una combinación de mirada y sonrisa tan enigmáticas como prometedoras. Solo ella sabía cómo ayudarme en la depresión. Enseguida vio que no me aguantaba en pie y me sirvió de apoyo hasta el interior de aquella sala amplia, de paredes de pizarra negra, con piscina, jacuzzi y una lluvia continua, tibia y relajante.
En cuanto traspasamos el umbral, cuando mi acompañante me soltaba para cerrar la puerta y la vi desprevenida, la sujeté del brazo y, con todas mis fuerzas, que eran pocas, la hice caer al suelo insultándola con rabia. Quería hacerle daño. La llamé «malnacida» y «cabrona», porque en esta casa nunca se usó «hijo de puta» o «hija de puta» como insulto. Mi madre era una hija de puta y yo soy hijo de puta y hemos procurado muchos beneficios a la sociedad y hemos hecho ganar mucho dinero a la gente, o sea que aquí ser hijo de una puta no tiene que ofender nadie. Es una expresión que ni siquiera existe. Aun así, no os voy a engañar, estas palabras también vibraban en la punta de mi lengua. «Malnacida, cabrona, ¿qué coño te has creído, desgraciada?», y fui a por ella con la intención de tirarla a la piscina a patadas. Pero resbalé, porque el agua que caía constantemente del techo formaba una fina capa sobre el suelo de pizarra, y estuve a punto de perder el equilibrio, pobre payaso inepto; y ella, que ya se esperaba mi ataque, había sabido parar el golpe, había rodado con violencia y, transfigurada en animal satánico, mezcla de anaconda y pantera, se puso en pie de un salto. Su cabellera desplegada detrás la cabeza, como la capucha de la cobra real cuando ataca; la boca abierta para mostrar sus dientes apretados, dispuesta a clavármelos en la yugular; sus ojos encendidos por toda la maldad del infierno. Pegó un salto prodigioso, irreal, acróbata de tanga y sujetador rojos, licra y encaje, y vino disparada contra mí como una bala de cañón. Era experta en no sé qué arte marcial, y eso la hacía invencible. Esquivó mi puñetazo y me golpeó el costado izquierdo. Cuando retrocedí, encorvado, giró sobre sí misma como una bailarina y me clavó el pie en el estómago. Me encogí con un sollozo de desesperación que culminó en un llanto feroz y ella, sin piedad, me llamó «desagradecido, desgraciado» y me castigó el rostro con los puños. Tenía los huesos de sus dedos duros, como de hierro.
Maragda, hace unos años, fue violada brutalmente por unos vándalos de la calle y carga con un rencor que crece y crece con cada hombre que atiende. Siempre me pregunto cómo puede proporcionar tanto placer a personas a las que odia. Siempre me pregunto si me odia a mí tanto como a los otros hombres.
Manoteamos el aire a toda velocidad, entrechocando los brazos, yo para sujetarla, o para alejarla, ella para clavarme los puños con saña, nos mostrábamos los dientes, nos mirábamos con odio mientras yo pensaba «estúpido, idiota, mamarracho, asqueroso». Pude agarrarla de la muñeca y envié mi mano abierta contra su mejilla, la mano abierta, no el puño, que no hay para tanto, «abre el puño, imbécil»; le planté la mano en la mejilla con un chasquido parecido a un disparo de pistola. Giró como una peonza y quedó de espaldas a mí. Me abalancé para agarrarla de los pelos y Maragda, en lugar de esquivarme alejándose, se me arrimó, chocando contra mi pecho, y neutralizó mis intenciones. Tan cerca como tenía aquellos pechos de valquiria, tan fácil como sería aporrearlos y machucarlos para hacer que se arrodillara a mis pies, pero reprimí las ganas porque no valía, porque los genitales y las tetas eran intocables. Conseguí agarrarle de los cabellos y ella supo clavarme el codo en el pómulo, no en la nariz, porque calculaba mucho sus golpes y sabía que un codo en la nariz provoca sangre y excesivos estragos, pero fue un golpe cegador que me hizo retroceder, y siguió un revés limpio que me volvió la cara, y el puño en la boca del estómago, definitivo como una estocada en el corazón.
Me quedé sin aire ni visión, mis pulmones reducidos a la medida de pasas secas; caí atrás y resbalé sobre el piso mojado, ahogándome y boqueando como un pescado al borde de la muerte, insultándome con toda la crueldad de mi corazón. «Ridículo payaso estúpido.»
A veces me parece que Maragda se hace daño al ejercer esta profesión y le propongo que no atienda a más clientes, que colabore en el área de administración de la empresa. Sancha necesita ayuda. Pero Maragda siempre se ha negado a ello. Una vez me dijo: «Me gusta ver a los hombres ridículos y humillados y no hay hombre más ridículo y humillado que aquel vencido por el sexo».
Antes de que pudiera pensar en recuperar la verticalidad sobre el pavimento chapoteante, el cuerpo de Maragda cayó sobre mí con impacto de meteorito. Era un cuerpo menudo, pero me aplastó como el alud que baja de la montaña. Me encontré sin respiración, los ojos fuera de las órbitas, vencido e impotente, vaciándome en un llanto infantil y humillante. Maragda me tapó la boca con la suya y llenó mis pulmones con su aliento, me insufló vida antes de meterme la lengua y acariciarme las encías mientras unas manos expertas y expeditivas me iban desabrochando la ropa pegada al cuerpo.
En el instante siguiente, yo aflojaba los músculos y apagaba la electricidad que me crispaba los nervios. Con los ojos cerrados, dejé que hiciera. Yo gemía con ansia y ella rugía un sonido inhumano que expulsaba al mismo tiempo por la boca y la nariz. Me descolgó los tirantes para quitarme los pantalones y me envolvió en placer. Los dedos, los labios, el roce de su cuerpo, el abrazo, el aliento, caricias, masajes, la mezcla de deleite y dolor me galvaniza, crea una confusión de sollozos y risas en mi garganta dolorida, uno de esos instantes de los que no querrías salir nunca más, momentos sublimes, irrepetibles aunque conocidos, que culminan, al abrir los ojos, en una visión mística del mundo.
Todo lo que pasa es porque tiene que pasar. No somos más que espectadores de una vida que transcurre a toda velocidad y donde cada detalle tiene sentido y está en función del resto de detalles.
Bajo la lluvia tibia los dos, miré con emoción los ojos oscuros de Maragda, tristes y bondadosos, y fui capaz de decir:
—Es una gran noticia, Maragda. ¿Te das cuenta? —Ella no se inmutaba, atenta a mis palabras, tan bonita con sus cabellos mojados pegados al rostro, su cuerpo brillante de gotas de sudor y de lluvia—. ¿Es que no lo entiendes? Mamá no me abandonó. No me dejó. Si aquel día no volvió a casa, fue porque la mataron. Ella nunca me habría abandonado.
Se me escaparon las lágrimas, pero ya eran lágrimas limpias y limpiadoras, sanas y reparadoras, llanto sin rastro de rabia ni de rencor.
Finalmente, estaba triste pero no hundido.
No destrozado.
«Gracias, Maragda.» La abracé, nos abrazamos con fuerza.
La vida solo es soportable si puedes dar y recibir abrazos como aquel.
Nos duchamos y vestimos en mi bunker del sótano. —¿Cenamos en el Dulzón? —propuso Maragda, cuando subíamos en el ascensor de puertas doradas.
—Antes quiero hablar con Sancha.
—Tengo hambre —protestó ella.
Llamé a través de la radio de uso interno.
—¿Sancha? ¿Cómo estás?
—Bien. —Lo dijo como si le hubiera preguntado cuál era la segunda letra del abecedario.
—¿Dónde estás?
—En la Pinacoteca. Ven, que te quiero enseñar una cosa.
Maragda se había puesto un vestido blanco y vaporoso que hacía pensar en un ángel, o en una diosa griega, o una vestal, o un personaje de cuento infantil. Me emocionaba contemplarla. Presioné la mano pequeña pero fuerte, de huesos de titanio, que tenía en la mía, y entramos en la Pinacoteca, donde nos esperaba Sancha, como una estatua de cera en medio del aposento, cuerpo inanimado, foto fija que no piensa en nada. Un segundo después de que cruzáramos el umbral, recuperó la forma humana y nos miró.
La abracé con fuerza, y ella me correspondió recordándome con la presión que yo era como un hijo para ella, el sustituto de su hijo, el que tal vez su hijo podría haber sido alguna vez.
Cuando mi madre se fue, yo estaba en la cárcel. Por primera vez en mi vida. Estaba condenado a ser un delincuente juvenil. Fracaso escolar, me fumaba casi todas las clases, siempre a mi bola, no me interesaba por nada, me burlaba un poco de todo y me metía en el Harén solo para dormir y para follar. Había vivido toda mi vida en el Harén, desde pequeño, era un niño iniciado desde la infancia por un ejército de bad girls. Pobre niño desorientado. A los doce años, entre mis amigos de escuela presumía de follar día y noche, siempre que quería, con quien quería. Me echaron de la escuela. Pobre niño. Mamá me había dicho: «No robes nunca, Mili, prométeme que nunca robarás, y que no traficarás con drogas. Yo te daré todo el dinero que necesites, pero no te metas en esa clase de líos». Es fácil no robar si tienes más dinero del que puedes gastar y tu madre tiene un negocio de chicas complacientes y generosas, pero el tema de las drogas es otra cosa. Si eres el rico de la pandilla, serás quien compra la droga de todos, y droga para todos quiere decir mucha cantidad, de forma que, si te pillan, no es con una sola dosis para consumo personal, sino con un cargamento para el consumo personal de toda una cuadrilla, y a eso la poli lo llama tráfico de drogas. «No era un cargamento, eran unas cuantas dosis para consumo individual.» No coló. Mi madre nunca me había dicho nada del desahogo de la violencia, quizá porque nadie como ella sabía que no hay mejor lenitivo contra la angustia, el miedo y el dolor que provocar angustia, miedo y dolor en los otros. A eso se debe que, cuando era un chaval, me detuvieran más de una vez y más de dos por mi participación en peleas multitudinarias, por el uso de puños americanos, porras o bates de béisbol, lo que se dice vandalismo. No cuchillos, ni machetes, ni pistolas, que son herramientas de cobardes y malas personas. Llegué a hacerme famoso en el Tribunal Tutelar de Menores. Y, en cuanto cumplí los dieciocho, me trincaron con el cargamento de drogas. El juez me envió a la cárcel para hacerme un favor (dijo). Y cuando salí de la Modelo, me dicen que mamá no está, que se ha ido con un señor.
Me hundí. Entre la experiencia de la cárcel y el miedo de que mamá no volviera nunca más, mi reacción instintiva y primaria fue la de encerrarme en el Harén. Pensaba que no saldría de allí hasta que volviera mi madre. Me veo acurrucado en cualquier rincón de la mansión, viendo pasar a las chicas, y a las chicas con los clientes, y a las camareras y a las chicas de la limpieza. Pasado un tiempo prudencial, Sancha reclamó que el Harén y el restaurante Dulzón, así como todo lo que había en las cuentas bancarias de mi madre, pasaran a mi propiedad como único heredero. Sancha me quería mucho. Me había visto nacer. Mamá y ella habían empezado juntas, tenían la misma edad. Alguien dijo alguna vez que eran la reproducción de las Dulce y Bombón de antes de la guerra. Siempre fueron inseparables. Mi nombre constaba como copropietario de las empresas y los edificios y como titular adjunto de las cuentas corrientes, y eso hizo que los trámites fueran sencillos y me ahorrara mucho dinero. Durante dos o tres años, Sancha se hizo cargo de todo mientras yo me lamía las heridas por los rincones, y las colaboradoras me lamían lo que hiciera falta para consolarme. Gracias a Sancha me desenganché de las drogas, incluso de mi adicción a la adrenalina, que es una de las peores. Ella había tenido un hijo drogadicto y delincuente de mal final, el Venán, y a partir de aquel momento se emperró en que yo no cayera en la misma trampa que él. Y lo consiguió, ya lo creo que lo consiguió. Su Milito, destrozado, abandonó la calle para siempre, se encerró en el Harén, se puso al mando, redujo su vida al sexo y la reflexión y eso hizo de mí el hombre que soy ahora. Responsable, propietario de una empresa próspera, amante de la lectura, el cine y las artes y razonablemente feliz.
Sancha, pobrecita, era callada e introvertida como una ostra, pobrecita, un poco ausente, desconfiada como el ladrón a punto de entrar a robar. Nunca hablaba del pasado. Solo del futuro, de lo que teníamos que hacer, de lo que haríamos, de lo que pasaría el año próximo, o mañana, o dentro de un momento.
—¿Cómo estás?
—Más tranquila. ¿Y tú?
—Más tranquilo.
Maragda se mantuvo al margen de la efusión de sentimientos. Solo murmuró un casi imperceptible «Lo siento, Sancha, es horroroso». Su relación con Sancha era de patrona y empleada y no había mucho lugar para las familiaridades. Yo era otra cosa.
Sancha dedicó un vistazo al vestido vaporoso y blanco, al peinado, al maquillaje, como el general que pasa revista a la tropa.
—Sancha —dije—: nunca me contaste cómo fue que se fue mi madre...
Se separó de mí como si acabara de descubrir que desprendía algún olor asqueroso.
—Ahora no podemos hablar de eso. Mira: quiero que conozcas a Irma.
En el Harén teníamos cuadros muy valiosos, pero no estaban al alcance de los clientes ni de nuestras colaboradoras. Eran demasiado valiosos. En las paredes de la sala que denominábamos Pinacoteca, solo había litografías que reproducían bailarinas descoyuntadas de Degas; esperpentos tan vulgares como inquietantes de Toulouse-Lautrec; la espléndida, solitaria y perdida Madeleine de Ramón Casas, o el sexo terrible de Egon Schiele. En medio de tantas obras de arte y tanto barroquismo mobiliario, la mujer que nos esperaba sentada en uno de los sillones era demasiado vulgar, demasiado llamativa, demasiado obtusa y demasiado alta. Pechos grandes que tensaban una blusa amarilla, pantalones de pana rojos, zapatos blancos de tacón muy alto. Rubia, una especie de Marilyn. Yo no estaba para Marilynes en aquel momento.
—Siempre me dices lo mismo. Ya sé que no te gusta hablar de aquella época, porque se te mezcla con lo de tu hijo, pobre Venán...
Sancha ya se había vuelto de espaldas y se dirigía a la muchacha, que se había puesto respetuosamente en pie.
—Esta es Irma...
—¿Tú crees que la fuga de mamá tenía algo que ver con lo que hizo tu hijo? —insistí.
—... Ha venido este mediodía, antes de comer, con un cliente. Estaba equivocada...
—Es inevitable pensar en eso, Sancha. Pero tenemos que hablarlo. ¿Tú crees que mi madre se fue por aquello que hizo tu hijo?
Siempre de espaldas a mí, Sancha se quedó clavada e inamovible como el viejo roble centenario y dijo, con aquella autoridad que de pequeño me marcó el buen camino:
—Mili, ahora no vamos a hablar de eso. Aquí, delante de todo el mundo. —Todo el mundo eran Maragda y aquella rubia que se hacía llamar Irma. Callé, me conformé y Sancha continuó hablando, a pesar de que ya debía de saber que no podría concentrarme en sus palabras como era debido—. Este mediodía, Irma ha llamado a la puerta acompañada de un cliente. Un cliente japonés, por cierto, que se ha quedado boquiabierto al ver el Harén, claro, no dejaba de hacer fotos.
—Era un cliente con mucho dinero —intervino Irma, para justificarse, con una voz profunda de mazmorra—. Lo he traído aquí porque tenía mucho dinero. He pensado que era una manera de valorarme más.
—Por favor, nena, no interrumpas —la cortó Sancha, impaciente. Y, con otro tono, mirando al suelo—. Quería alquilar una habitación. Estaba confundida. Creía que esto era un meublé, y que podía usar un cuarto, como en un hotel. «No te equivoques», le he dicho. Le he dicho que no podía ser, que no se confundiera, que este es un club muy exclusivo y que solo se admiten socios y socias... Pero —Sancha hizo una pausa antes de continuar—, cuando la he mirado bien, de arriba abajo, lo he pensado mejor y le he alquilado la Sala Cursi a mitad de precio.
Yo estaba mirando de arriba abajo a la Marilyn altísima y rubia de la blusa amarilla, los pantalones rojos y los zapatos blancos de alto talón. Calibré su belleza según los cánones que imponen las leyes del mercado, qué queréis que os diga, no soy yo quien fija las reglas, sino los clientes, que piden lo que quieren. Era bonita, más que bonita, espectacular, como la Marilyn de Con faldas y a lo loco, pero más delgada y mejor proporcionada. I wanna be loved by you, pu-pu-pi-tuh. La mirada soñolienta o miope, los labios gruesos, la naricilla, el óvalo armonioso del rostro. Las manos grandes. Los hombros anchos. Busto voluminoso. Los pies inmensos que requerían zapatos especiales.
Para realizar la inspección, me había desplazado y ahora ya podía ver los ojos azul marino de Sancha, y pudimos intercambiar una breve conversación telepática.
«¿Por qué le has hecho el favor? ¿Por qué precisamente a esta persona?»
—Con una condición. Le he dicho que le alquilaba el cuarto pero que, luego, cuando se fuera el cliente, ella tenía que quedarse para hablar contigo. He pensado que te gustaría conocerla. Y ella ha dicho que sí. Después ha ocurrido lo que ha ocurrido, se nos han complicado las cosas y, en fin, que hace horas que se espera.
Me planté ante Irma. Casi tenía que mirarla en contrapicado. Aguantó con firmeza mi mirada en la suya. Casi sin parpadear. Valoré muy positivamente que no comiera chicle.
—¿Trabajas?
—Sí.
—¿De qué?
—Trabajos ocasionales. Basura. Dependienta tres meses, fuera, otro; camarera tres meses, fuera, otro; ahora teleoperadora, y dentro de tres meses supongo que fuera y otro. Mierda de trabajo.
—¿Te gustaría trabajar con nosotros?
—Sí —dijo sin dudar.
—¿Hace tiempo que te dedicas a esto?
—No. Muy poco. Cuatro o cinco meses.
—¿Lo haces por necesidad?
—Claro que lo hago por necesidad.
—¿Necesidad económica?
—Sí. —Dudaba—. No. No solo por necesidad económica.
—¿Quieres decir que te gusta?
—Sí.
—¿Qué es lo que te gusta de este trabajo?
—Es... —No aparta la vista. Solo elige minuciosamente las palabras—. Excitante. Un poco perverso, quizá. Divertido. Conoces a gente. Un poco arriesgado, también. No lo sé. Excitante.
Intervino Sancha, un poco impaciente, como si temiera que yo no estuviera entendiendo el mensaje que se escondía entre líneas:
—He pensado que a ti te gustaría tenerla en el Harén. Ya estábamos otra vez. Sancha, pobrecita, era la madraza preocupada porque su hijo, o ahijado, o hijastro, no tenía pareja que lo cuidara. Y no perdía ocasión para presentarme a la persona que debería hacerme compañía el resto de mi vida. Nunca había entendido mis gustos y, de vez en cuando, me ponía a prueba diciendo «Mira, esta chica haría para ti» o «¿No te parece que este chico es guapísimo?». Me había puesto delante niños que podían ser mis hijos, atletas que podían ser actores de cine, camioneros peludos que podrían haber sido mis tíos e incluso hombres distinguidos que podían ser mis abuelos. «¿Qué me dices? ¿Te gusta?» Cuando descartó, sorprendida y abrumada, el género masculino, probó con niñas que podían ser mis hijas, modelos que representaban cánones de belleza, mujeres maduras que podrían haber sido mis madres e incluso venerables ancianas que podían ser mis abuelas. Últimamente, había decidido tomar el camino del medio.
—¿Has pensado que me gustaría tenerla en el Harén? ¿A mí? ¿Especialmente?
—Sí. —Sancha hizo una mueca: «Sí, señor, idiota, que no te enteras de nada».
Maragda ya lo había entendido todo y se reía agachando la cabeza y tapándose la boca con la mano.
—¿Por qué? ¿Porque no tenemos ninguna colaboradora como esta?
—Exacto.
—¿Porque supones que tiene unos genitales, digamos… inesperados?
—No supongo nada. Sé que tiene unos genitales inesperados.
—Y has pensado que a mí me gustaría tenerla en el Harén.
Sancha estuvo a punto de golpear con un pie en el suelo. Agotada la paciencia, fue al grano:
—Por favor, no te hagas el tonto. He pensado que Irma podría ser tu compañera ideal, sí, señor, si lo quieres claro, te lo voy a decir bien claro. —Sonreí, complacido—. Tú eres cómo eres, Mili, no te vayas a engañar. Antes decíamos del ramo del agua. Pero al mismo tiempo te gustan mucho las mujeres, a que te gustan las mujeres.
—Pues claro que me gustan las mujeres —concedí, siempre sonriente como los hijos sonríen a las madres amantísimas.
—Pues Irma es tu ideal. Se parece mucho a una mujer como las que te gustan, pero no es una mujer, porque tiene lo que las mujeres no tienen.
Moví la cabeza con benevolencia.
—Querida Sancha. Permíteme que me organice la vida a mi manera. Lo que tiene Irma, a mí me sobra, ¿comprendes? A mí me gustan las mujeres porque tienen lo que tienen. Ya me gustaría tener una mínima parte de lo que a las mujeres les sobra.
—No entiendo nada —dijo Sancha, contrariada.
—No. No entiendes nada.
—Tú no eres gay ni eres nada. ¡Ahora va a resultar que te gustan las mujeres!
—Toda la vida me han gustado las mujeres.
—Entonces, ¿por qué te vistes de mujer?
—Precisamente porque me gustan las mujeres. Haría cualquier cosa para ser como ellas. Cada cual se viste como las personas que le gustan, ¿no te parece?
—Vete a cagar —exclamó Sancha.
Hizo gesto de salir disparada de la Pinacoteca, pero la retuve con abrazo amoroso. Le di un beso en la frente y miré a Irma, que no sabía qué expresión poner.
—Ahora —le dije— hablarás con Sancha, que te explicará en qué condiciones trabajamos en esta casa. Porcentajes, obligaciones, disponibilidad, etcétera. Después, tómate una semana para pensártelo. Quiero estar seguro de que estás convencida de hacerte socia y colaboradora de nuestro club y no quiero que te traiga solo la necesidad. Ni yo ni mis clientes queremos caras de amargura, de resignación y de dolor. Y, dentro de una semana, nos volvemos a ver y te pondré a prueba. Irma asintió con la cabeza algo cohibida.
Manteniéndola sujeta con el abrazo amoroso, conduje a Sancha al Despacho de Recibir, que era la habitación de al lado. Un aposento no muy grande, estilo déco, con un escritorio precioso, de cenefas geométricas talladas en la madera e incrustaciones de lapislázuli; con figuritas de mujeres frías y hieráticas con poca ropa; en las paredes, dibujos de Barbier sobre las escenografías de Nijinsky.
Maragda nos siguió tan discretamente como si no pisara el suelo.
Sancha levantó la vista hacia mí temerosa de lo que yo pudiera decirle.
—No me has contado nunca como fue que mamá se largó —susurré rápidamente, como para demostrarle que no quería alargarme en el trámite.
—Y no te lo voy a contar ahora, Mili. Esa chica me está esperando.
—Pero ¿fue algo improvisado, te lo dijo de un día para otro, o ya lo veías venir desde tiempo atrás?
—Ahora no tengo tiempo, Mili...
—Aquel cliente, Julio Duch...
—Mili: estoy tan nerviosa y afectada como tú. Deja pasar un tiempo.
—¡No puedo dejar pasar un tiempo!
—Has dejado pasar once años. Déjame que lo digiera mejor. Y hablaremos. Te lo prometo.
—¿Tú crees que se fue por aquello que hizo tu hijo?
Con un suspiro, derrotada:
—Sí.
—Pero tú has dicho alguna vez que tu hijo era incapaz de hacerles aquello a aquellas chicas. Dijiste que lo habían condenado injustamente, y que había muerto injustamente...
Sancha se había vuelto a convertir en estatua de cera. Petrificada. Había cerrado los ojos, soportando un dolor muy intenso y muy profundo. Paralizadas todas sus constantes vitales.
Fue Maragda quien reaccionó.
—Mili —musitó tímidamente—. Quizá no sea el momento.
Tenía razón. A veces no sé discernir cuándo es el momento oportuno para cada cosa. El ansia me disparata y hace que me precipite.
—No es el momento —confirmó Sancha.
Maragda me agarró del brazo y me empujó hacia la puerta.
—Vamos a cenar —dijo.
Yo también cerré los ojos, como Sancha, y aspiré y espiré tres veces antes de poder cambiar de capítulo.
Al abrir los ojos tomé conciencia inmediatamente de que era 15 de febrero. Lo que significaba que el día anterior, cuando me habían dado la espantosa noticia, era el Día de los Enamorados. Por alguna razón, aquello me pareció de una tristeza arrasadora.
Mientras me vestía y me miraba en el espejo, me decía que era una persona extraña.
Hacía mucho tiempo que no salía de casa. No diré los once años desde que mi madre había faltado, porque siempre hay obligaciones, pero tal vez más de un año. Era un loco escondido dentro de su castillo, como los malos de las películas de James Bond, construyendo a mi alrededor una cárcel de lujo donde yo mismo me había condenado a cadena perpetua. Las fachadas anterior y posterior del Harén estaban rellenas de microcámaras que controlaban constantemente lo que sucedía en las inmediaciones de mi cubil; en la zona de administración y seguridad del primer piso, había una habitación llena de pantallas desde donde Cleo y sus colaboradoras prevenían cualquier amenaza exterior. En el famoso bunker de la antigua embajada soviética, me había organizado un refugio subterráneo que podía soportar sin problemas cualquier clase de ataque atómico o guerra bacteriológica. Allí dormía, leía, me emborrachaba y masticaba mi soledad cuando me apetecía masticar la soledad. Justo al lado, al otro lado del ascensor blindado, habíamos creado la Sala Húmeda, donde siempre llovía agua tibia. Y ahora estábamos excavando un túnel que debía comunicar el sótano con la red de alcantarillado por si acaso, alguna vez, los enemigos exteriores eran tan poderosos que no me quedaba más remedio que huir.
El exterior estaba lleno de peligros terribles, bandas enemigas, provocadores cabrones que podían llevarme al límite, a los puños americanos y a los bates de béisbol, y yo lo sabía porque había sido uno de esos peligros cuando había podido correr libre por las calles. El exterior era un lugar espantoso, poblado por monstruos y amenazas, como lo demostraba el hecho de que, un día, mi madre había salido al exterior y no había regresado nunca más.
Le habían pegado un par de tiros en la nuca. Pobre mamá, por favor.
Mientras me vestía y me miraba en el espejo, veía a un hombre asustado que intuía que todo esto no debía de ser normal. Suponía que era una forma de locura.
Por la radio de uso interno, Sancha me avisó de que ya había llegado el coche de alquiler. Me esperaba en la puerta trasera porque a nadie tenía que importarle si yo entraba o salía del Harén.
En el dormitorio del bunker paranoico, hay dos puertas, aparte de la de acceso. Una corresponde al cuarto de baño. La otra no parece una puerta, sino una biblioteca cargada de libros. Se desplaza a un lado sobre raíles y da a un espacio que en aquellos días era caótico, sucio de barro y de cal, invadido por montones de ladrillos, vigas y herramientas. Allí trabajaban permanentemente los cinco hombres secretos que estaban excavando un túnel secreto como los que había en los antiguos palacios, o conventos, o mansiones de los malos de película antigua, comunicado con las cloacas. Los obreros eran unos exreclusos uzbekos, que seguramente no eran ni uzbekos pero yo los llamaba así, que me parece que estaban en busca y captura por la policía de no sé cuántos países y que aquí vivían seguros porque sabían que aquí nadie vendría a buscarlos. Los contraté diciéndoles que, si llegábamos a un acuerdo, aprenderían a hacer túneles, cosa que tal vez les sería útil si alguna vez volvían a enchironarlos. Y, además, tendrían la oportunidad de conocer a chicas liberales y generosas, y de comer platos cocinados en el Dulzón, y les pareció bien y se mostraban satisfechos con el trabajo. Tanto que últimamente ya me preguntaban qué otra obra tendrían que hacer cuando terminaran el pasadizo subterráneo, y yo me temía que estuvieran retrasando la culminación de los trabajos para no perderse el privilegio de ser mis empleados.