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María Elena Soliño

MUJER, ALEGORÍA Y NACIÓN
AGUSTINA DE ARAGÓN Y JUANA LA LOCA COMO
CONSTRUCCIONES DEL PROYECTO NACIONALISTA ESPAÑOL

(1808-2016)

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TIEMPO EMULADO
HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA
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La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección:

Walther L. Bernecker

(Universität Erlangen-Nürnberg)

Arndt Brendecke

(Ludwig-Maximilians-Universität München)

Jorge Cañizares Esguerra

(The University of Texas at Austin)

Jaime Contreras

(Universidad de Alcalá de Henares)

Pedro Guibovich Pérez

(Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima)

Elena Hernández Sandoica

(Universidad Complutense de Madrid)

Clara E. Lida

(El Colegio de México)

Rosa María Martínez de Codes

(Universidad Complutense de Madrid)

Pedro Pérez Herrero

(Universidad de Alcalá de Henares)

Jean Piel

(Université Paris VII)

Barbara Potthast

(Universität zu Köln)

Hilda Sabato

(Universidad de Buenos Aires)

María Elena Soliño

MUJER, ALEGORÍA Y NACIÓN

Agustina de Aragón y Juana la Loca como
construcciones del proyecto nacionalista
español (1808-2016)

Iberoamericana - Vervuert - 2017

Derechos reservados

© Iberoamericana, 2017

© Vervuert, 2017

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-16922-31-4 (Iberoamericana)

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiro

ÍNDICE

La construcción de la memoria histórica: mujer, alegoría, nación

La nación como concepto

Alegorías de la nación

Marco temporal

Organización

I. Alegorías de la nación: el caso de Agustina de Aragón y la importancia de la mujer en la construcción del proyecto nacionalista

Agustina de Aragón: personaje y contexto histórico

Agustina de Aragón en la literatura isabelina: La ilustre heroína de Zaragoza ó la célebre amazona en la Guerra de la Independencia, 1859

El cine como nuevo medio de expresión patriótica: Agustina de Aragón en la época del cine mudo en España

Agustina de Aragón de Juan de Orduña, 1950

Agustina de Aragón en el cómic: Agustina de Mendoza y Monzón, 2008

Conclusión

II. La locura como espectáculo nacional: la reina Juana de Castilla como alegoría de la nación romántica

Juana en la pintura de historia decimonónica

Débil comienzo del cine nacionalista español

Orduña y Aranda ante la figura de doña Juana: del amor a la lujuria

La representación de la amenaza árabe en Locura de amor y Juana la Loca

La fascinación por Juana la Loca puesta al día en Isabel de RTVE

Conclusiones

Agradecimientos

Bibliografía

Filmografía

Índice onomástico

LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA:
MUJER, ALEGORÍA, NACIÓN

Memoria: “Monumento perenne en su materialidad, siempre igual a sí mismo, pero modificado incesantemente en su significado por quien recuerda, por quien celebra la gloria de lo que representa o por quien condena lo que el monumento celebra y recuerda. La memoria no es un depósito; es, más bien, un flujo, una corriente, cuyo curso y caudal el paso del tiempo modifica”.

(Santos Juliá 2010: 335)

Hoy día es imposible visitar las plazas de las ciudades españolas sin encontrarse con un monumento público que de forma similar a la descrita por Santos Juliá intenta utilizar la memoria histórica para dejar constancia de los ciudadanos ejemplares que plasman de forma visual las virtudes que se aprecian a la hora de constituir una nación. El monumento de piedra o metal que se erige será perenne en su materialidad, pero las interpretaciones de los mitos de la nación que representan serán movibles según las circunstancias político-sociales en que se encuentre la nación. Los monumentos públicos son instrumentos para forjar la memoria histórica, y la memoria cultural colectiva, para que los ciudadanos recuerden el pasado de una manera particular que coincida con los intereses de quienes comisionan un monumento. Pero los monumentos públicos que adornan tantas plazas españolas también dan testimonio de que muchas vidas ejemplares han sido silenciadas por las versiones de la historia de las entidades estatales y locales que deciden qué individuos son dignos de tales conmemoraciones, pues faltan las mujeres en estos espacios públicos diseñados para que el ciudadano conviva con la historia en su vida cotidiana.

El silencio sobre la participación de la mujer en la construcción de la nación española no es absoluto. Isabel la Católica es una de las pocas homenajeadas en monumentos públicos, y el valor de los zaragozanos en la Guerra de la Independencia está encarnado en la figura de Agustina de Aragón.

No obstante, la escasez de monumentos públicos a mujeres españolas señala que si el heroísmo masculino es materia para la historia, los homenajes al papel de la mujer en la construcción de la nación no se encuentran principalmente en primer plano. Las mujeres raramente son agasajadas de forma oficial por el Estado, pero lo son por otros medios, principalmente en los géneros de la cultura popular que suelen destinarse a un público femenino. A diferencia de otras artes conmemorativas, como la escultura de los monumentos públicos y los libros de historia, el arte popular, y en particular el cine, dan mayor protagonismo a una serie de figuras femeninas que alegorizan la nación.

El propósito de este estudio es explorar cómo la imagen de la mujer, en particular de Agustina de Aragón y Juana la Loca, como alegoría de la nación se utiliza por medio de las producciones culturales –los monumentos, la pintura e ilustraciones, la novela romántica, el cómic y, principalmente, el cine– para promover un espíritu de nacionalismo que contribuya a que los grupos de individuos que comparten las mismas historias y leyendas sobre los héroes nacionales se sientan miembros del mismo grupo, de lo que Benedict Anderson llamó la comunidad imaginada. En España, al igual que en otros países, la memoria histórica oficial se construye en apoyo a una ideología estatal que intenta crear un patriotismo que inspire al individuo a sentirse miembro de una nación. Para cumplir esta misión la memoria histórica debe ser a la vez colectiva e impactar al individuo para que sienta que sus historias patrias se convierten en algo personal. La memoria individual está condicionada por el entorno social en que los aparatos del Estado, como son las escuelas, la Iglesia y el arte subvencionado, intentan crear una serie de imágenes compartidas de un pasado que influye en el presente. “La memoria colectiva se hace necesaria como construcción ideológica para dar un sentido de identidad al grupo, a la comunidad, a la nación, hasta tal punto que se llega si es preciso a ‘inventar’ la memoria para mantener y reforzar esa continuidad, como ha formulado Hobsbawm en su concepto de ‘tradiciones inventadas’” (Colmeiro 2005: 17). La memoria histórica es un componente de la memoria cultural, que codifica cómo se recuerdan eventos históricos: los reinados, las guerras, las dictaduras, las transiciones políticas, etc. Estos recuerdos se refuerzan con la composición de productos culturales para que la nación comparta las mismas imágenes sobre los eventos históricos.

Ya existe una amplia bibliografía de estudios sobre la memoria histórica en el contexto español; sin embargo, son escasas las lecturas del papel de la mujer en la construcción de la memoria histórica, ya sea como objeto o como sujeto. Aquí, en lugar de realizar un estudio panorámico de la construcción del nacionalismo español, analizaremos en detalle dos casos que se presentan como emblemáticos. Este libro estudia cómo las figuras de Agustina de Aragón y Juana la Loca se convierten en alegorías para que las mujeres españolas se sientan incluidas en el proyecto de construir una nación española unida, ofreciéndoles heroínas a quienes admirar, pero que también las instruyan en los límites que la nación les impone a las mujeres en cuanto al acceso al poder. En su mayoría, estas imágenes están compuestas por hombres –pintores, escultores, guionistas y directores de cine y televisión, escritores–, que utilizan la figura femenina como objeto para promocionar un sentido de continuidad con el pasado para la mujer española.

El marco temporal de este estudio arranca a principios del siglo XIX e incluye ejemplos producidos hasta nuestros días. La mujer española no consigue el voto hasta 1931, y salvo el breve paréntesis de la Segunda República, sufrirá la falta de igualdad política y jurídica hasta finales del siglo XX, y en algunos casos incluso hasta la actualidad. Sin embargo, de alguna forma, especialmente dentro del ámbito doméstico, como madres y educadoras de la siguiente generación, el proyecto de construcción nacional cuenta con las mujeres, aunque sea como una ciudadanía subalterna. Especialmente a partir de la participación de tantas mujeres en la guerra de 1808 y con el reinado de Isabel II, la mujer también entra a formar una parte íntegra de la nación y, por ende, para ellas también se crean símbolos especiales que funcionan como alegorías de la nación, principal entre ellas Agustina de Aragón, aunque el número de heroínas españolas sea muy limitado.

Pero en el caso de las leyendas que se le ofrecen a la mujer para inspirarla a participar en el proyecto de nación, los ejemplos de heroísmo femenino deben ser templados en una sociedad que intenta limitar la participación femenina en asuntos políticos. Por eso, durante el siglo XIX y hasta nuestros propios días, al lado de las imágenes de mujeres de acción como Agustina, surge una fascinación por personajes romantizados como Juana la Loca. Si Isabel la Católica se presenta como personaje tan digno de adoración que hasta hace poco su imagen ha resultado casi tan sagrada como la misma Virgen María, como madre de la nación española, la presencia constante en la cultura popular de su hija Juana, enloquecida por amor a su esposo, le recuerda al componente femenino de la nación española que la mujer puede luchar, enfrentarse al enemigo e incluso regir, pero solo en tiempos de crisis, cuando se subvierten todas las normas, y solo como excepción, pero que el lugar de la mujer es en el ámbito doméstico, a donde debe regresar una vez pasada la crisis.

Las alegorías femeninas de la nación ofrecidas al público están diseñadas desde arriba, normalmente con apoyo estatal, para educar a la mujer española de forma que cumpla el papel que la sociedad espera de ella, por lo cual un aspecto fundamental de este estudio será trazar los cambios que surgen en las representaciones de Agustina de Aragón y Juana la Loca según la época en que se haya compuesto una obra que las represente, empezando a principios del siglo XIX, cuando Goya retrata a Agustina, hasta 2016, cuando la representación de Juana la Loca en las series de Televisión Española Isabel y Carlos, Rey Emperador, atrae a millones de televidentes a nivel mundial. Además de ser ofrecidas como modelos para que las mujeres españolas las emulen, figuras como Agustina de Aragón y Juana la Loca se convierten en alegorías de la nación, ya que las vidas de estas mujeres reales, históricas, se reescriben continuamente para reflejar la agitación política y social que España confronta en los diferentes momentos en que sus historias son reformuladas y repopularizadas. ¿Por qué siguen fascinando estas mismas historias y por qué suelen surgir nuevas versiones en tiempos de crisis nacional? Estas ficciones históricas permiten que la mujer se inserte en la tradición política y guerrera por admiración a una heroína, pero son unas ficciones cuidadosamente construidas para también incluir los límites de la acción femenina. Una vez terminada la guerra, Agustina de Aragón se retira del ámbito público y Juana la Loca cumple con el deber patrio más sagrado: engendra hijos que construyen una nueva nación española, incluso un imperio.

LA NACIÓN COMO CONCEPTO

En 1810, cuando los diputados se reunieron para redactar lo que sería la Constitución de Cádiz, el primer concepto que definen es el de ‘nación’, ya que tras la invasión napoleónica de 1808, “la conciencia de soberanía nacional, al margen de un rey forzado a la renuncia (Fernando VII) y otro deslegitimado (José I), es la referencia inicial sobre la que se asienta el discurso político gaditano” (Reyero 2010: 1). Como señala José Álvarez Junco, “Los ilustrados habían presentado la historia como impulsada por la razón, encarnada en las élites poseedoras de la cultura, grupo al que consideraban dirigente natural del conjunto social. Liberales y románticos pensaron más bien en héroes individuales, luchadores y mártires por la libertad y el progreso del conjunto social, pero a la vez aceptaron la idea de que estos genios expresaban el ‘espíritu colectivo’” (2016: 28-29). A partir de lo que llegaría a llamarse la Guerra de la Independencia y, como resultado, el camino hacia una monarquía constitucional, cambia el concepto de nación para incorporar el papel del ciudadano, pero ciudadano homogeneizado, que a partir de entonces constituirá el tipo de nación que Benedict Anderson bautizará con el nombre de “comunidad imaginada”.

Para el estudio de la nación y los nacionalismos son imprescindibles los trabajos de Benedict Anderson y Eric J. Hobsbawm. La nación es una comunidad que se mueve al unísono a través de la historia, y es precisamente por este componente que las historias que componen la historia de una nación se convierten en ente casi sagrado que comparten los ciudadanos de estas comunidades imaginadas, unidas por una serie de memorias históricas y culturales compartidas. Una española solo llegará a conocer personalmente a un porcentaje mínimo de sus 48.000.000 de compatriotas, pero les unen las historias compartidas (Anderson 2006: 26). Al igual que los millones de desconocidos que habitan dentro de las fronteras del Estado, conoce las leyendas de los Reyes Católicos, Juana la Loca y Agustina de Aragón en las versiones que su generación recibe más por medio de la cultura popular que a través de los libros de historia. Todos los gobiernos modernos han reconocido el poder de las historias compartidas. En cierto modo, de ahí viene el apoyo oficial para la pintura de historia en el siglo XIX y el impulso de crear una industria nacional de cine y cadenas nacionales de radio y televisión en ciertos momentos clave de la posguerra, para crear las imágenes (y los sonidos) que comparte la nación, incluso el gran número de ciudadanos que no acostumbran a leer, ya que, como señala Tom Nairn:

La llegada del nacionalismo en un sentido distintivamente moderno, estaba ligada al bautismo político de las clases bajas […] Aunque a veces han sido hostiles a la democracia, los movimientos nacionalistas han tenido invariablemente una perspectiva populista y han tratado de llevar las clases bajas a la vida política. En su versión más típica, esto adoptaba la forma de una clase media inquieta y un liderazgo intelectual que trataban de despertar y canalizar la energía de la clase popular para apoyar a los nuevos estados (1977: 41; citado en Anderson 2006: 47-48).

Para que una nación funcione como tal, tiene que inspirar sentimientos profundos de lealtad y adhesión semejantes al amor familiar y, al igual que este otro vínculo afectivo, debe parecer una dependencia natural. En el caso del nacionalismo, los productos culturales, y en particular las artes de gran difusión pública, no solo pueden reflejar el amor a la patria, sino que lo inspiran, incluso, a veces, lo provocan (o por lo menos lo intentan).1 Aunque el nacionalismo oficial suele ser dirigido por el Estado y apoyar al Estado, los miembros de la “comunidad imaginada” que componen la nación deben sentir que comparten un destino histórico común que les pertenece de forma orgánica, que surge del pueblo, pero que, en realidad, nace de un intenso proceso de socialización por parte tanto de la educación formal, como del consumo de productos culturales, “por medio de una constante tarea de educación de la voluntad de la colectividad, es decir, imprimiendo en los ciudadanos desde la más tierna infancia la identidad nacional y, con ella, el deseo de ser miembros de una entidad política que la representaba” (Álvarez Junco 2016: 4-5). José Álvarez Junco es uno de los críticos de este tipo de nacionalismo que, como yo, rechaza “todas las explicaciones que tengan que ver con esencias, mentalidades, caracteres colectivos o ‘forma de ser’ de los pueblos” (2016: XVI). Sin embargo, el hecho de que un historiador de la talla de Álvarez Junco tenga que dar comienzo a su último estudio sobre el nacionalismo negando las teorías del esencialismo muestra la fuerza que han cobrado las teorías sobre las identidades colectivas. ¿Cómo se construyen las ficciones que crean una versión esencialista de lo español? En gran parte, la intención del presente trabajo es añadir las cuestiones de género al debate, ya que para crear los mitos esenciales de la nación son de máxima importancia las representaciones de la historia por medio de la cultura popular, una cultura que, con frecuencia, se dirige a las mujeres.

Nira Yuval-Davis es una de las principales teóricas del estudio de las intersecciones entre las teorías de las articulaciones del origen de las naciones y el género. Yuval-Davies comenta sobre la importancia del “destino común” –cuya teoría ya había desarrollado Otto Bauer– que los “individuos se autoconstruyen como miembros de colectividades nacionales no solo porque ellos y sus antepasados tengan un pasado compartido, sino también porque creen que sus futuros son interdependientes” (1996: 166). La complicación en cuanto a cuestiones de género se centra en la división social entre esferas públicas y privadas, estas últimas normalmente destinadas a la mujer y excluidas del discurso político y de la historia monumental. A pesar de que el concepto de ciudadanía se articula en la esfera pública que en España excluyó a la mujer durante gran parte de su historia, no se puede concebir la nación sin las mujeres y, por ende, quienes construyen los mitos de la nación procuran que la mujer tenga su propio canon de leyendas basadas en historias de féminas que alegorizan los valores que la nación requiere de sus hembras para movilizarlas hacia tareas propias de su género, pero útiles para una nación que espera que las mujeres acepten su reclusión en la esfera privada como reproductoras biológicas de futuros ciudadanos, y también como reproductoras de ideologías para sus hijos.2 Cuando las historias que alegorizan los orígenes de la nación lo hacen por medio de cuerpos femeninos, como será el caso de Agustina de Aragón y Juana la Loca, las historias de amor que se narran sobre ellas funcionan como alegorías de los vínculos que unen el Estado español con los ciudadanos que componen la nación, el pueblo.

La nación es una idea cambiante, es un proyecto narrativo y las historias que la constituyen también son mutables según las circunstancias y, en particular, las crisis que amenazan la unidad nacional en el momento en que se inventan o reconfiguran las tradiciones. A partir del siglo XIX, se empieza a tomar más en cuenta a las mujeres como parte fundamental de la nación, con lo cual también deben ser incluidas en las historias que llegan a convertirse en memoria histórica. De ahí la popularidad de figuras como Agustina y Juana, y las representaciones mutables que se hacen de ellas. Por medio de las ficciones que se tejen en torno a estas dos figuras históricas, más que cualquier otro enfoque de la historia tradicional centrada en héroes masculinos, la mujer se siente ligada a una nación a pesar de su exclusión del poder estatal. El público de las ficciones históricas debe sentir que vive vidas paralelas a las de las heroínas que ve en novelas, en el escenario, en la pantalla o sobre un lienzo. Las imágenes deben seducir, incitar un deseo en la espectadora: un deseo que con frecuencia inspira la belleza física de la imagen y, en el caso de un público femenino, seduce con grandes historias de amor y con vestuarios fuera del alcance de cualquier mujer real.

ALEGORÍAS DE LA NACIÓN

La alegoría es una de las modalidades con la cual codificamos la comunicación y, en particular, la comunicación oficial dirigida desde arriba. En el arte estatal es común ver la nación alegorizada por medio de la figura femenina. El uso de personificaciones del Estado viene desde la Antigüedad, como, por ejemplo, en el caso de Atenea vestida de guerrera como protectora de Atenas. Las imágenes de diosas y ángeles que con frecuencia decoran monumentos y cuadros alegóricos y las vírgenes que alegorizan el sentimiento religioso, sin embargo, son formas que no conectan directamente con la mujer ciudadana, por lo que las alegorías que más impacto tienen son las que aparecen de forma más sutil en la cultura popular que el público recibe principalmente como entretenimiento, sin percatarse de hasta qué punto está recibiendo una lección cuando va al cine o lee una novela popular. La alegoría es un uso interesado del arte, una violación del concepto de que el arte conlleva cierto nivel de pureza. Es a partir de la Guerra de la Independencia cuando se le ofrece al ciudadano un nuevo canon de alegorías, más asequibles. El uso de la alegoría se transforma a partir del siglo XIX. Como recuerda Carlos Reyero:

El enfrentamiento ideológico vivido durante el reinado de Fernando VII entre absolutistas y liberales presenta, en el ámbito de la cultura visual, una sugestiva encrucijada no sólo en cuanto a sus objetivos, sino también –y resulta tanto o más interesante– en cuanto a sus procedimientos de persuasión: como se sabe, el discurso político de las imágenes tendió a sustentarse, a partir de entonces, sobre una realidad edificante que se presentaba como verdadera, una visión fidedigna de lo sucedido en la historia, próxima o lejana, que, convenientemente reinterpretada, pretendía servir como fundamento de los ideales modernos, a diferencia de lo que había sucedido en el Antiguo Régimen, cuando un complejo lenguaje alegórico se presentaba como una revelación del poder absoluto del monarca (2010: XI).

Lo que caracteriza a la monarquía constitucional es la habilidad de proponer un tipo de participación individual en el conjunto colectivo o universal. Las alegorías se convertirán en uno de los instrumentos estatales que incitan al espectador a que participe en el proyecto de construir una nación unificada. Es el momento en que surgen imágenes más ligadas a la realidad como alegorías de la nación, entre ellas el heroísmo de Daoíz y Velarde y de Agustina de Aragón, figuras populares e históricas que se configuran como muestras del apoyo popular a la Iglesia y la Corona, “cuya universalización también ha ocultado la intencionalidad partidista con la que fueron concebidas” (Reyero 2010: XII). Las alegorías legitiman victorias. En el caso de Agustina de Aragón, la del reinado de Fernando VII tanto o más que la victoria sobre Napoleón. En el caso de Juana la Loca, la romantización de su figura y la aceptación ciega de su locura la convierten en alegoría de una sociedad patriarcal que no acepta el liderazgo femenino si no es como anomalía ocasional, como fue el caso de su madre, Isabel I. La figura femenina convertida en alegoría de la nación encarna, da vida, a los valores que rigen la pretendida unión nacional.

El uso de la alegoría ha evolucionado con el tiempo, en particular a partir de la Revolución Francesa.

El uso de alegorías con objeto de convencer de los beneficios que proporciona la acción política de un gobernante constituye una de las funciones más habituales de la imagen a lo largo de la historia. En el Antiguo Régimen la alegoría estaba vinculada al rey, como manifestación de su poder y de su acción. Es lo que De Baecque ha llamado el cuerpo narrado (corps-récit): el monarca aparece en la plenitud de su gloria, rodeado de una multitud de alegorías que hacen resplandecer su autoridad. La Revolución trae consigo el cuerpo-valor (corps-valeur): la figura alegórica alcanza un significado por sí misma. Naturalmente, los modelos iconográficos que sirven para caracterizar esas alegorías siguen los mismos prototipos clásicos (Landes 2001: 113-114).

Según Joan Landes, hay una especie de encauzamiento de los instintos masculinos que impulsan el proceso revolucionario hacia unos ideales deseables personificados en cuerpos femeninos. Las lenguas romances facilitan la asociación entre lo femenino y las alegorías nacionales ya que muchas de las virtudes que se aprecian se expresan con palabras femeninas: libertad, verdad, justicia, independencia. Todo ello se mueve entre lo material y lo inmaterial, lo consciente y lo inconsciente, lo personal y lo político, lo individual y lo colectivo. La representación de la nación se convierte así en un objeto de deseo por parte de ‘un cuerpo nacional’ formado por varones. Por eso es importante la sexualización de los modelos que encarnan nuevas ideas (Landes 2001: 160), pero esas son las alegorías de las virtudes en lo abstracto y para un público masculino. Las alegorías que se estudian en este volumen están dirigidas a las mujeres, que serán las madres y esposas que necesita la nación para avanzar hacia el futuro en tiempos de crisis.

Las heroínas seleccionadas para este estudio parecen contradecir la noción típica que las alegorías femeninas ofrecen como representaciones icónicas de una virtud tradicionalmente femenina. Si Agustina de Aragón es una militar fiera, la reina Juana de Castilla es una loca, enferma de lujuria. Sin embargo, la forma en que se le presentan estas figuras a un público en tiempos de crisis ilumina las motivaciones políticas de quienes inventan unas historias que luego se transponen sobre los cuerpos de mujeres que un día realmente existieron, para inventar un mito.

No se puede estudiar el uso de la figura femenina como alegoría de la nación sin tener en cuenta el modelo francés propuesto por la Revolución Francesa.3 Incluso Agustina de Aragón se ha visto como la versión española de Marianne o Juana de Arco. Sin embargo, en el caso español, las nuevas alegorías son revolucionarias solo de forma superficial, en el fondo incitan a los ciudadanos a que acepten, incluso a que adoren, siguiendo su ejemplo, el poder estatal. En España las imágenes que enfatizan los roles de género sirvieron para fortificar la nueva monarquía o, en el siglo XX, nuevos regímenes políticos represivos: las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. “Podemos incluir entre los aspectos críticos negativos de la alegoría la noción fuerte de que algunas de ellas podrían, de hecho, estar enseñando lo incorrecto” (Fletcher 2012: 308).

Una de las características principales de la alegoría es el enfrentamiento directo entre el bien y el mal. “La alegoría no acepta la duda; al contrario, sus enigmas muestran una obsesiva batalla en contra de la duda. No acepta el mundo de la experiencia y los sentidos; prospera gracias a su derrocamiento, reemplazándolos con ideas” (Fletcher 2012: 324-325). Las alegorías cumplen una doble función, por una parte nos unen a una comunidad de pertenencia, por otro nos explican quiénes son los “otros” que amenazan una paz establecida. Las imágenes de Agustina de Aragón no solo inspiran al ciudadano a admirar su valor, también incitan a despreciar a todos quienes amenazan la unidad nacional establecida por la Corona y la Iglesia que con tanto arrojo defiende la heroína en los cuadros, libros y filmes que narran sus hazañas. De forma paralela, Juana la Loca encarna las ideologías que limitan a la mujer al ámbito del amor familiar, a la vez que induce a advertir a los extranjeros que, al amenazar su reinado y el de su hijo Carlos V, también atacan la soberanía del imperio español. Las historias de ambas figuras icónicas de la cultura española se ajustan a las prerrogativas de los Estados que utilizan sus imágenes para inscribir a una población femenina, en el siglo XIX e incluso en parte del XX, con frecuencia iletrada, dentro de la definición de la nación. Juana de Castilla es retratada como víctima de un esposo extranjero y una sociedad ajena a la española que no la respeta al igual que no respeta la soberanía de Castilla ni a sus gentes. En la persona de Juana, España sufre una invasión extranjera. Estará loca, pero su locura engendra un imperio y la personalización de su sufrimiento inspira a quienes conocen su historia por medio de las artes a defender sus ideales.

Un examen histórico y bien documentado de las historias de los periodos y figuras estudiados en este libro ha producido un texto que cuestiona en lugar de reafirmar. Las vidas de las mujeres reales que subyacen bajo la superficie de sus leyendas se han modificado década tras década para producir una serie de productos culturales que ofrecen relatos alegóricos sobre los orígenes de la nación española moderna. La historiadora Bethany Aram (2005) se pregunta si Juana estaba realmente loca, y basándose en documentos de la época, cuestiona este retrato de la reina de Castilla. Estas son dudas que nunca se filtran a las visiones cinematográficas recientes de la reina, excluida del poder por el amor excesivo que siente por su esposo. La alegorización de estas figuras no deja dudas. No hay libertad de interpretación.

Ahora podemos ver claramente en qué sentido el lector podría no ser libre, es decir, interesado. No se le permite tener la actitud que él mismo elija, sino que el autor le dice a través de sus mecanismos de control intencional cómo debe interpretar exactamente lo que se le presenta. Se le dice, tal vez indirectamente, qué comentario hacerle al texto […] Ya sea por la forma o por haber limitado el contenido, el poeta crea una obra de arte constreñida, lo que a su vez impone su propia constricción al lector (Fletcher 2012: 325).

La alegoría tiene la intención de modificar la realidad, de inspirar el comportamiento de quienes reciben la imagen. La alegoría es el reflejo de la ideología, que, si se presenta de forma bella, ciega al lector/público ante la necesidad de interpretar las imágenes o palabras de forma independiente. La alegoría seduce y, a favor de los Estados que suelen producirlas, encarna la supuesta unidad nacional. La alegoría debe persuadir, y de ahí la apelación por medio de la belleza femenina. Las alegorías dan forma concreta a las luchas de poder, y sobre todo a las ideologías de quienes ganan tales luchas. Son instrumentos de persuasión.

MARCO TEMPORAL

Como nos recuerda Nuria Triana-Toribio, “Una nación no es nada sin las historias que se cuenta a sí misma” (2003: 6), y las historias que construyen la nación se modifican según las necesidades del Estado. Recientemente, los debates acerca de la recuperación de la memoria histórica han dominado el campo de los estudios culturales hispánicos, pero las exigencias y preguntas que se hacen acerca de quién controla la imagen del pasado no son exclusivas del final del siglo XX y comienzo de nuestro propio siglo. Estos problemas no son nuevos. Después de toda crisis nacional, la cultura popular, normalmente con mayor impacto que la historiografía oficial, ha reinterpretado los eventos del pasado desde la perspectiva que más ayudara a los que tienen el poder para que pudieran continuar. En momentos de crisis nacional, como fueron la invasión napoleónica de 1808, el reinado de Isabel II con sus guerras civiles e incluso una revolución, los años de la dictadura de Primo de Rivera, el primer franquismo, la transición a la democracia e incluso nuestros propios días de crisis económica, xenofobia y fragmentación estatal, los productos culturales crean héroes e inventan leyendas con la intención de que el ciudadano se sienta parte íntegra de una nación cuyos proyectos apoya voluntariamente.

Al igual que los movimientos nacionalistas de las otras naciones europeas a principios del siglo XIX, quienes más se privilegian del nacionalismo son las élites. En el caso de España, las luchas de 1808-1814 se llevan a cabo no por la independencia del pueblo español, sino a favor de la monarquía y la Iglesia, entidades que necesitaban crear la ilusión de que sus luchas habían sido plenamente apoyadas por la población de una España unida, de acuerdo con lo que Hobsbawm estudia como el “concepto revolucionario de la nación tal como era constituida por la opción política voluntaria de sus ciudadanos potenciales…” (1992: 88). Las luchas contra los franceses ofrecen el ejemplo ideal de esta teoría puesta en práctica, ya que, según cuenta la historia y la cultura popular, fue el pueblo quien ganó la guerra a favor de su monarca. El Estado se convierte en algo propio: “El conjunto de ciudadanos cuyos derechos como tales les otorgaron participación en el país y, por ende, hicieron del Estado, hasta cierto punto, un ‘nuestro propio’” (1992: 88). Los súbditos del rey se convierten en ciudadanos que comparten una historia y un destino común, las narrativas sobre la Guerra de la Independencia cumplen con la necesidad de construir elementos en común que superen las diferencias regionales para así ‘hacer españoles’. Para conseguir esta unidad, la historia se pone al servicio de la nación.

Los liberales de las Cortes de Cádiz se encontraron ante serios problemas en el intento de construir una nación moderna, ya que la tradición se afianzaba sobre la monarquía y la religión, y la nación se construía precisamente sobre tales elementos del Antiguo Régimen que impedían la modernización del país. Por parte de las fuerzas oligárquicas, para combatir a quienes pugnaban por la modernización, era clave la importancia de “[u]na historia común, o lo que más tarde se ha denominado una ‘memoria colectiva’, era parte esencial de esa cultura que, según la concepción nacionalista, debían compartir los ciudadanos de un mismo Estado” (Álvarez Junco 2001: 195). Las historias nacionales del siglo XIX distaban mucho de la disciplina académica histórica, ya que su intencionalidad era explicar “los orígenes y avatares de ‘una comunidad permanente’, la nación, cuya unidad y permanencia se pretendía demostrar precisamente gracias a ese relato. Con ese fin se elaboraba una saga colectiva” (Álvarez Junco 2001: 196). En este tipo de historia los héroes se usan para establecer vínculos entre el pasado y el presente mostrando una serie de continuidades de rasgos que comparten los héroes del pasado con la nación del presente.

Si en el siglo XIX la historia se pone al servicio de la nación, también lo hace el arte, en particular la pintura de historia, un género que la academia privilegia sobre los demás. En una nación como la española se comparte el mismo canon visual de la historia, ya que son las mismas imágenes las que se repiten a partir de la proliferación de publicaciones ilustradas desde el siglo XIX hasta nuestros propios días. Las imágenes que produce la pintura de historia tienen más vigencia que los mismos documentos históricos. Todos visualizamos la conquista de Granada como la presenta Francisco Pradilla en su famoso cuadro, que luego se copia en la serie televisiva Isabel en 2014, con la reina presente, por mucho que los documentos verifiquen su ausencia. Igual ocurre con la imagen colectiva del descubrimiento de América. La imagen pintada por Dióscoro Puebla ha sido repetida en tantos ámbitos, desde ilustraciones de libros hasta varias versiones cinematográficas, que nos resulta imposible imaginar el momento de arribo sin la presencia de un sacerdote, a pesar de que ninguno figuraba entre la expedición de Colón. Miguel-Anxo Murado llega a la conclusión de que “la historia es un combate entre narrativas en conflicto en el que gana la que cuenta con más poder para imponerse. Una vez que esto sucede, las demás versiones dejan de repetirse y reproducirse, y se vuelven inverosímiles a fuerza de resultarnos poco familiares. Es de esta forma como se crea el canon histórico, la versión convencional del pasado” (2013: 122).

Las formas en que el siglo XIX visualiza a heroínas como Juana la Loca y Agustina de Aragón perduran, y llegan a suplantar a las mujeres históricas que inspiraron las imágenes hasta tal punto que se convierten en alegorías de la nación, ya que se reciclan en la cultura popular con cada nuevo régimen que intenta nacionalizar a las masas. Es este ciclo de repeticiones con propósito patriótico el que las convierte en alegorías de la nación.

Si en el siglo XIX la pintura de historia y la novela se convierten en agentes de la socialización de las masas, en el siglo XX el cine se convierte en uno de los métodos más eficaces de transmitir los mitos de la nación y, como era de esperar, produce varias versiones de las vidas de Agustina de Aragón y Juana la Loca. Ya lo había dicho el director Florián Rey: “Sin cinematografía no hay nación” (García Carrión 2007: 89). El mito de la españolidad es una ficción construida por medio de varias fuentes culturales y, a partir del siglo XX, el cine será el método de difusión de más alcance. A principios del siglo XX, cuando se inicia la nueva industria cinematográfica, en España las masas no habían sido movilizadas al mismo nivel que en otros países. Todavía predominaban las lealtades locales. La incipiente industria española tampoco produjo una película del poder nacionalizador que tuvo en Estados Unidos Birth of a Nation (1915, D. W. Griffith).

Si durante la dictadura de Primo de Rivera empieza, aunque de forma débil, a establecerse el concepto de cine nacional, apoyado por las instituciones como parte del proyecto de “hacer españoles”, el régimen franquista de posguerra completará el proyecto con una serie de remakes del cine mudo, triunfando con Locura de amor y Agustina de Aragón.4

En cuanto a la Guerra Civil, aunque los argumentos sobre la memoria histórica fueron enmudecidos durante las tres décadas y media que Franco gobernó España, durante los primeros cinco años después de la contienda hubo una intensa lucha ideológica entre políticos, militares, líderes empresariales y artistas acerca de la mejor manera de consolidar la autoridad y restaurar la unidad, y el papel que las artes tendrían en dicho proyecto. Un elemento crucial de los conflictos se centraba en cómo definir el significado permanente de la guerra. Al igual que los reyes medievales a los que quería imitar, Franco pudo controlar las historias oficiales que se escribieron acerca de una guerra que él rápidamente definió como una cruzada anticomunista. Estas visiones rápidamente se filtraron a los libros escolares, lo que fue facilitado por la intensa persecución que vivía la mayoría de los historiadores, profesores universitarios y docentes que habían luchado del lado de la República, muchos de los cuales estaban ahora muertos o exiliados. No obstante, aunque la dictadura inicialmente recompensó a sus propios historiadores y borró a los que tenían puntos de vista diferentes, era claro que la historiografía oficial publicada en los libros sería insuficiente para presentar a la población la visión de la guerra que la dictadura pretendía promover.

Franco, como Stalin, Mussolini y Hitler, estaba obsesionado con el poder del cine y su habilidad para moldear las actitudes del público. Por este motivo el gobierno estableció controles estrictos para las representaciones cinematográficas de la Guerra Civil y sus consecuencias. Desde el punto de vista de Franco, el cine no era solamente arte o entretenimiento; tenía que servir un fin político: hacerle propaganda al Estado. Los largometrajes desdibujan las líneas entre el entretenimiento y la propaganda. La necesidad de aprovechar el poder del cine para inscribir imágenes indelebles en la conciencia pública era lo suficientemente significativa para que el mismo Franco escribiera el guion de Raza, una de las películas más emblemáticas de la época. Esta representación hagiográfica del héroe de guerra y los valores de Franco fue estrenada en 1942, año que sería crucial para la dictadura. Aunque la victoria en la guerra se había logrado con el apoyo de un amplio rango de grupos de derechas, en 1942 los conflictos existentes entre la Falange, los monárquicos y los militares en particular catalizaron una intensa serie de persecuciones contra los mismos grupos que inicialmente habían apoyado la dictadura. Especialmente a partir de ese año la dictadura definió los límites de la opinión pública y se movilizó rápidamente para monopolizar el debate. Por un lado, se oponía a los que buscaban aliar a España con la causa nazi para que España combatiera en la Segunda Guerra Mundial. Por otro, también se oponía a los que promovían la reconciliación nacional.

Como demuestran los estudios detallados del cine de los primeros años del franquismo, las películas se convirtieron en un espacio en el que chocaron varios elementos de la coalición de Franco, debido a sus fuertes desacuerdos acerca de los conceptos de la condición de la mujer, el deseo de reconciliación con los ex republicanos, el significado de la guerra y quién decidiría cómo la recordarían las futuras generaciones y los que la habían vivido.

La obsesión por escribir la historia para inspirar un sentido de nacionalismo no es una práctica exclusiva de la dictadura de Franco; es parte de un patrón recurrente que usa la cultura popular para ayudar a formar la nación, particularmente después de los levantamientos tras la invasión napoleónica de 1808, un evento que cambió para siempre la relación entre una monarquía española que en ese momento se vio forzada a considerar conceptos más modernos de lo que constituye una nación, el papel de la gente en la formación de la misma y su relación con el poder estatal. Por más que Franco gustara de compararse a un monarca medieval, su situación era mucho más equiparable a la de Fernando VII quien, tras una desastrosa guerra, que muchos historiadores ven como una guerra civil, intentó imponer su voluntad sobre un pueblo cuyo apoyo necesitaba para constituir una nación, pero que con frecuencia se resistió ante el poder estatal.

En la era actual, en vez de ser una señal de desviación radical del pasado, si rastreamos las variaciones en las que la nación española recibe las historias de Agustina de Aragón y Juana la Loca en el siglo XIXXXI