FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1997
Primera edición electrónica, 2017
Fragmanto de
Poesía completa
Diseño de portada: Pablo Tadeo Soto
Fotografía: Archivo General de la Nación
D. R. © 1997, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-5368-0 (ePub)
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DON FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS, caballero de la orden de Santiago y señor de la Villa de la Torre de Juan Abad, nació en Madrid en 1580 y murió allí mismo en 1645. Su obra es un fiel espejo de su vida: ambas polifacéticas, venturosas y aventureras. Por un mal lance, defendiendo su honor de caballero, tuvo que huir a Sicilia, donde estuvo bajo la protección del virrey duque de Osuna. Regresó a España y gozó de favores en la corte de Felipe IV, mas su enemistad con el conde duque de Olivares lo hizo caer nuevamente en desgracia.
Su obra cubrió un abanico de géneros literarios, desde escritos políticos, novela picaresca y prosas satíricas, hasta sonetos, salmos y letrillas, con los que se consolidó como uno de los máximos exponentes del género barroco. Quevedo era un amante de las palabras y, como tal, jugaba y recreaba cada sílaba del lenguaje, preocupado más por el asombro que provocan las palabras que por la confirmación de las cosas a través de ellas. Fue capaz de escribir los versos más enamorados, verdaderos homenajes al más íntimo de los sentimientos, al mismo tiempo que escribía versillos burlones y rimas jocosas sobre las circunstancias más ridículas y cotidianas de su entorno.
A Quevedo no se le relaciona con un libro específico; su grandeza se reparte a lo largo y ancho de todos sus párrafos y líneas. A diferencia de otros autores monumentales, Quevedo está estrechamente vinculado con la lengua castellana; traducirlo a otros idiomas implica no sólo la difícil tarea de equiparar sus rimas o explicar sus juegos lingüísticos, sino, además, ensayar una suerte de psicoanálisis, pues su ánimo y su carácter, la parafernalia de sus letras y los avatares de su existencia difícilmente se entienden más allá de las fronteras hispanohablantes.
En palabras de Jorge Luis Borges: “Acaso nadie, fuera de su ostensible rival y secreto cómplice, Góngora, ha paladeado el castellano, el peculiar sabor de cada palabra y de cada sílaba” como lo hizo Quevedo. FONDO 2000 presenta una selección poética de quien, desde la soledad de su torre y rodeado de libros, escribiera: “Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos”.
Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió
Salmo XVII
Salmo XIX
Desde la torre
Exhortación a una nave nueva al entrar en el agua
Amor constante más allá de la muerte
El reloj de arena
Reloj de campanilla
El reloj de sol
Rendimiento de amante desterrado que se deja en poder de su tristeza
Alaba la calamidad
Juicio moral de los cometas
A un pecador
Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión
Filosofía con que intenta probar que a un mismo tiempo puede un sujeto amar a dos
El sueño
Amor de sola una vista nace, vive, crece, y se perpetúa
A un hombre de gran nariz
Mujer puntiaguda con enaguas
Poderoso caballero es don Dinero
A una fea, y espantadiza de ratones
A un hombre casado y pobre
Consultación de los gatos, en cuya figura también se castigan costumbres y aruños
A una dama señora, hermosa por lo rubio
Califica a Orfeo para idea de maridos dichosos
Vida y milagros de Montilla
Desafío de dos jaques
Itinerario de Madrid a su torre
“¡AH DE la vida!”… ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
MIRÉ los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;