La oscuridad del sombrero
(Cuentística reunida)
Bethsabé Huamán Andía
ISBN: 978-607-97840-2-7
Primera edición electrónica, febrero 2018.
Copyright DR etalcontenidos SC
Francisco Márquez 125A, Colonia Condesa,
Delegación Cuauhtémoc, C.P. 06140,
Ciudad de México
Diseño editorial: Lizi Castillo Miranda
Cuidado editorial: et.al contenidos SC
Fotografía interiores:
@Pez de Ciudad
Por Sábadopm: Maju Tavera
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POR EDICIONES ANTERIORES PAPERBACK:
© Memento mori
(Recuerda que vas a morir)
Bethsabé Huamán Andía
Primera edición, junio 2009
ISBN: 978-9972-9755-5-4
Chätäro Editores
Impreso en el Perú. Tiraje de 450 ejemplares
© sábadopm
© Bethsabé Huamán Andía, 2003 bethsabeh@yahoo.com
Fotografías: Maju Tavera
ISBN: 978-9972-9755-6-1
Dedo Crítico Editores
Impreso en Perú. Se tiraron 150 ejemplares.
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El proceso editorial de este libro se concluyó en febrero de 2018 y para su composición se utilizaron las tipografías Arial, Coolvética y Abhaya.
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Cuentística reunida
“Es la luz que cae y suicida la noche”
Isel Rivero
“Lo sombrío siempre dice más de la verdad que lo soleado”
Enrique Vila-Matas
“La hondura de la noche como un hostigamiento”
Daniel Sada
I
Esa soy yo en el origen del tiempo, pegada a la baranda de la cuna.
La noche cerrada es oscura como el interior de un sombrero.
Me reduzco a una palabra: mamá.
Mamá tengo frío, mamá tengo hambre, mamá tengo sueño, mamá estoy despierta.
Ella está lejos, su voz es distante.
Intento ir hacia ella, pero un tul blanco me cubre.
Mamá no responde. Mamá no viene.
II
Esa es mamá llorando.
Al verla contemplo el sol eclipsarse en plena mañana.
Observo la ola asesina que se levanta sobre su sombra.
Su llanto me detiene como el sueño al bostezo.
Llora desconsolada frente al televisor.
Persigo la circunstancia de su tristeza en mi memoria, hasta que una noción extraña de la luz se filtra como una promesa sin fin.
Me siento a su lado. Miro la pantalla.
Reconozco los trajes blancos con rayas negras atravesándolos.
El puño en alto que grita consignas.
Un rostro familiar sobre ese número culposo.
III
Esa es mamá, otra vez frente al televisor, con su libreta de apuntes y el lapicero en la mano.
Mamá mira. Escucha absorta.
“Que Dios nos ayude”, dice un señor calvo con bigotes antes de retirarse de la pantalla.
La hoja en blanco. “El chino nos mintió”, la escucho decir.
Queda la bandera del Perú.
IV
Esa es mamá siendo apuntada con un revólver en la cabeza. Incitando al hombre a disparar. Arguyendo que despojarla de lo poco que tiene es peor que matarla.
Esa soy yo llorando, negando con la cabeza, gritando ¡no!
Sus ojos destellan de rabia e impotencia.
No la comprendo.
Mi interior transforma el valor en egoísmo y en secreto
la acuso de traición.
Se escuchan gritos en la calle. El hombre empuja a mamá, se lleva los dólares y las joyas de las abuelas.
Quiero abrazar a mamá, quiero apretarme a su cuerpo,
quiero fundirme con ella.
Afuera se oyen dos tiros. Mamá sale corriendo.
Le pido a mamá que no se muera, pero no me escucha.
V
Esa es mamá sentada sobre la cama, despoblada de luz, de fuerza, de deseo. Vacía.
No tiene ganas de amanecer, ni de levantarse, ni de trabajar, ni de abrir un libro, ni de ver la pantalla, ni de comer.
Ha gastado todas sus lágrimas que tenía.
Quiere respuestas que no tengo.
Me llama con urgencia, con premura.
No escucho.
Quiere abrazarse a mí.
No voy.
No quiere ser mamá.
Tampoco yo.
Ella no existe.
No es una mujer de grandes caderas, pelos rizados y labios carnosos.
No tiene ningún lunar en el mentón, ni arruguitas en la frente, ni ojos estrellados y pardos. No usa lentes ni tiene una voz caribeña.
No tiene nombre, no tiene historia, ni amantes, ni hermanos, ni ha estudiado cine, ni le gusta el café cargado.
No le brilla un destello de luz en su ojo izquierdo. No se ríe a carcajadas echando la cabeza hacia atrás. No canta Mercedes Sosa, ni Silvio Rodríguez, ni toca la percusión.
No le obsesionan sus pies desnudos, no fotografía cada uno de los rincones del suelo. No cita a cada rato a Audre Lord y a Alice Walker.
No le amarra un pañuelo rojo a su cabello rebelde.
No me ve de arriba abajo en nuestro primer encuentro.
No la conozco, nunca nos hemos cruzado, nunca hemos estado en un mismo espacio, ni hemos convivido, ni nos hemos espiado. No se ha aprendido mi nombre, ni le ha dado esa entonación grave, ese destello sensual, cada vez que lo dice, cada vez que me llama.
No me he grabado el perfume de su cuello, la textura de su mano, el cosquilleo de su cabello en mi mejilla. No he perseguido su espalda, su pisada, la estela de un afecto porque no existe afecto, ni pisada, ni espalda.
No ha habido malentendido alguno, nadie me ha disputado su presencia, ni ha interferido en nuestra traducción de miradas.
No hemos discutido, ni lanzado filosas conjeturas, ni hemos estrechado nuestros cuerpos como última palabra. No ha habido ningún beso apasionado, desesperado, impertinente. No hemos evocado la muerte, la zozobra, el dolor. No hemos hecho ninguna confesión inoportuna de nuestras vidas inconclusas. No hemos intercambiado mails, ni nombres propios, ni pequeñísimos gestos de cariño. No nos hemos tomado ninguna foto, ni dejado ningún vestigio de nuestra existencia. No se ha ido sin despedirse, ni dejándome el ardor de ningún deseo, la premura de ninguna boca, la pregunta y la consecuencia.
No la extraño, ni la busco, ni divago con ir volando a su isla y girar juntas en una esquina del mundo.
No me ama ni me odia. No estoy esperando que llegue, ni que pronuncie tontas palabras de amor, ni hallar su mano extendiéndose por mi piel, en el silencio de una ausencia que es incomprensión y furia. No hablo con ella en la soledad de mis sueños, ni añoro encuentros que la sigan a su cama, a su cuerpo, a su noche. No me olvida ni me deja olvidar. No tenemos canción, ni palabra, ni circunstancia. Ninguna ciudad nos acoge. No compartimos ningún atardecer, ninguna ilusión, ninguna adicción. No se nos oscureció el día muy pronto. No nos embriagamos una de la otra. No es la mujer del sombrero, ni su oscuridad. No se ha perdido, ni me ha dejado el delirio y la lágrima.
No, no nos vimos nunca. Ni fue un error.
No pasó como un eclipse, cuando por segundos, sol y luna entorpecen su trayectoria.
“¿Ves? ¡Es el mar!”, le dice la señora, al tiempo que camina hacia el ventanal. Delante se extiende la costa de punta a punta. Linda se queda quieta en el marco de la puerta. La señora, con las manos en la cintura, la mira con reprobación.
“No me gusta el mar”, se siente obligada a decir, con los ojos puestos en el piso de parqué.
“¡No te gusta el mar!”, exclama la señora casi gritando. Vuelve los ojos hacia la ventana y añade bajito: “A mí me encanta el mar”. Es evidente que su expectativa de compartir con Linda un sueño largo, tiempo añorado, se ha esfumado.
“Y si se sale…”, menciona ella con temor, con los ojos todavía fijos en el suelo. La señora comprende. Abre la mampara y ahora el movimiento de las olas a lo lejos está acompañado de un rumor, de piedras, de algas, de sal.
“Es cierto que eso puede ocurrir, pero no porque sí. Si hubiera un terremoto muy fuerte, como el de Nazca, habría peligro, pero estamos arriba, mucho más alto que el mar. De todos modos, sonarían las sirenas y tendrías que evacuar”.
“¿Para dónde?”, se apresura a replicar Linda con interés, pero sin abandonar su temor, ni su lugar bajo el umbral.
“Pues, lo más lejos posible, en sentido contrario al mar, hacia el mercado. Ahora te enseño hacia dónde”, le dice con un gesto maternal. Linda se atreve a caminar más cerca del balcón y ambas miran hacia el horizonte donde el mar nunca se acaba.
La señora entonces se pregunta por qué le gusta tanto el mar y vuelve a su infancia, a los domingos en Pucusana, kilómetro 60 de la Panamericana Sur, cuando a pesar de todo esfuerzo, llegaban siempre al medio día, a la hora más caliente y más concurrida, descendían la calle que daba al malecón, oteaban el mar tornasolado, plateado, incesante, y buscaban un rincón entre la multitud de sombrillas. No se iban hasta que el último rayo de luz desaparecía tras la estela dorada, en la superficie del agua. Había que salir corriendo para encontrar menos tráfico en la carretera, pero era inútil. Piensa en la fuerza del mar, su poder, cuando se está cerca, la calma del vaivén cuando se está lejos. Esos domingos por la noche al volver de la playa, el rumor de las caracolas, el movimiento de las olas, acompañaban sus sueños.
Linda no tiene ningún recuerdo del mar; allá en las alturas, el agua cae de arriba, no es preciso que se almacene tanta agua junta, salada, inservible para cocinar o para regar. Las cochas no hacen ruido, es el viento que ulula cuando las atraviesa. Se mueven quedito. Es agua buena, es agua que se filtra de las venas de la tierra, la Mama Pacha. Se pregunta si también en el mar se espejean las nubes y el azul del cielo. Aunque ahí en la costa no hay ni el color, ni la textura de las alturas. Esa brisa húmeda se le mete al cuerpo, la enmohece. El mar para ella no tiene ninguna utilidad, ningún propósito ni ventaja, ningún sentimiento, solo si fuera pescadora, pero no lo es. El mar, el mar no le dice nada.
Al día siguiente la señora muy temprano la deja en el departamento para que haga una limpieza a profundidad antes de la mudanza. “No te preocupes Linda, nada va a pasar. Te llamo en un rato por si necesitas algo”. Se va con el bolso de mariposas amarillas que a Linda le parece demasiado llamativo, pero que en el fondo le gusta tanto por eso, porque ella nunca llama la atención, solo sabe pasar desapercibida. Deja para el final el balcón, sacude, barre, trapea, encera en un silencio interior que cada tanto se ve perturbado por el sonido del mar. De reojo mira por la ventana y ahí está, ahí sigue, moviéndose. Escucha que la llama “Lin-da”. Cuando las olas arrastran las piedras, se alarga el llamado, se escucha “Linnn-daaa”, otras es solo un eco, que repite “Lin-da-lin-dalin-da. Linn-daaa”.